17

Voy a dar una vuelta por las tiendas.

—Pero no vuelvas en el último momento; ya sabes lo nervioso que me pone eso.

—Vale, vale. ¿Qué vas a hacer tú?

—Leer, claro.

—Claro.

—Me he traído todo lo que aún no habíamos tenido tiempo de mirar.

—¡Ah! Por eso el tamaño de la maleta de mano…

—Ajá.

Carlos se caló las gafas de leer y se quedó mirando a Helena por encima de la montura hasta que la perdió de vista en una de las tiendas libres de impuestos. Nunca había entendido ese afán, no solo de mujeres, de ir a mirar tiendas, sobre todo en los aeropuertos donde todo era tres veces más caro. Debía de ser una de esas enfermedades de la sociedad contemporánea, una especie de «compro, luego existo». Cualquier día los ciudadanos pasarían a llamarse «consumidores» sin más y los que no pudieran comprar perderían el derecho al voto; y ser lector se consideraría una enfermedad, curable pero vergonzosa.

Se encogió de hombros y sacó un puñado de cartas atadas por una goma ancha ya bastante envejecida, tanto que al tratar de quitarla se le quedaron en las manos varios pedazos de goma verde seca.

Todas estaban dirigidas a La Mora y la destinataria era Blanca; los remites eran variados: Pilar Santacruz, Carmen Civera, Alicia Santacruz, Alicia y Jean Paul Laroche, Helena Guerrero y Gregorio Guerrero. O sea, que Blanca había guardado cartas de su hermana, su madre, su hija mayor, su hija y su yerno, su hija pequeña, y su marido, y supuestamente las que allí se encontraban eran solo una pequeña selección de las que debía de haber recibido en su vida, de manera que, si había conservado esas pocas, era de suponer que tenían una cierta importancia para Blanca o bien había pensado que podrían tener una cierta importancia para su hija Helena, la heredera de las cajas.

Abrió la primera y le echó una ojeada.

Madrid 1957. Queridos hermanos y sobrinas, espero que al recibo de la presente estéis bien de salud; nosotros todos bien, gracias a Dios…

«¡Qué redichos eran! —pensó Carlos—. 1957. Unos años después de la muerte de Goyito. Alicia tenía catorce, Helena diez.»

Pasó la vista con rapidez por el texto, pero daba la sensación de que todo lo que Pilar contaba eran nimiedades de la vida cotidiana, aparte de expresar su alegría por haberse podido trasladar por fin a Madrid, después de tantas ciudades de provincias, y preguntar por las niñas y por si a Helena le gustaba el internado de Suiza. Le hizo gracia imaginarse a su Helena, con su carácter de fuego y su brutal sentido de la independencia, como una niña de diez años tratando de adaptarse a la disciplina de un colegio suizo para señoritas.

Levantó la vista buscándola pero, como siempre, no tenía ninguna prisa en volver. Echó una mirada al móvil para cerciorarse de no haber perdido ninguna llamada y volvió a las cartas que, leídas por encima, no parecían contener nada revelador. La que tenía el nombre de Alicia en el remite le llamó la atención porque era bastante más gruesa que las otras. Quizá le había enviado a su madre algún boceto de su próxima colección. Levantó la pestaña del sobre y, en su interior, encontró otra carta dirigida esta vez a Alice Laroche con un remite que lo hizo enderezarse en el asiento:

M
197, Breckenridge Row. Halifax. Canada

M. El misterioso M.

Dentro solo había dos páginas de papel muy fino, igual de azul que el primer fragmento que encontraron, escritas en tinta negra. La letra podría ser también la misma, pero no llevaba encima la otra carta para compararlas. Era una caligrafía regular, serena, pequeña y clara, de renglones rectos o ligeramente inclinados hacia arriba, una de esas letras que todo profesor desea encontrar en los exámenes que le entregan para corregir. La carta, fechada en marzo de 1968, estaba en inglés y empezaba diciendo: «Dearest Alice, my love».

—Sí que tiene que estar interesante la carta para que no te hayas dado cuenta de que están embarcando nuestro vuelo. —Sonó, burlona, la voz de Helena detrás de él.

Con una maldición, Carlos empezó a guardar en la maleta todo lo que había sacado, salvo la carta, que se metió en el bolsillo de la americana para poder leerla en el avión con comodidad.

—¿De quién era?

—De Alicia. No, al revés. Para Alicia, quiero decir. De M.

Helena extendió la mano y empezó a hacer gestos posesivos.

—Dámela.

—Ni hablar. En cuanto nos sentemos, la leemos juntos.

—Te estás convirtiendo en el dragón de la cueva, Charlie, el guardián del tesoro.

—Con suerte, tú acabarás convertida en la dulce doncella que canta para mí.

—¡Ja! Ni lo sueñes…

Se acomodaron en la séptima fila, ella en la ventana, él al lado, y comenzaron a leer el texto que Helena iba traduciendo para sí misma al español conforme recorría las líneas:

Querídisima Alice, mi amor,

Ya hace más de un mes desde la última vez que nos vimos y casi no puedo soportar tu ausencia. Acabo de recibir la carta en la que me dices que no podrás estar en París coincidiendo conmigo en las fechas de abril que te envié y te juro que he estado a punto de ponerme a gritar porque la idea de verte ya pronto era lo único que me iba sosteniendo hasta ahora.

Así que no tendré más remedio que volar a Rabat y tú tendrás que arreglártelas para venir a verme. No se me ha olvidado tu comentario de que en un futuro podríamos reunirnos en el hotel del que me hablaste, el Firdaous, en la Plage des Nations, aunque esté un poco a trasmano. O quizá por eso tu sugerencia, ¿no?, para no correr el riesgo de encontrarnos con nadie que os conozca a ti y a tu marido, eligiendo un hotel muy al norte de Rabat en lugar de elegir algo al sur, más cerca de la casa de tus padres. (Como ves he estado haciendo mis deberes con un buen mapa de Marruecos, tratando de imaginarte allí, de imaginarnos juntos allí a los dos.)

