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Madrid. Época actual

Después de casi treinta horas de viaje, agotada por dentro y por fuera, se encontró en el aeropuerto de Madrid caminando por una cinta rodante entre cientos de personas, bajo un techo ondulado de colores que le recordaba las cajas de pinturas Alpino que Alicia y ella, a pesar de la diferencia de edad, invariablemente recibían el 8 de diciembre, por la Feria, esa tradición mediterránea que más tarde descubrió que debía de ser un reflejo de la fiesta de San Nicolás de otros países.

Delante de ella, en la cola de los pasaportes, dos mujeres aproximadamente de su edad comentaban entre risas las incidencias del viaje a México del que estaban volviendo. Aunque no se parecían demasiado entre sí, era evidente por su forma de hablar, de mirarse y tocarse que eran hermanas. El mundo estaba lleno de parejas de hermanas que viajaban juntas, que compartían habitaciones de hotel, que salían de compras, que quedaban para comer las dos solas, para tener ocasión de contarse sus cosas, de criticar a sus maridos, a sus suegras, a sus nueras y yernos… todo lo que ella habría querido hacer con Alicia y se había acabado para siempre en 1969, cuando ella apenas había cumplido veintidós años y aún era la hermana pequeña de una mujer casada de casi veintisiete.

Nunca había tenido ocasión de relacionarse con ella de igual a igual, de ser la que aconsejara a su hermana en algo, la que pudiera ofrecerle ayuda, dinero, una casa donde quedarse un tiempo para coger fuerzas. Todo lo que Alicia le había dado a ella en los veintidós años que duró su relación.

Le hizo gracia que, de las hermanas que hacían cola delante de ella, una llevaba los pasaportes de las dos. Seguramente llevaría también los vouchers de los hoteles, la hoja con el itinerario, los libros de viajes… todo organizado en la mochila de calidad que llevaba colgada del hombro. La otra hablaba por los codos, se reía y llevaba un sombrero rojo de paja calada, con flores.

Se preguntó qué papel le habría tocado a ella si Alicia no hubiese muerto. ¿Se habría convertido en la hermana desenfadada, alegre, un poco loca, o habría ocupado el papel de la hermana responsable y organizada para dar ocasión a Alicia de desplegar todo su temperamento artístico, que ambas, obviamente, tenían en abundancia aunque en distintos campos?

Preguntas que nunca obtendrían respuesta.

Recogió la maleta, tan pequeña que ni siquiera habría sido necesario facturarla y, arrastrándola sin esfuerzo, caminó hacia las puertas correderas preparándose para encontrarse con Álvaro, a quien llevaba dos años sin ver. Un hijo de casi cuarenta y seis años que no había vivido con ella prácticamente jamás.

Habría preferido salir a la calle, tomar un taxi y meterse en la cama de un hotel céntrico. Ni le apetecía dar conversación y fingir que se encontraba de maravilla, ni tenía ganas de confesar que estaba agotada, que la edad empezaba a pasarle factura.

«No te mientas, Helena —se dijo—. El cansancio es el cansancio, pero lo que de verdad no te apetece es encontrarte con Álvaro, que siempre ha sido un pijo insoportable y, si te tolera como madre y ha venido a recogerte, es simplemente porque eres alguien y no le da vergüenza presentarte si se encuentra con gente de su ambiente.»

Sintió una punzada de vergüenza al pensar así sobre su propio hijo, pero lo dejó correr sin darle más vueltas. Al fin y al cabo nadie está obligado a que le gusten sus hijos. O sus padres. Y tenía que reconocer que ella nunca se había esforzado demasiado. Álvaro tenía diez años cuando el divorcio, pero Íñigo y ella llevaban mucho más tiempo sin vivir juntos y el niño siempre había vivido con su padre. Era normal que su relación fuera simplemente civilizada, sin mucho más.

Se abrieron las puertas y allí estaba Álvaro, tan guapo como siempre, mordisqueando la patilla de las gafas de sol, vestido con vaqueros negros y una americana de diseño con un estampado lo bastante llamativo como para que los ojos se giraran en su dirección, pero lo bastante discreto como para ser de excelente gusto.

—¡Mamá! ¡Bienvenida! ¡Qué bien te veo!

