Australia. Época actual
En el mismo momento en que ponía el pie en los adoquines de la calle de las enfermeras, la Nurses Street, un par de calles más abajo de donde había tenido lugar la constelación, sonó el teléfono.
Carlos.
Lo dejó sonar varias veces, indecisa. No tenía ninguna gana de hablar con Carlos porque tendría que darle la razón. O mentirle. Pero eso tenía poco sentido. Se conocía lo bastante como para saber que antes o después se lo contaría y entonces él sabría que le había mentido y volverían a tener una de esas absurdas discusiones sobre la confianza y la traición y las mil cosas que habían rumiado una y otra vez desde que estaban juntos, desde lo que él llamaba «estar juntos» y parecía sentarle tan bien solo porque tenía nombre. Era casi patético lo orgulloso que se le veía cada vez que la presentaba diciendo: «Helena, mi pareja». Ya que ella nunca había consentido en casarse, al menos había cedido en eso que tan feliz lo hacía a él, sin que para ella supusiera el menor riesgo: que pudiera llamarla así en público.
Se había casado una vez. Una sola. Y con eso había tenido bastante para la eternidad. Cuando por fin había conseguido el divorcio de Íñigo se había jurado no volver a pasar por la humillación de no ser enteramente libre, y hasta el momento lo había conseguido. Treinta y cinco años de libertad. Condicional en ocasiones, pero libertad al fin y al cabo. Ya ni recordaba la cantidad de veces que había sentido la necesidad de liberarse de nuevo.
Y ahora… Carlos. Tranquilidad, apoyo, cariño.
Se estaba haciendo vieja.
Encogiéndose de hombros interiormente, contestó al teléfono. La verdad era que sí le apetecía comentar con alguien lo que acababa de suceder. Sonrió para sí misma, por las estúpidas mentiras que intentaba contarse. ¿Por qué se decía que le apetecía comentarlo «con alguien»? La verdad era que le apetecía hablarlo con Carlos. No se le ocurría nadie más con quien le apeteciera comentar una cosa así. Era solo su maldita manía de hacer como que no necesitaba a nadie en su vida. Ni siquiera a él.
Pero ahora tenía que confesarse que lo sucedido la había sacudido profundamente. Solo que todavía le parecía muy pronto para compartirlo; aún no había tenido ocasión de digerir ni siquiera parcialmente lo que había pasado en la constelación.
—Tenías razón —le dijo al descolgar, antes incluso de oír su voz.
Carlos sonrió. Ella lo sabía por su forma de soltar el aire. Siempre que la llamaba retenía el aire en los pulmones como si tuviera miedo de su posible reacción.
—Cuenta, cuenta.
—Uf, qué difícil. No sé por dónde empezar.
—Entonces, ¿ha servido para algo?
—Pues no sé. No lo entiendo ni yo.
—Pero ha pasado algo…
Tardó un instante en contestar y luego lo hizo cuidadosamente, como calibrando sus palabras para no concederles más peso del necesario.
—Ssí… supongo que sí. Curioso. Tenías razón. Interesante. Curioso.
—Vamos, Helena, no me tengas en ascuas. ¿Dónde estás?
—Acabo de salir de allí. Hoy era la última sesión, así que me he despedido a toda velocidad para que no se me pegara nadie; tú sabes cómo detesto a esa gente que se te pega para tomar un café y comentar lo que sea, y ahora estoy pasando por delante de los ferris. Había pensado acercarme a alguno de los locales de aquí cerca de la Ópera, ver cómo se hace de noche sobre la bahía y comer algo antes de volver al hotel.
—Así que finalmente no te has quedado en casa de Ivy.
¡Mierda! Se le había olvidado por completo que le había dicho a Carlos que estaría en casa de Ivy.
—Tenía bronquitis —improvisó—. Me lo dijo nada más llegar y decidí no arriesgarme. No sería plan contagiarme, llegar a España y contagiar a todo el mundo. Y más para una boda. He cogido un hotelito pequeño cerca de donde se ha hecho el taller o el… seminario… o como se llamen esas cosas.
—Se llaman constelaciones, Helena, lo sabes muy bien. Mira, te dejo que te acomodes en algún restaurante y te llamo en media hora, ¿te parece? Así puedes ir pensando en lo que me vas a contar.