No, Alice, no voy a empezar de nuevo. Sé que no tengo derecho a reprocharte nada y que hace muy poco que nos conocemos. Sé que eres una mujer casada y créeme cuando te digo que me parece que tus escrúpulos morales hablan en tu favor, pero sé también que tú nunca hubieras comenzado una relación como la nuestra si no fuera algo serio, si no estuvieras verdaderamente enamorada de mí como yo lo estoy de ti. Lo que pasa es que hemos tenido mala suerte y nos hemos conocido cuando tú ya habías dado tu palabra a otro hombre.

Por suerte hoy en día eso ya no es obstáculo y podemos plantearnos un futuro juntos cuando tú quieras, cuando te sientas capaz de ello. Yo esperaré lo que sea necesario, te lo prometo, amor mío, esperaré, aunque a veces la impaciencia me consume.

Por favor, escríbeme pronto. Dime que estás de acuerdo, que podremos vernos en abril en Rabat. No te pido más. No te pido que aclares las cosas con tu marido, ni que me presentes a tu familia, ni que decidas ya qué vas a hacer con tu futuro profesional si vienes a vivir a Canadá. También podemos instalarnos en otro país, donde tú quieras. Estando contigo estaré en casa, porque mi casa eres tú.

«You’re home to me», decía el texto. Carlos, repentinamente emocionado, miró a Helena por el rabillo del ojo. Era exactamente lo que él sentía. Ella no se dio cuenta y siguió traduciendo en voz baja: «Con todo mi amor y mi deseo, siempre tuyo, M».

—Parece que el chico la quería de verdad —comentó Carlos al acabar de leer.

—Y tenía muchísima prisa —añadió Helena, casi de mal humor.

—¿Te pasa algo?

Ella soltó un bufido.

—Sé que suena idiota pero me molesta haberme equivocado tanto. Yo estaba segura de que la idea de que Alicia tuviera un amante era algo ridículo que solo se os podía ocurrir a los que no llegasteis a conocerla. Y sin embargo… ya ves. Mi hermana, como todas.

—¿Eso que se adivina detrás de tus palabras es un matiz de desprecio machista, señora Guerrero? ¿Ese… «como todas»?

—No. O sí. ¡Yo qué sé! Ella tenía a Jean Paul. Se querían. Trabajaban juntos. Los tres éramos… no sé… como hermanos.

Carlos contestó con tanta suavidad que estaba claro que no quería arriesgarse a enfadarla.

—Ser como hermanos no es precisamente lo ideal en un matrimonio, cielo.

—Ya. Tienes razón. ¿Qué sabe uno de lo que pasa en el interior de los demás? ¿Te acuerdas de Anne?

—¿Tu amiga la novelista?

—Sí. Ahora entiendo que diga que ella prefiere sus personajes a sus amigos: los conoce mejor, sabe cuando dicen la verdad y cuándo mienten, conoce sus secretos… Las personas son una fuente constante de decepciones.

La azafata de Air Maroc depositó la bandeja del almuerzo sobre las dos mesitas con una sonrisa que parecía sincera y ambos empezaron a comer en silencio; Carlos haciendo planes sobre cómo localizar a M ahora que tenían una dirección postal, aunque tuviera casi cincuenta años de antigüedad; Helena pensando que si su hermana se hubiera atrevido a confiar en ella y a contarle que se había enamorado de otro, se habrían ahorrado las dos muchas mentiras y muchos sufrimientos.

Si su madre tenía razón, el 20 de julio de 1969, con las telas como excusa, Alicia había salido a encontrarse con su amante y se había encontrado con la muerte. Si ellas dos lo hubieran hablado antes, no habría sido necesario que su hermana saliera de casa: Alicia les habría presentado a M y Helena habría podido decirles a todos que Jean Paul y ella se querían.

Un escenario de comedia de Lope de Vega, un final del Siglo de Oro: cada oveja con su pareja, matrimonio doble y celebración.

Pero cabía otra posibilidad como había dicho Almudena: que fuera M el asesino de Alicia. En cualquier caso, era necesario encontrarlo.

Sur de Marruecos, 1957

El jeep saltaba y cabeceaba por la pista de arena a toda la velocidad que permitían las desastrosas condiciones del suelo. Llevaban ya dos horas de progreso hacia el norte, buscando empalmar con la carretera de segundo orden que unas horas después los llevaría hasta la carretera nacional a la altura de Marrakech. El sol reverberaba sobre la arena y, a pesar de las gafas de sol y las gorras de visera, un incipiente dolor de cabeza empezaba a instalarse en un punto pulsante al fondo de los ojos de Goyo.

Los ocupantes del jeep —el conductor, Goyo y dos hombres más—, guardaban silencio, cada uno perdido en sus pensamientos.

La operación había salido bien, las armas habían sido entregadas y ahora los cuatro viajeros con sus rifles de caza eran ya indistinguibles de cualquier pequeño grupo de turistas que hubiera decidido pasar un par de días de acampada en el desierto.

Goyo se encendió un cigarrillo y tragó el humo hasta el fondo de los pulmones. Estaba empezando a cansarse de todo aquello y, mucho peor, había empezado a perder por completo la esperanza. Ahora sabía, o casi sabía, que nunca habría un cambio apreciable, que no volvería a servir en un ejército regular, que no podría volver a vestir un uniforme.

Sí, lo habían ascendido, ahora era coronel, pero nadie salvo sus inmediatos colaboradores podía saberlo, porque era coronel en el servicio de inteligencia militar y eso era algo que por su propia naturaleza debía quedar oculto a todos los ojos. Ni Blanca podía saberlo. Ni mucho menos el cabrón de su cuñado Vicente, que también acababa de ser ascendido por méritos que se le escapaban por completo, a menos que ahora el Ejército de Tierra premiara el diámetro del culo de sus oficiales. Vicente siempre había sido un gandul, pero desde que en España se vivía en paz, se había convertido en un auténtico cojonazos, dedicado a engordar, a leer la prensa afecta al régimen y a putear a sus hombres.

