Capítulo 52
Caxton estuvo un rato conduciendo en silencio, con la vista fija en la carretera. Había estado segura de que aquello iba a funcionar, que iba a poder sonsacarle a Carboy la ubicación de la guarida. Pero el chico le había descrito una imagen tan hermosa como inútil.
Estaba tan lejos de la solución como antes.
Fue Carboy quien empezó a hablar. Al parecer, en cuanto Caxton le había bajado los humos no hubo ya forma de controlar su incontinencia verbal. Empezó a hablarle de su infancia, y de las frustraciones y penurias de un sociópata adolescente. Le confesó su deseo de emprenderla a tiros con todo el colegio y, peor aún, de la noche en que había matado a su familia. Caxton no quería oír nada de eso y a punto estuvo de golpearle de nuevo tan sólo para que se callara. Pero entonces empezó a hablar sobre Jameson, y Caxton aguzó el oído.
—Lo encontré, agotado y muerto de hambre, en el patio de mi casa. Saqué la basura y lo vi apoyado en la pared del garaje. En un primer momento me asusté, porque supe inmediatamente qué era. Pensé que iba a matarme, pero no lo hizo. Eso fue hace mucho, en octubre, cuando acababa de aceptar la maldición. Había estado resistiendo la sed de sangre y había llegado tan lejos como había podido. Dormía en el bosque, me dijo, en la bañera de latón de una casa abandonada. El techo se había hundido y el suelo estaba lleno de botellines de cerveza. Yo no entendía por qué alguien tan hermoso tenía que vivir de aquella forma. En cuanto mis padres se durmieron, lo invité a mi casa. Sabía qué necesitaba, de modo que me corté el brazo y le dejé beberse la sangre.
Caxton agarró el volante con rabia e hizo un esfuerzo por no soltar un grito de frustración. Si Jameson se hubiera topado con otra persona, o si los padres de Carboy hubieran echado un vistazo al cuarto de su hijo y hubieran visto lo que tenía durmiendo en el armario, nada de todo aquello habría ocurrido: todas las pesquisas, con sus falsas pistas y sus callejones sin salida, y todas las muertes.
—Estuvo toda la noche hablando conmigo. Por camaradería, creo. Yo le conté lo mucho que lo respetaba, a él y a su fuerza de voluntad: estaba en una casa llena de gente, podía oler nuestra sangre y, aun así, no nos atacó. Porque, además, merecíamos morir.
Aquél era el Jameson que Caxton recordaba. Sintió un acceso de náusea, pues sabía lo que venía a continuación.
—Podrías haberme llamado —le reprochó Caxton—. Podrías haber evitado todo esto.
—Pero no quería. Él era… era mi amigo. Él me entendía, entendía mi rabia. Nadie me había entendido nunca, ni siquiera lo habían intentado. Lo único que querían era que me sometiera a terapia, como si el enfermo fuera yo y no la sociedad, ni el mundo, pensando siempre en el dinero, el sexo y la fama.
Así pues, a partir de aquel momento había dirigido toda esa ira hacia la persona que podía arrebatarle a su amigo: Caxton. Había empezado a llenar libretas con su nombre y sus promesas de destruirla.
Pero Carboy tenía más cosas que contarle.
—Gracias a mi sangre se recuperó enseguida. Al cabo de una noche estaba otra vez en forma. La segunda noche salió. Salió a cazar, pero al regresar me dijo que no había matado a nadie. Supongo que estuvo siguiendo a gente y pensando en cómo sería. Debía de haber estado pensando en lo que se había convertido y en cómo eso nos convertía a los demás en su presa.
Carboy volvió la cabeza y miró a Caxton. El chico estaba llorando.
—Me habló de ti y me contó que lo estabas persiguiendo. Dijo que no podía quedarse en mi casa, de modo que encontramos otra guarida.
—Un silo de cereales en desuso.
—¡Sí! Era un escondrijo perfecto. Trasladó el ataúd de Malvern allí. Dijo que se encerraría allí dentro con ella y que a lo mejor se enterraban los dos en vida. Quería pudrirse allí dentro para no volver a salir. No quería morir, pero estaba dispuesto a pasar el resto de su vida enterrado, incapaz de moverse, de ver o de sentir. Y, no obstante, quería probar la sangre por última vez. Para entonces había empezado a cambiar, se había vuelto más agresivo. Habló de beberse mi sangre, pero sabía que si volvía a abrirme las venas, no iba a poder controlarse y me mataría. Entonces se me ocurrió otra opción.
—Y robaste un banco de sangre.
Carboy sollozaba.
—Pero no funcionó. La sangre estaba fría, no servía. Eso sólo sirvió para darle más hambre. Ojalá… Ojalá no le hubiera contado nada a Cady sobre él…
—Cady Rourke —dijo Caxton—. Tu novia.
A Carboy se le quebró la voz.
—Cady quería verlo. Y, por cierto, no era mi novia. Sólo éramos amigos y sí, de vez en cuando nos enrollábamos. Pero también íbamos con otra gente. O por lo menos Cady lo hacía. Yo no podía soportarlo, era algo que me destrozaba por dentro, pero nunca lograba reunir el valor necesario para romper con ella. Me daba miedo estar solo. Cuando llevé a Cady con Jameson, para que lo viera, él se enfadó. Se puso como una fiera. Dijo que lo estaba poniendo en peligro y que no podía confiar en Cady. Y entonces… entonces…
—La mató. Y se bebió su sangre.