—Sí, hombre, sí. ¡Qué pesado!
—Es que te quiero y estoy muy harto de verte sufrir por algo que podría tener arreglo.
—¡Arreglo! ¡Ja! Como si fuera la primera vez que trato de hacer algo al respecto…
—Pídete un buen vino frío y hablamos.
Helena guardó el móvil en el bolsillo, inspiró hondo y perdió la vista en la imponente estructura del puente de hierro que unía las dos costas opuestas de la inmensa bahía de Sídney. A contraluz sobre el cielo de poniente, ya de color melocotón, se lo veía erizado de figurillas diminutas como hormigas negrísimas subiendo y bajando por la curva exterior.
Tiempo atrás había pensado en subir también los mil cuatrocientos peldaños para ver la ciudad desde lo alto. Luego se había dado cuenta de que esa era la misma vista de la que disfrutaba cada vez que llegaba o salía en avión y desistió. Su vida ya había sido bastante fatigosa, perfectamente comparable a la subida del puente: un peldaño tras otro, tras otro, tras otro, sin mirar atrás, sin mirar hacia abajo; cada vez más alto hasta llegar al punto donde se acababa la ascensión, donde no se podía subir más.
Y entonces, ¿qué? Bajar. Solo quedaba bajar cuando habías llegado a lo más alto. Un peldaño tras otro. Primero paso a paso. Quizá luego sentada, bajando de culo de escalón en escalón, con cuidado para no caer de golpe.
Una vez una cantante de ópera anciana con la que coincidió en una cena le dijo que en el camino de subida era conveniente tratar bien a las personas con las que te ibas encontrando en tu vida profesional porque, más tarde, en el camino de bajada, esas personas podrían ser almohadones que acolcharan los peldaños del descenso. Si no te habías preocupado a lo largo de tu vida de buscarte esos cojines, la bajada sería muy dura.
Ella, entonces, no había seguido el consejo, pero ahora empezaba a pensar que quizás habría sido una buena idea. Cuando empezara a bajar, habría mucha gente que se alegraría de su declive y muy poca para amortiguarle la caída.
Por fortuna estaba Carlos. Debería tratarlo mejor. Era muy buena gente y la quería de verdad, a pesar de las reacciones bruscas tan propias de ella, de su insultante manera de decir las cosas cuando estaba asustada y no quería confesarlo, de las ocasionales debilidades que intentaba ocultar y cubrir con agresividad y arrogancia.
Hizo una inspiración profunda tratando de cambiar de pensamientos. Era absurdo estar en un lugar tan hermoso, con un tiempo tan agradable para la estación y no disfrutarlo a bocanadas.
Frente a ella, el edificio de la Ópera brillaba suavemente nacarado poco antes de encender sus luces para la siguiente representación. Lo había visto cientos de veces, pero siempre conseguía regalarle un destello de felicidad. ¡Pobre arquitecto Utzon! Ella se sentía feliz al ver su creación y él fue tan desgraciado a lo largo de su construcción que jamás regresó a Australia, a ver su obra terminada.
Eligió un restaurante que ya conocía, donde servían unos excelentes linguine al cartoccio con marisco. Pidió una botella de pinot grigio y, saboreando la primera copa, empezó a recordar lo que había sucedido en la constelación.
Carlos se había pasado años dándole la lata con que debería probarlo, con que estaba seguro de que eso la ayudaría a ver con más claridad en su vida, quizás incluso a superar aquel dolor que arrastraba desde 1969, bien encapsulado pero presente, siempre dispuesto a saltar como una fiera salvaje y a abrir de un zarpazo el caparazón que se había ido construyendo alrededor de sus sentimientos.
¿Era eso en definitiva lo que había logrado darle la constelación? ¿La posibilidad de abrir esa cáscara y mirar por fin qué había debajo?
No. No era eso. Ella sabía muy bien lo que había debajo: un terrible complejo de culpa y un dolor inacabable. Eso no era nuevo. Lo que sí era nuevo era lo que había aparecido: lo que nadie más que ella podía saber y sin embargo se había revelado en el grupo.
