Madrid. Época actual
Después de despedirse de Almudena y de quedar con ella y con Chavi para la cena del día siguiente, aún por la calle, Carlos preguntó a Helena si había alguna foto de Alicia de los dos o tres años anteriores al asesinato.
—Supongo que sí. He visto que mamá guardó un par de álbumes y me figuro que habrá también fotos sueltas o enmarcadas. Mi madre era la típica señora que lo llenaba todo de fotos de sus hijos. No creo que las haya tirado al final de su vida. ¿Por qué lo preguntas?
—Me acabo de dar cuenta de que la única foto de Alicia que he visto, además de las horribles de la policía, y de la que siempre has tenido en tu estudio en la que era mucho más joven, es la que venía en el periódico de Rabat, y ahí no se la ve muy bien.
—Ahora te la busco, en cuanto lleguemos al piso.
Helena tenía la sensación de que Carlos tramaba algo. Era bastante transparente y ahora se le notaba que estaba excitado, como un sabueso que ha venteado una buena pieza. Estuvo a punto de preguntarle pero decidió dejarlo jugar a su manera; ya se lo contaría cuando le pareciera bien.
—¿Sabes que Paloma conocía a mi madre? Nos lo ha dicho cuando te has ido a telefonear. A todo esto, ¿quién era? Nada de trabajo, espero.
—No, no. Era Marc.
—¡Qué insistente es ese chico!
—Artista —dijo con una sonrisa llena de intención.
—¿Qué quería?
—¿Tú qué crees?
—Tendré que ir y quitármelo de encima. ¿Has quedado con él?
—Le he prometido que hablaría contigo, a ver si podemos pasarnos mañana por la mañana.
—Veremos.
—¿Tan mal pintor es?
—No. Aunque todavía tiene mucho que aprender, pero no es malo.
Helena sonrió. Carlos era la persona más elegante del mundo. Y terriblemente perceptivo. Se había dado cuenta de que ella ya había visto las telas de Marc y le estaba dando ocasión de que hablara de ello si quería.
—¿Cómo sabes que ya he visto su trabajo?
—Porque hace casi veinte años que te conozco.
—¿No te lo ha dicho él?
—No. ¿Has sido mala con él?
—¿Mala?
—Es una criatura, Helena, tiene poco más de veinte años. ¿Lo has escandalizado o algo?
Ella se echó a reír.
—Podríamos llamarlo así. Ese chico está dispuesto a cualquier cosa, literalmente a cualquier cosa por llegar. No sé si me gusta la idea. La integridad es importante, sobre todo en las profesiones artísticas.
—Y en la política.
—Sí. Ahí incluso más.
—¿Vamos mañana a su estudio?
—Sí, vayamos. —De repente Helena soltó una carcajada—. Tengo curiosidad por ver si intenta chantajearme, insinuarme que, si no colaboro, te cuenta lo que estuvimos a punto de hacer aquella noche en su atelier.
—Eso me daría una espléndida ocasión de escandalizarlo yo también diciendo que no es asunto mío, que mi pareja es adulta y toma sus propias decisiones —dijo Carlos.
Ella se colgó de su brazo y lo apretó contra sí. Algunas veces se daba cuenta de golpe de por qué llevaban dieciocho años juntos. Y le gustaba.
Rabat, 1943
—¿Has conseguido verlo? —preguntó Blanca desde detrás de su marido, mientras lo ayudaba a quitarse la chaqueta del ligero traje gris que se había puesto para el viaje, sabiendo que, aunque en Madrid aún no era primavera, en Casablanca ya haría calor a su llegada—. ¿Has hablado con él?
Hubo un par de segundos de silencio, que ella aprovechó para ir al armario y sacar una percha donde colgar la americana.
—¿Con Paco? —preguntó, con un tono perfectamente calculado para quitarle importancia al asunto, que sin embargo no la engañó—. Sí. Me recibió enseguida. Incluso dimos una vuelta por el parque del palacio, solos los dos.
Se quitó la corbata mirando hacia el jardín a través de las puertaventanas; luego, uno tras otro, los gemelos de oro que dejó precisamente alineados en el tocador, aunque habría deseado lanzarlos contra los cristales.
