12

Madrid. Época actual

Aunque eran ya las nueve y veinte, Almudena seguía en la cama con un brazo sobre los ojos para mitigar el resplandor que se colaba por las lamas entreabiertas de la persiana. No había dormido mal, pero seguía cansada y no le apetecía levantarse y enfrentarse a un día más de preparativos de boda, a pesar de que sí le hacía ilusión casarse y celebrarlo con una fiesta por todo lo alto. Al menos era sábado y podía hacer el vago todo lo que quisiera. Estaba segura de que nadie la iba a molestar. Su padre estaría en el club de golf, Sara en el gimnasio y a Marc hacía días que no se le había visto el pelo, desde el fin de semana anterior cuando había llevado a Helena a Madrid.

Helena. Su abuela. Su abuela ausente, pensó, recalcando la ausencia. Constantemente presente, sin embargo, en palabras sueltas de su padre, que a sus cuarenta y cinco años no había logrado nunca superar la herida del abandono.

¡Qué rara era Helena! Como si estuviera en guerra perpetua contra el mundo, siempre sospechando de todo y de todos, siempre en guardia, defendiendo lo suyo como una loba, su prestigio, su posición, su arte. Como si el hecho de ser una artista la pusiera por encima de los demás, como si eso le diera derecho a lanzar zarpazos a diestra y siniestra mientras, con un gruñido, defendía su presa recién cazada de todo el que se le acercara demasiado. ¿Significaba eso que se sentía culpable de algo y lo exteriorizaba atacando a los demás antes de que la atacaran a ella? ¿O simplemente que había nacido así y no había nada que explicar? Era lo más probable.

Almudena solía ser partidaria de las explicaciones más sencillas. Ockham habría estado orgulloso de ella.

Llevaba unas semanas planteándose si sería tarde para tratar de conocer a su abuela, pero ¿por qué iba a serlo? Lógicamente, la Helena que podía empezar a conocer ahora no sería la misma que abandonó a su hijo pequeño para marcharse a recorrer Asia y convertirse en una pintora de fama mundial, ni la muchacha que estuvo a punto de dedicarse a la moda como socia de Alice&Laroche, pero podía ser incluso más interesante la Helena actual, una mujer mayor con una vida intensa llena de secretos que Almudena quizá podría ir desvelando en una relación entre adultas. Tenía la sensación de que su abuela apreciaba que ella no se hubiera decidido por ningún camino artístico, que fuera una mujer joven con los pies en el suelo y un trabajo que, visto desde fuera, no parecía creativo: profesora de historia en un colegio privado.

Estaba casi segura de que Helena se había quedado sorprendida al darse cuenta de que su nieta, a quien siempre había tenido por una niña pija, hubiera resultado ser una mujer responsable que vivía de su trabajo y se iba a casar con un chico que, aunque había nacido en una familia de dinero, igual que ella, se había independizado pronto y tenía su propio estudio de arquitectura.

Retiró el brazo de encima de los ojos y la luz la golpeó como un mazazo. Iba a hacer mucho calor. Aún no eran las diez y las cigarras ya cantaban enloquecidas.

Saltó de la cama, se quitó el camisón, se puso un bikini y, echándose el albornoz por los hombros, salió al jardín, a nadar un rato antes de empezar el día.

Había tenido mucha suerte en la vida. Sus padres, aunque estaban divorciados, siempre habían mantenido una relación amistosa y, como se habían separado cuando ella ya tenía once años, le habían dado a elegir con quién prefería quedarse. Eligió a su madre, entre otras cosas porque vivía en el centro de Madrid —aunque sus padres nunca supieron que esa fue una de las razones más poderosas—, y solo al cumplir los dieciocho, ya en la universidad, decidió instalarse oficialmente en el chalet de su padre en San Sebastián de los Reyes, aunque durante la semana vivía en un piso de estudiantes en Chueca con otras dos compañeras de carrera.

Parecía que los divorcios eran lo normal en la generación que le había tocado, pero en su familia la cosa ya tenía tradición: sus abuelos, Íñigo y Helena, se habían separado pronto; sus padres también. ¿Estaría ella divorciada dentro de diez años? Estadísticamente, la mitad de los matrimonios se separaban; no solo un tercio, como cuando ella nació. Sería casi lo esperable y, sin embargo, algo en ella se rebelaba frente a la idea. Si creyera que su relación no era para durar, no se arriesgaría a tanto gasto y tanto lío. Por eso, cuando Chavi empezó a hablar de matrimonio le dio largas durante un tiempo, porque quería estar segura en su interior de que valía la pena, de que lo suyo iba en serio. Y ahora lo estaba.

Esbozó una sonrisa ladeada. ¿Lo estaba? ¿Qué falta hacía, hoy en día, firmar papeles para que todo el mundo supiera que quería comprometerse seriamente con un hombre? Aún le hacía reír la respuesta de Tania, su mejor amiga desde el colegio, cuando le dijo que se casaba. La había mirado casi perpleja y le había preguntado: «¿Para qué? ¡Pero si ahora ya solo se casan los gays!».

Al menos —y sabía que sonaba anticuadísimo y por eso no lo hubiera reconocido jamás en público— no se había quedado embarazada antes del matrimonio como todo el mundo en su familia. Tal vez fuera una tontería, pero eso le permitía pensar que si se casaba era porque le daba la gana, no por consideraciones de ningún otro tipo.

Había pensado nadar de verdad, como solía hacer por las mañanas cuando tenía el tiempo necesario, pero estaba demasiado vaga y se limitó a flotar y dar perezosas volteretas en el agua, aprovechando la bendita soledad de la casa y el maravilloso silencio, que le permitía pensar sin interrupciones.

Ella había venido al mundo por accidente, igual que su padre antes que ella. Ninguno de los dos habían sido hijos planeados, deseados, conseguidos a base de amor, paciencia y esfuerzo. En los dos casos se había tratado de un despiste, una falta de previsión o pura y simple desidia. Claro que también era posible disfrazar esa desidia convirtiéndola en una pasión arrolladora, que no había permitido a los arrebatados amantes ni los segundos necesarios para usar un preservativo, pero todos sabían muy bien que eso no era más que un pretexto, que básicamente había sido una falta de responsabilidad, aunque luego habían tratado de compensarla ofreciendo una familia al niño que venía sin haber sido llamado.