Se abrazaron unos segundos. Prefería que la llamara por su nombre, y de hecho era lo que solía hacer, pero debía de estar en plena euforia familiar con lo de la boda de la niña.

—Es que me sientan muy bien los viajes de treinta horas y la ropa de andar por casa.

A pesar de lo mordiente del comentario, Álvaro se rio, le cogió la maleta y, tomándola delicadamente del codo, la fue dirigiendo por el aeropuerto hasta el coche, un Alfa Romeo negro descapotable.

—Me ha dicho un pajarito —comenzó en cuanto hubieron salido del aparcamiento— que el Reina Sofía va a montar una retrospectiva tuya.

—Ese pajarito no está bien informado. Aún no hay nada definitivo.

—Pero tienen interés.

—Digamos que en principio sí. Pero entre el primer interés y la exposición pueden pasar muchas cosas, y muchos años.

—Tú te lo mereces, mamá.

—Indudablemente.

Álvaro le echó una mirada de reojo por si se trataba de un comentario jocoso y tocaba sonreír.

—No es ironía, querido. Lo digo en serio. Llevo casi cuarenta años de profesión, he expuesto en las galerías y museos más prestigiosos del planeta, hay cuadros míos en los mejores museos de arte moderno, cobro casi tanto como un artista varón, soy un referente en la pintura moderna y, si hablamos de pintura femenina moderna, Helena Guerrero es «la» pintora que hay que conocer. Son datos objetivos. Y sin embargo… en España da la sensación de que con Picasso y Dalí se les paró el reloj, y que el hecho de ser mujer sigue siendo un inconveniente insalvable, de modo que… no hay que hacerse muchas ilusiones. Ya veremos. A todo esto, ¿adónde me llevas?

—Al chalet.

—¿Al quinto infierno?

—San Sebastián de los Reyes no es el quinto infierno, mamá. Está prácticamente al lado de Madrid. Y estamos todos allí de momento.

—Yo prefiero algo más céntrico, donde pueda moverme sola, en taxi o en metro. ¿No está libre el piso del edificio España?

—El edificio completo se vendió hace un par de años. A una compañía china. Estoy seguro de haberte escrito contándotelo. Aunque ahora parece que va a volver a comprarlo un holding español.

—¿Y el apartamento de Torre Madrid?

Álvaro bufó delicadamente.

—Está arreglado para alquileres cortos, que es la mejor forma de sacarle partido.

—Perfecto entonces. ¿Está libre?

—Sí. Casualmente sí, pero está comprometido para dentro de tres semanas.

—Dentro de tres semanas yo tengo que estar en Chicago, así que no es problema.

Los labios de Álvaro estaban tan apretados que formaban una línea recta en su cara, como un corte de cuchillo.

—Entonces, ¿prefieres que te lleve allí?

—Con mucho.

Haciendo una maniobra brusca, Álvaro dio la vuelta a una rotonda y regresó hacia la zona centro de la ciudad.

—Te estaban esperando todos —dijo al cabo de un minuto en un tono de contrariedad casi infantil.

—¿Quiénes son todos?

—Sara, mi mujer…

—Sé quién es Sara —lo interrumpió Helena.

—Marc, Almudena y su novio… hasta papá pensaba pasar esta tarde a darte la bienvenida.

—¡Qué considerado! Discúlpame con él y dile que nos veremos en la boda. No hay prisa. Oye, dime, ¿qué tal es el chico?

—¿El chico? ¿Marc?

—No. Tu futuro yerno.

—Ah, ¿Chavi? Bien. Muy buena cuadra.

—¿Me gustará?

—No creo. A ti hace tiempo que no te gustamos ninguno de nosotros. No somos lo bastante bohemios seguramente. —Aparcó en doble fila delante del edificio y dio un tirón al freno de mano como si quisiera arrancarlo.

—Venga, Álvaro, no seas pueril. Claro que me gustáis. Sois mi familia. Yo es que siempre he sido un poco seca, ya lo sabes tú. Y muy independiente.

—Sí. Eso será. Anda, vamos, no puedo dejar aquí el coche mucho tiempo.

—¡Qué hijo más listo tengo! Veo que llevabas las llaves del piso encima.

—Sí. Y ahora tendré que pagarle una cena a mi mujer.

Helena lo miró inquisitivamente.

—Nos apostamos que no vendrías al chalet ni a pasar la primera noche. He perdido.

