Capítulo 19

Las carreteras estaban casi vacías cuando llegaron a Bellefonte. Cruzaron Water Street a toda velocidad y siguieron por Spring Creek. Bajo la luz de la luna, y cubierta de nieve, la ciudad tenía una belleza inquietante. Caxton había pasado un millar de veces por la zona urbanizada junto al margen del río, en el extremo oeste de la ciudad, y cada vez se admiraba al ver la glorieta y el parque, pero éstos nunca habían presentado un aspecto tan espectral y fantasmagórico como aquella noche.

«Ya basta», se dijo. Se estaba dejando dominar por los acontecimientos de la noche. Entró en una carretera secundaria, desconectó el cable de la sirena y redujo radicalmente la velocidad.

—Hay una escopeta en el maletero —le dijo a Glauer.

—Creía que éste era su coche privado —respondió él.

Caxton se encogió de hombros.

—Estos últimos dos meses no he hecho más que trabajar. Está cargada, y hay también una caja con cartuchos. Cójalo todo en cuando detenga el coche y luego sígame. Esto no va a tener ninguna gracia.

—De acuerdo —dijo él.

Se metieron en una calle donde unos árboles enormes ensombrecían parcialmente una hilera de casas victorianas cubiertas por tejados con buhardilla y elaborados gabletes. No les costó encontrar la vivienda de Astarte. Sólo tuvieron que buscar la que tenía varios coches patrulla aparcados en frente.

Caxton detuvo el Mazda a cierta distancia y aparcó en medio de la calzada por si tenía que huir rápidamente… o por si alguien más intentaba hacerlo. En ese caso, su coche bloquearía la ruta principal hacia la autopista. Había aprendido ese truco en uno de los cursos sobre tácticas de aparcamiento de la academia. Apagó los faros y desenfundó la Beretta antes de poner un pie sobre el pavimento. No vio a Glauer salir del coche (tenía los ojos clavados en la calle frente a la casa), pero lo oyó trastear en el maletero. Sabía que podía contar con él y por eso trabajaban tan bien juntos. El agente hacía siempre exactamente lo que ella le mandaba.

Con el arma bajada pero a punto, se dirigió apresuradamente hacia el siguiente coche patrulla, perteneciente a una de las unidades locales. Sus luces estroboscópicas giraban incansablemente sobre el techo y por la radio se oían de vez en cuando las llamadas de la centralita de Bellefonte, pero todos los asientos, tanto los delanteros como los traseros, estaban vacíos. Fue hasta el siguiente vehículo, el otro coche patrulla de la policía local, y se dio cuenta de que aún tenía el motor en marcha. Estaba tan vacío como el otro, pero el parabrisas estaba manchado de sangre. La parte interior del parabrisas.

Los policías de Bellefonte no habían tenido ni siquiera la oportunidad de salir de sus coches antes de que Jameson se les echara encima como un gato sobre una bandada de palomas. Caxton era directamente responsable de lo que les había sucedido, pero ya se preocuparía por eso más tarde.

En el extremo este de la calle, los tres coches de la policía estatal bloqueaban la calzada. Tenían las luces y los motores apagados, pero Caxton se dio cuenta enseguida de que también estaban vacíos. No veía cuerpos por ningún lado, ni siquiera partes de cuerpos. Había sangre encima de la nieve que cubría el jardín de Astarte, aunque no suficiente como para explicar la desaparición de todos los policías. En el asalto habían participado tres agentes estatales y tres policías locales: siete hombres en total y ni rastro de ninguno de ellos.

No era propio de un vampiro limpiar lo que había ensuciado. Se planteó la posibilidad de que algunos de los policías siguieran con vida. Si así era, debía darse prisa. Le hizo una señal a Glauer, se dirigió hacia la escalera del porche de Astarte y se protegió tras la pared de tablas de madera verdes que había al lado izquierdo de la puerta. En una placa de latón bruñido, con el dibujo de una mano atravesada por un entramado de líneas curvas podía leerse:

SEÑORA ASTARTE
LECTURA DE MANOS Y ASESORAMIENTO
SÓLO CON CITA PREVIA.

Glauer subió la escalera como una exhalación y ocupó su posición a la derecha de la puerta. Sujetaba la escopeta entre los brazos y tenía los bolsillos llenos de cartuchos.

—Es probable que haya una puerta trasera. Haremos lo mismo que en Mechanicsburg, ¿de acuerdo? —le susurró. La escopeta serviría de bien poco contra Jameson, aunque dudaba que el vampiro fuera a colocarse voluntariamente a tiro—. Cubra la parte trasera y no deje salir a nadie. Si oye la señal, entre rápidamente, listo para el ataque.

—¿Cuál es la señal? —preguntó Glauer.

—Si empiezo a chillar, ésa es la señal —le dijo Caxton.

El agente asintió y dio la vuelta al porche agachando la cabeza, con sus botas resonando sobre los tablones. Cuando dejó de oír sus pasos, Caxton le dio una patada a la puerta. Ésta estaba abierta (los agentes ya la habían reventado por ella) y Caxton se encontró en el interior de la casa antes de que su corazón diera dos latidos.