A ella, personalmente, le daba igual. Siempre se había sentido querida y apreciada. Además, no conocía a casi nadie que hubiera nacido de una decisión responsable de dos personas adultas. Aun así, siempre había sentido que su padre se avergonzaba de sus propios padres, de aquella rápida boda de Helena e Íñigo y que, cuando él a los veintidós años dejó embarazada a su novia, Susana, y tuvieron que casarse a toda velocidad, fue casi una venganza por su parte.

Por eso, cuando Chavi y ella le comunicaron que habían decidido casarse, su primera reacción fue: «Estás embarazada», no como pregunta sino como constatación. Ambos negaron con la cabeza y Álvaro tardó unos segundos en digerir visiblemente la noticia hasta que se lanzó a abrazarlos y darles la enhorabuena. Solo mucho más tarde se le ocurrió preguntarles si estaban seguros y recordarles que aún eran muy jóvenes y no había ninguna prisa.

Ahora Álvaro también se había contagiado de su entusiasmo y la boda le hacía casi tanta ilusión como a ellos dos. De algún modo su padre había tenido toda la vida la sensación de que nunca le habían dado ocasión de tener una familia. De pequeño, después del abandono de Helena, había vivido con su padre y un par de madrastras diferentes hasta que Íñigo se estabilizó por fin con Mayte, pero nunca tuvo hermanos. La relación con sus abuelos paternos no era demasiado intensa y a los abuelos maternos —Blanca y Goyo— empezó a conocerlos a los diez u once años; pasaba con ellos un par de semanas en verano y, en cuanto empezaba a sentirse a gusto, se acababan las vacaciones en la playa y tenía que regresar a Madrid con su padre, de forma que nunca llegó a sentirlos como parte de su vida. Con su primera mujer, Susana, ya no tuvo más hijos y el matrimonio nunca llegó a funcionar realmente, hasta que acabaron por separarse. Y con Sara, con la que llevaba doce años, tampoco había tenido hijos, y por eso le gustaba pensar que Marc era casi hijo suyo, igual que casi hermano de Almudena. Por eso ella, más que nada para hacer feliz a su padre, procuraba dar siempre la sensación de que eran efectivamente una familia y que ella y Marc tenían algo en común, cuando no era así en absoluto. A ella Marc le parecía un niño malcriado, ególatra, hipocondríaco y vanidoso que —eso había que concederlo— pintaba bastante bien; pero el pintar bien no le daba derecho, en su opinión, a comportarse como si todo el mundo fuera una alfombra tendida a sus pies. Por eso a lo largo de los años habían tenido sus más y sus menos, aunque siempre habían procurado dejar fuera a sus respectivos padres.

Ahora Helena estaba a punto de convertirse en la manzana de la discordia entre ellos, porque ambos habían decidido profundizar su relación con ella, y Marc —Almudena se habría jugado el cuello— estaba tendiendo sus redes para que la abuela le diera el espaldarazo artístico que necesitaba. Si Marc ahora pensaba que su hermanastra estaba distrayendo la atención de Helena, tendrían problemas.

La ventaja era que muy pronto solo tendrían que verse en las solemnidades familiares, dos o tres veces al año, y eso sería mucho más llevadero.

Ya estaba pensando en salir del agua cuando Gladys, la muchacha colombiana que acababa de contratar Sara para sustituir a Nivia, que había vuelto a su país, apareció con un móvil en la mano que sonaba y sonaba. Le costó un instante reconocer que se trataba del suyo, pero la chica le acercó una toalla para que se secara las manos y se lo dejó en el borde de la piscina.

—Almudena, soy Paloma. ¿Llamo en mal momento?

—No, no. Dime.

—Se me ha ocurrido una tontería para tu vestido que creo que va a quedar preciosa. ¿Te importa recogerlo pasado mañana en vez de pasarte esta tarde?

—No, mujer, tenemos tiempo, lo que quieras.

—Perfecto. Ah, dile a Helena que venga también. Quiero enseñarle lo que le prometí el otro día y además, mirando unas telas que acabamos de recibir, he pensado en algo que podría quedar divino para ella si no tiene otra cosa prevista. ¿Sabes si ya tiene vestido para el gran día?

—Creo que se ha traído algo por si una emergencia, pero me dijo que no es seguro y que no quiere nada demasiado ostentoso.

—Por supuesto que no. Helena tiene carácter y buen gusto. Dile que venga, anda.

—Se lo diré, descuida. Y tú, Paloma ¿sabes ya lo que te vas a poner?

La modista rio suavemente.

—Sí, pero es secreto. Quiero sorprenderte.

—Vale. Entonces, ¿cuándo me paso?

—Pasado mañana por la tarde cuando quieras.

—Allí estaré. Un beso, guapa.

Almudena dejó el móvil en el borde de la piscina y volvió a sumergirse, feliz. La llamada de Paloma le daba una estupenda ocasión de llamar a Helena. Le propondría comer juntas el lunes y luego pasarse por la tienda.

Cuando Helena abrió los ojos, Carlos ya se había levantado. Echó una mirada al reloj, vio que ya eran casi las diez y desistió de seguir haciendo el vago. Con un poco de suerte, habría café recién hecho.

Así era. Carlos estaba en el sillón junto a la ventana rodeado de papeles, con una cafetera que aún humeaba y un paquete de galletas integrales.

—¡Qué dormilona eres! —la saludó.

—La única de mi familia que salió así. Mi padre se levantaba al amanecer, mi madre poco después, para salir a montar. Alicia también era más alondra que búho. Yo siempre he sido nocturna. Pero deberías alegrarte. Desde que estoy en España duermo de un tirón, sin mis famosos insomnios.

—Anda, acércate a darme un beso. Yo casi no me puedo mover, como ves.

Helena fue a buscar una taza, se acercó y lo besó rápidamente; luego se instaló en el otro sillón, enfrente de él.

—¿Has dormido bien? —preguntó Carlos, quitándose las gafas.

—Más o menos. He tenido unos sueños raros de una pulsera en el mar, en la orilla de una playa muy blanca, toda desierta. Las olas la acercaban y la alejaban; yo trataba de cogerla pero se me escapaba siempre. Habrá sido el calor —añadió, abanicándose con uno de los papeles que cubrían la mesa.

—¿No había sombras?

—No. En mis sueños no hay cosas de esas. Eso solo pasa en mis cuadros. Mis pesadillas son frecuentes, ya lo sabes tú, pero de lo más común. ¿Están buenas las galletas?

—Prueba. —Le tendió el paquete—. Oye, Helena, ¿tú sabes cómo murió tu hermana?

Volvió a poner en el plato la galleta que acababa de morder y tragó el bocado con dificultad.