La verdad era que cuando pensaba en qué se había convertido el Ejército se alegraba de no formar parte de él. En Marruecos al menos tenía misiones de importancia, sabía para qué servía la mayor parte de lo que le ordenaban, y podía usar todas las armas que necesitara. Mientras que si estuviera destinado en algún lugar de España ahora que no había guerra, ¿cuál sería su vida? Muchos de los hombres que conocía y que durante la contienda habían sido valientes soldados, ardiendo en el fuego de un ideal, se habían convertido primero en simples asesinos, en las famosas limpiezas de rojos pueblo por pueblo, y luego en borrachos, puteros, y jugadores para matar el tedio de una existencia sin objetivos. Una muchedumbre de buitres.

Pensaba ahora, como tantas veces, que le habría gustado participar en la guerra europea, aunque considerando el estrepitoso fracaso del Tercer Reich, había sido una suerte no haberlo hecho. Pero cuando uno es soldado de corazón, por convicción, ¿qué otra cosa puede desear, salvo entrar en combate?

Quedaban muchas guerras, siempre había alguna en alguna parte, pero él no era un mercenario, aunque a veces las misiones que tenía que cumplir se parecían peligrosamente a ello. Sabía muy bien que lo habían colocado en aquella frontera de modo que pudiera enriquecerse a su antojo mientras cumpliera con los objetivos que le habían fijado y, por tanto, lo único que podía hacer era aprovecharse en lo posible de su situación.

A veces le daba risa pensar que él, un simple coronel desconocido, tenía más dinero en Suiza que muchos de los grandes de España, que era propietario de dos pisos estupendos en los primeros rascacielos construidos en el país, que vivía como un pachá en una casa que era casi un palacio, que se podía permitir tener a sus hijas en el mismo colegio que las niñas de varias familias reales europeas, que se daba el gusto de regalarle dinero a su cuñada simplemente para humillar a Vicente, que su mujer vivía como una millonaria.

Y sin embargo todo su dinero, y sus contactos y sus armas no habían servido para salvar a su único hijo. Goyito había muerto de meningitis sin que nadie hubiera podido hacer nada por él. Ya hacía seis años. Si viviera, tendría casi quince; podría haber sido ya cadete en una de las mejores academias militares. Un niño tan guapo, tan inteligente, un niño que ya desde pequeño jugaba con pistolas y quería aprender a luchar.

Blanca no había conseguido superarlo. Ni los psiquiatras, ni los viajes, ni los regalos habían conseguido sacarla de aquel pozo en el que había caído al enterrar a Goyito. Se había convertido en una mujer de luto, perennemente triste; una beata de iglesia y sacristía empeñada en pagar su culpa, a pesar de todos los esfuerzos que él hacía un día tras otro para convencerla de que la muerte del niño no era culpa de nadie, ni mucho menos un castigo divino.

Pero no había nada que hacer. Desde que aquella zorra en el sanatorio le había contado los chismes sobre los niños robados, Blanca había quedado convencida de que la adopción de Alicia había sido un crimen y un pecado, y que la muerte de Goyito era el castigo que se habían merecido por ello. «Dios no perdona, Goyo —repetía entre sollozos, cuando conseguía hacerla hablar de ello—. Tenemos que pagar lo que hicimos.» Y no servía de nada que él le asegurase que habían hecho bien, que habían salvado a una niña de una vida miserable con una madre soltera y roja, lo que no era del todo cierto, pero Blanca no tenía por qué saberlo.

La madre de Alicia no era soltera, sino viuda. Había estado casada con un socialista cuando la República, luego el matrimonio se había anulado porque solo había sido por lo civil; él estuvo varios años en la cárcel, y poco después de salir, ella se quedó embarazada y él murió de tuberculosis dejándola sola y sin medios. Ella sobrevivía cosiendo, pero en 1943 no había mucha gente pobre que pudiera permitirse ir a una modista, y menos en Tánger. No sabía si realmente la madre quería dar a su hija en adopción, si la habían forzado o si le habían mentido diciéndole que su hija había nacido muerta, pero eso no tenía mucha importancia. Blanca necesitaba un hijo y a la otra seguro que le vino muy bien librarse de una criatura; y aunque no hubiese sido así, aunque la modistilla hubiese querido conservar a su hija por encima de todo, primero era Blanca. La niña la había hecho tan feliz que lo demás daba igual. Luego había conseguido quedarse embarazada, había tenido un chico y su felicidad se había doblado; después había llegado Helena y, con ella, la perfección total. Blanca tenía tres hijos, igual que Pilar. Dos propios y una adoptada, aunque ese era su secreto mejor guardado, y él llevaba años convenciéndola de que no había diferencia alguna, de que sus tres hijos eran exactamente iguales y de que habían hecho bien con lo de Alicia.

Sin embargo, Blanca no conseguía verlo así, y eso los había distanciado hasta el punto de que ahora ya no le apetecía volver a casa como antes. Ahora que las niñas estaban estudiando en Suiza, volver a casa significaba encontrarse con una Blanca llorosa, vestida de negro, agarrada al rosario de marfil bendecido por el Papa que Gianna, la mujer del consejero italiano de comercio, le había traído de Roma. Lo único bueno de volver a casa eran los ladridos y los saltos de alegría de Capitán y el arroz con leche de Micaela, pero eso era poco para un hombre que regresaba casi siempre de jugarse la vida entre tipos despreciables sin un atisbo de honor.

Por eso no había podido resistirse a Moira, una preciosidad irlandesa que trabajaba en el consulado, una chica joven, alegre, moderna. Todo lo que Blanca había dejado de ser.

—Mi coronel…

Una mano se posó en su hombro derecho y, por el izquierdo, apareció una petaca plateada. Dio un buen trago de whisky, caliente pero reconfortante, y se encendió otro cigarro.

Salvo la cuestión del dinero, todo se había torcido en su vida. Ya ni se molestaba en seguir escribiendo y mucho menos visitando a Franco, su idolatrado director en la Academia Militar de Zaragoza, su mentor de otros tiempos, que se había convertido en una figura lejana, en blanco y negro como aparecía en el nodo, cada día más gordo y menos aguerrido, un político de pacotilla rodeado de hijos de puta que le bailaban el agua y lo alejaban cada vez más de las virtudes castrenses que le había enseñado a él cuando no era más que cadete alférez en la Academia: el concepto del deber y la responsabilidad, el patriotismo, la disciplina, la caballerosidad, la abnegación, el valor, el sacrificio.