—¿Y qué te ha dicho? —urgió Blanca mientras cepillaba los hombros de la americana, tratando de que no se notara demasiado la inquietud que sentía.
—¿Qué me ha dicho? —Su voz guardaba una furia apenas contenida—. Que me está muy agradecido, que aún no es el momento, que estoy bien donde estoy, que me necesita aquí. Las sandeces de siempre.
Ella colgó la chaqueta en el armario, se acercó a él y le puso la mano en el hombro. Otras veces su contacto lo calmaba, la abrazaba apasionadamente, la tiraba sobre la cama y una hora después su rabia se había evaporado, pero esta vez se separó de ella sin violencia y se giró de nuevo hacia los hibiscos que florecían en el jardín, abriendo y cerrando las manos como si quisiera estrangular a alguien.
—Sácame la ropa de montar. Voy a cabalgar un rato, hasta la hora de la cena. Con tu permiso —añadió un segundo más tarde. Cogió un cigarrillo de la pitillera de plata que Blanca había sacado de la americana al vaciar los bolsillos, lo encendió con un mechero a juego e inhaló profundamente antes de empezar a abrirse los botones de la camisa blanca. Sobre su pecho velludo brillaba una pequeña cruz de oro.
—Pero ha ido bien, ¿no? —insistió ella.
Él la miró, entre divertido y fastidiado.
—Sí, Blanquita, sí. Me ha venido a decir que, salvo sacarme de aquí y cumplir las promesas que me hizo, lo que yo quiera. ¿Te apetece un señor piso en el mismo centro de Madrid, en el primer rascacielos que se va a construir en España?
Ella se tapó la boca con las dos manos mientras una sonrisa se derramaba por su rostro.
—No te hagas muchas ilusiones de volver a vivir en Madrid de momento, pero si quieres el piso, no es problema.
—Pues claro que quiero; habría que estar tonta.
—Hecho. —Sonrió por primera vez—. La verdad es que ya he dicho que sí.
Se quitó la camisa, impoluta, y la tiró al suelo; luego dejó los pantalones del traje sobre la cama con colcha de encaje con transparente de color verde manzana y empezó a ponerse la ropa que su mujer acababa de dejarle preparada.
Había firmado el contrato inmediatamente porque, por humillante que hubiera sido la puñetera conversación con su antiguo hermano de armas, lo que estaba claro era que no podía permitirse hacer el imbécil rechazando ese tipo de regalos. Era una especie de premio de consolación, eso era evidente, una forma de quitárselo de encima de momento mientras pensaba qué hacer con él, un pasarle la mano por el lomo antes de que empezara a bufar. Pero era mejor que nada.
Por fortuna no lo había hecho esperar apenas. Quince minutos en una antesala. Dos cigarros. Luego se habían abierto las puertas y el mismo Paco había salido de detrás de su escritorio con la mano tendida para saludarlo. Estaba un poco más gordo, pero a pesar de que no era alto —nunca lo había sido—, seguía teniendo un aura de fuerza, de poder, que intimidaba un poco, incluso cuando se le conocía tanto como era su caso.
No había podido evitar cuadrarse ante él.
—Mi general.
—Guerrero, por tu madre, apea los títulos. Si ni siquiera vas de uniforme…
—A tus órdenes.
—Te sienta bien Marruecos, por lo que veo. ¿Qué tal está aquello?
—Bien, como siempre. Tranquilo.
Le obsequió con su media sonrisa, tan poco frecuente.
—Anda, vamos a dar un paseo, Tigre. Esto está lleno de pasilleros y necesito un poco de aire.
Salieron al jardín, a un día fresco de viento racheado que sacudía las ramas de los árboles, aún desnudas. La conversación no fue demasiado prometedora. Paciencia, como siempre. Le había pedido paciencia, tiempo para que ciertas personas se sintieran seguras en sus respectivos puestos antes de que él pudiera regresar a Madrid. Lo necesitaba en África, las buenas relaciones con Marruecos eran fundamentales, podía hacerse de oro si aprovechaba el momento, la guerra en Europa prometía ser larga y había muchos mercados posibles, tanto de un lado como de otro; un momento privilegiado para un hombre ambicioso y bien situado…
Goyo le recordó, con elegancia, las promesas políticas que Paco le había hecho unos años atrás, cuando todo era futuro, cuando estaban a punto de jugárselo todo a una sola carta, pero su camarada de entonces se había convertido mientras tanto en uno de esos políticos que tanto decía odiar y se limitó a darle largas.