—La asesinaron, ya lo sabes.

—Sí, pero ¿cómo?

—¿Cómo? ¿Cómo que cómo?

—¿De un tiro? ¿Estrangulada? ¿De un golpe? ¿No te lo has preguntado nunca?

Ella movió la cabeza de lado a lado.

—Creo que no. De eso no hablábamos. Supongo que la policía nos lo dijo, pero no lo recuerdo. Solo sé que no había sangre, que cuando nos entregaron a Alicia para el funeral estaba… —tragó saliva— bien. Mi madre y yo la vimos apenas un segundo. Papá nos sacó de allí enseguida. Luego cerraron el ataúd y eso fue todo.

—Voy a hacerte otra pregunta: ¿a ti te parece normal que esté aquí, entre las cosas de las cajas, el acta policial de tu hermana?

—¿Hablas del original o de una copia?

—No tengo experiencia, pero diría que son todo originales.

Helena se pasó la mano por el pecho para sacudirse las migas que le habían caído sobre el camisón.

—Sí, me parece algo que mi padre haría. Cuando vio que la investigación no iba a ninguna parte, lo más probable es que robara el acta, o que le pagara a alguien para hacerlo. Tenía mucha mano en la policía, muchos amigos; le debían favores… cosas así. No querría que quedara constancia de lo que la policía llegó a averiguar sobre ella, sobre nosotros, si de todas formas no había servido para coger al asesino.

—¿Quieres saber lo que dice el informe sobre la causa de la muerte de Alicia?

—¡No! —Apretó las manos contra la taza. De repente ya no tenía calor y le resultaba reconfortante el que irradiaba el café—. Digo… bueno, sí, quizá sea… ¿necesario? ¿conveniente? Aunque, la verdad… ¿qué más da, después de tantos años?

—Es que es algo curioso, ¿sabes?

Se miraron unos segundos en silencio hasta que ella, solo con los ojos, le indicó que podía seguir.

—Tu hermana murió de una sobredosis de heroína.

—¿Quéee? Tiene que ser un error del forense. Alicia ni siquiera fumaba cuando todos fumábamos como chimeneas; apenas tomaba alcohol, no la vi borracha en la vida. Si hasta solía pasar cuando los amigos compartíamos un canuto en el jardín… rara vez daba una calada. Decía que enseguida le entraba sueño y dolor de cabeza.

—Bueno, es que, según el forense, la heroína no debió de inyectársela ella misma. El pinchazo está en la base del cuello, debajo de la oreja derecha; la droga entró directamente en la carótida, al parecer, y la dosis fue mortal.

Helena se quedó muda. Dejó la taza en el plato y desvió la vista hacia el exterior, hacia los árboles de la plaza.

—Esto deja claro —continuó Carlos— que la mataron a propósito; que no fue un robo que se complicara, ni una violación que se le fue de las manos al criminal y que podría haberle tocado a cualquier otra mujer. Fue un asesinato premeditado. Quien lo hizo quería matar a Alicia concretamente. Y la siguió cuando salió de casa. O sabía dónde encontrarla.

—Pe… pe… pero —empezó a tartamudear Helena—, pero ¿quién iba a querer matar a mi hermana?

—Eso es lo que tenemos que averiguar si aún es posible. ¿Quieres ver las fotos?

—¿Qué fotos?

—Las que tomó la policía cuando fueron a levantar el cadáver y las que le hicieron luego en la morgue.

—No, Charlie, no quiero verlas. No se me dan bien las pesadillas.

—Me parece que está sonando tu móvil en la habitación.

Helena sacudió la cabeza como cuando salía del agua, se levantó despacio y fue a ver quién era.

—He quedado con Almudena el lunes para comer; luego vamos a recoger su vestido y parece que Paloma tiene algo que proponerme para el gran día —dijo al volver, con una expresión aún desencajada—. ¿Te apuntas?

—¿A ir a una modista?

—A comer con la niña. Y sí, la verdad es que me gustaría que conocieras a Paloma; me cayó muy bien. Además, así puedes ver si te gusta alguna de las telas que me va a enseñar pensando en hacerme un vestido para la boda.

—Claro, como siempre me haces caso en materia de ropa…

Helena no sonrió. Seguía pálida y se notaba que su cerebro seguía dándole vueltas y vueltas a lo que acababa de contarle él.

—Contigo al fin del mundo, Rosie. —Era su chiste más antiguo, basado en La Reina de África, pero Helena siguió seria—. Anda, ven aquí.

Carlos se levantó del sillón y la abrazó fuerte.

—Ya nada puede hacerte daño, Helena. Todo lo que podría haberte hecho sufrir ya sucedió. Ahora todo lo que consigamos averiguar solo puede ser para mejor, para arrojar luz sobre el asunto. Tú y yo, juntos, vamos a hacer desaparecer esas sombras. Míralo como un desafío intelectual, como un rompecabezas, como algo que no tiene nada que ver contigo, con nosotros, como un cuadro que quieres pintar y antes tienes que saber qué hay en él y cómo vas a disponer los elementos para que luego se vea una imagen global coherente y poderosa.

—Me da miedo, Charlie. No quiero empezar a levantar piedras. Debajo de las piedras siempre hay arañas, gusanos y cosas podridas. A veces escorpiones… De los que matan.

—Anda, déjate de comparaciones asquerosas, ven conmigo y vamos a probar esa ducha supersónica de la que tan bien nos habló el de la agencia. Luego salimos a comer algo bueno. Y después hablamos más. Y buscamos pistas, y montamos el collage, ¿te parece? Si consigues desligarte un poco, puede ser como resolver un acertijo.

Por una vez, Helena se limitó a inclinar la cabeza en un asentimiento y, con una ligera sonrisa, lo cogió de la mano y echó a andar hacia el baño.

—¿No piensas darme las gracias o algo? —preguntó él, burlón.

—No, Mr. Allnut. Voy a hacer algo mejor —contestó con una sonrisa pícara.

—¿Sabes? He estado dándole vueltas a eso que dice tu madre en su carta, eso de «¿adónde iba Alicia ese día, a encontrarse con quién?».

Era domingo por la mañana y, por acuerdo tácito, no habían hablado más del caso. Ahora habían decidido acercarse a la cuesta de Moyano a dar una vuelta por los puestos de libros de segunda mano, pensando en dar luego un paseo por el Retiro antes de elegir algún lugar agradable para comer.

—¿Y adónde te ha llevado eso?

—Imagínate por un momento que Alicia estuviera liada con alguien.

—¡Venga ya!