Y otra cosa: algo que ni siquiera ella sabía qué significaba pero que podría ser el cabo de un hilo del que valía la pena tirar.
Volvió a sacar el teléfono y tecleó rápidamente un mensaje para Carlos:
Déjame cenar ahora con calma. Al llegar al
hotel
nos hablamos por Skype. Beso.
Cuando dos horas más tarde, ya lista para la cama, se acomodó entre los almohadones para conectarse a Skype, tocó el botón del correo por pura inercia y abrió sus e-mails.
Álvaro, su hijo, le decía que iría al aeropuerto a recogerla. Martín Méndez confirmaba la cita con el director del museo. Almudena, su nieta, se disculpaba por no poder ir al aeropuerto y le pedía que no olvidara que habían quedado en Paloma Contreras, en la calle Fuencarral, para lo del vestido de novia. Varios mensajes de hoteles y líneas aéreas. Varias invitaciones a vernissages y finissages. Y un nombre que le puso la carne de gallina nada más pasar la vista por él: Jean Paul Laroche.
Cerró los ojos unos segundos y, cuando los abrió, el nombre seguía allí. En el asunto —tan propio de él—: «Long time no see».
¡Y tanto! No habían vuelto a verse, aunque sí se habían escrito de vez en cuando con el correr de los años, desde el entierro de Alicia el 25 de julio de 1969. Un escalofrío largo y diferente a todos la recorrió desde la nuca a los dedos de los pies. Por un momento estuvo tentada de borrar el e-mail sin abrirlo, pero la curiosidad la venció. O quizá fuera el deseo de castigarse una vez más, un poco más.
Querida cuñada, Helena magnífica, amada de las musas, gran pintora condenada a luchar por el reconocimiento universal en esta época absurda que nos ha tocado vivir de banalización del arte, de abaratamiento de todo lo que vale la pena.
¡Ah! Pero nosotros conocimos otra, ¿no es cierto, ma belle? Hubo una época en la que nosotros fuimos niños mimados del destino, hermosos, jóvenes, artistas, viviendo inocentes en el jardín del Edén, sex and drugs and rock & roll, ¿recuerdas?
Todo acaba, sí. Aquello acabó también. Hace tiempo.
He seguido tu vida on and off. Primero por los diarios y las revistas. Luego por internet, mágico invento que me permite ahora hablar contigo, o más bien escribirte sin saber siquiera dónde te alcanzarán estas palabras. Antes era necesario tener una dirección que te ataba a un lugar, al espacio que cubren los mapas. Uno podía saber con bastante seguridad que el destinatario de una carta la leería en el lugar donde uno lo estaba imaginando: en la cocina del piso de Madrid, en el jardín del chalet de Santa Pola, en la cama del ático diminuto de Montparnasse… Ahora nadie puede saber dónde estás cuando las palabras te alcanzan. ¿Dónde estás tú, bella Helena, mientras lees estas líneas? ¿Has sentido escalofríos al recibir este mensaje?
Soy viejo pero sigo siendo vanidoso. Solo eso explica mi frase anterior que, sin embargo, aunque me avergüence un poco, no quiero borrar. Me gusta la idea de haberte hecho sentir un estremecimiento. No tengo ya muchas ocasiones, por desgracia.
He sabido que vas a venir a Madrid. Hoy en día todo se sabe.
Casualmente yo también estoy en Madrid y me temo que seguiré estando mucho más tiempo del que quisiera.
Dejemos los misterios: estoy ingresado en una clínica. Ya te daré detalles si accedes a verme. Los médicos que me atienden son jóvenes y agradables. La clínica es carísima y saben que tienen que tratarme como cliente. No creo que salga vivo de aquí y si, por un milagro, mi cuerpo consiguiera sobrevivir, no creo que mi mente estuviera a la altura.
No quiero cansarte ni deprimirte con estas miserias propias de la edad. De mi edad, bella cuñada.
¿Vendrás a verme?
Sé que es mucho pedir. Sé que no es una perspectiva agradable, después de tanto tiempo. Pero hay ciertas cosas que quedaron por decir, ciertas cosas que me gustaría explicarte o que me expliques. Los seres humanos tenemos la absurda necesidad, especialmente cuando se acerca el final, de encontrar la coherencia en nuestra vida, de comprender la lógica de nuestras acciones, de cerrar círculos. Quizá también de pedir y —¡oh, milagro!— recibir la absolución de las personas que más caras nos fueron en otros tiempos.
