Capítulo 20
Caxton regresó al dormitorio donde había encontrado el cadáver de Astarte. Se le ocurrió cerrar la puerta a su espalda, pero la única luz de toda la casa provenía del interior del dormitorio. Si la cerraba, quienquiera que hubiera en el piso inferior sabría que ella estaba allí. En lugar de ello, se agachó y se escondió detrás de la cama, de modo que si alguien pasaba frente a la puerta abierta, no pudiera verla.
Su táctica presentaba un problema, desde luego. La habitación no tenía ninguna otra salida. Se había acorralado a sí misma, se había cortado todas sus vías de escape. Suponiendo que quienesquiera que hubiera en el piso de abajo quisieran hacerle daño (y se trataba de una suposición bastante fundada), irían a por ella en cualquier momento y ella se las vería y se las desearía para defenderse con la espalda contra la pared.
No era eso lo que Jameson le había enseñado. En más de una ocasión le había dicho precisamente que no debía exponerse de aquella forma. Tenía que moverse, tenía que pensar. El miedo le estaba atascando el cerebro. Necesitaba sacudirse el miedo y volver a actuar con inteligencia.
¿Qué era lo que sabía? Había varias personas dentro de la casa, con ella. Estaba bastante segura de que ninguna de ellas era un vampiro: no tenía el vello de los brazos erizado y no percibía ningún tipo de corrupción vampírica en las inmediaciones. Eso significaba que probablemente los intrusos eran siervos no muertos. Podía encargarse de un puñado de siervos sin mayores problemas. Jameson le había enseñado a jugar sucio y dejar perplejos a sus oponentes. En cualquier caso, aquélla no iba a ser una pelea fácil. Los intrusos habían dejado la casa a oscuras y probablemente esperaban ocultos a que saliera, preparados para tenderle una emboscada en cuanto se dejara ver. No tenía ni idea de cuántos podían ser. Un siervo solo era débil y lento, pero en grupo aquellos cabrones asesinos podían ser peligrosos.
Consideró sus opciones. Podía bajar la escalera corriendo y llegar hasta la puerta principal. Una vez allí podría salir, llegar al coche y huir, suponiendo que no la estuvieran esperando junto a la puerta y que no le hubieran tendido ninguna trampa. Y eso era demasiado suponer.
Era mucho más sensato llamar a Glauer y que éste entrara disparando con la escopeta: los intrusos huirían despavoridos. Jameson siempre había sostenido que los siervos eran unos cobardes. Si Glauer los pillaba por sorpresa, era posible que se dispersaran y que Caxton pudiera huir sin tener que enfrentarse a ellos.
Caxton se llevó la mano al bolsillo, en busca del móvil para llamar a Glauer y preparar un ataque sorpresa. Su mano llegó al fondo del bolsillo sin encontrar lo que buscaba. Maldijo en silencio al recordar que se había dejado el teléfono en el coche. Aún podía llamarlo y pedirle ayuda (chillar le parecía poco digno, aunque ésa fuera la señal acordada). Sin embargo, al hacerlo alertaría a los siervos al tiempo que revelaba su posición. Se le echarían encima como una plaga de langostas antes de que Glauer hubiera tenido tiempo de cruzar la puerta.
Si la habitación en la que se encontraba hubiera tenido alguna ventana, habría podido abrirla y asomarse al exterior de la casa. Desde allí, podría haberle hecho alguna señal a Glauer. El dormitorio no tenía ventanas, pero era posible que alguna de las otras habitaciones sí las tuviera.
Caxton decidió que valía la pena comprobarlo. Con movimientos lentos, avanzando a gachas, salió de detrás de la cama y dejó atrás el brazo colgante de Astarte. Atravesó el charco rojo del suelo (le revolvió ligeramente el estómago pensar que estaba pisando la sangre que otra persona había derramado, pero había pasado por cosas peores) y cruzó el umbral de la puerta.
Oyó a los siervos no muertos moverse en la planta inferior. Oyó que abrían armarios y rebuscaban en lo que sonaba como un montón de cubiertos. Los siervos se estaban armando, pensó, estaban repartiéndose los cuchillos afilados de la cocina. Probablemente, sus ojillos redondos brillaban de placer. Los siervos no muertos no utilizaban jamás pistolas, pues sus cuerpos corrompidos no tenían la coordinación necesaria para apuntar con un arma de fuego. En cambio, les encantaban los cuchillos; les gustaban con pasión.
Sin despegar la espalda de la pared, Caxton se deslizó hacia la derecha, donde estaba la puerta más cercana de la galería. Se colocó frente a ésta, alargó el brazo e hizo girar el pomo de cristal tallado. La puerta se abrió con un chirrido apenas audible, pero Caxton se detuvo y permaneció inmóvil, escuchando. Los siervos seguían muy atareados en la cocina, no debían de haberla oído. Abrió la puerta un poco más y miró en el interior.