—Muy lista, Sara; me alegro de que tengas una mujer inteligente. Anda —dijo dándole un golpecito en las costillas—, me dejas dormir hasta las siete de la tarde y luego mandas a alguien a que me recoja y ceno con vosotros en el chalet.

El rostro de Álvaro se iluminó.

—¿Y te quedas a dormir? ¿Solo por esta noche?

—¡Cuánto te gusta ganar, hijo mío! —En el ascensor Helena se colocó de espaldas al espejo—. En eso nos parecemos. De acuerdo, me quedo esta noche y así Sara tiene que pagarte la cena. —«Y además se fastidia al darse cuenta de que no me tiene tan calada como ella cree», añadió para sí misma—. Pero luego prefiero vivir aquí, a mi aire. Tengo los ritmos algo cambiados y no estoy acostumbrada a tener gente a mi alrededor; mucho menos a los niños.

—Almudena y Marc ya no son niños, mamá. Ella está a punto de casarse, él vive solo; son tus nietos y apenas te conocen.

—Marc no es nieto mío y no lo he visto más que una vez en la vida.

—Es hijo de mi mujer y lo hemos criado juntos, pero vale, bien, de acuerdo. No es nada tuyo.

Álvaro abrió la puerta del apartamento y dejó pasar a su madre. Olía a un perfumador de vainilla por encima de un olor más seco, a polvo, a piso deshabitado. Muebles elegantes, neutros; en las paredes, cuadros a juego con los colores básicos que había elegido el decorador: crema y toda la gama del rojo. La falta de imaginación hecha interiorismo.

La cama era enorme, llena de almohadones y cojines, con un cobertor de opulencia casi oriental.

La vista seguía siendo lo mejor porque, al estar en el piso quince, abarcaba la Plaza de España abajo, la Gran Vía enfrente, y a la derecha, el Campo del Moro hasta el Palacio de Oriente.

—Fue una gran compra la que hizo tu abuelo —comentó Helena mientras Álvaro abría las ventanas para ventilar.

—Debía de tener muy buenas relaciones. Esto no estaba al alcance de todo el mundo, incluso teniendo dinero. Fue el segundo rascacielos construido en Madrid.

—Sí. El primero fue el de ahí enfrente, el edificio España. Ese fue también el primer piso que compró mi padre, aún en plano, en plena posguerra.

—Lo que yo te digo: excelentes relaciones con la cúpula de entonces. Siento no haber tratado más al abuelo Goyo.

—Era un franquista fanático, pero fue un buen padre. Y al fin y al cabo… tú también eres de derechas; os habríais llevado bien. Siempre apreció la capacidad de un hombre para hacer dinero. —«Incluso cuando se ganaba los cuartos haciendo ropa de mujer, como su yerno francés», recordó, y el pensamiento la llevó directamente a su cuñado en la clínica.

—Pues si no necesitas nada más… A ver si evito la multa. —Se dieron dos besos ligeros en las mejillas—. Vendrá alguien a recogerte a las siete.

—También puedo coger un taxi.

—Déjate mimar un poco, mamá. ¡Para una vez que vienes!

Cuando Álvaro se hubo marchado, Helena dio un par de vueltas por el apartamento tratando de recuperar las imágenes de cómo era cuarenta y cinco años atrás, cuando llegaron Íñigo y ella a ocuparlo. Ella con veintitrés años, embarazada de varios meses, recién casada con un arquitecto de veinticinco a quien ya entonces no quería. Las fiestas que habían dado allí para los amigos. La vida que se empeñaba en continuar después de la muerte de Alicia. Las visitas de su madre vestida de negro de arriba abajo, con los ojos hundidos en unos círculos morados y las manos perennemente apretadas en torno al rosario que había vuelto a sacar de la caja de palosanto donde había quedado olvidado durante tantos años, a medida que había ido superando el dolor de perder a su único hijo varón con solo ocho años.

Helena apenas recordaba a Goyito. Ella solo tenía cinco y pico cuando murió.

Ahora se daba cuenta de cuánto habían debido de sufrir sus padres al perder primero a Goyito, después a Alicia y más tarde a ella, cuando se separó de Íñigo y se marchó a Tailandia sin saber bien a qué.

