Capítulo 4
Cuando terminó de desayunar y empezó a vestirse, el sol proyectaba una sombra pálida sobre las ventanas de la cocina. En el exterior, acariciaba ya las figuras oscuras de las vacías construcciones anexas de la casa e iluminaba una de las paredes del cobertizo donde en su día estaban expuestas las obras de arte de Deanna, hasta que Caxton las descolgó, y las metió en un baúl que guardó en el sótano, con el resto de cosas de Deanna que no había tenido el valor de tirar. El sol iluminaba las casetas de los perros, que también estaban vacías. Los últimos tres perros que había acogido, tres galgos ingleses de rescate, se habían trasladado a hogares mejores. No había tenido ocasión de recoger a ningún perro más, aunque había muchos que lo necesitaban.
La casa estaba fría y oscura, aunque el sol brillara cada vez con más fuerza. Laura se hizo el nudo de la corbata encima de la camisa blanca y se puso unos pantalones oscuros. Miró a su alrededor buscando la americana negra y se dio cuenta de que la había dejado en el armario del dormitorio.
Iba a ir a por ella cuando Clara salió del dormitorio, ya vestida con un discreto traje negro. Llevaba el sedoso pelo negro cortado un poco por encima de los hombros, limpio y reluciente. Laura había intentado no hacer ruido para no despertar a Clara, pero ésta debía de llevar ya rato arreglándose.
—Toma —le dijo Clara y le tendió la americana—. Tenemos que irnos, tardaremos por lo menos una hora y media en coche. O más aún si tenemos que recoger a los Polder.
Laura respiró hondo.
—Ya te dije que no tenías por qué venir. Siempre lo odiaste.
Clara le dedicó una cariñosa sonrisa, mucho más cariñosa de lo que Laura se merecía.
—Lo odiaba y aún lo odio. Pero últimamente los funerales son de las pocas ocasiones en que puedo estar un rato contigo.
Laura se acercó para coger la americana y abrazó a Clara. No sabía qué debía decirle. ¿Que iba a hacer un esfuerzo porque eso cambiara, por pasar más noches en casa? Eso no se lo podía prometer.
Clara era la única chispa vital que le quedaba, lo único que la hacía sentirse bien. Pero la estaba perdiendo y lo sabía.
—Bueno, ¿quieres comer algo?
—De momento no —respondió Clara—. ¿Quieres que conduzca yo?
Laura asintió.
En los últimos meses habían asistido juntas a numerosos funerales. Gettysburg había sido un éxito desde un punto de vista, el punto de vista de la junta de turismo local. La población de la ciudad había sobrevivido porque Caxton la había evacuado el día antes de la batalla. Pero desde el punto de vista policial había sido un fracaso total. Los policías locales, los oficiales del SWAT de Harrisburg e incluso los chavales de la Guardia Nacional habían muerto por docenas. Habían sacrificado sus vidas para evitar que los vampiros pudieran llegar a la población. Más de una familia le había mandado a Caxton un correo electrónico cargado de odio después de eso, pero aun así ella había acudido a tantos funerales como había podido.
Este era un poco distinto. No. Completamente distinto.
No hablaron demasiado durante el trayecto hasta Centre County. Laura no paraba de adormilarse y despertarse bruscamente en cuanto notaba que estaba a punto de dormirse de verdad. Era una sensación familiar, por no decir grata. Antes de llegar a la universidad, abandonaron la autopista y cruzaron una zona de montañas y campos abandonados, marrones, dorados y parcialmente cubiertos de nieve. Dejaron atrás granjas y graneros desvencijados que parecían haber sido bombardeados hasta el punto de que algunos se habían desplomado de un lado. Pasaron junto a un rebaño de vacas de aspecto triste y Clara se metió por un camino de tierra que podía pasar totalmente desapercibido si uno no lo conocía.
