Capítulo 50

Caxton levantó la porra, pero antes de que pudiera asestar el golpe se la arrebataron dolorosamente de las manos. La pora salió volando. Caxton percibió el golpe que se avecinaba, notó el aura fría y antinatural del vampiro acercándose hacia ella a toda velocidad, e intentó apartarse, pero la columna vertebral se le retorció. Se le escapó un grito y, de pronto estaba boca arriba en el suelo de linóleo, mirando los fluorescentes del techo.

El vampiro le colocó uno de sus finos pies en el cuello. La presión en la tráquea le impedía gritar, pero por lo menos aún podía respirar; inspiraba y espiraba con un ruido sibilante, y pronto empezó a ver las estrellas. Intentó levantar la cabeza y mirar al vampiro para ver de quién se trataba. «Que no sea Urie Polder, por favor», pensó. Perder a Vesta ya era suficiente. Caxton tenía pocos amigos y no podía permitirse perder a otro.

Pero el vampiro que la tenía inmovilizada en el suelo era una mujer. Tenía el cuerpo delgado y más pequeño que un chupasangre corriente, y unos rasgos finos que habrían sido hermosos de no ser por la aparatosa dentadura que le deformaba los labios. Caxton se dio cuenta de que iba vestida con una especie de saco o un extraño vestido holgado hecho de algodón y cinta adhesiva, con la parte delantera manchada de sangre coagulada.

Entonces comprendió que aquello no era un vestido. Eran los restos de una mortaja.

—¿Raleigh? —preguntó Simón, que estaba encogido cerca de Caxton.

—Hola, Simón —gruñó la vampira—. Cuánto tiempo sin verte.

Entonces estiró el brazo y golpeó a su hermano en la sien. A Simón se le pusieron los ojos en blanco y el chico cayó al suelo como un saco, entre espasmos y babeando ligeramente.

—No lo he matado —dijo Raleigh, mirando fijamente a Caxton con sus ojos rojos—. No soy mala. Es sólo una pequeña conmoción. Tengo que llevárselo a papá. Él le ofrecerá lo mismo que a todos, y espero que Simón elija la opción correcta. Así será más fácil transportarlo.

Caxton intentó decir algo, aunque no estaba muy segura de qué debía decir.

—¿Cómo dices? —preguntó Raleigh y apartó el pie del cuello de Caxton.

—Has comido —dijo Caxton con voz ronca, señalando con la cabeza la sangre que cubría el vestido improvisado de Raleigh.

—Sí —admitió Raleigh—. Uno de tus colegas se interpuso en mi camino. Y yo tenía hambre. No lo había planeado, la verdad.

—Pero ¿lo lamentas? —preguntó Caxton.

—No mucho.

—Pues eso es precisamente lo que hace que seas mala —le dijo Caxton. La vampira entrecerró los ojos—. Estuve esperando a que volvieras a despertar. He esperado hasta la puesta de sol. ¿Fingiste seguir muerta?

—Ajá —dijo Raleigh con una sonrisa—. Papá y yo llevábamos varios días planeándolo. Cuando aún estaba viva, podía oírlo en mi cabeza, pero era como tener a alguien susurrando en la habitación contigua. Ahora está conmigo todo el tiempo —añadió, sonriendo de oreja a oreja—. Es chachi.

—¿Cuánto tiempo lleváis planeando esto? Fingir que estabas muerta… bueno, fingir que seguías muerta, en realidad. Y también el asalto a este edificio.

—Papá vino a verme hace unas semanas, antes incluso de que nos conociéramos. Desde entonces todo ha sido comedia. Permanecer inmóvil debajo de la sábana ha sido duro, me ha costado muchísimo no moverme, ni siquiera desperezarme, pero lo he conseguido. Papá sabía que no me ibas a perder de vista. Era la única opción.

—Entonces, ¿aceptaste la maldición hace tiempo? En ese caso me mentiste cuando acudí a ti buscando ayuda. Me dijiste que hacía seis meses que no hablabas con tu padre. Eso también es ser malo.

La vampira contrajo la cara. Caxton sabía que se estaba arriesgando, pero tenía que intentar razonar con ella.

—Escucha, aún no es demasiado tarde. Pasado cierto tiempo todos los vampiros son iguales, pierden el respeto por la vida humana y se convierten en sociópatas, pero tú sabes que aún no eres uno de ellos. Dentro de ti queda aún mucha humanidad. Entrégate. O, por lo menos, ayúdame a destruir a tu padre.