Pero había hecho muy bien en marcharse, en alejarse de todo aquello, de un marido a quien no había querido nunca, de un hijo que había llegado por casualidad, sin que nadie lo llamara, de unos padres para los que ella se había convertido en la única esperanza y la única posible redención de sus errores vitales, de unos suegros que querían convertirla en una señora de la mejor sociedad madrileña de la España franquista, un país inculto, estrecho, cutre, ruin, donde todo estaba prohibido y la Iglesia seguía dictando el comportamiento de todo el mundo, especialmente el de las mujeres.

Sabía que todos la habían tildado de egoísta, de loca, de mala hija, de mala madre… pero eso no importaba. De todo aquello había surgido su yo pintora. De aquella chica de veintitrés años que estudiaba empresariales para poder asociarse con la empresa de moda de su hermana y su cuñado, pasando por un asesinato, un parto y un abandono familiar, había nacido Helena Guerrero, la pintora más destacada del siglo, aunque tuviera que seguir luchando con sus colegas masculinos, con los galeristas y los coleccionistas y los directores de museos para que le pagaran lo que le correspondía y no la hicieran de menos por ser mujer.

Había corrido mucha agua por el río desde que durmió por primera vez en aquella habitación de Torre Madrid donde ahora se estaba desnudando. Ya no era joven, su cuerpo ya no era tan liso y tan firme como entonces; pero tenía mejor mente y, sobre todo, había aprendido a aceptarse como era, a quererse, a apreciarse e incluso a perdonarse muchos de sus errores. Salvo uno.

Valencia, 1935

Ya en la escalinata del Club Náutico se oía con fuerza la música que llegaba desde el salón de baile. Una orquestina interpretaba con gran entusiasmo la canción de moda —la Carioca— que se oía por todas partes desde que un par de meses atrás el público la había descubierto de la mano de Fred Astaire y Ginger Rogers en su última película estrenada en España con un éxito colosal, Volando a Río.

Los dos jóvenes intercambiaron una mirada divertida y se dirigieron con rapidez hacia un soldado que, después de saludarlos marcialmente, les pidió sus nombres para comprobar sus invitaciones. Mientras el soldado se aseguraba de que ambos oficiales estaban en la lista, unas chicas vestidas de baile atravesaron el vestíbulo en dirección al tocador entre risas y miradas de reojo.

—Aquí los tengo: teniente Vicente Sanchís y capitán Gregorio Guerrero. ¡Que lo pasen bien, señores!

Las muchachas se demoraban junto al espejo del vestíbulo, arreglándose las ondas del pelo, sin quitarle ojo a los dos oficiales que, en uniforme de gala y con la gorra bajo el brazo, estaban encendiendo un cigarrillo.

—¿Ves, Goyo? Te dije que valía la pena venir.

—Eso parece. Aunque, la verdad, recién llegado de Marruecos esto resulta de momento… no sé cómo llamarlo…

—¿Frívolo?

—Sí, también, pero eso no es lo peor. No sé… poco real, como algo visto en un cine, que no tiene mucho que ver con la vida como es.

—Eso lo arreglan unos vermuts de momento y luego, si tenemos suerte con las señoras, unas copas de champán —rio Vicente, poniéndole una mano en el hombro para empujarlo hacia el interior—. Vamos a ver quién hay. Supongo que todos marinos, claro. La fiesta la ha organizado el comandante naval de Valencia, en honor de la Virgen del Carmen. Si hubieras venido por San José, como te dije, habrías visto las Fallas, y en la fiesta de Comandancia todo el mundo llevaba nuestro uniforme.

—Uno no siempre puede disponer a su gusto, y marzo fue un mal mes en Marruecos.

—Venga, deja de hablar de moros y vamos a divertirnos.

Entraron a la sala grande, que había sido habilitada para salón de baile. Al fondo, frente a las cristaleras que daban al puerto, una pequeña orquesta, con una vocalista tan rubia y casi tan explosiva como Jean Harlow, tocaba ahora una canción más lenta. En la pista, docenas de parejas de militares de blanco y mujeres de largo vestidas de todos los colores del arcoíris bailaban sonrientes. No abundaban las jóvenes, pero las había, casi todas al borde de la pista, en grupos familiares, de pie o sentadas, fingiendo que no tenían demasiado interés en ser sacadas a bailar.