No quería confesárselo ni siquiera a sí mismo, pero ahora su patria le daba vergüenza. Todo lo que habían luchado, sufrido, sacrificado para convertir a España en un gran país, limpio y noble, libre de la contaminación roja, no había servido para nada. Sí, rojos no quedaban muchos ya. Los puños, las pistolas y los paseos hasta la tapia del cementerio habían cumplido su cometido, pero la patria no solo no se había regenerado sino que se estaba convirtiendo a toda velocidad en un estercolero donde imperaban el miedo y la codicia. Y ese país miserable se consideraba superior a Marruecos y quería imponerle su voluntad. ¡Era ridículo!

Sus conversaciones con el antiguo sultán, ahora rey, que al correr de los años, salvando las distancias de rango y nacionalidad, se había ido convirtiendo casi en un amigo, lo habían ido convenciendo de que la independencia de Marruecos era una meta por la que valía la pena luchar, y eso lo había llevado a colaborar con el Istiqlal tanto de modo abierto, con informes a su propio gobierno, como bajo manga en operaciones de las que el gobierno español no tenía conocimiento.

Curiosamente, el hombre a quien él tantos años atrás había sacado de la cárcel de Tánger, había resultado ser no solo un buen recitador del Corán y un protegido del rey, como le habían dicho entonces, sino también uno de los primeros y principales dirigentes del Istiqlal, el partido nacionalista de Marruecos.

Habían pasado muchas cosas desde que se instaló primero en Casablanca y luego en Rabat dispuesto a comerse el mundo. Había sido muy feliz durante muchos años. Había conseguido hacer de su casa un maravilloso hogar y de su jardín un reflejo de la gloria divina, como decían los musulmanes, aunque él, mientras tanto, hubiese dejado de creer en Dios.

No era posible creer que ese Dios al que invocaban antes de entrar en combate y por el que habían luchado hasta el último aliento, para que Su verdad resplandeciera y Su Iglesia pudiera extender Su palabra de salvación, estuviera viendo en qué había quedado todo y no se molestara en mover un dedo. Que no hubiese salvado a Goyito a pesar de sus rezos y los de su mujer era hasta cierto punto comprensible. Goyito, aunque para ellos fuera lo más importante del mundo, no era más que un solo niño y quizás Dios hubiera deseado llevárselo con él, como les decía don Tomás para consolarlos. Pero que no hiciera nada por todo un país, por España, que tanta sangre había dado alegremente por Su victoria, era para él la prueba de que no existía. Por eso le sublevaba hasta ese punto ver a su mujer, antes tan guapa, tan moderna, tan alegre, con el velo negro cubriéndole la cabeza, de rodillas frente al altar un día tras otro. Un altar vacío. Una gran mentira.

Confesiones, y golpes de pecho, y penitencias, y rosarios. Cada día más lejos de él y de su amor.

Además de que, perdida en su nube de tristeza, olvidaba que tenía dos hijas que la necesitaban y que sufrían al pensar que para su madre el único que contaba era el hijo perdido. Por eso él trataba de compensarles el abandono de Blanca a base de regalos, y vestidos, y viajes, lo mejor que el dinero podía comprar, aun sabiendo que no era bastante.

A contraluz sobre el cielo de poniente empezaron a aparecer las primeras chozas de las afueras de Marrakech entre palmeras recortadas como siluetas de cartulina negra en un Belén. Pronto podrían aparcar en la plaza de Jemaa el-Fnaa, estirar las piernas dando un paseo hasta el riad, ducharse con agua fría y salir a cenar a alguno de los locales donde daban sabrosos pinchos de cordero. Al día siguiente saldrían para Rabat y luego ya vería si iba derecho a casa o se pasaba primero a ver a Moira.

Pensó en llamar a Blanca y decirle cuándo llegaba, pero las líneas telefónicas eran un desastre y se solía tardar bastante en conseguir comunicación, de modo que decidió que ya llamaría por la mañana antes de salir. Luego, según la voz con la que le contestara, iría a La Mora o no.

Rabat. Época actual

Cuando les entregaron las llaves del coche de alquiler y salieron por fin al exterior después de la espera primero del equipaje y luego de los trámites de entrada en el país, Helena se detuvo un instante mirando al cielo.

En ese momento le habría gustado ir sola, poder pasar unos cuantos minutos apreciando el color del cielo de Rabat, que era el cielo de su infancia y hacía casi cincuenta años que no había visto, pero le resultaba incómoda la idea de que Carlos le preguntara qué narices estaba mirando como una boba en aquel firmamento azul sin una nube, de modo que hizo una inspiración y empezó a buscar el número del aparcamiento donde debería estar el coche. Ya encontraría ocasión de disfrutar ese cielo a solas.

Le tendió las llaves a Carlos, que negó con la cabeza.

—Ni pensarlo. Me he informado un poco de cómo se conduce aquí y no pienso intentarlo. Llevo media vida conduciendo coches automáticos y además por la izquierda; este es un coche de transmisión manual, aquí conducen por la derecha y, por lo que he leído, van como locos. Si quieres conducir, es cosa tuya.

—¡Gallina! —Ajustó el asiento, probó las luces, se abrochó el cinturón y salió del aeropuerto confiando en recordar lo bastante de la ciudad como para llegar a la medina. Desde allí no debía de ser muy difícil encontrar La Mora.

—Me dijo Jean Paul que han avisado a Suad y a su hija para que esté la casa arreglada cuando lleguemos. ¿Estás segura de que quieres quedarte allí? ¿No sería mejor que cogiéramos un hotel en la ciudad?

—No sé, Carlos. Hay tiempo. Vamos primero y luego decidimos, ¿te parece?

La luz de la ciudad era espectacular, una luz atlántica, clara, como con textura propia, una luz que se estrellaba en las fachadas blancas y vertía oro líquido sobre las pencas de las palmeras suavemente agitadas por la brisa del mar.

Sin apenas una duda, pasaron por la muralla, dejando el alminar a su espalda, llegaron a la gran plaza de la estación de ferrocarril con su fuente, apagada en ese momento, y enfilaron la avenida Mohammed V, sombreada por una doble fila de palmeras.