—Imagínatelo, no pierdes nada. Alicia ha tenido un amante durante un tiempo. Se ha dado cuenta de que está poniendo en peligro su matrimonio, su negocio y quién sabe si hasta su familia; entonces corta con el tipo y él reacciona en plan machista salvaje de «si no eres mía, no eres de nadie», la cita en algún lugar de los Oudayas, no sé… con la excusa de devolverle algo muy personal… algo así, y entonces la mata. Eso explicaría que ella haya entrado en una casa donde estaría fuera de la vista de la gente, y que haya existido violación, ¿no crees?

—No, no creo.

—¿Por qué?

—Porque tú no conociste a Alicia y yo sí. Además… ¿qué es eso de que entró en una casa?

Carlos le explicó lo que se le había ocurrido el día anterior. Helena empezó a morderse el labio, como siempre que pensaba intensamente.

—Sería posible, claro. Sería posible si era un conocido y la engañó para que entrara en una casa.

Caminaron unos cientos de metros pensando, sin hablar, hasta que Helena preguntó:

—Lo de la violación…

—¿Sí?

—Si, como ayer me dijiste, le inyectaron una dosis mortal de heroína, entonces ¿la violó después de muerta?

Carlos se quedó mirándola, perplejo. Ella continuó:

—¿Encontraron piel debajo de las uñas, algo que indicara que se había defendido?

—No recuerdo que hubiera nada de ese estilo en el informe. Pero claro, está todo escrito en un francés entre raro y oficial; nada fácil para mí. Puede habérseme pasado por alto, pero no me suena. Parece que no se defendió.

—Entonces tenía que estar muerta. Alicia habría luchado como un tigre. Lo habíamos comentado muchas veces: las dos estábamos de acuerdo en que había que luchar hasta el final. Y dar gritos, muchos, hasta que el tipo se diera cuenta de que le convenía buscarse una víctima más fácil.

Hubo otro silencio. Cruzaron el paseo del Prado a la altura del museo y siguieron caminando bajo los árboles, sorteando bandadas de turistas. Había algo extraño en pasear una mañana de domingo entre niños con globos y helados y padres en pantalón corto mientras hablaban de violaciones, de asesinatos y, probablemente, de necrofilia, pensó Carlos.

—¿Investigarían el ambiente de la droga, de los yonquis? —comenzó Helena—. No todo el mundo tiene a mano una dosis de heroína y su correspondiente jeringuilla. Solo cierta gente tiene acceso a ese tipo de cosas.

—Me leeré el acta línea por línea. Hasta ahora solo he estudiado parte, he mirado las fotos por encima y he traducido los artículos de periódico que estaban en francés.

—Eso podría haberlo hecho yo; a ti te cuesta más.

—¿Y si se había liado con un yonqui o con un camello? —insistió Carlos.

—¡Y dale! ¡Pero qué manía te ha dado!

—Es que estoy tratando de unir la forma de matar a Alicia con el final de carta que encontramos ayer. Con M, ¿te acuerdas? —Ella asintió con un gruñido—. Y las dos cosas con la pregunta de tu madre, lo de adónde iba.

—¿Qué te hace pensar que lo que queda de esa carta iba dirigido a Alicia?

Carlos abrió la boca, se dio cuenta de que no sabía qué iba a decir y volvió a cerrarla.

—Nada. Tienes razón. Podría haber ido dirigida a cualquiera. Aunque, ¿cuántas mujeres había en la casa? Tú, tu hermana y tu madre. Tú no podías ser la destinataria porque te acordarías. Si no era Alicia, lo mismo la que tenía un amante era Blanca.

—O mi padre. O Jean Paul.

—¿Qué?

—Que M también puede ser una mujer, ¿no?

Rabat, 1941

Cuando el coche se detuvo por fin junto a la acera, Blanca lanzó un suspiro de alivio. No sabía lo que le esperaba porque Goyo se había negado a decírselo, pero al menos se iba a librar de la estrechez, la incomodidad y el ligero mareo del largo viaje por aquellas carreteras que apenas merecían el nombre.

Sacó la polvera, se dio un par de toques y se repasó los labios. Tenía la piel como la de los chiquillos que jugaban en los descampados: medio tiznada, cubierta por una arenilla amarillenta que había ido entrando todo el tiempo por las ventanillas abiertas. No podía hacer nada por su pobre falda, llena de arrugas, pero al menos la cara tenía que estar presentable. Se puso el sombrero y tendió la mano a su marido, que le estaba abriendo la portezuela para ayudarla a apearse.

Dos hombres se hicieron cargo del equipaje y un momento después estaban cruzando una amplia terraza, sombreada por unos árboles de denso follaje junto a una gran plaza llena de sol, donde empezaba un bulevar flanqueado de grandes palmeras. Como en Casablanca, había muchos hombres sentados en los portales o en las pocas sombras que permitía el mediodía sin hacer nada que ella pudiera discernir, simplemente mirando a los que pasaban. También los cafés estaban abarrotados de hombres. Mujeres había pocas y daba la sensación de que todas tenían prisa en llegar a donde fueran.

El ambiente era más tranquilo y más marroquí que el de Casablanca, con muchos menos extranjeros.

—¿No hemos llegado aún? —preguntó Blanca, extrañada de que su marido la agarrase del brazo y la dirigiera hacia la acera de sombra.

—El hotel está a cinco minutos y, yo al menos, necesito moverme más que nada.

Efectivamente, tras un corto paseo, vieron el hotel: un edificio blanco de seis plantas, recién construido por lo que parecía, con una terraza a la sombra donde muchos hombres vestidos a la europea tomaban café.

—Hotel Balima —leyó ella—. Resulta imponente.

—Es el mejor de Rabat, el más moderno. Te gustará.

Pasaron por entre las mesas seguidos por las miradas de todos los hombres de negocios que, al parecer, disfrutaban de la pausa de media mañana. Para Blanca no era nada nuevo que los hombres la mirasen apreciativamente, pero allí tenía la sensación de que las miradas eran todavía más agresivas y por primera vez en su vida sintió que no la miraban por lo que más destacaba según ella —las arrugas de su falda o la arenilla de su cara, que decían bien a las claras que llevaba horas sentada en un coche dando saltos y evitando baches por una carretera solo medio asfaltada—, sino por lo estrecho de su cintura o el movimiento de su cuerpo al pisar con los zapatos de medio tacón que se había puesto para viajar.

—¿Esto va a ser siempre así? —preguntó a media voz a su marido.

Él sonrió.

