6

Madrid. Época actual

El salón de pruebas de Paloma Contreras era todo lo que las clientas de la más alta sociedad que lo visitaban podían esperar: clásico sin cursilería, colores suaves, marfiles, tostados combinados con blancos y detalles metálicos en oro y plata; los mejores tejidos en tapicerías, cojines, cortinas; flores naturales por todas partes poniendo las necesarias manchas de color y frescura, un recuerdo de la naturaleza sabiamente domesticada en medio de la civilización; empleadas de media sonrisa cortés vestidas con traje sastre negro y perlas o bisutería delicada. Ese tipo de ambiente que recordaba a las señoras que allí entraban que no tenían que preocuparse de nada, que todo estaba en buenas manos, que el dinero sí podía comprar la felicidad, al menos en aquella casa.

—Acomódense —invitó la empleada que las había acompañado desde la puerta—. Paloma estará enseguida con ustedes.

—Ya verás, abuela —Almudena se cubrió la mano con la boca—, digo Helena, ya verás qué preciosidad de vestido. ¿Tú qué te vas a poner?

—Aún no lo sé, pero puedes estar segura de que no será nada con lentejuelas ni demasiado formal. Nada de incomodidades. Siempre he pensado que la ropa tiene que adaptarse a una, no una a la ropa.

—Sabia conclusión —dijo una voz femenina desde detrás.

Se giraron buscando su origen y vieron avanzar hacia ellas a una mujer alta y aún esbelta de pelo rubio miel con canas plateadas, recogido en un moño banana voluntariamente flojo para darle un toque de chic apenas desaliñado; vestida con unos pantalones anchos blancos a lo Marlene Dietrich y un sencillo top negro de mangas transparentes. Helena le calculó aproximadamente su edad, pero lo que en ella misma era vibración, nervio, energía desatada, en Paloma era serenidad, contención, una suave potencia. Por un momento, como tantas veces cuando veía a una mujer que le gustaba, pensó en Alicia, en que su hermana se habría convertido en ese tipo de persona de haber llegado a esa edad.

Detrás de Paloma, tres muchachas se acercaban cargadas con todo lo necesario para la prueba.

—Almudena, preciosa, ve con Betty a cambiarte y no tardes. Llevamos un día de locura. ¡Helena! ¡Cuánto me alegro de conocerte por fin! Almudena me ha hablado muchísimo de ti. Estaba loca con la idea de que vinieras a su boda.

Hasta la voz de Paloma le recordaba a Alicia: esa voz cantarina, de agudos plateados que siempre sonaba sincera. Se dieron dos besos y Paloma batió palmas para disponer a sus chicas en sus lugares.

Almudena, con la ayuda de una de las empleadas, se subió al pequeño estrado circular disfrutando del vestido, que estaba ya casi listo.

—¿Te gusta, ab… Helena?

—Llámame abuela si te hace tanta ilusión, muchacha. Tampoco es tan horrible y además es cierto, lo soy. Y sí, hija, me gusta. Es un poquito excesivo, pero es precioso.

—¿Te parece? —preguntó Almudena con un mohín mientras se observaba en los grandes espejos.

—Mujer, telas y telas y cola… y además seguro que te pones velo… No me hagas caso, es que no soy de muchos aderezos.

—Le va muy bien a su estilo y a su personalidad —comentó Paloma—, y a esa preciosidad de figura que tiene.

—¿Es diseño tuyo?

—Sí. El último antes de jubilarme.

—¿Ya te jubilas?

—Tengo setenta y tres años. Llevo toda la vida en esto y estoy ya un poco cansada. Quiero cambiar de aires, de vida, de todo. Tengo una casita en la Costa Azul, cerca de Saint Paul de Vence, y hace siglos que me hago ilusiones de vivir allí todo el año. Creo que ya ha llegado el momento. Después de la boda de Almudena le paso todo esto a mi sobrino y me retiro a pintar —terminó con una sonrisa casi avergonzada.