Vio sábanas blancas y manteles pulcramente doblados y amontonados en los estantes. Olían a algodón viejo y limpio. Acababa de encontrar el armario de la ropa blanca.
Pero no tenía tiempo para lamentar su mala suerte. Sacó la cabeza por encima de la barandilla de la galería y echó un vistazo a la oscuridad de la planta inferior, intentando atisbar algún movimiento. La única luz que vio provenía de las sirenas de los coches patrulla, que proyectaban sus rayos azules y rojos a través de las ventanas de la primera planta. Ahí abajo podría haber habido cualquier cosa, y ella no lo habría visto, por mucho que se moviera. El efecto estroboscópico de las sirenas le resultaba incómodo, pues sus ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad.
Moviéndose tan sigilosamente como pudo, avanzó hasta la siguiente puerta. Ni la luz de las sirenas ni el débil brillo procedente del dormitorio de Astarte llegaban hasta allí. Caxton aún tenía la linterna, pero no se atrevía a usarla. En la penumbra, pasó la mano por encima de la puerta y palpó una chapa de latón con un ojo de cerradura. Subió unos centímetros la mano y palpó el pomo de cristal tallado, que hizo girar con otro chirrido casi inaudible. Abrió la puerta despacio, muy despacio, centímetro a centímetro, preparada para detenerse en cuanto las bisagras empezaran a rechinar. Un poco más. Cuando la hubo abierto lo suficiente, se coló en la habitación y cerró la puerta a su espalda.
Un grito agudísimo le desgarró la conciencia, y un cuerpo, que había sido humano, se le echó encima y la derribó. Sólo percibió que su aliento apestaba mientras la arrojaba contra la alfombra. Entonces distinguió el destello de un arma (parecía un tenedor de trinchar, de unos treinta centímetros de largo y con unos dientes perversos y afilados) y lo único que pudo hacer fue apartar la cabeza justo antes de que el tenedor se clavara en el lugar que antes había ocupado su ojo izquierdo. Encima de ella, el siervo volvió a chillar. Caxton vio los jirones de piel que le colgaban de la cara y notó cómo sus babas le caían sobre los labios y las mejillas. El siervo intentó alzar el tenedor para atacar de nuevo, pero no pudo. Los dientes del cubierto habían quedado clavados en el suelo de madera.
Caxton había recibido clases de artes marciales básicas, de modo que sabía qué tenía que hacer. Colocó la rodilla entre las piernas del atacante y golpeó con todas sus fuerzas. No tenía muy claro si los siervos no muertos tendrían testículos sensibles. En cualquier caso, el objetivo de la maniobra era quitárselo de encima. Y funcionó. Habría podido completar el movimiento girando sobre sí misma y sujetándole los brazos, pero no tenía esa intención. Lo que hizo, fue sacarse la Beretta de la pistolera y clavarle el cañón en la barbilla al siervo. Éste abrió unos ojos como platos justo antes de que Caxton apretara el gatillo. A continuación, lo que quedaba de su cara quedó colgando, inerte.
Caxton le echó otro vistazo al siervo, en un intento por descubrir quién había sido y qué estaba haciendo en la casa. Sin embargo, al ver la ropa que llevaba lo entendió todo.
Llevaba la camisa gris y los pantalones azul oscuro del uniforme de los agentes de la policía estatal de Pensilvania. Era uno de los suyos. Jameson debía de haber estado esperando en la casa cuando los agentes llegaron. Debió de despacharlos con un abrir y cerrar de ojos. Aunque Caxton había tratado de advertirlos de los peligros que los esperaban, al mandar a los agentes a la casa ya había pensado que no estaban preparados ni entrenados para enfrentarse a un monstruo sediento de sangre. Después de matarlos se habían convertido en sus juguetes, y Jameson debía de haberlos llamado de entre los muertos antes incluso de que Caxton llegara a la escena del crimen. Por eso no había encontrado ningún cuerpo en los coches aparcados en la calle: porque los cuerpos estaban en el interior de la casa.
Así pues, podían quedar hasta seis siervos allí dentro. No tenía tiempo para sentirse culpable.
Caxton se revolvió y se puso de pie tan rápidamente como pudo. Miró hacia la puerta por la que había llegado su atacante y contempló el cuarto que había al otro lado: una especie de despensa llena de armarios. En la habitación había también una mesa, varias sillas y, al fondo, una estrecha escalera que conducía al piso inferior. Imaginaba que debía de terminar en la cocina. Oyó que los demás siervos empezaban a subir ya por esa escalera.
Se obligó a pensar deprisa. En la parte interior de la puerta había una llave en la cerradura. La sacó, cerró la puerta y echó la llave desde fuera. Cuando oyó el chasquido del mecanismo, golpeó la llave con la culata de la pistola y la rompió dentro de la cerradura.
Su siguiente movimiento era fácil. Ya no tenía ningún sentido andarse con subterfugios.
—¡Glauer! —gritó a pleno pulmón, por si no había oído el disparo—. ¡Ahora, Glauer!