—Parece bonita esta ciudad —comentó Carlos.

—Es preciosa, sí, ya la verás. No tiene la fama de Casablanca o Marrakech pero es mucho más coqueta, más elegante, más serena. ¡Mira! El hotel Balima.

—¿Debería sonarme?

—No creo. En ese hotel, recién inaugurado entonces, pasaron mis padres sus primeras noches en Rabat, allá por el cuarenta y tantos. Nos lo decían siempre que pasábamos por aquí. Ese muro de ahí enfrente es la entrada de la medina, bueno, una de ellas. Y por aquí, a la izquierda, estaba la librería donde mis padres compraban sus libros y sus periódicos. Ahora giramos aquí… a ver… luego a la derecha y, si no me equivoco… deberíamos… ¡qué barbaridad!, ¡qué locura de tráfico!

Dio un par de gritos en francés y siguió conduciendo como si nada, metiéndose a la fuerza entre dos coches para poder girar a la derecha a la altura del semáforo.

—Dentro de nada veremos el mar, bueno, el océano Atlántico. ¡Mira, mira, ahí está!

Carlos la miró, asombrado. Hacía mucho tiempo que no la había visto tan explosiva, tan entusiasmada por algo. Se había acostumbrado a su postura artística de mujer blasée, el tipo de mujer que estaba de vuelta de todo y todo lo había visto en cien ocasiones. Casi no la conocía como la estaba viendo ahora y eso le hizo pensar cuánto le habría gustado ser su novio cincuenta años atrás, haber disfrutado de su juventud, de su inocencia, de su entusiasmo. En ese momento, Helena parecía haber vuelto a los treinta y cinco años; hasta su piel estaba más tersa.

—Ahora, fíjate en los carteles y si dice Temara en alguna parte es que vamos bien.

—Ahí está.

—¡Bien! Entonces ahora vienen los acantilados, luego las playas y después giramos a la izquierda por el camino secreto y hemos llegado.

—¿Secreto?

—Lo llamábamos así porque era un sendero estrecho sin asfaltar y no había ningún letrero que lo indicara. Cuando dábamos una fiesta, alguien tenía que salir a la carretera y plantar un cartel.

Carlos seguía mirándola, embobado. Ahora ella respiraba más rápido, se había subido a la frente las gafas de sol y los ojos le brillaban como guijas mojadas.

—El camino —susurró Helena—. Sigue aquí.

Él se mordió los labios ya a punto de decir que claro que seguía ahí. Jean Paul y su familia llevaban años viviendo en La Mora. No era precisamente un castillo encantado lo que iban a descubrir, pero decidió seguir en silencio, callado espectador del redescubrimiento de Helena.

Pararon junto a la verja y en lugar de abrir las puertas de hierro y seguir en coche hasta la casa, aparcó allí mismo, cerró el coche y se encaminó a la entrada sin coger más que su bolso, sin esperarlo a él, como si algo poderoso la llamara al interior. Él la siguió hasta una cancela pintada de azul turquesa, enmarcada en un arco de rosas trepadoras de un rojo brillante. Notó que a Helena le temblaba la mano al abrirla, pero no dijo nada. Podía imaginar la avalancha de recuerdos que debía de estar cayéndole encima.

Avanzaron en silencio por un caminito sombreado por unos árboles que daban unas bolas compuestas de pequeñas flores de color de rosa y colgaban como adornos navideños sobre sus cabezas. El piso era de ladrillos puestos de canto, haciendo dibujos geométricos. En alguna parte sonaba el agua, una fuentecilla quizás o un riachuelo.

En el paisaje plano y casi yermo que habían atravesado, aquel jardín era como un espejismo en el desierto, y su silencio tenía una cualidad casi tangible, punteada de un zumbido de insectos y repentinos aleteos de pájaros que desaparecían entre el follaje antes de que el ojo pudiera captar sus colores.

Un minuto después el camino dejó paso a un ensanche desde donde ya se veía la casa, blanca y azul, con tejas árabes de un rojo oscuro y contraventanas verdes; un inmenso jazminero y varias buganvillas rosa ocultaban parte de la fachada. Una amplia terraza con una mesa rodeada de sillas blancas de metal llenas de adornos florales precedía al edificio.

—Solo faltan los ladridos de Capitán —murmuró ella.

En ese mismo instante, como convocado por los recuerdos de Helena, un perro se puso a ladrar, se abrió una puerta lateral y una mujer de mediana edad salió a la terraza secándose las manos en el delantal.

—¿Suad? —comenzó Helena, aunque era evidente que no podía ser. Suad era solo un par de años más joven que ella.

—No, señorita Helena; su hija, Aixa. Mi madre está dentro, pero tiene mal las rodillas, por eso he salido yo —contestó la mujer en francés.

Entraron en la casa por la puerta principal a un vestíbulo de donde partía una escalera no muy ancha que recibía la luz de una alta cristalera de colores.

—Todo está igual que entonces —le dijo Helena a Carlos, sobrecogida—. Es como estar metida en uno de esos sueños que parecen verdad.

Él le apretó el brazo, siguiéndola.

El salón, cuyas puertaventanas daban a la terraza, también estaba casi como en las fotos del álbum de la fiesta: altas estanterías blancas llenas de libros, una chimenea, sofás tapizados en lino crudo llenos de cojines de estampados geométricos en colores rojizos, pufs de cuero claro sobre una mullida alfombra blanca. Incluso había un macizo teléfono negro imitando un modelo de los años cuarenta sobre una mesita junto a los ventanales, como el que Goyo había usado para llamar a la policía aquella noche de 1969.

Cruzaron el salón sin detenerse hasta la cocina, donde una mujer de su edad, pero que parecía mucho mayor por el trabajo y el descuido, los esperaba sentada a la gran mesa de mármol blanco.

—¡Suad! —casi gritó Helena abriendo los brazos.

—¡Mademoiselle Helène! ¡Gracias a Dios por este regalo! ¡Cuántos años sin verla! ¡Qué guapa y qué joven está, como si no hubiera pasado el tiempo! —La mujer se levantó con dificultad y se abrazaron largamente—. ¡No sabe usted cuántas veces le he preguntado a monsieur Jean Paul cuándo iba usted a volver por aquí! Al final ya no preguntaba casi, porque a monsieur Luc no le gustaba oírme, pero Dios me ha escuchado y me ha concedido este favor.