—¿Tú también pintas?

—No como tú —manoteó quitándole importancia—. Pequeñas acuarelas, paisajes de Provenza… cosas así. Entre diseñar modelos y pintar acuarelas no hay mucha diferencia.

—Pues a mí no se me ha ocurrido en la vida diseñar vestidos, ya ves. Y eso que mi hermana era diseñadora, como mi cuñado.

—¡No me digas!

—Mi cuñado es Jean Paul Laroche.

—¡Me encanta! Es uno de mis modistos favoritos. ¿Y tu hermana diseña para la casa?

—Alicia murió hace muchos años, a los veintiocho, justo cuando la empresa empezaba a despegar.

—¡Qué pena, tan joven!

En ese mismo instante, Paloma echó una mirada rápida a la empleada que, dando vueltas a los pies de Almudena, le estaba arreglando el dobladillo, cabeceó aprobadoramente y volvió a la conversación.

—No te lo vas a creer, pero yo todavía conservo un vestido del 67 que debió de ser diseño de tu hermana o de Jean Paul, de una colección que fue casi un escándalo en la época. «Imagine», se llamaba, ¿te acuerdas?

Helena se quedó mirando fijamente a Paloma. En el primer momento solo le había venido a la cabeza la canción de John Lennon, ¿de qué año podría ser? Pero un segundo después los recuerdos de entonces la asaltaron, derramándose sobre ella: una cascada repentina de imágenes y palabras que la dejó débil y casi mareada. Como en una película que pasara solo para ella, vio de golpe a Alicia toda excitada en la Gare d’Austerlitz, adonde había ido a recogerla, diciéndole: «¡Va a ser la sensación del tout Paris! ¡No te puedes imaginar lo que Jean Paul y yo hemos creado, Helena! ¡Los colores de Marruecos en la pasarela! ¡No te lo vas a creer!». Y luego, aún cargadas con las maletas, y con las narices enrojecidas de frío, la llegada al atelier donde Jean Paul las esperaba impaciente entre telas que parecían haber sido robadas de un harén oriental: riquísimos verdes, desde los más tiernos, como hojas de almendro recién nacidas, a los más profundos, con un algo de olas del océano en su misteriosa luz; azules de patio árabe que hacían pensar en azulejos junto a una fuente en un jardín de mirtos y jazmines; rojos encendidos, surcados por estrías de oro anaranjado; amarillos gloriosos, imperiales… y agremanes, botones, hebillas, plumas exóticas, cajas y cajas llenas de lentejuelas de todos los colores y tamaños…

«Vamos a abrir Europa a la magia de África —decía Yannick mientras le enseñaba los diseños que habían creado juntos: pantalones bombachos de inspiración oriental, caftanes, túnicas, turbantes—. Las frías mujeres parisinas van a descubrir la sensualidad. ¿Quién no querría envolverse en estos rasos, en estas sedas? “Imagine”, así se llamará la colección. “Imagine”, en francés.»

A pesar de la nitidez de sus recuerdos, no debían de haber pasado más que unos segundos porque Paloma estaba diciendo.

—Figúrate, Imagine lo inventaron ellos. La canción de Lennon no salió hasta cuatro años más tarde, en el 71. La próxima vez, cuando vengáis a recoger el vestido de Almudena, traigo el que tengo en casa para que lo veas. A lo mejor lo reconoces. Es una preciosidad y ahora es una obra de arte que cualquier día donaré a un museo. Igual que el traje de chaqueta y pantalón de Saint Laurent, del mismo año. Ya entonces me gastaba lo que ganaba o en invertir en mi negocio o en comprarme modelos exclusivos. A todo esto, precioso el conjunto que llevas. ¿De quién es?

Helena sonrió complacida.

—De May Sanders, una joven diseñadora australiana que está empezando.

—Tiene talento.

—Ya me verás más cosas suyas. Le estoy haciendo de escaparate.