Aparcaron frente a una granja que estaba en mejor estado que la mayoría, con un establo bien conservado y un silo cubierto de amuletos. Los Polder los esperaban en la puerta. Urie Polder, que aún lucía su gorra de béisbol, se había puesto un anorak negro sobre una camiseta blanca. Su brazo de madera casi pasaba inadvertido, no así las tres ramitas que sobresalían del puño como si fueran dedos. Con ellos se rascó la mejilla, recién afeitada, y Laura vio cómo se movían, tan prensiles como unos dedos humanos. En realidad, aquella mano tan rara era más fuerte y hábil que la otra, la normal. Vesta Polder lucía el mismo vestido de siempre, negro, con una larga falda de tubo y abotonado hasta el cuello y las muñecas. Llevaba, eso sí, el pelo rubio recogido y un velo negro que le ocultaba la cara casi por completo.
Eran la gente más rara que Laura había conocido en su vida, pero resultaron ser buenos amigos.
Cuando el coche se detuvo, Urie hizo un gesto con la mano de madera hacia la casa y la puerta se abrió. Una niña de unos doce años salió corriendo del interior. Llevaba una versión en miniatura del vestido de Vesta, pero con el pelo rubio cubierto por un gorrito de encaje. Tenía los ojos muy grandes.
A Laura le sorprendió un poco. Sabía desde hacía tiempo que los Polder tenían una hija, pero nunca se la habían presentado. El matrimonio se acomodó en el asiento trasero del coche y la niña se sentó en la falda de su madre. Urie carraspeó.
—Ésta es Patience —dijo—. Es una buena chica, hum.
—Me alegro de conocerte, Patience —dijo Clara, que se había dado media vuelta y estaba apoyada en el respaldo del asiento—. Yo soy Clara y ella es Laura.
—Ya os conozco a las dos —dijo la niña—. Las cartas hablaron de vosotras. Tú eres la amante y ella es la cazadora.
Laura torció el gesto. No había esperado que la escena se desarrollara de aquella forma. Miró a Vesta, pero la mujer ni corrigió a su hija, ni mostró ninguna señal de contrariedad.
—Supongo que se puede decir así —respondió Clara, decidida a no mostrarse desconcertada—. A lo mejor me estoy metiendo donde no me llaman, pero no estoy segura de que esto vaya a ser apropiado para una niña. ¿No habría sido mejor buscarle una canguro?
Urie Polder esbozó una ancha sonrisa.
—La pequeña Patience no ha estado al cuidado de ningún extraño desde el día en que nació. No creo que haya motivos para romper la costumbre.
—Vale —respondió Clara y, sin decir nada más, puso el coche en marcha y volvió a incorporarse a la carretera.
El funeral iba a tener lugar en un cementerio situado a las afueras de Bellefonte, cerca de donde se encontraban. Dejaron atrás el campus principal de Penn State y entraron en aquella pintoresca ciudad victoriana. La carretera bordeaba un estanque helado, con glorietas y casas de decoración abigarrada. A Laura esa ciudad le había parecido siempre uno de esos lugares en los que puede formarse espontáneamente un desfile, con una sección de metal completa y coches descapotables con chicas recién graduadas. Allí podía uno hacerse a la idea de cómo era Pensilvania hacía unas décadas, antes de que todas las minas de carbón se agotaran y las plantas de laminación de acero, incapaces de competir con la producción extranjera, quebraran. La Pensilvania donde habían crecido sus abuelos.
Arkeley había comprado en su día una casa en Bellefonte y ésta se había convertido en su centro de operaciones durante casi veinte años. Ahora iban a enterrarlo en esa ciudad.
El cementerio estaba a las afueras y cubría una ancha región de colinas doradas donde la hierba muerta brillaba, cubierta de escarcha a pesar de que era ya casi mediodía. La mayor parte de la nieve se había fundido o la habían quitado. Clara se había descargado la ruta desde la página web del cementerio y manejó el coche con gran seguridad a través de las interminables avenidas bordeadas por obeliscos y panteones. Había también lápidas más pequeñas y modestas, todas ellas perfectamente alineadas. Clara condujo el coche hasta una zona más despejada. Había una camioneta que parecía recién lavada y un cuatro por cuatro aparcados junto al camino. Clara estacionó su vehículo justo detrás. Los cinco se apearon y cruzaron el césped helado hacia las tres personas que los estaban esperando: un hombre mayor vestido de una forma muy similar a la de Urie Polder (aunque con los vaqueros más gastados en las rodillas) y dos chicos que, por su edad, podían ser universitarios. Eran los hijos de Arkeley.