Después del paseo lo dejó con unos «hombres de negocios» —al menos así le fueron presentados—, y pronto tuvo claro que, si su antiguo amigo y mentor le había dejado una puerta abierta, esa era la que llevaba al dinero. No había sido lo que él buscaba, pero tampoco iba a decir que no.
Sin embargo se sentía utilizado, humillado, herido en su honor de militar.
—Después de lo que he hecho por él… —masculló.
—¿Me lo contarás algún día, Goyo?
Se sobresaltó porque no era consciente de haber hablado en voz alta y de inmediato suprimió el recuerdo que había empezado a formarse en su mente.
—No hay nada que contar. No hice más que cumplir con mi deber de soldado, de patriota y de hombre de bien. No hay nada más que decir, Blanquita. No me atosigues, por favor.
Blanca apretó los labios, le dio la espalda y sacó las botas, relucientes, del armario de los zapatos.
—Echas de menos el Ejército, ¿verdad?
—¿El Ejército? —repitió con todo el desprecio que consiguió meter en dos palabras—. ¿Tú sabes en qué se ha convertido el Ejército? En un hatajo de maricones emperejilados que no piensan más que en lamerle el culo al Generalísimo y en hacer su agosto a lo seguro, sin pegar un tiro, sin arriesgar la piel para nada. Alemania empeñada en la cruzada más grande de la historia y nosotros aquí tocándonos los huevos, matando desgraciados para tocar a más pastel. ¿Te acuerdas de aquella teoría mía de los tigres y los buitres, Blanca? Pues ahora cada vez hay más buitres.
Se acordaba muy bien, claro que se acordaba. Había sido una de esas cosas que hacen la ronda de los cuarteles en una semana y que nadie olvida ya. Poco antes del Alzamiento, Goyo había dictado una conferencia para los oficiales que servían en África y había dicho poco más o menos: «Caballeros, ustedes tienen el gran honor de servir al Ejército de España como oficiales. Déjenme decirles que, entre oficiales, solo hay dos clases de hombres: los tigres y los buitres. Los tigres son los que cazan, los que se arriesgan, los que dan todo lo que tienen y vencen y triunfan; los buitres son los que esperan a que cacen los tigres y luego se conforman con la carroña que queda, luchan por ella y se la reparten. Júrenme por su honor que estoy aquí hablando para una camada de tigres. Júrenme que nadie podrá decirme nunca que mis hombres se han convertido en buitres».
Desde entonces se le conocía por el Tigre.
—Anda, déjame que te ayude yo con las botas.
—¿Sabes que me ha llamado por mi apodo?
—¿El Generalísimo? —Goyo asintió con la cabeza—. Eso es bueno.
Él volvió a asentir.
—Anda, vete a cabalgar. La cena a las diez, si te parece. ¿Te apetece algo concreto?
—Dile a Micaela que me haga unas croquetas de jamón. Y un arroz con leche.
—Te lo haré yo, como a ti te gusta.
—Eres un tesoro, Blanca.
Ella sonrió, coqueta.
—¿Me has traído algo de Madrid?
Goyo se puso en pie, abrió el cajón de la cómoda y sacó su fusta favorita.
—Esta noche.
Ella palmoteó como una niña, como sabía que le gustaba a él.
Al pasar por su lado, le dio un ligero azote en las nalgas y recorrió el largo pasillo hasta la puerta trasera llamando a voces a Hassan para que le ensillara a Loco.
Madrid. Época actual
Dentro de una de las grandes cajas de cartón había otra caja, casi un joyero por su aspecto, de madera oscura con adornos de marquetería en nácar, maderas claras y rojizas y algo que podría ser marfil; en su interior, varios pares de pendientes metidos en bolsitas de terciopelo, un medallón y una cajita de plata ya muy oscurecida con un rizo de pelo moreno.
La encontró Carlos y se la pasó a Helena para que disfrutara de su contenido mientras él se concentraba en mirar con una lupa las fotos del informe policial.