—¡No, Eva, por Dios! —interrumpiendo la conversación con Helena, Paloma se acercó a Almudena en dos zancadas—. Si sigues apretándole así la espalda no va a poder respirar la criatura.

—Es que con el palabra de honor, si no apretamos un poco, lo mismo se le cae en la iglesia.

—Quita, quita, déjame a mí.

Helena miró a su nieta, divertida. En su época ningún cura hubiera permitido que una mujer medio desnuda por arriba entrara en su iglesia, y mucho menos a casarse, pero los tiempos habían cambiado y ahora nadie se extrañaba de nada. Los hombres llevaban zapatillas de deporte con traje y corbata; las mujeres iban a todas partes en pantalón corto, los hombres se casaban con hombres y las mujeres con mujeres, las dos con traje de novia.

Lo único que no había cambiado era que las mujeres seguían ganando menos por el mismo trabajo, que tenían que luchar como leonas para conseguir puestos de responsabilidad, que siempre eran miradas con prevención o con condescendencia, o con puro y simple miedo cuando eran tan duras como la mayor parte de los hombres y no temían enfrentarse a lo que fuera. En eso todo seguía igual.

Al salir de Paloma Contreras, Almudena se le colgó del brazo con toda naturalidad y ni siquiera pareció darse cuenta del envaramiento del cuerpo de su abuela, que no estaba en absoluto acostumbrada al contacto físico más acá de lo estrictamente sexual.

—Tengo un recado para ti, abuela. La tía Amparo quiere verte.

—¿Quién es la tía Amparo? —La pregunta era sincera. En ese instante, Helena no tenía la menor idea, aunque el nombre le sonaba.

Almudena se echó a reír.

—Pues supongo que tu prima, la hija de tu tía Pilar. Pilar, la hermana mayor de tu madre, no me digas que no te suena. Tampoco es tan difícil, no había más que esas dos hermanas: Blanca, tu madre, y Pilar, tu tía.

—Debe de hacer cuarenta años que no veo a la tía Pilar. Estará viejísima.

—Si viviera, tendría 105 años; lo sé seguro porque con esto de la boda, Chavi y yo empezamos a hacer un árbol genealógico de las dos familias.

—Y si está muerta, ¿cómo es que quiere verme?

—La que quiere verte es su hija, Amparo, que anda por los setenta y muchos, pero tiene una energía que ya la quisiera yo para mí.

—¿Te ha dicho para qué quiere verme, si yo ni siquiera me acuerdo de ella?

—Me comentó algo de que tiene un par de cosas para darte. Cosas que dejó su madre y que, según ella, eran de tus padres y demasiado delicadas como para que anden por ahí.

—¿Delicadas? ¿Qué narices significa eso?

Almudena se encogió de hombros.

—Ni idea. No me quiso decir más. Lo mismo son porcelanas o figuritas de cristal —añadió con una sonrisa maliciosa—. ¿Quieres que te acompañe? Estoy libre hasta las nueve.

No podía negar que le había picado la curiosidad, pero no tenía ninguna gana de ir a casa de la prima Amparo y tener una conversación con alguien que era una perfecta desconocida aunque fuera de la familia. La compañía de Almudena podría hacer la cosa más llevadera.

—¡Vale, vamos! Te agradezco que vengas conmigo y, además, teniendo una cita a las nueve, no podremos alargarnos mucho.

—La cita la tengo yo, abuela.

—Oficialmente, yo también —terminó con un guiño.

Pararon un taxi y Almudena dio una dirección del barrio de Salamanca.

—Por aquí vivían mis padres en los últimos tiempos, creo. Estuve dos o tres veces —comentó Helena al pasar por la Castellana—. Un piso enorme y señorial para los dos solos. No me extraña que acabaran tan mal.

—¿Tú siempre hablas de tus padres como si no fueran nada tuyo?

Helena separó la vista del exterior y miró a su nieta, sorprendida.

—¿Te parece?