—¿Que te miren? Habría que ser idiota para no mirarte, chatita. Eso sí, que a nadie se le ocurra nada más que mirar porque lo mato. Y me figuro que ya se han dado cuenta.

Sabía que era hablar por hablar pero le halagaban esas cosas del comportamiento de Goyo. Con él se sentía segura, protegida, más mujer de lo que había sido en toda su vida.

¡Si pudiera quedarse pronto embarazada!

Ya habían visitado a los dos mejores especialistas de Casablanca, uno francés y uno alemán, y ambos habían insistido en que estaba perfectamente sana, que quizá se tratara de que su cuerpo aún se estaba acostumbrando al cambio de aguas, de alimentación… los nervios que siempre conllevaba cambiar de país, de clima, de continente… No había más que tener paciencia. Era muy joven, todo llegaría por sus pasos.

Él nunca le había reprochado nada, y se pasaba la vida dándole ánimos y explicaciones de por qué era normal que aún no hubiera funcionado. Sin embargo, ella no podía dejar de pensar en Pilar y Vicente. Amparito ya tenía casi cuatro años. Habían tenido suerte. Pilar debía de haberse quedado embarazada ya en los pocos días que tuvieron en Denia al principio de la guerra.

Y ahora estaba esperando el segundo. Se lo había dicho en su última carta y, aunque sabía que su reacción era despreciable y poco cristiana, había sentido una rabia y una envidia descomunales. En lugar de alegrarse por su hermana no hacía más que pensar que no era justo. Pilar ya tenía una hija; podrían haber esperado un poco más para que la diferencia entre las dos hermanas no se notara tanto. Estaba segura de que Vicente no se cansaba de decirle a Pilar que, claro, Blanca siempre tan moderna, tan poco maternal, con tantas ganas de viajar y ver mundo… pues ahora podría ver todo el mundo que quisiera y conformarse con eso, porque era evidente que nunca sería madre. Si en casi cinco años no había sucedido…

Casi podía oírlo decir esas palabras mientras sentaba a Amparito sobre sus piernas y miraba con orgullo el vientre de Pilar.

Si ella tuviera al menos una hija, ya no tendría que sufrir de esa manera.

Aunque… una niña no era precisamente lo que un hombre, y además un militar, deseaba como primogénito. Ella esperaba, igual que su hermana, poder darle a su marido un hijo que continuara su apellido, que pudiera jugar con su padre a soldaditos y aprender a tirar, a montar, a todas las cosas con las que los hombres disfrutan.

A ella también le gustaba montar, y desde que vivían en Casablanca tenía a Hassan, como le había prometido Goyo, un hombre de confianza que la acompañaba cuando salía a cabalgar. Aunque si se quedaba embarazada pronto, tendría que dejar los paseos que tan bien le sentaban.

Si ahora Pilar tenía un chico, ya lo tendría absolutamente todo; mientras que ella seguía en Marruecos viviendo una vida que a otras podría parecerles de cine y para ella estaba vacía. Aunque cuando pensaba en lo que su madre y su hermana contaban en sus cartas… —el hambre, la falta de las cosas más básicas, el dolor por tanta gente que había muerto en los combates—, se sentía culpable por estar viviendo una vida de lujo y, a pesar de ello, no ser feliz. Y a la vez le daba rabia no serlo por una razón tan absurda como la de no haber sido todavía capaz de concebir. Ella era una mujer moderna, del siglo XX, tenía otras cosas con las que llenar su vida si quería.

Últimamente había pensado pasarse por alguna de las escuelas para europeos y preguntar si tendrían unas cuantas horas de clase que darle. Podría enseñar a leer a los más pequeños, como había hecho en Valencia antes de la guerra; aunque ni siquiera sabía si a Goyo le parecería bien que su mujer trabajara. Tendría que hablarlo con él, sacar el tema con tacto un día que estuviera de muy buen humor.

Su cabeza estaba llena de planes, de ideas de futuro, de imponderables que escapaban a su control. Estaba harta de tener planes. Quería realidades, cosas que hacer, un trabajo auténtico que la cansara, que la hiciera sentirse útil.

—Bueno, preciosa —dijo Goyo volviéndose hacia ella en cuanto los porteros dejaron las maletas en la habitación—. Voy a refrescarme un poco, me cambio de ropa y salgo a hacer unas diligencias. Nos vemos a la noche, para la cena.

Blanca sintió como si una mano le apretara la garganta. En Casablanca era normal que se pasara el tiempo fuera, pero se había hecho la ilusión de que en este viaje podrían estar juntos.

—¿Te vas? ¿Y yo? ¿Qué hago?

—Lo que quieras, cielo. Puedes deshacer las maletas y colgar lo que pueda haberse arrugado más; puedes darte un baño y tumbarte un rato, o bajar al bar y tomar un refresco, o salir a dar una vuelta sin alejarte mucho del centro, si lo prefieres. Eso sí, si sales, no te metas sola en la medina. Aún no tienes costumbre de según qué cosas y prefiero que aprendas conmigo, poco a poco.

—Pero ¿adónde vas? ¿Cuándo vuelves?

Él la miró con cara de estar teniendo una paciencia infinita.

—Ya te lo he dicho. A hacer unas diligencias. A eso de las ocho o nueve ya me tienes aquí. ¿No quieres escribir a tus padres diciendo que hemos llegado bien y a tu hermana para darle la enhorabuena? Y tendrás que lavarte esa cara… —terminó con expresión socarrona.

Ella le tiró un cojín, que él atrapó al vuelo antes de meterse en el baño.

Blanca le habló desde la habitación.

—¿Piensas decirme a qué hemos venido a Rabat?

—Claro. Más tarde, cuando vuelva. Es una sorpresa, ya te lo he dicho.

Se quitó los tacones y las medias —qué delicia, qué frescas estaban las losetas del suelo—, se desabrochó la chaqueta y se pasó las dos manos por la corta melena sin preocuparse por deshacerse el peinado. Iba a tener tiempo de arreglarse hasta que volviera Goyo.

Madrid. Época actual

Habían quedado en un pequeño restaurante italiano cerca de Fuencarral y, cuando llegaron, Almudena ya había ocupado una mesa al fondo, casi un reservado, porque era la única que cabía entre unas separaciones de madera cubiertas de carteles de teatro de todos los rincones de Italia.