—He vuelto, Suad. Gracias por cuidarlo todo durante todos estos años.

—La Mora es también mi casa, mademoiselle, desde los catorce años que empecé a trabajar aquí para su mamá, madame Blanche. ¿Les apetece un té de menta?

—Sí, lo que vosotras queráis. Este es… Carlos.

Notó que las dos mujeres seguían esperando una explicación.

—Mi… —Estuvo a punto de decir «un amigo», pero supo que Carlos no se lo perdonaría nunca; luego pensó en «mi pareja», que a Carlos le habría parecido bien, pero que para ellas sonaría extraño. «Mi novio», a su edad, resultaba francamente ridículo. Al final, como quien se tira a una piscina de agua helada, terminó, sin mirarlo a él—: Mi marido.

Carlos se quedó de piedra, buscó sus ojos sin encontrarlos, sonrió y estrechó la mano de las dos mujeres, que se la aceptaron con timidez.

—Si no os importa, vamos a dar una vuelta rápida por la casa, bajamos enseguida y nos tomamos ese té. Tenemos muchas cosas que contarnos.

Subieron la escalera uno tras otro, ella delante. Cuando llegaron al primer piso, ella, sin volverse, dijo:

—Si dices algo te mato, Charlie.

Él le cogió la mano, en silencio, se la besó y avanzaron por el corredor.

—Mira —dijo Helena en voz baja—, este era mi cuarto. ¿Quieres verlo? —Apretó la manivela sin que la puerta se moviera un milímetro—. ¡Qué raro! Está cerrada con llave.

—Pero tienes todas las llaves, ¿no?

Sacó las llaves del bolso y empezó a probar hasta que una de ellas entró en la cerradura. Dos vueltas después, abría la puerta a una penumbra rayada por la luz que entraba a través de las lamas de las contraventanas. Sus ojos tardaron unos instantes en acostumbrarse a la relativa oscuridad, pero pronto empezaron a distinguir contornos: una cama grande, muy blanca, cubierta de cojines, algunos con lentejuelas o cristalitos que reflejaban la luz, un escritorio con papeles y un bote lleno de plumas y bolígrafos, pósteres en las paredes de espectáculos parisinos y neoyorquinos de los años sesenta, una alfombra de colores junto a la cama.

—Está todo como yo lo dejé. —La voz de Helena era un susurro asustado—. Igual que hace cuarenta y tantos años.

—Parece que tu cuñado ha decidido preservar el pasado para entregártelo sin fisuras.

Helena se dejó caer sobre la cama.

—Entra en el baño y dime qué hay. Por favor.

Carlos abrió otra puerta de madera calada.

—Hay cosas de maquillaje en la repisa en una cajita transparente, un cepillo de dientes con capucha, otro de pelo, una toalla blanca, un albornoz blanco y una bata de seda rosa con estampado de flores. La pastilla de jabón es nueva pero está sin usar.

—Hemos vuelto al castillo de la Bella Durmiente, Charlie —dijo ella—. La verdad, no sé si me gusta la idea. Da un poco de grima.

—Al menos estamos juntos. Anda, vamos a tomarnos ese té.

—¿Cómo está monsieur? —preguntó Suad mientras servía los vasos en la mesa de la terraza—. Monsieur Luc no cuenta mucho cuando viene.

—Mal, la verdad. Para serte sincera, no creo que viva mucho más.

Las dos mujeres se miraron entristecidas e inclinaron la cabeza.

—¡Pobre monsieur! —dijo Aixa, ofreciéndoles un plato lleno de pastas variadas.

—Y ahora ¿qué va a pasar con la casa, mademoiselle? —preguntó Suad—. ¿Quién la hereda, usted o el señor Luc?

—Yo, Suad.

—¡Alabado sea el nombre de Dios! —La sonrisa llenó de arrugas su rostro marchito que, de repente, parecía más joven—. ¿Podremos seguir aquí, cuidando de la casa y el jardín?

—Pues claro, mujer. Ya sabes que yo nunca he sido lo que se dice un ama de casa, y el jardín me gusta pero no tengo mano.

Madre e hija parecían inmensamente aliviadas con las noticias.

—Pero ¿piensan vivir aquí a partir de ahora o solo vendrán de vacaciones?

Helena miró a Carlos, perpleja. Ni se le había ocurrido pensar en ello y no sabía qué decir.

—Suad, Aixa, nosotros vivimos en Australia. ¿Sabéis dónde está eso? —Antes de ponerlas en la situación de tener que decir que no, continuó hablando—. Justo en la otra parte del mundo. Se tardan más de veinticuatro horas en avión desde aquí. Allí está mi… nuestra casa y nuestro trabajo.

—¿Aún trabaja usted, mademoiselle? ¿No está jubilada ya?

Casi le dio un ataque de risa imaginarse como jubilada.

—No. Soy pintora. Los pintores no se jubilan. Se mueren y en paz.

Carlos le dio una patada discreta por debajo de la mesa.

—Pero no pensarán vender esta casa, ¿verdad? —preguntó Aixa con ansiedad.

Helena estaba empezando a ponerse realmente nerviosa con tantas preguntas respecto a un futuro que no se había planteado. A ella lo que le importaba por el momento era el pasado. Contestó Carlos, conciliador.

—No, por supuesto que no. Nada de vender. Esta casa es el pasado de Helena; no puede caer en otras manos.

Las mujeres cabecearon, complacidas y aliviadas.

—De hecho —continuó él—, para eso hemos venido, para tratar de comprender algunas de las cosas que sucedieron en el pasado, hace muchísimo tiempo, en la época en que todos ustedes eran jóvenes, antes de la muerte de Alicia.

—Ahí se acabó todo —suspiró Suad.

—¿Qué recuerda usted de entonces? Cualquier cosa nos sirve, cosas que le llamaran la atención, alguna frase que se dijo y se le quedó grabada… De los días antes o después de la noticia.

La mujer pareció volverse hacia dentro, buscando en su memoria.