Trabajaban cada uno en su mitad de la mesa, en silencio. Helena sacó de una de las bolsas un par de pendientes con unas piedras azules colgando en un engarce de platino de estilo art déco. «Zafiros. Curioso. Yo siempre pensé que mamá sería más de esmeraldas, por lo de destacar sus ojos y todo eso. No me acuerdo de habérselos visto puestos nunca —pensó—. Y ahora son míos.»
Cogió el medallón y lo apretó fuerte en la mano. Ese sí lo recordaba, aunque hacía años que no pensaba en él. Era la única joya de su madre que de verdad le gustaba en su juventud: un óvalo liso de un oro muy pálido pendiente de una cadena muy larga también de oro. Las dos hojas podían abrirse y dentro se podía poner una fotografía o un mechón de pelo. Este llevaba las dos cosas: una foto de Alicia a los veinticuatro o veinticinco años y un mechoncito de pelo rubio ceniza que solo podía ser suyo. Lo normal habría sido poner las fotos de sus dos hijas, una en cada parte del medallón, pero no, claro. Alicia era la muerta y los muertos ya no pueden decepcionar a nadie. Los muertos se quedan para siempre congelados en sus virtudes, en los recuerdos más luminosos, mientras que los vivos cambian, evolucionan, toman decisiones, se separan, se alejan, te abandonan.
Sacudió la cabeza tratando de quitarse de encima los pensamientos negativos que se le estaban acumulando desde que había llegado a España. Había hecho muy bien en marcharse entonces y ahora, pronto, se acabaría todo aquello y volvería a su casa, a su ambiente, a su ciudad al otro extremo del mundo.
—Mira, Carlos, así era mi hermana el año antes de su muerte.
Él puso boca abajo las fotos que estaba mirando y colocó la lupa sobre la que Helena le mostraba.
—Preciosa, ¿verdad?
—Mucho —concedió él—, pero en esta foto tiene ese tipo de belleza fría que siempre me ha dado un poco de grima. Me gusta más la que tienes en tu estudio, en que las dos estáis muertas de risa. Aquí parece una mujer peligrosa. De las de vade retro.
Helena lo miró, suspicaz, tratando de decidir si lo decía en serio o le estaba diciendo lo que sabía que ella quería escuchar. Una maravillosa calidez se extendió en su interior. Hablaba en serio; ni siquiera la había mirado al decirlo. Estaba concentrado en la foto del medallón. Por un momento había temido que Carlos se enamorase de un instante a otro de su hermana, como en los cuentos de hadas, o que la comparase con ella y se notase en su mirada que lamentaba no haber tenido ocasión de intentarlo con Alicia en lugar de tener que conformarse con Helena.
—Es como esas elegantísimas mujeres de las películas de Hitchcock —continuó explicándole—, esas que siempre acaban por traicionar al protagonista y están llenas de traumas y complejos. Todas anorgásmicas, frígidas… cosas así. —Se interrumpió de golpe y alzó la vista—. Perdona, no me refería a tu hermana, sino a…
—No te preocupes —dijo sonriendo, agradecida—. Alicia no tenía ese problema, que yo sepa.
—Comprendo que el otro día dijeras eso de que no te parecía posible que tuviera un amante.
—¿Por qué?
—Porque no parece el tipo de mujer apasionada o enamoradiza. A todo esto, creo que ya puedo decírtelo; ahora estoy casi seguro.
—¿De qué?
El estómago le dio un vuelco y por un segundo pensó: «No quiero saberlo. Que no me lo diga».
—Te va a parecer raro, pero antes, cuando estábamos en lo de Paloma y me ha abierto la puerta de su despacho para telefonear, he visto una foto en la que me ha parecido que está Alicia, pero quería asegurarme porque me ha extrañado mucho. Por eso te he pedido ver una foto de ella de cuando ya era un poco mayor. Y la verdad es que estoy bastante seguro de que era tu hermana. Luego has dicho que Paloma conocía a tu madre, así que es posible que se la hubiese regalado Blanca; así ya no sería tan raro.
—¿Una foto de Alicia? ¿Dónde? ¿De qué época? ¿Con quién?