—Claro que me parece. Eres de un despegado…

—Me acostumbré a prescindir de todo y de todos para seguir mi camino. Pasé años sin hablar con mi padre, que nunca vio con buenos ojos mi abandono, como él lo llamaba, mi falta de responsabilidad. Con mi madre mantuve el contacto de aquella manera, con cartas ocasionales y alguna visita esporádica. Luego, cuando él ya estaba muy mayor, hicimos las paces en un viaje que hice a Madrid. Se suicidó poco después. Yo vine por Navidad y él se pegó un tiro a principios de marzo. Mi madre se trasladó a una residencia y, cuando yo volví el siguiente otoño, ya no me reconocía. Salí disparada, claro. Mientras tanto, han pasado un montón de años y los recuerdos que conservo son los buenos, los de cuando eran jóvenes y pasábamos los veranos en Marruecos, o los de un poco después, cuando íbamos a Santa Pola. Nunca pienso en el piso de su vejez en Madrid que, ahora que me lo recuerdas, es mío y debe de estar como ellos lo dejaron en el 83. ¿Sabes si tu padre va alguna vez por allí?

Almudena, que la había estado escuchando con mucho interés porque era el parlamento más largo que le había oído a su abuela en toda su vida, negó con la cabeza.

—¿No va o no lo sabes?

—No tengo ni idea. Ni siquiera sabía que existiera ese piso. Y me parece raro, porque de haberlo sabido, te habría pedido que nos lo alquilaras barato para vivir los primeros tiempos. Si de todas formas no lo usas para nada…

—Tendré que hablar con tu padre.

El taxista se detuvo frente al portón de un edificio del siglo XIX que parecía haber sido renovado recientemente. Las pesadas puertas de roble brillaban bien aceitadas y el amplio vestíbulo era de mármol blanco y hierro forjado en la barandilla y la caja del hermoso ascensor antiguo. Como la tía Amparo vivía en el primero, decidieron subir a pie.

Una muchacha de uniforme, obviamente latinoamericana por la mezcla india de sus rasgos, les abrió y, después de recorrer un largo pasillo en penumbra lleno de puertas cerradas, las hizo pasar al «gabinete», una estancia luminosa, con dos balcones a la calle, que albergaba un tresillo antiguo tapizado de un amarillo claro y un elegante secreter de madera rubia. Las paredes, enteladas en seda, fingían un jardín japonés. A Helena le pareció curioso el exótico gusto de su prima; había esperado muebles castellanos, oscuros y de madera torneada. Pero lo prefería así.

Momentos después se abrió la puerta y entró la dueña de la casa: una señora mayor de pelo gris acero cortado muy corto, con un vestido de lino crudo que disimulaba bien las redondeces de su cuerpo.

—¡Cuánto tiempo sin verte, Helena! ¡Qué alegría! Tienes los mismos ojos…

—Los mismos, desde que nací.

Almudena soltó una breve carcajada; Amparo se quedó mirándola indecisa, sin saber bien cómo reaccionar hasta que Helena añadió:

—Es una forma preciosa de decir que estoy hecha un vejestorio y que si no fuera por los ojos no me habrías reconocido.

Amparo se sonrojó.

—No quería decir eso.

—Si no pasa nada, mujer… Da igual, de verdad. Es que soy un poco bruta, desde pequeña. Lo mismo te acuerdas.

—Yo te recuerdo como una niña traviesa, muy graciosa. De cuando fuimos una vez a visitaros a Rabat.

Helena se volvió hacia su nieta.

—Es que como nos llevamos bastantes años, nunca jugamos juntas. Amparo ya era mayor. Imagínate, cuando yo tenía diez, creo que ella ya tenía dieciocho o así.

—Yo estaba más con tu hermana, que debía de tener quince o dieciséis.

Helena estaba empezando a impacientarse.

—Dime, Amparo, me ha dicho Almudena que querías verme. Siento ir con prisas, pero es que tenemos una cita a las nueve.