—Creo que en el fondo no quería, pero no le quedó más remedio —dijo Carboy. Hablaba muy rápido, con voz pastosa por culpa de las lágrimas—. Entonces me dejó y no lo he vuelto a ver. Sólo en sueños, aunque creo que quien me los mandaba era Malvern. Ella veía lo que yo sentía, veía mi debilidad. Y yo percibía claramente su desprecio hacia mí. Pensaba: «Si pudiera… si pudiera ser fuerte, tan fuerte como Jameson… no tendría que sentirme así.»
Y se había metido en el cuarto de su hermana, la había agarrad por el cuello y la había estrangulado. Pero al ver que con eso no bastaba, que no lograba sacudirse la sensación de encima, cogió su pistola y mató también a sus padres.
A partir de ahí, lo más fácil había sido disfrazarse de vampiro. Para sentirse como un vampiro, para sentirse fuerte. Cuanto más real era su disfraz, más vampiro se sentía, más depredado. Y un buen día se encontró en un centro de autoalmacenaje con dos cadáveres y la policía en la puerta.
Ahora hablaba con Caxton y la miraba. La miraba como si ahora la fuerte fuera ella. Como si ahora quisiera ser como ella. Como si ahora fuera ella quien lo comprendiera.
Caxton se dio cuenta de que, por inquietante que resultara, era cierto.
Lo dejó en la comisaría más cercana, situada a unos pocos kilómetros. Ella no entró, se limitó a contemplarlo mientras subía la escalera helada, con los pies enrojecidos y amoratados por el frío. Vio varias caras en las ventanas, mirándola, y supo que alguien iba a tomar nota de su número de matrícula, pero la traía sin cuidado. En cuanto consiguieran desvelar la identidad de Carboy y éste les contara la historia, Fetlock saldría a por ella con cuantos policías lograra encontrar.
Además, sabía que le quedaba poco tiempo. Habían pasado tres horas desde que Raleigh se había ido de la jefatura de Harrisburg con Simón. Le quedaban veintiuna. Sabía que si no se detenía, podría evitar a Fetlock hasta entonces. Aunque, claro, si te das a la fuga resulta muy conveniente saber hacia dónde te diriges.
Cogió el teléfono, pero se dio cuenta de que no sabía a quién llamar. En los viejos tiempos, Jameson la habría aconsejado. Luego habría llamado a Vesta Polder, pero ahora estaba muerta. Pondría haber llamado a Glauer, pero ahora éste trabajaba para Fetlock. Glauer era un buen tipo, pero sabía cubrirse las espaldas. Y si ayudaba a Caxton ahora, estaría arriesgando su trabajo.
Finalmente decidió llamar a Clara, porque estaría de su lado.
—Cariño, soy yo —dijo con un suspiro de alivio cuando Clara descolgó el teléfono—. Estoy en un brete y necesito hablar con alguien…
—Laura, ahora no puedo hablar —contestó Clara.
Caxton se sintió como si le hubieran dado un bofetón.
—Me han llamado para que viniera a trabajar —le contó Clara—. Fetlock me ha pedido que viniera a la jefatura. Ha habido una carnicería aquí.
—Me ha quitado la estrella —le espetó Caxton.
—Laura, escúchame. Presta atención.
Las lágrimas le empañaron los ojos y aparcó en el arcén porque no podía conducir en aquel estado.
—Tengo que hablar contigo —le suplicó Caxton—. En serio.
—Ahora no puedo. Fetlock va a llegar en cualquier momento y como se entere de que estoy hablando contigo nos meteremos en un lío. Pero primero te tengo que contar algo. Hemos empezado a analizar el cuerpo de Vesta Polder. Fetlock me ha pedido que supervise el equipo forense y que tome fotos. Confía en mí y me trata como a uno de los suyos. No han encontrado gran cosa, a excepción de un polvo negro en la ropa. Estoy segura de que es carbonilla.
—Vale —respondió Caxton, presionándose las sienes—. Pero no entiendo qué importa…
—¡Carbonilla! Vesta no vivía cerca de ninguna mina. Entonces he sugerido que analizáramos algunos de los tejidos de Jameson que tenemos: el Twaron y el nailon del motel, y la ropa que dejó en el convento. Hemos encontrado restos de carbonilla en todos. Creemos que Jameson tenía carbonilla en las manos cuando mató a Vesta Polder.
Caxton intentó hablar, pero la emoción le constreñía la garganta. Se tragó las lágrimas y entonces dijo:
—Voy a arreglar las cosas entre nosotras. Ahora mismo tengo que… bueno, ya sabes qué tengo que hacer. Pero cuando vuelva —dijo, pensando «si vuelvo»—, voy a arreglarlo todo. Te quiero.
—Tengo que irme —le dijo Clara—. Te llamaré cuando pueda hablar. —Hubo una pausa—. Yo también —añadió, y colgó.
Caxton cerró la tapa del teléfono y apoyó la frente en el volante. Su cuerpo se estremecía con los sollozos que intentaba contener: sollozos de pena por lo que había estropeado y por la gente que había perdido. Y también sollozos de miedo. Miedo a lo que la esperaba.
Porque en cuanto Clara le había contado lo de la carbonilla, había atado cabos.
Y ya sabía dónde estaba la guarida.