Capítulo 18
—Señora Arkeley, no cuelgue, por favor —dijo Caxton y apartó el teléfono. Entonces entró corriendo en jefatura y llamó al primera agente que vio—. Usted, vaya a buscar al agente Glauer. Está en el sótano. —Entonces señaló a otro agente—. Usted, llame a la comisaría de la policía de Bellefonte y comuníqueles que hay una emergencia.
Echó un vistazo al teléfono y les dio el número de Astarte para que realizaran una comprobación inversa y dieran con su dirección. No le gustaba nada mandar a policías locales contra un vampiro (no estaban preparados para lo que iban a encontrar), pero no tenía más opción. Ella iba a tardar más de una hora en llegar allí, aunque condujera a una velocidad temeraria. Salvarle la vida a Astarte podía ser cuestión de minutos.
—Señora Astarte, ¿sigue ahí? —preguntó finalmente, hablando de nuevo al teléfono.
—Sí, querida. De momento. Ahora mismo está fuera de la casa. —Caxton oyó un estallido distante—. Ah, creo que acaba de romper la ventana de la cocina. No llegará a tiempo, ¿verdad?
—He mandado varias unidades. A lo mejor si ve que se acerca la policía, se marcha —dijo Caxton, esforzándose para dar la impresión de que se lo creía—. Voy a ir tan rápido como pueda. Enciérrese en algún lugar, si puede. Debemos frenarlo.
—Entonces, ¿cree que hablaba en serio cuando dijo que la única otra opción era la muerte? Sí, Laura, lo oigo en su voz. Es raro, siempre creí que cuando llegara mi hora, recibiría a la Parca con los brazos abiertos.
—Enciérrese en un lugar seguro, tan seguro como pueda —insistió Caxton—. ¡Estoy de camino!
Glauer subió corriendo la escalera y llegó al vestíbulo. No hizo falta que le contaran lo que sucedía. Cuando Caxton le hizo una seña y salió disparada hacia el aparcamiento, él la siguió.
Al llegar junto a su Mazda, éste estaba cubierto por una fina capa de nieve en polvo. No tuvo tiempo de limpiarla. Se metió dentro, cogió la sirena estroboscópica que guardaba para casos de emergencia, la colocó en el techo del coche y la enchufó al encendedor eléctrico. Su coche no disponía de sirena auditiva, pero por lo menos las luces evitarían que la parara la policía. Esperó a que Glauer se encajonara en el reducido espacio reservado para el copiloto, pisó el acelerador a fondo, salió del aparcamiento y se dirigió hacia la autopista. Los limpiaparabrisas apartaban rápidamente la nieve de su campo de visión, pero la ventisca se amontonaba de nuevo sobre el capó. Al llegar a la vía de aceleración, se abrió paso entre el denso tráfico típico de la hora punta (por una vez, la gente se apartaba al ver las luces de la sirena) y se colocó en el carril rápido, sentido noreste.
—Es la mujer de Jameson, su viuda, o lo que sea —explicó Caxton. Glauer no hizo preguntas, pero Caxton se dijo que debía de estarse preguntando adonde iban con tantas prisas—. Está en peligro.
Se arriesgó a apartar la vista de la carretera y mirarlo un instante. Glauer estaba pacientemente sentado, con la mirada fija al frente y las manos en el salpicadero para agarrarse cada vez que ella pisaba el freno.
—Por lo que he entendido, no le queda mucho tiempo.
Glauer echó un vistazo al indicador de velocidad.
—Llegaremos a tiempo —le prometió, aunque sabía tan bien como ella que se trataba de una afirmación muy optimista.
Caxton le pasó su teléfono móvil.
—Llame a la policía local y coordine la operación. Imagino que Bellefonte no contará con demasiados efectivos policiales, es un lugar muy pequeño. Aunque, ¿no hay una comisaría de la policía estatal por ahí?
Caxton abrió la tapa del teléfono.
—Sí, en Rockview Station. Queda a pocos kilómetros del pueblo.
Glauer hizo las llamadas pertinentes y puso a la gente en marcha. Antes de que hubieran cubierto la mitad del trayecto a Bellefonte, había mandado tres coches patrulla y había ya dos coches de la policía local aparcados frente a la casa.
—Nadie abre la puerta. Piden autorización para entrar a la fuerza. ¿Se la concedo? —preguntó.
«Si entran, lo más probable es que los mate», pensó Caxton. Por otro lado, sin embargo, si no lo hacían, era seguro que Astarte iba a morir.