—Sí, sí, no os preocupéis, yo quiero ir a misa de ocho, así que no os entretendré mucho y, además, lo tengo todo preparado, por si acaso.

—¿Por si acaso qué?

Amparo soltó una risita rara.

—A mi edad no se sabe cuándo puede pasar cualquier cosa. Y hace mucho que le prometí a tu madre que te haría llegar lo que me dejó aquí para ti.

Las precedió por el pasillo y abrió una puerta a su izquierda: al parecer una habitación de invitados con ventana al patio de luces. Sobre la colcha clara había dos cajas de mediano tamaño.

—¿Qué es todo esto, Amparo?

—La tía Blanca, tu madre, me hizo prometer que no fisgaría nada y no lo he hecho. Solo sé que son papeles, documentos, libros, fotos. Y que pesan un quintal. Pero, por lo que me dijo, solo debían caer en tus manos. «Si no, mejor quemarlos», puntualizó. No tenía muchas esperanzas de que fueras a leerlos, pero también me dijo que había que darte una oportunidad, aunque a ti no te importara un pepino el pasado.

Helena sintió como si su madre, desde la tumba, acabara de darle una bofetada, y por un momento se apoderó de ella el impulso de quemar todo aquello allí mismo. Su madre nunca había entendido nada. Jamás la había comprendido. ¡Mira que decirle a Amparo que ella no tenía interés por el pasado! ¡Ojalá no lo tuviera, ojalá no lo hubiera tenido nunca! No se habría pasado casi cincuenta años dándole vueltas a lo que sucedió aquel verano y a otras cosas igual de horribles… Pero ¿qué iba a saber su madre, si apenas se habían visto media docena de veces y procurando siempre no hablar de según qué temas?

—¿Piensas leerlo? —preguntó Amparo mirándola inquisitivamente.

Helena se encogió de hombros.

—Antes o después, cuando tenga un rato.

—Hazlo pronto, Helena. La tía Blanca me dijo muchas veces que le gustaría mucho que supieras ciertas cosas que nunca te contó… que le haría falta saber que lo sabes. Decía de vez en cuando que quería que la comprendieras, que los comprendieras a los dos, a ella y a tu padre.

—Te juro que no sé qué habría que comprender. ¿No sería que ya había empezado a…? —Se tocó la sien con el índice en una insinuación muy clara de una posible locura.

Amparo sacudió la cabeza.

—No, prima. Lo que la volvió loca fue el suicidio de tu padre, que Dios lo haya perdonado, y luego la residencia de ancianos. Yo iba todas las semanas, pero no era bastante para luchar contra el olvido.

—¡Por el amor de Dios, Amparo, hablas como si yo tuviera la culpa de que ella tuviera alzhéimer!

—No, mujer, claro que no. —Echó una mirada a su reloj de pulsera de plata—. Siento daros prisas, pero tengo que marcharme ya mismo.

—Pediré un taxi —dijo Almudena, tratando de romper la tensión que se había instalado entre las dos mujeres mayores.

—Si venís otro día, podemos tomarnos un chocolate con picatostes y charlar con tranquilidad —añadió mientras sus parientes cogían las cajas y recorrían el pasillo en dirección a la salida—. O, si tienes alguna pregunta, yo sé muy poquito, pero hay algunas cosas que sí que recuerdo por mí misma o porque me las contaron mis padres.

Helena, luchando con el peso de una de las dos cajas, se sentía como si se hubiera metido en una obra de teatro desconocida sin que nadie le hubiese dado el texto que tenía que memorizar e interpretar. No tenía ni idea de lo que estaba hablando la prima Amparo ni tenía ningún interés en saberlo en ese preciso instante.

—Hay más cosas de las del piso de tus padres a las que a lo mejor quieres echar un vistazo. Habla con tu hijo. Las tiene él.

Estaban ya en la puerta y Helena se giró hacia Amparo, sorprendida.