—Me acuerdo de que todos andaban como locos con lo de la fiesta, que la casa estaba invadida de gente, los gritos y las risas desde la piscina de la mañana a la noche, la cocina siempre en marcha porque siempre había alguien que quería algo a la hora que fuera, hasta que la señora dijo que nosotras también teníamos derecho a descansar y el que quisiera algo fuera de las comidas normales tenía que arreglarse solo y limpiar lo que hubiera ensuciado. La señora estaba muy nerviosa todo el tiempo, y no le quitaba ojo a la señorita Alicia.

—¿Por qué? —preguntó Helena inclinándose hacia ella, llena de curiosidad.

—Yo creo que estaba preocupada por ella. Las oí hablar varias veces y parece que la señorita no le quería explicar a su madre qué le pasaba. ¿Usted no se acuerda de que su hermana estaba siempre nerviosa y casi no dormía?

Helena sacudió la cabeza en una negativa. En su recuerdo, ella, Jean Paul, los americanos, los italianos y algunos más del equipo de Alice&Laroche se pasaban las noches junto a la piscina, con un par de guitarras y unas botellas de vino, cantando y charlando hasta el amanecer. Alicia solía retirarse pronto y nunca se le había ocurrido pensar que su hermana no durmiera. ¿Por qué no se había reunido con ellos si no conseguía dormir?

Aunque ahora empezaba a verlo más claro. Si lo de M no había sido solo un flirt pasajero y Alicia estaba de verdad considerando separarse de Jean Paul, era lógico que tuviera mucho en qué pensar y no estuviese de humor para canciones y chistes por las noches. Seguramente estaba planteándose cómo decirle a su madre que estaba engañando a su marido con otro hombre y había decidido divorciarse de Jean Paul. Blanca hubiese sufrido terriblemente. Su concepto de la moral y de la reputación de sus hijas era mucho más estricto que el de su marido. Goyo, a veces simplemente por reacción al cerril de su cuñado Vicente, que era un machista y un antiguo, siempre había apoyado la valentía en ellas, la modernidad, el alejamiento de la Iglesia, y siempre había luchado por abrirle la mente a su mujer y que dejara de pensar como su hermana Pilar, como si vivieran en un poblacho de Castilla en la Edad Media, pero ella solo había conseguido desdoblar su personalidad.

Hacia fuera, Blanca era una mujer abierta, moderna, cosmopolita; una mujer que montaba, fumaba y conducía, que viajaba sola a visitar a sus padres o a sus hijas, que podía hablar de las últimas publicaciones de novela francesa o música italiana; hacia dentro, sin embargo, nunca había dejado de ser una mujer temerosa de Dios y de sus castigos, preocupada por la honra familiar, ansiosa de ocultar frente a su hermana y su cuñado el militar cualquier cosa que no fuera perfectamente de orden. Por eso apenas si habían ido a visitarlos, porque Blanca sufría demasiado disimulando mientras duraba la visita, aparte de que Vicente y Goyo se llevaban a matar, acababan hablando de política y gritándose toda clase de insultos.

Helena se dio cuenta de que llevaba unos minutos sin prestar atención a lo que contaba Suad. Ya le preguntaría luego a Carlos.

—Entonces… lo de esa visita para Alicia fue el día siguiente de su muerte, dice usted. ¿Está segura?

Helena no estaba segura de haber entendido lo que estaban diciendo pero no quería interrumpir, de modo que se limitó a escuchar lo que contaba Suad.

—Segurísima. Salí yo a abrir, le dije que la señora no estaba para recibir a nadie, como ella me había ordenado, y de repente salió del salón donde se había tumbado en el sofá, lo agarró del brazo y lo hizo pasar; cerró la puerta y al cabo de una media hora el hombre volvió a irse y ya no lo vi nunca más. Luego me pidió que no se lo contara al señor y yo no abrí la boca. Si lo cuento ahora es porque ya no tiene importancia.

—¿Quién era? —preguntó Helena saliendo de sus propios recuerdos con dificultad.

—No lo sé, señorita. Un hombre joven, un muchacho muy guapo, alto, rubio. Militar, o policía supongo, por el uniforme.

«Ya estamos otra vez —pensó Helena—. Muy guapo. ¿De qué me sirve a mí saber que a Suad, entonces, le pareció muy guapo? ¿Cómo vamos a localizar a un hombre alto y rubio más de cuarenta años después? Un dibujo nos habría ayudado bastante más que las palabras.»

—¿Qué clase de uniforme, Suad, se acuerda usted? —insistió Carlos.

—Negro, chaqueta cruzada, tejido de calidad. Llevaba una gorra de plato blanca debajo del brazo.

—Es increíble que se acuerde usted con ese detalle.

—Es que mi marido era policía, monsieur. No pude evitar comparar ese uniforme que parecía sacado de una película con el que llevaba mi pobre Karim.

—¿Le contó usted lo de la visita a su marido?

Suad sacudió la cabeza.

—La señora me dijo que no lo hablara con nadie, y como no tenía importancia y el hombre también era policía o militar, pensé que sería por lo del asesinato de la pobre señorita Alicia y no dije nada.

—¿Podríamos hablar con su marido?

—Claro, cuando quieran. Él sí que está jubilado. —Sonrió—. Normalmente anda por aquí haciendo cosas por el jardín y la huerta. Aixa, ve a buscar a tu padre.

—No —dijo Helena poniéndose bruscamente de pie—. No corre prisa. Ya hablaremos luego. Carlos, vamos al coche a traer las maletas. No, Suad, no nos cuesta nada, no hace falta que venga nadie más.

—¿A qué hora la cena, madame? —preguntó Aixa, y en ese instante se dio cuenta Helena de que ahora era ella la señora de La Mora, de una casa que llevaba mucho tiempo sin ama.

—Sobre las ocho, si os parece bien.

—¿Pastela? —preguntó Suad con un brillo malicioso en los ojos.

—¿Cómo es posible que te acuerdes de que era mi plato favorito?

La mujer no contestó pero sus mejillas se arrebolaron de orgullo. Su hija puso las cosas del té en una bandeja de las que se llevan con una mano, le ofreció el brazo y se marcharon hacia la cocina hablando en dariya.