Hasta entonces la vampira había estado de pie, pero en aquel momento descendió, se apoyó en las manos y acercó la cara a la de Caxton. Ésta notó que el cuerpo entero le temblaba de miedo ante la posibilidad de que pudiera siquiera rozarla.

—En el convento todos me preguntaban por qué había probado la heroína. ¿Por qué exponerme a algo tan adictivo y peligroso si sabía el riesgo que corría? Yo les decía que la vida es dura, pero que las drogas sientan bien. Es así de simple. El único inconveniente era que, después de chutarme, me sentía cada vez más débil. Ahora tengo la sangre. La sangre sienta bien y, encima, me vuelve más fuerte. Creo que voy a seguir fiel a mi plan.

Entonces volvió a levantarse y cogió a Simón en sus brazos sin ninguna dificultad.

—Cuando le rogaste que no me matara, ¿también era teatro?

La vampira miró el techo.

—No —suspiró—. No. Tú fuiste buena conmigo, mucho más que la mayoría de la gente que he conocido. Querías protegerme. Creías que valía la pena salvarme. Igual que papá.

—Y aún lo pienso. No puedo devolverte la vida, pero sí puedo preservar lo que aún queda de tu alma —rogó Caxton.

—Pero ¿no te acuerdas? —le preguntó Raleigh—. Vesta Polder la buscó una vez y no la encontró. Eso es porque ya se ha esfumado.

Levantó a Caxton sin esfuerzo y la arrojó encima del sofá.

—No intentes seguirme. Tengo instrucciones de no matarte. De momento papá te quiere viva. Pero si me sigues, puedo hacerte daño. Mucho daño.

Y sin más dilación salió al pasillo, con Simón bajo el brazo como si fuera una bolsa de ropa sucia.

Caxton se quedó un momento donde estaba, tan sólo un segundo, mientras recuperaba el aliento. Y para darle a Raleigh una ventaja inicial suficiente. Entonces se puso de pie y cruzó corriendo el pasillo. Estaba segura de que Raleigh iba a llevar a Simón a donde se encontraba su padre, directamente a su guarida.

Abrió la puerta principal y salió corriendo hacia el Mazda. Se detuvo al oír que la puerta volvía a abrirse a su espalda. Dio media vuelta, dispuesta a matar al primer engendro que viera. Era Vesta Polder, que gritaba como una loca, con el velo colgando por un alfiler a un lado de la cabeza, como un ala rota. Alguien debía de haberla empujado a través de la puerta, pues estaba en el suelo, con un brazo debajo de la espalda y el otro levantado, como si quisiera protegerse de un golpe. Fetlock salió tras ella, con la vieja Beretta 92 de Caxton en la mano. Tenía un corte en la cara y el pelo despeinado; jadeaba y sudaba como un condenado. Miró a Caxton con la boca abierta, intentando recuperar el aliento. Entonces apuntó la Beretta contra la sien izquierda de Vesta y le desparramó el cerebro por todo el asfalto.

Caxton aguantó su mirada durante un momento. Entonces entró en el Mazda y puso el motor en marcha. Todos los rastros de neumáticos que salían del aparcamiento se dirigían al mismo lugar: hacia el este, hacia la autopista. Raleigh y los siervos se habían marchado en esa dirección.

A Simón le quedaban veinticuatro horas de vida. Cuando llegara el momento, Jameson le ofrecería la maldición, y Caxton dudaba mucho de que, conociendo la alternativa, el muchacho dijera que no.

Caxton metió la marcha. Estaba dispuesta a perseguir a Raleigh y a los siervos al precio que fuera. Pisó el acelerador… y entonces el motor se caló y el coche se detuvo. Caxton notó que se le tensaban todos los músculos del cuerpo. Apagó el coche y volvió a ponerlo en marcha. Metió la marcha. El coche traqueteó, avanzó unos metros y se detuvo. El motor había vuelto a calarse.

Tardó demasiado tiempo en descubrir qué sucedía. Tardó diez largos minutos en abrir el capó y darse cuenta de que los siervos habían estado manoseando el motor, y más tiempo aún en arreglar lo que éstos habían estropeado. Para cuando llegó a la carretera y se dirigió al este, hacía ya tiempo que se habían marchado y no quedaban marcas que pudiera seguir.

No perdió ni un segundo sintiéndose frustrada. Lo que hizo fue dar media vuelta y dirigirse hacia el oeste. Caxton sabía que aún le quedaba una pista por seguir, una última oportunidad para encontrar la guarida. Y sabía que iba a aprovechar esa oportunidad, aunque eso significara echar toda su carrera por la borda.