Sé que no tengo derecho a exigir nada. Sé que es posible que me odies porque durante más de cuarenta años he disfrutado de lo que debería haber sido tuyo. Ahora lo recuperarás. Puedo asegurarte que lo he cuidado bien y que ha sido lo más amado de mi vida.
No quiero suplicar, tú me conoces. Esto ya ha sido mucho más de lo que nunca pensé que haría. También eso lo sabes.
Si vienes, sabré que hay dios.
No tardes, Helena.
Parpadeó varias veces para quitarse las tontas lágrimas que se empeñaban en llenarle los ojos. El texto que acababa de leer era tan Jean Paul que dolía, que convocaba el tiempo más feliz de su existencia, los años en los que Alicia, Jean Paul y ella…
El insistente pitido del Skype le dio un susto tan grande que, sin darse cuenta, se encontró con una mano presionando el corazón mientras la otra manoteaba buscando el icono que permitiría establecer la conexión y haría que callara el horrible sonido.
Desde la pantalla, Carlos la miraba con preocupación.
—¿Pasa algo, cielo?
Detestaba con toda su alma que la llamara «cielo» o «cariño» o «tesoro»; se lo había dicho mil veces pero Carlos, simplemente, no lo podía evitar.
—Parece que has visto un fantasma —insistió.
—Algo así. —Cogió el vaso de agua que tenía en la mesita y dio un largo trago—. Acabo de recibir un e-mail de Jean Paul.
—¿Jean Paul?
—Mi cuñado. El marido de Alicia.
Hubo un silencio.
—¿Qué quiere?
—Está en Madrid, en una clínica. Quiere verme.
—¿Vas a ir?
—No lo sé.
Otro silencio.
—Cambiemos de tema. Anda, cuéntame lo de esta tarde.
—¿Tú a eso lo llamas cambiar de tema? —Tuvo la sensación de que si no se controlaba se le escaparía una risotada y Carlos pensaría que había bebido demasiado o que se estaba volviendo histérica.
—Cuéntame cómo ha sido la cosa.
Helena hizo una inspiración profunda y empezó a hablar.
—Ya sabes que los dos primeros días no pasó nada de particular, quiero decir, en lo que a mí se refiere. En otros casos parece que la gente sí consiguió avanzar en la solución de sus problemas; ya te conté del hombre que recordó de pronto que su abuelo había llegado a Australia no huyendo de los nazis sino al contrario, para ocultar lo que había sido en Alemania.
Carlos cabeceó afirmativamente.
—Esta mañana Maggie me preguntó si quería intentarlo yo y me pidió que explicara al grupo resumidamente cuál era la situación familiar en la que me gustaría ahondar. Tengo que confesarte que no me hacía mucha gracia tener que exponer ese tipo de cosas frente a un grupo de desconocidos. —«Ya», oyó decir a Carlos en voz baja—. Pero pensé que al fin y al cabo para eso había ido y tampoco iba a perder nada. De todas formas llevo toda mi vida pintando cuadros en los que, en la base, no hago otra cosa que desnudar mi alma frente a quien quiera ponerse delante de ellos.
»Bien. Pues como ya tenían mis datos básicos, me limité a decir que mi hermana mayor, Alicia, murió en 1969 —Helena tragó saliva como siempre que llegaba a ese punto—, bueno… que la asesinaron en la calle…, y que yo, desde entonces, siempre me he sentido culpable por seguir viva cuando Alicia, a la que yo adoraba, era la mejor de las dos… —Se le quebró la voz y desvió la vista hacia la ventana por la que no se veía nada, salvo un pedazo de cielo oscuro donde brillaba una estrella solitaria. Volvió a tragar saliva y continuó—: Maggie me pidió que eligiera a gente para representar a mis padres, a mis hermanos, a mí misma… Yo sola me di cuenta de que faltaba Jean Paul y lo coloqué también. Luego ellos empezaron a moverse, a interactuar… tú sabes cómo es. —Carlos asintió con la cabeza—. Ah, y Maggie también pensó que sería buena idea poner a alguien como Culpa. Como no podía ser de otro modo, mi padre se colocó en el centro de todo, dominando la situación, haciendo que todos se sintieran pequeños a su lado, y sin embargo… misteriosamente, al cabo de un rato empezó a decir que sentía una furia tremenda, lo que no me resultaba nada raro considerando que podía ser un hombre enormemente violento cuando se le provocaba… pero al preguntarle dijo que estaba furioso… te vas a reír… furioso… porque se sentía traicionado.