—Sí —respondió—. Pero dígales… dígales que vayan con cuidado. Que actúen como si estuvieran asaltando un campamento lleno de fanáticos de las armas de fuego. Dígales que tendrán que defender sus vidas.
Al poco rato recibieron la confirmación de que los agentes de la policía estatal estaban asaltando la casa, mientras la policía local les cubría la espalda. Pasarían varios minutos antes de que volvieran a tener noticias, pero Caxton le quitó el teléfono a Glauer y lo sujetó contra el volante. Quería poder responder inmediatamente en cuanto volvieran a llamar.
Intentó concentrarse en la conducción. La carretera no estaba precisamente en condiciones óptimas: ráfagas de nieve cristalina cruzaban la calzada y había tramos helados cada vez que atravesaban un puente o un tramo de autopista abierto. El Mazda no estaba diseñado para ese tipo de conducción y a la velocidad a la que corría (ciento treinta por hora o más), iba a patinar en cuanto dejara de sujetar el volante con todas sus fuerzas.
Tuvo que reducir drásticamente la velocidad al cruzar State College. La carretera atravesaba la ciudad universitaria y Caxton no quería correr el riesgo de atropellar a un estudiante. Sin embargo, en cuando dejó atrás Nittany Malí, volvió a poner el coche al límite.
El teléfono vibró en su mano y a Caxton le faltó poco para perder el control del volante. Se dijo que no tenía tiempo de activar el manos libres, de modo que se llevó el teléfono al oído y lo sujetó con el hombro.
—Adelante —dijo casi gritando.
—¿Agente? —preguntó la voz al otro lado de la línea, en un tono ligeramente sorprendido—. ¿Agente Caxton?
Era una voz profunda y áspera que inicialmente no reconoció.
—Agente especial, en realidad. ¿Cómo están las cosas por allí?
—¡Te han nombrado agente especial! Vaya, eso es fascinante. Yo me pasé toda mi vida adulta pensando que era único, que nadie más podía cumplir mi misión. Sin embargo, en cuanto desaparecí, el destino se ha apresurado a llenar de nuevo el hueco. ¿Se ha cerrado ya el círculo por completo?
—Mierda, joder —dijo Caxton, que inmediatamente levantó el pie del acelerador. El miedo le impedía conducir tan rápido como hasta entonces—. Jameson, eres tú, ¿verdad?
—Ésa es una pregunta para los filósofos. Mi mujer parecía convencida de que no era así.
Caxton tragó saliva. Si era Jameson, si éste había logrado arrebatarle el teléfono al jefe del equipo de la policía estatal, significaba que habían pasado muchas cosas malas.
—Has ido a buscar a Astarte. Le has ofrecido lo mismo que a Angus, ¿verdad? Que se convirtiera en uno de los tuyos o muriera. Y también ella ha rechazado la oferta.
—Probablemente sea mejor que te mantengas alejada de mi familia durante un tiempo, agente especial. Imagino que te estarás dirigiendo hacia aquí en este preciso instante. Sería mucho mejor que dieras media vuelta y regresaras a tu casa. Aunque, naturalmente, ambos sabemos que no vas a hacerlo.
—Cuando llegue, ¿me estarás esperando? —le preguntó. No estaba segura de si quería que estuviera o no. La última vez le había disparado dos balas de nueve milímetros al corazón, pero no había servido de nada. ¿Harían falta tres? ¿Haría falta todo el cargador de su Beretta?
—Haré todo lo posible para no matarte, agente especial. Tengo un poderoso motivo para mantenerte con vida, pero como te empeñes mucho, no voy a poder responder de tu seguridad.
—No te muevas, ya estoy cerca —dijo Caxton, que notó el pulso en las sienes—. No te muevas y pondremos punto final a lo que empezaste. No querías convertirte en ese monstruo, Jameson. ¿Te acuerdas? Aceptaste la maldición sólo para hacer una última buena obra, para ser un héroe una vez más. Ahora ya es demasiado tarde para eso, pero las cosas no tienen por qué llegar más lejos. Aún podemos salvar parte de tu reputación.
Pero estaba predicando en el desierto. El teléfono pitó dos veces para indicar que la conexión se había cortado.
Caxton arrojó el teléfono y gritó al tiempo que aporreaba el volante con las manos. Glauer alargó la mano para mantener el control del coche, pero Caxton la apartó violentamente.
—No es necesario, estoy bien —refunfuñó.
No estaba bien, por supuesto. Más bien al contrario. Pero aún podía conducir.