—¿Álvaro? ¿Qué es lo que tiene Álvaro?

La mujer estaba perpleja por la ignorancia de su prima, la artista.

—Pues todas las cosas de valor de casa de tus padres, claro. Y lo que tu madre quería por encima de todo que heredaras tú.

—Pero… a ver si nos aclaramos… todo eso estará en el piso, ¿no?

—¿Qué piso?

—El de mis padres, evidentemente.

Amparo y Almudena intercambiaron una mirada rápida. Por fin habló Amparo:

—Ese piso ya no existe, Helena. Lo vendió tu hijo hace muchos años, ¿no lo sabías?

Helena abrió la boca y la volvió a cerrar al darse cuenta de que no tenía ni idea de lo que pensaba decir. Hacía años, muchos años que no había pensado en el puñetero piso de sus padres, de la vejez de sus padres, como siempre lo había llamado para sí misma. Ese piso que ella apenas si había llegado a conocer y en el que nunca había vivido, un lugar que en sus recuerdos estaba lleno de muebles oscuros y trastos viejos sin ningún interés.

Siempre había supuesto que seguiría allí, criando polvo, esperando que se decidiera a sacarle algún partido, cosa que había ido posponiendo año tras año porque nunca tenía tiempo y, de haberlo tenido, habría preferido hacer cualquier otra cosa antes que encerrarse allí a deshacer la última casa donde habían vivido sus padres. Con su hermana, habría podido planteárselo. Ella sola, no. Su hermana llevaba muerta cuarenta y seis años. Ergo, no había nada que hacer.

El cerebro hace cosas curiosas: todo aquello debía de haberlo pensado en un par de segundos porque su prima había seguido hablando y lo que acababa de decir, ya con el bolso en la mano y cerrando la puerta, la había dejado de piedra.

—A veces entiendo lo que decía tu madre de que no parecías hija suya. De que eras su castigo. No le das valor a nada. No te importa nadie más que tú misma.

—¿Tú qué sabes de mí, Amparo? —contestó, francamente molesta—. No hemos tenido ningún trato en la vida.

—Yo no sé nada, tienes razón. Ni son palabras mías. Eso era lo que decía la pobre tía Blanca.

Habían llegado a la calle y Amparo, con un breve movimiento de cabeza, cruzó el portal y desapareció a buen paso camino de la iglesia.

Por uno de esos impulsos tan propios de ella, Helena le pidió a Almudena que la acompañara al piso de Torre Madrid a recoger sus cosas y luego a un hotel de la Gran Vía. No tenía ganas de seguir ocupando aquel apartamento que la conectaba a tiempos pasados, a asuntos familiares. No debía haber insistido en quedarse allí. Antes o después iba a tener que pelearse con Álvaro y no le apetecía tener nada que agradecerle, de modo que prefería ser libre por completo, irse a un hotel y pagarse su estancia, sin favores, sin deberle nada a nadie, ni siquiera a su hijo.

Era perfectamente consciente de que su nieta la miraba como si fuera un perro a cuadros pero le estaba agradecida por no haber hecho ningún tipo de comentario.

—Habrás oído decir que los artistas somos gente rara —comentó ella cuando su maleta y las dos cajas recién recogidas de casa de Amparo quedaron instaladas en la habitación del hotel.

—Sí, abuela, no te preocupes. Y además, por si no lo supiera, tengo a Marc, el hijo de Sara, que también va de artista y ha empezado por lo más fácil, por lo de ser raro, tener arrebatos de genio y escaquearse de todo lo que hay que hacer.

—Eres un poco deslenguada, niña.