»Seguimos investigando y lo único que quedó claro era que no tenía nada que ver con mi madre, que no se trataba de ninguna traición sexual o sentimental, al parecer. No llegamos a saber qué era lo que lo había llevado a decir eso, pero, por extraño que te parezca, yo he sentido que era verdad y no paro de darle vueltas.
»Mi madre estaba siempre agarrada a la Culpa y parecía destrozada. En un momento dado se ha doblado de dolor por la cintura, agarrándose el vientre, y entonces yo me he dado cuenta de que no les había hablado de mi hermano Goyito, el que murió de niño de una meningitis. Y mi hermana… —volvió a tragar saliva—, mi hermana solo decía que quería marcharse.
—¿Y su interacción contigo?
—Me abrazaba… bueno, abrazaba a la mujer que me representaba, y me decía que me quería mucho pero que ahora tenía que irse, que necesitaba irse de allí. Pero lo más impresionante fue que de repente una de las mujeres que no estaban participando en ese momento, que estaba simplemente mirando lo que pasaba, se puso de pie y dijo que quería entrar en la constelación, que hacía falta que ella estuviera. Maggie la dejó entrar y, cuando le preguntó quién o qué era… —La voz de Helena se cortó.
—¿Sí? ¿Qué dijo? —urgió Carlos, inclinándose hacia la pantalla.
—Dijo… dijo que ella tampoco lo sabía seguro, pero… Dijo… dijo… que era importante, muy importante. —Hizo una pausa, mientras luchaba con la palabra que quería pronunciar y que se le atravesaba en la garganta—. Que era una sombra —soltó por fin.
—¿Una… sombra?
Helena asintió con la cabeza varias veces, sin hablar.
—¿Tú les habías dicho quién eres?
—Eso es lo curioso. No. Ni un mínimo indicio.
—Alguien debe de haberte reconocido.
—A los pintores nadie nos reconoce por la calle, Carlos. No digas tonterías. Esa mujer no podía saber que soy pintora y que siempre, siempre, hay una sombra. En todos mis cuadros.
—Y que nadie sabe de qué o de quién es —completó él—. Pero es tu marca de fábrica, Helena. A lo mejor solo quería halagarte.
Ella negó enérgicamente con la cabeza.
—¿Entonces?
—No hemos llegado a saberlo. —Hizo una pausa. No iba a contarle que había salido huyendo despavorida a encerrarse en el baño y que luego se había negado a seguir hablando del asunto con Maggie y con los demás—. Y ahora me escribe Jean Paul, después de quién sabe cuántos años, para decirme que quiere verme, que quiere explicarme algo y que yo le explique algunas cosas. ¿Tú crees que es posible que él sepa más de lo que sucedió entonces?
—No te hagas ilusiones, cariño. Si está enfermo… puede que la cabeza no le rija bien ya. ¿Cuántos años tiene?
—Setenta y siete o setenta y ocho, ya no sé bien.
—¡Ah! No es tan viejo como yo pensaba.
—Mi hermana tendría setenta y tres; cuatro y medio más que yo.
—Anda, preciosa, vete a dormir. ¿Cuándo sale tu avión?
—Mañana por la tarde.
—Entonces puedes dormir hasta que quieras, darte una vuelta por Sídney, tomártelo con calma. Mañana hablamos otra vez.
—Sí. Buenas noches, Carlos.
Sin darle tiempo a añadir nada más, Helena pulsó el botón rojo y se quedó mirando fijamente la pantalla apagada. Volvió a abrir el e-mail y leyó de nuevo el mensaje de Jean Paul buscando algo que no estaba allí. Lo que ella buscaba, si aún existía, estaba en Marruecos.