Los oficiales se dirigieron primero a presentar sus respetos al comandante Tejada y, una vez hechas las presentaciones, Vicente llevó a Goyo hacia el bar, donde pidieron dos vermuts con Picon.

—Oye, Vicente, ¿sabes por casualidad quién es ese pimpollo? —Guerrero había cogido del codo a su amigo y trataba de dirigir su atención hacia la zona de la orquesta, donde un hombre maduro, de barriga prominente, vestido de civil, bromeaba con dos muchachas jóvenes.

—¿Cuál?

—Aquella, la de verde.

—Pues si no me equivoco, deben de ser las hermanas Santacruz, Blanca y Pilar, porque el tío de la barriga es Santacruz en persona.

—¿Y quién es Santacruz?

—Un industrial importante, de los que tienen bien forrado el riñón. Hace zapatos de caballero y botas militares. Desde que entraste en el Ejército, todas las botas que has destrozado las ha hecho ese señor en sus fábricas.

—¿Lo conoces?

—Por encima. Juega al dominó en el Ateneo con mi padre y mis tíos.

—Pues me lo vas a presentar. Y a sus encantadoras hijas, por supuesto. —Se acabó el vermut de un trago, se pasó el dedo por el bigote peinándolo bien hacia abajo y le guiñó un ojo a su amigo.

Juntos, cruzaron el salón. Vicente se detenía unos momentos con unos y con otros para saludar y presentar a su compañero. Gregorio trataba de tener paciencia sin quitar ojo a la muchacha de verde, que seguía de pie, abanicándose, mientras hablaba con su padre y su hermana.

Por fin llegaron frente a ellos y Vicente se cuadró, a pesar de que el empresario era un civil.

—Don Mariano…

Vicent, fill… Com està el teu pare? —El hombretón abrazó al joven, palmeándole los hombros con fuerza. Las chicas miraban con curiosidad a los oficiales.

—Bien, muy bien. Mire, don Mariano, quería presentarle a un compañero mío que está aquí de permiso y no conoce Valencia, el capitán Gregorio Guerrero, Goyo para los amigos.

—Encantado, joven. —Don Mariano le estrechó la mano mientras lo miraba como tratando de adivinar su carácter—. Conque de permiso… ¿Dónde sirve usted?

—En Marruecos, señor.

—Un hombre valiente.

—El valor siempre se le supone a un soldado —sonrió Goyo, modestamente.

—Y por lo que veo, ya capitán, a su edad… ¿se ganó esos galones en África?

—Los primeros en África, don Mariano; el ascenso a capitán en Asturias, hace poco.

—Mi enhorabuena.

El industrial cambió una rápida mirada con los dos hombres, indicándoles con claridad que prefería cambiar de tema, dada la compañía femenina. La huelga de los mineros de Asturias y su posterior represión por parte del Ejército —para la que había sido necesario emplear mano dura, llegando incluso hasta algunas ejecuciones— no era un asunto que quisiera tratar estando sus hijas presentes, a pesar de que personalmente le habría interesado enterarse de algunas cosas a través de un oficial que había tomado parte en ello.

—Estas son mis hijas. Aquí Pilar, la mayor, y esta otra, Blanca, la pequeña, la que hace que me salgan todas estas canas. Entre eso y el poco pelo que me queda…

—¡Qué forma de exagerar, papá! Mucho gusto. —Blanca fue la primera en ofrecerle la mano a Goyo. Tenía unos ojos verdes, rasgados, que brillaban como los de los gatos. De camino a Valencia, Goyo había escuchado en Sevilla, en un café-cantante, una canción nueva que se llamaba Ojos verdes y le había llegado al alma: «Ojos verdes, verdes como la albahaca, verdes como el trigo verde y el verde, verde limón. Ojos verdes verdes, con brillo de faca que se han clavaíto en mi corazón». Así eran los ojos de Blanca, con brillo de faca.

—Mucho gusto, señorita. Don Mariano, ¿me concedería el honor de permitirme un baile con su hija?

—¿Y por qué no me lo pregunta usted a mí? —intervino Blanca—. Si quisiera usted una silla de mi casa, estaría bien que le pidiera permiso a mi padre primero, pero para bailar… Ya se habrá dado usted cuenta de que tengo boca.

—Y preciosa, además. Hay cosas que no se pueden dejar de ver, señorita.