—¿Viven aquí? —preguntó Carlos.

—Supongo. La casa es grande y detrás de la piscina siempre hubo una casita independiente. Ya me enteraré. Me figuro que por eso les preocupaba tanto que pudiéramos vender La Mora.

—¿Por qué no has querido que siguiera preguntándole?

—Porque me estaba confundiendo mis propios recuerdos y he decidido pensar un poco yo sola, antes de oír su versión.

Carlos hizo un gesto con las manos para que continuase hablando.

—Cuando ha contado lo de esa visita misteriosa… —prosiguió Helena.

—Sí, ¿qué?

—Que, lógicamente, esa mañana yo también estaba aquí y en mi recuerdo yo estuve toda la mañana con mi madre, las dos en el salón, esperando noticias. No se me ocurre cuándo pudo ella recibir a nadie sin que yo me enterase. Y yo, desde luego, no recuerdo a ningún chico guapo, alto y rubio.

—Estoy seguro de que te acordarías —dijo él con intención. Ella le sacó la lengua.

—Yo, entonces, era más modosa.

—¡Venga ya! Tú no has sido modosa en la vida.

—Anda, ven que te enseñe esto un poco y luego vamos a buscar las maletas.

A la piscina se llegaba bajando unos pocos peldaños de piedra entre los que crecían las flores silvestres. A pesar de que aún no era verano, estaba abierta y limpia, pero ya no era azul california como ella la recordaba, con tumbonas blancas y mullidas, sombrillas y una barra de bar, sino que había sido remodelada con azulejos de un azul verdoso muy oscuro, de manera que daba la sensación de que no era una piscina, sino un estanque o un lago natural. Había rosas blancas trepadoras por todos los rincones y diferentes flores en macetones, todas en tonos rosados, violetas y azules. Hacia poniente, las palmeras seguían donde siempre, así como el viejísimo olivo, pero la barra para las bebidas había desaparecido y en su lugar habían instalado una especie de pabellón de caña casi balinés con unos asientos largos de madera cubiertos por colchonetas blancas y cojines azules.

—Es más bonito ahora —comentó Helena sentándose en el pabellón, de cara a la piscina—. Jean Paul siempre tuvo muy buen gusto y hay que reconocer que para ciertas cosas mi padre podía ser algo vulgar. Es lo que les suele pasar a los nuevos ricos.

—¿No era rico de familia?

—No. Sus padres tenían huertas en Orihuela, eran agricultores, o más bien terratenientes de pueblo, pero no ricos ni gente de mundo. Yo no los conocí. Murieron antes de la guerra o al principio de esta, no sé bien. Mi padre apenas hablaba de ellos.

—Va a tener razón tu nieta con eso de que no sabes casi nada de tu familia.

Ella se encogió de hombros.

—Mis padres eran muy autosuficientes. Se tenían el uno al otro y nos tenían a nosotros. Eso les bastaba. La verdad es que yo nunca me interesé mucho por asuntos de familia y creo que nunca llegamos a preguntarles cosas de antes. Daba la impresión de que su vida había empezado al venir a Marruecos.

—Pero tu padre estudió, ¿no?

—Sé que mi padre pasó parte de su infancia en Marruecos, porque su hermano pequeño enfermó de tuberculosis, creo, y a él lo mandaron con una tía suya que estaba casada con un oficial médico destinado en el hospital militar de Ceuta. Allí fue donde se enamoró de este país. Y donde se hizo amigo de Franco.

Carlos la miró sorprendido.

—Llevamos dieciocho años juntos y ahora me dices que tu padre fue amigo de Franco como si tal cosa.

—Es que no tuvo gran importancia. De pequeños, a veces papá nos lo contaba a los tres.

—Cuenta, cuenta.

Helena se echó atrás en los colchones y se puso cómoda mirando el esplendoroso cielo azul recortado entre los rosales, las palmeras y las grandes hojas de arbustos que no conocía.

—No sé si me acordaré bien, hace mucho tiempo y nosotros lo oíamos como si fuera un cuento de Andersen. Resulta que el Ejército español estaba luchando contra los marroquíes por el control del norte de África y estaban en un lugar llamado El Biutz. Era…, creo que 1916, porque mi padre contaba que él tenía once años. Franco, entonces capitán en el segundo tabor de regulares, tuvo que tomar el mando porque su comandante cayó herido en la batalla. Poco después lo hirieron también a él, una herida muy mala en el vientre de la que debería haber muerto allí mismo. Estuvo dos semanas en un campamento entre la vida y la muerte porque no podían trasladarlo los ocho kilómetros que había de Cudia Federico a Ceuta. Pero al final lo consiguieron y sobrevivió. En el hospital militar estuvo mucho tiempo recuperándose y mi padre, que era sobrino del médico que lo atendía, lo visitaba, le contaba cosas, le llevaba la prensa española y le pedía que le contara batallas y cosas del Ejército. Piensa que por esta época Franco aún era soltero, tenía veinticuatro años, y era, sobre todo a ojos de un chaval español, un auténtico héroe. Mi padre contaba que se hicieron muy amigos y que Franco le prometió ayudarlo si alguna vez se decidía por la carrera militar.

—Cosa que hizo, al parecer.

—Cosa que no me explico —insistió ella—. Jamás nos dijo que hubiera hecho una carrera militar, yo no había visto una foto suya de uniforme hasta que tú me enseñaste la de la boda.

—¿Sabes si en la guerra llegaron a encontrarse?

—No sé nada, Carlos. Sé que alguna vez, siendo yo ya adolescente, si salía el tema de Franco, mi padre no nos contaba la historia; solía torcer el gesto y cambiaba de tema.

—Lo traicionó —dijo Carlos, muy serio.

—¿Qué quieres decir?

—No sé qué quiero decir, pero si no recuerdo mal es lo que tú oíste en la constelación, ¿no?, que tu padre se sentía traicionado. Podría ser eso.

Los dos se quedaron mirándose, en silencio, hasta que Carlos continuó:

—Llamaremos a Almudena, a ver si ha conseguido averiguar algo sobre el pasado de don Gregorio Guerrero.