Al verlos llegar, por un momento, Almudena pensó que era un fastidio que, por una cosa u otra, no hubiera forma humana de charlar tranquila y sola con Helena, pero se consoló enseguida pensando que a veces resulta más fácil hablar de temas familiares cuando hay una persona de fuera a la que hay que explicarle con todas las palabras cosas que los demás creen saber. En su experiencia, así se habían deshecho muchos malentendidos.

Se levantó a darles un beso y Helena le presentó a Carlos, a quien solo conocía por lo que había oído decir de él: que era una persona encantadora, un poco ratón de biblioteca, tranquilo, muy buena influencia para Helena. Lo que nadie le había dicho era que Carlos, además, era un hombre muy atractivo, con unos ojos que chispeaban de inteligencia y una sonrisa que llenaba de arrugas toda su cara. Debía de tener sesenta y tantos años, quizás setenta, pero era de esos hombres que mejoran con la edad. ¡Menuda suerte la de su abuela!

—Bueno, contadme —empezó Almudena, mordisqueando un grissino, cuando hubieron pedido la pasta y el vino—, ¿qué habéis hecho el fin de semana?

Intercambiaron una mirada divertida.

—No te lo vas a creer —dijo Carlos.

—Venga, a ver si es verdad.

—Estamos haciendo de detectives.

—¿Quéee? —Miró a su abuela pidiendo una confirmación y ella asintió con la boca llena de grissino.

—¿Conoces las películas esas de cold case? —siguió él.

—Claro.

—Pues una cosa así. Estamos tratando de encontrar la respuesta a ciertas preguntas sobre algo que ocurrió hace medio siglo en Marruecos. Lo más probable es que no consigamos mucho, pero la verdad es que resulta muy estimulante. Yo me he pasado la noche pensando en ello.

—¿La muerte de la tía Alicia? —preguntó Almudena.

—Eso es. ¿Hay algo que tú puedas aportar?

—¿Yo? ¡Qué va! Papá lo menciona a veces, pero siempre dice que a él nunca le contaron nada. ¿En qué os basáis vosotros? ¿En las famosas cajas que trajimos de casa de la tía Amparo?

—Exactamente.

—¡Vaya, abuela, no me lo puedo creer! ¡Las estás leyendo!

—Es que lo que hay dentro es mucho más interesante de lo que yo pensaba: fotos, cartas, papeles de todas clases… Voy a acabar comprendiendo a esta extraña familia que me ha tocado —terminó, de buen humor.

—Me alegro de que haya empezado a interesarte. Mi padre siempre ha dicho que cuando te fuiste quemaste las naves y decidiste que lo que dejabas atrás ya no era asunto tuyo.

Helena torció el gesto.

—Tu padre tampoco tiene ni idea, ni se ha preocupado jamás por comprender nada. Con hacer de víctima, de niño abandonado por su madre, le basta.

—Sí. De hecho es lo que suelo decirle yo. Mi padre, por desgracia, ha salido bastante llorón, abuela. Comprendo que haya sufrido, pero es de los que se recrea en ello y eso es una estupidez.

Helena miró a su nieta, sorprendida, y volvió a sonreír.

—Parece que has heredado algo de mí, niña.

—Me alegraría, la verdad. ¡Venga! ¿Podéis contarme algo de lo que habéis descubierto ya o es secreto?

Hablando por turnos, como en la radio, fueron explicándole lo que, de momento, habían entendido, así como algunas de sus suposiciones.

Una camarera jovencita dejó delante de ellos tres platos humeantes y una botella de chianti. Los tres se lanzaron sobre su pasta como fieras hambrientas.

—¡Suena interesantísimo! Si en algún momento necesitáis otros ojos o unos buenos oídos para contrastar teorías, contad conmigo y con Chavi. Estoy segura de que le encantará participar.

—Gracias, querida —dijo Carlos.

—Tú, ahora, concéntrate en lo tuyo y no compliques una boda con un asesinato. A todo esto, ¿qué quería Paloma añadirle a tu vestido?

—Ni idea. Dice que es sorpresa.

—¿La conoces desde hace mucho tiempo?

—Desde siempre. Creo que mi madre ya le encargó mi ropita de acristianar. Y por supuesto me hizo el vestido de la puesta de largo.

—¿Aún se hacen esas cosas? ¿En pleno siglo XXI?

Almudena se echó a reír.

—En ciertos ambientes aún se hacen, sí. Incluso fuimos a Viena, al baile de la Ópera, cuando cumplí dieciocho años. Un aburrimiento carísimo. Es que para mi madre eso de la puesta de largo era importante. Pero, lo que son las cosas, entre un montón de pijos insufribles que conocía de toda la vida, precisamente ese día conocí a Chavi, que acababa de llegar de Londres, donde estaba estudiando arquitectura. Él tampoco quería ir al baile y sus padres casi lo obligaron. La verdad es que una nunca sabe lo que le espera y dónde va a encontrar lo que le está destinado.

—Eres muy sabia para tu edad, Almudenita —dijo Carlos con una sonrisa.

—¿Vosotros dónde os conocisteis?

—De un modo mucho más prosaico. En una cena de amigos comunes, sin más. Hace dieciocho años ya. Todos los que llevo pidiéndole a tu abuela que se case conmigo, sin ningún éxito.

—Dejémoslo —dijo Helena, con su típico estilo cortante—. Me aburre el tema. Anda, Carlos, ve a pagar, que llegamos tarde.

Él se levantó obedientemente.

—Si no tenemos cita fija… —dijo Almudena bajando la voz.

Helena le guiñó un ojo, levantó la copa hacia su nieta, le ofreció una sonrisa lobuna y se la acabó de un trago.

Unos minutos más tarde, entraban en la elegante frescura de Paloma Contreras.

Rabat, 1941

En cuanto terminaron de desayunar, Goyo pidió a Blanca que se pusiera unos zapatos que le permitieran andar con cierta comodidad y, sin decirle nada más, se subieron a un coche con chófer.

—¿Adónde vamos?

—La curiosidad mató al gato, chatita. Ya lo verás.

El coche recorrió hasta el final la larga avenida de las palmeras, giró a la izquierda al toparse con la medina, luego de nuevo a la derecha a lo largo de la muralla con sus puertas y solo cuando llegaron al mar volvió a girar a la izquierda, enfilando la carretera que, con el Atlántico a su derecha, bajaba hacia el sur.