—Baile usted, capitán, baile. Saque a mi hija y no me la devuelva hasta dentro de treinta años.

—Mire que podría tomarle la palabra…

Todos soltaron la carcajada y Vicente, obedeciendo la perentoria mirada de Santacruz, pidió y obtuvo permiso para sacar a Pilar.

La vocalista se retiró a hacer un descanso y uno de los músicos, dejando el violín a un compañero, se acercó al micrófono y anunció que la siguiente pieza sería un tango en honor a Carlos Gardel, recientemente fallecido en un accidente aéreo.

Goyo y Blanca se miraron a los ojos unos segundos; luego él puso su mano en la cintura de ella y, con firmeza, la atrajo hacia sí, enlazándola.

—De modo que militar —comentó ella.

—De algo hay que vivir.

—Entonces, ¿no es usted militar por convicción?

—Por convicción, por vocación, por destino, porque nunca quise ser otra cosa desde que nací. Si le he contestado eso de antes, ha sido solamente porque, a juzgar por su tono, temía no agradarle, pero es una tontería. Soy militar por encima de todo y es mejor que lo sepa usted desde el principio, Blanca.

—¿Y eso?

—Porque voy a hacer todo lo posible por que se case usted conmigo y hay ciertas cosas que deben estar claras desde el primer momento.

Blanca echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.

—¡Qué rapidez la suya, Gregorio!

—Para usted, Goyo.

—Si acabamos de conocernos…

—Yo he tenido esos ojos suyos grabados dentro desde que nací. He tardado en encontrarlos, eso sí, ya no soy un crío. Por eso ahora no puedo perder tiempo y arriesgarme a que otro se me adelante. Es usted la mujer más hermosa que he visto en mi vida.

—¡Qué zalamero!

—No era mi intención. Yo siempre digo la verdad, Blanca, tendrá usted que acostumbrarse. ¿Le apetece que salgamos un momento a tomar el aire? Hace mucho calor en este salón.

La muchacha le echó una mirada de reojo calculando hasta qué punto debía fiarse de aquel guapo capitán. Era cierto que hacía mucho calor; sería agradable salir a ver el mar, quizá se hubiese levantado algo de brisa y además, aunque se le notaba que estaba deseando besarla, también estaba claro que era un hombre de honor y no haría nada que ella no le permitiera. No iba a propasarse en una fiesta de Comandancia y con su padre presente, de modo que con una caída de ojos que no fallaba jamás, asintió dulcemente y cruzaron las puertas que daban a la terraza donde muchas otras parejas debían de haber pensado lo mismo que ellos dos. Seguía habiendo bastante luz pero había lugares en sombra o apenas iluminados por hilos de bombillas pintadas de colores. La luna rielaba en las aguas quietas creando un camino plateado en el mar; los veleros se balanceaban imperceptiblemente, el humo de los cigarrillos velaba las estrellas y por todas partes se oían chasquidos de mecheros, risas contenidas, susurros de conversaciones íntimas.

Goyo y Blanca caminaron unos metros por el pantalán alejándose del tumulto, en silencio; luego él sacó una pitillera de plata donde reposaban seis cigarrillos perfectamente cilíndricos y le ofreció uno con total naturalidad, lo que hizo que Blanca se mordiera el interior de las mejillas para no delatar su deleite de que la estuviera tratando como a una mujer adulta y sofisticada. Goyo le acercó la llama de su mechero, prendió también su pitillo, y ambos aspiraron profundamente mientras sus ojos se clavaban en la luna. Blanca ardía por preguntarle cuánto tiempo se iba a quedar en Valencia, pero no podía arriesgarse a que aquel hombre maravilloso pensara que era una fresca sin ningún tipo de pudor. ¡Cuánto le fastidiaba a veces ser mujer, tener que esperar pasivamente a que los hombres se decidieran!

—Me quedan muy pocos días en Valencia —empezó Goyo por fin. «Gracias, Dios mío», pensó Blanca para sí. El capitán acababa de responder a su pregunta no formulada—. ¿Sería demasiado atrevimiento pedirle que nos viéramos mañana otra vez? ¿O pasado?

—Pasado es el cumpleaños de mi prima Amparo. Ha invitado a un montón de amigos. ¿Le apetecería venir?