—Para, para… una pregunta después de otra. A ver. La foto es antigua, quiero decir, en blanco y negro, y a juzgar por las caras y por la ropa, debe de ser de mediados de los sesenta. Se ve a un grupito de chicas y chicos sonrientes, una pandilla, o unas cuantas parejas de novios. Dos de las chicas son rubias. No he reconocido a nadie, salvo a Alicia, y ni siquiera he estado seguro hasta que he visto ahora esta foto que me has enseñado. Detrás de ella, con las manos sobre sus hombros, había un chico.
—¿Quién era él?
—Ni idea. Un chico alto, moreno, de gafas. Desde luego Jean Paul no era.
—Tengo que ir a ver esa foto.
—Cuando vayas a la prueba del vestido. Así, mientras, vas mirando en las cajas y lo mismo te llevas alguna sorpresa. Pero si la foto se la regaló Blanca a Paloma, por ejemplo, entonces no puede haber nada que ocultar.
—Mi madre solo se pasaba por allí de vez en cuando a charlar un rato. No le iba a regalar una foto de su hija con unos amigos. Y Paloma no tendría en su despacho la foto de la hija desconocida de una clienta. A lo mejor ellas se conocían de jóvenes; debían de tener la misma edad. ¿Estaba Paloma en la foto?
—Uf, no sé. Podría ser la otra chica rubia.
Los dos callaron. Helena se colgó el medallón y se puso de pie.
—Voy a hacer un té. ¿Quieres?
Mientras preparaba el té, Helena le daba vueltas a la idea de que su hermana pudiera haber tenido un amante sin que nadie tuviera ni idea. ¿Era posible? Claro que sí. Ella también había estado liada con Jean Paul durante dos años sin que nadie se enterase. Aunque, si no recordaba mal, su madre le hacía una insinuación al respecto en la carta que le había dejado en la caja. ¿Qué le había dicho?
Dejó el agua a hervir y empezó a buscar la famosa carta. Pasó las páginas de acá para allá hasta encontrar lo que buscaba:
Y de Jean Paul… ¿qué te voy a decir de Jean Paul? Yo lo quería, todos lo queríamos. Tú también, ¿verdad? Sobre todo tú… Pensabas que yo no lo sabía, supongo. Intenté ocultárselo a tu padre pero no sé si lo conseguí. Tampoco quise saber si Alicia se había dado cuenta. Si aún conservas imágenes de aquella época quizá recuerdes que Alicia andaba distraída, como ausente… Nunca supe si se había enterado y le estaba dando vueltas a qué partido tomar, o si tenía preocupaciones propias que no quería compartir con nosotros.
De modo que Blanca sabía que ella y Jean Paul… ¿Era posible que también su hermana lo supiera? Cincuenta años después aún notaba cómo la vergüenza hacía que le subieran los colores. Curiosamente, ahora le daba mucha más vergüenza que entonces. Y si Blanca tenía razón y a Alicia le pasaba algo, ¿sería por eso, porque se había enterado y no sabía cómo reaccionar, o por otras cosas suyas que no quería compartir con nadie? En la constelación, Alicia había dicho que quería marcharse.
—Oye, ¿tu padre no fue comerciante, hombre de negocios o así y al final de su vida también político? —le llegó la voz de Carlos desde la salita.
—Sí. Y algo que tenía relación con el consulado antes de que nosotros naciéramos.
—Pues aquí dice que era militar.
—Te confundes. Militar era mi tío Vicente. Llegó a coronel.
Mientras hablaba, Helena estaba echando el agua sobre las hojas de té y había empezado a contar el tiempo.
—Tu tío Vicente y tu padre, los dos. Aquí los tienes, de uniforme.
—Sería durante la guerra.
—No. Poco antes. En su boda.
—¿Qué? ¿Hay una foto de boda? Nunca he visto una foto de boda de mis padres. Alicia y yo preguntábamos de vez en cuando y siempre nos contestaban entre risas que era una cursilería y que estaban todas bajo llave.
Carlos le tendió la foto de Blanca y Pilar vestidas de novia, junto a sus flamantes esposos.
—Y por si no te fías, aquí tienes la invitación. Lo pone bien claro: teniente Vicente Sanchís, capitán Gregorio Guerrero, ambos del Ejército de Tierra.