—Serán los genes. Tengo que irme. —Le dio dos besos rápidos, casi picotazos en las mejillas y, ya en la puerta, añadió—: No quiero que te ofendas, abuela, pero si Marc, y tú, y mi padre, y Sara vais por el mundo haciendo y diciendo lo que mejor os parece sin contar con nadie, ni pensar en el daño que podéis hacer a los demás, no veo yo por qué tengo que hacer de niña buena, ayudar a todo el mundo y además callarme lo que pienso. ¿Que quieres venirte a un hotel sin darle explicaciones a nadie? Pues bueno, ¿qué más me da a mí? ¿Que has tratado a la pobre Amparo como a un trapo de fregar? De acuerdo, no es asunto mío. Casi. Porque es prácticamente mi tía abuela y le tengo cariño. Pero no me digas que no tengo derecho a hablar, porque eso sí que no. Bueno, ya me he desahogado. Me marcho, que no llego. ¿Avisarás tú a papá de dónde estás? ¿O es secreto?

—Yo lo aviso, descuida. Tengo que hablar con él de todas formas. Ah, y gracias por la ayuda.

—De nada. Para eso estamos los seres vulgares. —Terminó con una sonrisa que Helena no llegó a saber cómo clasificar, si como pura ironía o como pura sinceridad.

Cuando se quedó sola pensó por un instante en ponerse a reflexionar sobre lo que le acababa de decir su nieta, pero eso la llevaría a darle vueltas también a lo que le había dicho Amparo, o más bien a lo que Amparo decía que había dicho su madre, y como no tenía muchas ganas de pasar revista a lo mismo de siempre, decidió dejarlo para mejor ocasión. Llevaba toda la vida entrenándose para que le importara un pimiento la opinión de los demás, incluida su difunta madre. Si eso fuera una disciplina olímpica, ya se habría clasificado.

Eran ya casi las nueve de la noche, de modo que cogió el teléfono y pidió una botella de chardonnay muy frío y un sándwich club. Había tenido demasiados encuentros sociales en un solo día; no le apetecía ver a nadie, ni siquiera a un camarero en el restaurante del hotel. Cenaría sola, vería alguna película o se descargaría una buena novela de ciencia ficción.

Apartó con el pie la caja que más cerca estaba de la puerta del baño, se dio una ducha caliente, se puso el albornoz, se envolvió el pelo con una de las toallas grandes, dejó pasar al camarero que le traía la cena y cerró con pestillo en cuanto se marchó dejándolo todo arreglado. ¡Qué alivio! ¡Por fin sola! Sola, sin que nadie pudiera interferir en su vida. Lamentó no haber traído a Sammy, su secretario, amigo, chico para todo, que trabajaba para ella desde hacía quince años. Pero hacía mucho que le debía vacaciones y había decidido darle tres semanas libres pensando que en España podría prescindir de sus servicios. Grave error. Sammy era una de las poquísimas personas de las que se fiaba realmente y de las incluso más poquísimas que la equilibraban con una simple sonrisa o un alzamiento de cejas, aparte de que su marca de fábrica era la maravillosa frase: «Yo me ocupo». Y era verdad, cuando Sammy se ocupaba de algo ya no había que preocuparse de ello. Si él estuviera allí, ahora podría pedirle que se llevara las dos cajas a su habitación y que en algún momento, cuando hubiese terminado con ellas, le hiciera un resumen de lo esencial y le presentara las dos o tres cosas que debería leer o ver personalmente. Pero no estaba, de modo que el asunto tendría que esperar hasta que llegara Carlos. Al fin y al cabo Carlos era editor; estaba acostumbrado a leer manuscritos y a cribar lo insufrible. Él se ocuparía.

Ya a punto de apagar la luz, se dio cuenta de que no había mirado el móvil en todo el día, así que se levantó de nuevo, buscó por su bolso y se encontró con que en algún momento le había quitado la voz y tenía siete llamadas de Marc, lo que la hizo sonreír —¡qué muchacho más nervioso y más tenaz!—, un mensaje de Carlos —«Dentro de 36 horas estaré contigo»— y uno de Yannick —«You’ve got mail»—.

Volvió a quitarle el volumen al móvil, se tomó un somnífero suave y regresó a la cama. Todo podía esperar doce horas. Absolutamente todo.