—Con mucho gusto. Pero yo me refería a vernos usted y yo, solos.

—¿Solos?

—Sin ningún tipo de mala intención, Blanca. Es que, como tengo poco tiempo, yo lo que quiero es conocerla mejor, que hablemos de muchas cosas… y eso en un cumpleaños… no es lo mismo.

—Sí. Tiene usted razón.

—¿Entonces?

—Podríamos dar un paseo por Viveros mañana por la tarde, si quiere. Son unos jardines muy bonitos, frescos. Podríamos tomar una horchata. —Aunque lo estaba deseando, Blanca se esforzó por que sus palabras sonaran ligeras, como quitándole toda la importancia a la cita, como si fuera algo que había hecho mil veces con otros admiradores.

—La recogeré en su casa a la hora que usted me diga.

—¿A eso de las siete?

—Como un clavo. —Le sonrió mirándola fijamente a los ojos—. Y ya que está usted en vena de conceder favores… ¿me permite que le pida algo más?

—Según.

—¿Podré escribirle cuando esté lejos?

—¿Vuelve usted a Marruecos?

—Por lo pronto sí, aunque es posible que después tenga que incorporarme a un nuevo destino. Si usted me permitiera escribirle, me haría muy feliz, Blanca.

—Bueno —dijo al cabo de unos segundos—. Lo que no sé es si yo le escribiré a usted. No suelo. No soy buena escribiendo y nunca sé qué decir.

—Con que usted me permita escribirle, ya verá como lo demás viene por sus pasos.

—¿Escribe usted bien?

—Me precio de tener un cierto talento epistolar.

—Habla usted como un libro antiguo.

Goyo sonrió pero no dijo nada. La tomó suavemente del brazo, por encima del codo, para dirigirla de nuevo hacia la sala de baile. Sus dedos se demoraron apenas sobre su piel.

—Mataría por un beso suyo, Blanca —dijo sin mirarla mientras caminaban acompasados por el pantalán.

Por una vez en su vida, Blanca no supo qué decir, de modo que siguió avanzando como si no lo hubiera oído.

—¡Mire! —dijo él deteniéndose y señalando al cielo—. ¡Una estrella fugaz!

Los dos vieron el trazo incandescente sobre el cielo nocturno.

—¿Ha pedido un deseo? —insistió él.

—Sí. ¿Y usted?

—También.

Dieron un par de pasos hasta detenerse debajo de una palmera cuyas palmas formaban un paraguas siseante sobre sus cabezas. Blanca se puso de puntillas y acercó sus labios a los de Goyo. Algo más que un beso casto. Algo menos que un beso de pasión.

—¿Es esto lo que le ha pedido a la estrella? —susurró ella mirándolo a los ojos en la penumbra.

Él la enlazó fuerte y la besó como ella llevaba toda la noche deseando. Pero solo una vez.

—Vamos dentro, Blanca —dijo Goyo con una inspiración—. Estarán ya buscándonos.

En el interior el ambiente estaba considerablemente caldeado, las mejillas enrojecidas, los ojos más brillantes por el baile y el alcohol. Apenas entraron, Vicente Sanchís se materializó a su lado junto con Pilar, con quien parecía haber estado bailando hasta ese momento.

—¿Dónde os habíais metido, picarones?

—Hemos salido un poco a tomar el fresco.

Bailaron un rato más, cambiando de pareja un par de veces, hasta que decidieron sentarse un poco a descansar. Un camarero dejó sobre la mesa la botella de champán que habían pedido después de que los dos hombres decidieran con una mirada que pagarían a medias. Vicente sirvió las copas.

—¿Cuánto tiempo se va a quedar en Valencia, capitán? —preguntó Pilar a Goyo.

—Muy poco, por desgracia. Tengo que marcharme el miércoles para regresar a mi puesto en Tetuán.

—Dicen que es precioso, a pesar de lo lejos que está.

—Sí, está lejos —dijo Goyo mirando a Blanca, que estaba sentada enfrente de él—, pero su hermana de usted me ha permitido que le escriba y así el tiempo se me hará más corto.

—Uf, no se haga muchas ilusiones. Mi hermana tiene muchos admiradores y recibe muchas cartas, pero no contesta nunca. Me da pena pensar que ponga usted demasiadas esperanzas en esta cabeza loca. —Pilar le dio un empujoncito con el codo a Blanca, que se sentaba a su lado. Goyo se limitó a sonreír.