Una solitaria lámpara situada al otro lado de la sala iluminaba el vestíbulo con su luz anaranjada. Ésta la cegó por un instante, y Caxton volvió la cabeza para que sus pupilas tuvieran tiempo de adaptarse. Hacía calor allí dentro, tanto que de pronto su grueso abrigo la molestaba. Cuando su vista se hubo adaptado, miró a su alrededor y vio una alfombra persa en el suelo y varias butacas acolchadas colocadas alrededor de una mesa redonda de madera. Parecía el lugar perfecto para una sesión de espiritismo. A su izquierda había una escalera que conducía a la segunda planta. En la pared que tenía delante colgaba un tapiz enorme, negro con bordados dorados, que representaba a una serpiente que se comía su propia cola. Dentro del círculo que formaba la serpiente podía leerse: TODOS REGRESAMOS.

Caxton observó la escalera. Casi podía imaginar a Astarte descendiendo majestuosamente por los peldaños, ataviada con un vestido antiguo y sin gracia, y con el pelo recogido en un moño un poco suelto. Así era como había imaginado a la mujer mientras hablaba con ella por teléfono, aunque, para ser sincera, no tenía ni idea del aspecto que debía de tener la esposa de Jameson.

Había tres puertas en el vestíbulo, pero las tres estaban cerradas. Sabía que Jameson podía estar escondido detrás de cualquiera de ellas. Caxton hizo un esfuerzo por serenar su respiración y se concentró en el vello de los hombros y en la sensible piel de detrás de sus orejas. Si Jameson estaba cerca de ella, lo notaría, percibiría el aura aberrante que desprendían los vampiros. Se obligó a esperar cinco segundos, hasta que estuvo segura de que no sentía nada.

Entonces oyó algo y a punto estuvo de morirse del susto. Era un sonido muy leve, un golpeteo casi imperceptible similar al que hace la nieve al caer. Provenía del fondo de la escalera. Caxton se acercó un poco más, pero las sombras que proyectaba la lámpara le impedían ver nada. Se metió la mano en el bolsillo y sacó su linterna. La encendió y proyectó el haz de luz sobre los tres últimos peldaños.

Oyó el sonido de nuevo. Desplazó la luz hacia la izquierda y entonces vio de dónde procedía. Un fino reguero de sangre goteaba escaleras abajo, salpicando cada peldaño. Siguió el rastro de sangre con la linterna hasta alumbrar el descansillo superior.

Intentando no hacer ruido y no respirar demasiado hondo, empezó a subir la escalera, asegurándose de que pisaba siempre la mullida alfombrilla que cubría los peldaños. Sin apartar la linterna, levantó la pistola a la altura de los hombros, lista para dispararle a cualquier cosa que se asomara. Al llegar al descansillo giró sobre sí misma, primero a la izquierda y luego a la derecha, cubriendo los dos extremos del pasillo, pero no apareció nada.

El reguero de sangre empezaba debajo de una puerta que tenía justo frente a ella. Brillaba bajo la luz eléctrica del otro lado de la puerta entreabierta. Caxton la empujó con el extremo de la linterna y ésta se abrió lentamente, dejando a la vista la habitación que había al otro lado.

Allí dentro, la luz no era mucho más potente que la que proyectaba la lámpara del vestíbulo. Y, sin embargo, lo que se veía era suficiente: una habitación estrecha ocupada casi por completo por una cama con dosel y una cómoda; lo que parecía la percha de un loro o de algún otro pájaro, vacía en aquel momento; y varias fotografías en blanco y negro, enmarcadas, colgadas en las paredes, aunque Caxton no tuvo tiempo de examinar los sujetos.

En la cama yacía una mujer de unos cuarenta y cinco años. Iba muy bien vestida, con una falda hasta las rodillas y una blusa de seda negra. Su media melena tenía un tono plateado, a excepción de una única mecha morena que le caía sobre la pálida mejilla. Sus ojos miraban al techo, pero no veían nada. La sangre que se acumulaba en el suelo y llegaba hasta el descansillo provenía de su brazo derecho, que pendía de la cama, de tal modo que los dedos casi rozaban la alfombra.

Tenía la arteria de la muñeca abierta. A pesar de que la herida presentaba mal aspecto, podía considerarse delicada teniendo en cuenta de qué eran capaces los dientes de un vampiro. Casi parecía que Jameson conservara aún la humanidad necesaria para desear que su esposa falleciera de la forma menos dolorosa posible. Caxton le buscó el pulso a la mujer pero no se lo encontró, tal como esperaba. Jameson siempre había sido minucioso. Caxton no tenía ninguna duda de que aquella mujer era Astarte y de que la había asesinado su marido.

Caxton cerró los ojos y bajó el arma.

—Lo siento —dijo—. Intenté llegar a tiempo.

Era estúpido hablar con una muerta, lo sabía. Y, sin embargo, era incapaz de quitarse de encima la sensación de que allí había fracasado y de que la muerte de aquella mujer se había producido por su culpa.

Dio media vuelta. Todavía le quedaban muchas habitaciones por registrar, tal vez aún encontraría alguna prueba. Salió de la habitación y dio un paso hacia la escalera.

En aquel preciso instante alguien se cargó la lámpara del vestíbulo, y la oscuridad engulló la primera planta como si se hubiera corrido una opaca cortina. Caxton oyó que alguien se movía y chocaba torpemente contra los muebles, y oyó también a otra persona soltar un chasquido de fastidio. Por lo menos había dos personas… y no creía que Glauer fuera una de ellas.