El mar brillaba con un resplandor que casi hacía daño a los ojos, las olas gigantes se rompían contra los farallones donde algunos hombres y muchachos intentaban pescar con caña, por la carretera adelantaban con frecuencia a hombres y mujeres que, con un burrillo, transportaban hortalizas o atados de leña. Aquí y allá subían al cielo delgadas columnas de humo. A la izquierda, las chozas de los más pobres iban desapareciendo hasta dejar libre un paisaje verde, salpicado por algunos árboles que podrían ser algarrobos y el suelo lleno de florecillas rosadas. A la derecha, después de la zona de acantilados, el terreno iba bajando y pronto las playas, blancas y solitarias, se adueñaron de la costa.

—¡Qué preciosidad! —dijo ella, feliz.

—¿Te gusta? Me alegro. Ya casi hemos llegado.

Al cabo de un par de kilómetros el chófer giró a la izquierda y el coche se internó por un camino sin asfaltar. Unos minutos después se detuvo frente a un muro de piedra sin mortero.

—Ven. Quiero enseñarte algo.

Blanca bajó del coche, se ajustó el sombrero y se subió las gafas de sol sobre la nariz. Goyo estaba sonriente, casi exultante. Le pasó el brazo por los hombros sin preocuparse de lo que pudiera pensar el chófer marroquí y caminaron unos pasos hasta una cancela de hierro forjado que Goyo abrió venciendo una pequeña resistencia.

Por un instante Blanca recordó el lejano momento en el que, al poco de conocerse, fue ella quien le abrió la reja para entrar en los jardines de Monforte. Ya cerca de cinco años. ¡Cuántas cosas habían pasado desde entonces!

De repente se encontraron en un recinto que en algún momento había sido un jardín. Aún se podían adivinar los setos que delimitaban los parterres y que habían crecido más allá de los límites previstos. Las palmas secas de varias palmeras crujían en la brisa y a sus pies el suelo estaba tapizado de flores silvestres amarillas y blancas. Entre las frondas, a izquierda y derecha, se distinguían destellos blancos, quizás estatuas, o fuentes, ahogadas por las plantas silvestres; un granado lleno de flores rojas, una higuera blanca retorcida con unas cuantas ramas secas, almendros de hojas tiernas y frutos diminutos…

Unos pájaros pequeños, desconocidos, saltaban de rama en rama a su paso, como un cortejo.

Al doblar un recodo vieron al fondo una gran casa blanca algo deteriorada, con puertas de madera labrada y rejas de hierro negro en las ventanas.

—¿Qué es esto, Goyo? Es una preciosidad. Como un cuento de hadas.

—Esta es, si tú quieres, nuestra casa a partir de ahora.

—¿Nuestra casa? —Se llevó las manos a la boca.

—Regalo del sultán. Ya te dije que quizá sería capaz de hacerle un favor, ¿no? Pues se lo he hecho y Su Alteza ha correspondido con esto. ¿La quieres?

—¡Goyo! —Se le echó al cuello y lo besó.

—¿Eso es que sí?

Blanca se soltó de su abrazo y avanzó por el sendero hasta llegar a la terraza de la casa. De un segundo a otro se había enamorado. Veía con toda claridad a sus futuros hijos jugando en aquel jardín, entrando y saliendo de aquella hermosa casa.

—Nos va a costar un capital ponerla como debe estar. Ya te habrás dado cuenta de que es casi una ruina. Pero tiene futuro, ¿verdad, Blanquita?

—¡Va a ser un sueño!

—Lo malo es que no es Casablanca, claro. Está bastante aislada, pero, por lo que he oído, en un futuro no muy lejano, Rabat será la nueva capital. El sultán ya vive aquí y hace poco hablaba de construirse un chalet de veraneo por aquí cerca. Podríamos llegar a ser vecinos.

Ella ya casi no lo escuchaba. Desde que había oído que aquello podría convertirse en su casa había empezado a imaginar lo que habría que cambiar, las reparaciones que serían necesarias, lo que tendrían que añadir. ¡Y eso solo por fuera! Ahora, si Goyo llevaba la llave, había que mirar cómo estaban las cosas por dentro; seguro que había montones de cosas que arreglar.

Goyo la miraba desde la fuentecilla cegada, avanzando y deteniéndose, haciendo planes, sonriendo para sí misma, tocando todo lo que se encontraba a su paso. El día antes, cuando él fue a ver la casa, estuvo casi seguro de que le iba a gustar, pero por unos momentos había temido que le dijera que no tenía intención de encerrarse en aquella soledad, tan lejos de toda su vida social, que no pensaba abandonar Casablanca. Pero no se había equivocado con su primer impulso: la conocía bien. Aquella casa, aquel jardín podían convertirse en su proyecto común, algo que le permitiera a Blanca dejar de obsesionarse con la puñetera cuestión de los hijos, que a él no le preocupaba en absoluto. Con su trabajo y con ella tenía más que suficiente. No veía ninguna necesidad de compartir a su preciosa mujer con unos cuantos bebés gritones que reclamarían todo su tiempo y su amor; pero sabía que para ella era importante, que no se sentiría mujer completa hasta que tuviera hijos. Era lo que le habían inculcado desde su nacimiento, y su madre no se privaba de recordárselo en cada carta que le escribía; igual que su hermana, que ya estaba embarazada del segundo.

En el último viaje a Madrid él se había informado un poco entre sus conocidos y le habían dado un par de direcciones, pero de momento, si lo de la casa avanzaba como debía, no habría que pensar en ello. Blanca tendría mucho que hacer y, al dejar de obsesionarse con los embarazos, lo más probable era que sucediese cuando menos se lo esperaran.

Ahora había que convertir aquello en el vergel que podía llegar a ser, en el que una vez había sido, a juzgar por los restos que lo rodeaban.

No le había costado mucho esfuerzo conseguir la liberación del amigo del sultán. Cuando Goyo llegó a Tánger a entrevistarse con el alcaide de la prisión en la que habían encerrado a Bin Hassan, se encontró, como esperaba, con que se trataba de un antiguo compañero de armas de cuando Alhucemas, el teniente Fraguas, ahora capitán. Alguien que le debía un par de favores y a quien estaba dispuesto a presionar sin mucha compasión. Si no hizo falta, fue por pura chamba y eso le permitió no tener que cobrarlos ni recordarle tiempos pasados.

Fue un encuentro de lo más distendido. Después de un rato de charla y unas cuantas cervezas, Fraguas acabó por confesarle que, de hecho, no veía la necesidad de retenerlo más; que al fin y al cabo la cuestión de los terrenos se había resuelto y era más que nada la cabezonería de Yagüe, que acababa de ser ascendido a general, la que lo mantenía allí.