Salieron todos juntos a la terraza para los fuegos artificiales y una hora más tarde, don Mariano se acercó a sus hijas para decirles que acababa de pedir el coche, que ya le parecía buena hora para marcharse.

—Papáaa… —se quejó Blanca—. Si aún es pronto…

—Para mí no. Y vuestra madre estará ya nerviosa.

—Nuestra madre estará durmiendo como un ángel a estas horas.

—¿Está enferma su esposa? —preguntó Vicente, solícito.

—No, hijo, nada grave. Una de esas horribles migrañas que le dan de vez en cuando. Vamos, princesas, a casa.

Las chicas suspiraron, pero no insistieron más, lo que a Goyo le resultó agradable, pues quería decir que las habían educado para saber quién manda y cuándo hay que obedecer sin más.

Don Mariano se despidió de los dos jóvenes con un fuerte apretón de manos.

—Ya sabe usted, capitán Guerrero, me tiene a su disposición.

—¿Por qué no vienen ustedes mañana a comer a casa? —intervino Pilar, evitando cruzar la mirada con su padre, por miedo a que no le gustara la idea. Pero una vez formulada la invitación, sería de muy mal gusto llevarle la contraria—. A eso de las dos.

—Será un honor —dijo Goyo enseguida—. Muy agradecidos.

—Encantados, don Mariano —añadió Vicente—, pero ¿no será una imposición? Si doña Carmen no se encuentra bien…

—No se preocupen ustedes, Encarnita guisa de maravilla y la ayudaré yo misma. Bueno, Blanca y yo. Mamá no tendrá que hacer nada, y siempre le gusta conocer gente nueva. Así será casi como si no se hubiera perdido el baile.

Los oficiales se despidieron besando la mano de las muchachas. Goyo, inclinando la cabeza frente a Blanca, le lanzó una mirada desde abajo, entre sus espesas pestañas, que hizo sentir a la muchacha carne de gallina en todo el cuerpo. Era verdad lo que había dicho su hermana, siempre había tenido muchos admiradores, pero aquel hombre era otra cosa, algo totalmente diferente.

Cuando las tres figuras —don Mariano en el centro con una hija a cada lado cogidas de su brazo, una de verde esmeralda y otra de rosa pálido—, se hubieron perdido tras las puertas del salón, los dos hombres se dirigieron a la barra y pidieron dos coñacs.

—Así que te gusta Blanquita… —comentó Vicente.

—Pues sí. Mucho. ¿Y tú qué tal con Pilar?

—No se me había ocurrido jamás hablar con ella, y mira que hace tiempo que la conozco, pero la verdad es que me ha caído muy bien. Es mucho más modosa y más dulce que su hermana.

—¿Te parece?

—Yo no podría soportar a una mujer como Blanca, tan moderna, siempre dando su opinión sobre cualquier cosa. ¿Sabes que conduce?

—¿Ah, sí?

—Y monta a caballo y va en bicicleta, y no se pierde una inauguración de arte o una obra de teatro, incluso de las atrevidas, como las de ese Lorca que se ha hecho tan famoso. Yo prefiero otro tipo de mujer. De las que saben cuál es su lugar y no quieren estar por encima de su marido.

—A cada cual lo suyo —concluyó Goyo.

—¿Te imaginas que acabáramos siendo cuñados? Don Mariano les dará una buena dote a sus hijas. A mis padres no les daría ningún disgusto que emparentara con los Santacruz.

—No te hagas muchas ilusiones, Vicente. Sabes muy bien cómo están las cosas —dijo Goyo bajando la voz—. Puede que muy pronto ya no sea tiempo de bodas y bailes.

—¿Tienes noticias?

—Algo sé, pero no es el momento ni el lugar para hablar de ello. Tengo un par de cosas que contarte. En privado.

—Luego en casa.

Se acabaron las copas de un solo trago, fueron a despedirse del anfitrión y, al salir a la calle, sus pensamientos ya no giraban en torno a las hermanas Santacruz sino sobre la cita que les acababa de dar el comandante Tejada para la noche siguiente, disimulada como reunión de fraternidad entre oficiales de distintas armas.

Las cosas estaban empezando a moverse.