Pero Yagüe había vuelto a Madrid y a Yuste, el nuevo gobernador de Tánger, se le podía quizá persuadir de que mostrara un poco de manga ancha frente al sultán de Marruecos en un asunto de poca monta como ese, a cambio de tenerlo de cara en el futuro. Al fin y al cabo, el sultán apreciaba a Bin Hassan como a un hermano y solo lo quería en libertad para que acudiera a palacio a recitarle el Corán. No había ningún peligro ni ninguna necesidad de un escarmiento.

Por la noche Fraguas lo invitó a cenar opíparamente, lo que cantaba desde lejos a que su posición le permitía obtener ciertos favores, y luego trató de llevarlo a un burdel «de los de postín», en sus propias palabras, «de los que ya quisieran en España».

Le sorprendió un poco que no aceptara.

—¿Qué pasa? ¿Que la valencianita te tiene controlado? ¿Que le has cogido miedo a tu mujer, Tigre? —Hacía tiempo que nadie lo llamaba por su apodo—. ¿O es que desde que vas vestido de señorito civil ya no puedes permitirte según qué cosas?

—Más bien eso último —contestó él entrecerrando el ojo mientras se encendía el puro—. Comprenderás que no pueda darte muchos detalles, Fraguas. Además, tú me conoces. Nunca he sido mucho de ir de putas.

—Ya, ya recuerdo —había contestado el otro sin precisar qué era lo que recordaba. Y había añadido—: Como Franco hace años, ¿no? Sin miedo, sin misas, sin mujeres.

Había soltado la carcajada, habían brindado con coñac auténtico del que habían confiscado recientemente al tomar Tánger a los franceses, y con unas cuantas palmadas en los hombros y un apretón de manos, se habían despedido.

Madrid. Época actual

El salón de muestras de Paloma Contreras parecía un bazar oriental, con la inmensa mesa cubierta por docenas de tejidos de todas clases en todos los matices del rojo, el rosa y el naranja.

—Tengo muchos otros colores, como puedes suponer, pero desde que te vi la primera vez te imagino con estos tonos. Si no te gusta, me lo dices y probamos otros.

Una de las ayudantes de Paloma sostenía la pieza de tela detrás de Helena para que ella pudiera echarse el tejido sobre el hombro y ver el efecto en el espejo.

—No está mal. ¿Qué dices tú, Carlos?

El hombre, sentado en un silloncito dorado, tipo Luis XIV, XV o el número que fuera, como sacado de un palacio francés, se sentía un tanto abrumado en aquella sala tan evidentemente femenina, tan llena de flores, telas y perfumes.

—El color es bonito y queda bien con tu pelo.

—¿No tendrías algo más burdeos, quizá, o borgoña? —preguntó Helena moviéndose frente al espejo para que el tejido captara la luz de diferentes formas.

—Es un placer ofrecer colores a una pintora que sabe qué es qué —dijo Paloma. Helena rio, complacida—. Mira, si cogemos este, por ejemplo, un color más rico, más vino —la asistente cambió la pieza— y te hago una cosa así —con unas rápidas líneas en el cuaderno dibujó un vestido de inspiración griega— de talle alto, unos pliegues, pocos, y los tirantes anchos, puede quedar divino. Luego un par de ajorcas doradas también, anchas, a juego con los pendientes. Parecerás una sacerdotisa.

—La sacerdotisa de un culto sangriento… —dijo Almudena con voz truculenta—. No me hagas caso, abuela, te va perfecto. De verdad. Es lo tuyo.

En ese momento el móvil de Carlos empezó a sonar desaforadamente. Todas las mujeres lo miraron, sorprendidas. La melodía era la de Misión imposible. Él sonrió como pillado en falta y empezó a gesticular para que alguien le indicara un lugar donde contestar la llamada.

—Ven, Carlos, pasa aquí, a mi despacho —dijo Paloma, precediéndolo y abriendo una puerta disimulada tras unos espejos—. Ponte cómodo. Aquí nadie te molestará.

En el momento en que se marchó, las chicas se permitieron unas risitas al ver que Almudena se estaba riendo abiertamente.

—¡Es increíble este hombre! ¡Me encanta! —comentó cuando pudo hablar.

—Dice mi nieta —cortó el tema Helena— que le coses desde que nació.

—Casi todas mis clientas son de toda la vida, sí. Por eso me encanta pensar en hacerte algo a ti. Eres terra incognita. Y no te creas… muchas vienen más que nada a verme, a charlar un rato, a cotillear con otras señoras… pero ya cada vez van quedando menos de esas. Eran otras épocas.

Paloma había cogido una hoja nueva y estaba dibujando con más detalle y en color lo que pretendía ofrecerle a Helena.

—Tuve una muchísimos años, hasta su muerte, que venía casi todos los meses simplemente para verme, porque me había tomado cariño. Había vivido en Marruecos, como yo de pequeña, y se había acostumbrado a las modistas, no le gustaba el pret-à-porter. Le hice un montón de vestidos, casi todos en la gama del verde, que era su color favorito. Claro, que con los ojos que tenía…

—¿Bonitos? —preguntó Almudena.

—Los ojos verdes más impresionantes que he visto en la vida. Como los de la canción. «Ojos verdes, verdes, con brillo de faca…» —tarareó—. ¿Os acordáis? Pues así. Toda una señora, guapísima incluso de muy mayor. Doña Blanca Santacruz.

—¿Cómo dices? —Helena había estado un poco distraída pasando telas en la mesa mientras Paloma hablaba; tenía la habilidad de desconectar cuando lo que se decía no le interesaba, pero ahora el nombre la había sacudido.

—Doña Blanca Santacruz, ¿la conociste?

—Era mi madre.

—¡No me digas! Pues no te pareces en nada. Perdona.

—No, ya lo sé. Ni yo ni Alicia. Cada una éramos de un modelo. Nuestro hermano Goyito sí que tenía los ojos verdes.

—Ay, eso me recuerda que yo quería enseñarte el vestido que te dije el otro día, el de la colección Imagine. —Hizo una seña a una de las muchachas y unos momentos después Paloma sacaba de la funda un modelo que hizo que los ojos de Helena empezaran a pincharle por dentro, sin que nadie se diera cuenta, anunciando unas lágrimas que se forzó a contener—. ¡Mira qué preciosidad! Seda auténtica, no lo que después empezó a pasar por seda.

Era una túnica multicolor, larga, muy simple, con dos cordones negros y dorados en el escote. Igual que la que se iba a poner Alicia para la fiesta el día en que la mataron y que se quedó colgada en el armario cuando Helena se fue de La Mora para siempre.