Capítulo 43
Caxton se despertó. Su móvil estaba sonando. Intentó ignorarlo, pero el vibrador también estaba activado y el teléfono le repiqueteaba contra las costillas. Se incorporó en la silla.
Había sido una noche larga. Se había encargado de que un grupo de federales entraran en el apartamento de Simón y se incautaran de sus ordenadores. Entonces les había pedido que descargaran todo lo que quedara de los dos años de correspondencia entre el chico y la vampira. A lo mejor lograban sacar algo; era cierto que a veces las pistas aparentemente más inocuas podían cambiar el rumbo de una investigación. Sin embargo, pasaría tiempo antes de que lograran descubrir algo. Los informáticos se habían puesto manos a la obra, y Caxton comprendió que no iba a poder ayudarles en nada. Así pues, había regresado a la cárcel y montado guardia junto con todos los federales que había logrado movilizar en plena noche.
Pero no había sucedido nada.
Se había dormido a las cinco de la madrugada, sentada en una silla, en una sala en desuso cerca de las celdas de detención. A falta de una manta, se había cubierto los hombros con el abrigo. El teléfono estaba en uno de los bolsillos.
Intentó abrir los ojos, pero los tenía hinchados y pegados por el sueño. Se sentó con gran esfuerzo y su cuerpo protestó dolorosamente. Sus músculos estaban agarrotados y le dolían todas las articulaciones. Palpó el abrigo con una mano hasta que encontró el bolsillo donde estaba el teléfono. Entonces lo sacó y contestó.
—¿Diga? ¿Quién es? —preguntó. Fue lo único que le salió.
—Soy el marshal Fetlock. ¿Se encuentra bien?
Caxton se frotó los ojos con la mano libre. Se enderezó en la silla y decidió ignorar los quejidos de sus músculos.
—Sí, señor.
Entonces empezó a valorar la posibilidad de levantarse.
—He recibido un informe muy inquietante de la comisaría de Syracuse. Tenemos que hablar sobre su conducta. El agente especial Benicio asegura que usted entró en el apartamento de Simón Arkeley y lo registró de forma ilegal. ¿Es cierto?
—Había circunstancias apremiantes —respondió Caxton. Estrictamente, no era mentira. La vida de Simón corría peligro y ella sólo había forzado la puerta para protegerlo.
—Benicio no corrobora ese extremo —le anunció Fetlock.
Caxton se levantó. A continuación, lo más sencillo fue abalanzarse contra la puerta y abrirla de un empujón. Las celdas de detención estaban en el otro extremo del pasillo: tenía que ir a echar un vistazo.
—Señor, Simón está bajo mi custodia en estos momentos. —Se preguntó si debía contarle que el chico había confesado que había robado los documentos del archivo de los marshals, pero le preocupaba que Fetlock insistiera en que lo llevara hasta Virginia para entregarlo a las autoridades pertinentes. Eso era lo último que Caxton quería. Necesitaba tenerlo cerca, donde pudiera vigilarlo—. Además, no creo que tenga ningún interés en presentar cargos.
—Eso espero, por su propio bien. Caxton, no puedo tolerar ese tipo de comportamientos.
Había ocho celdas de detención, poco más que armarios grandes, distribuidas a ambos lados de un corto pasillo. Tan sólo había unas pocas ocupadas. Contó las celdas. Había encerrado a Simón en la tercera de la izquierda. Se acercó a los barrotes y echó un vistazo dentro. Ahí estaba el chico, durmiendo. Caxton vio como su pecho subía y bajaba. Seguía vivo.
—Señor —dijo entonces—, ¿puedo preguntarle qué hora es?
—Son las ocho y dos, según mi reloj —respondió Fetlock—. Pero no cambie de tema.
Caxton intentó en vano recordar a qué hora salía el sol.
—Dígame sólo otra cosa, por favor. ¿Ha salido ya el sol? —preguntó.
—Sí, agente especial. Ha salido. Pero…
—Uf, gracias a Dios —dijo Caxton. Eso significaba que había logrado sobrevivir otra noche. Que había pasado veinticuatro horas más sin disparar a nadie. Y, lo que aún era más importante, significaba también que hacía ya más de veinticuatro horas que no moría nadie—. Gracias a Dios —repitió—. Gracias a Dios.
Fetlock seguía hablando, pero Caxton apenas lo oía. Emitió sonidos de disculpa cada vez que le parecía necesario, pero no se tomó la molestia de justificar sus acciones. ¿Qué necesidad tenía de hacerlo? Raleigh y Simón estaban vivos, y el plan de Jameson para reclutar a más vampiros había fracasado. Podía mantener a sus hijos a salvo mientras se encargaba de encontrar su guarida, y cazarlo. Y donde lo encontrara a él, encontraría también a Malvern. Aún no había terminado. Aún necesitaría tiempo, trabajo y asumir más riesgos para acabar con los vampiros, pero había dado un paso importante.
Aunque, por supuesto, los vampiros no iban a dejarla saborear aquel momento triunfal sin ponérselo difícil.
Cuando finalmente logró deshacerse de Fetlock, el teléfono sonó de nuevo para decirle que tenía un mensaje de voz esperándola. La llamada se había producido a altas horas de la madrugada, poco después de que se durmiera. Reconoció el número al instante: era el teléfono que Jameson le había robado a uno de los policías muertos de Bellefonte.
Caxton se armó de valor y llamó a su contestador, preparada para volver a oír aquella cavernosa voz. Pero lo que oyó no era una voz masculina.
El mensaje era muy corto: «Protege al chico, Laura. Tengo planes para él.»
Era una voz claramente femenina, aunque tan ronca y rota que le costó bastante descifrar el mensaje. De hecho, al principio no lo entendía y no se le ocurría de quién podía tratarse. Entonces recordó que había oído aquella voz con anterioridad, tan sólo una vez, hacía más de un año. Era la voz de Justinia Malvern.
La vampira volvía a hablar. Jameson le había dado sangre suficiente para devolverle la voz. Eso quería decir que era tan sólo una cuestión de tiempo que pudiera volver a andar por sí misma.
No importaba. Caxton lo repitió una y otra vez. Los dos chicos estaban bajo custodia. Estaba progresando. Firmó los papeles necesarios para que soltaran a Simón bajo su responsabilidad. Salió con él de la comisaría y lo acompañó hasta el aparcamiento. El chico se mostró tan agradecido que casi daba pena. Había dejado de nevar por la noche y toda Syracuse estaba cubierta por un grueso manto blanco. A Caxton le dolían los ojos de sólo mirarlo. Se puso las gafas de sol y terminó encontrando el coche. Estaba enterrado bajo un palmo de nieve, pero la pintura roja se veía por aquí y por allí. Juntos, ella y Simón lo limpiaron y se metieron dentro. Su aliento se cuajó en los cristales y los dejó empañados.
Antes de llegar a la autopista, Caxton paró a desayunar en un restaurante de comida rápida. Resultó que Simón era vegetariano. No les resultó nada fácil encontrar una ensalada, pero al final se conformó con una que tenía unas hojas de lechuga arrugada y varias tiras de pollo frito que podía apartar. Las fue dejando encima de un pañuelo que dobló meticulosamente.
Caxton echó un vistazo al asiento trasero del Mazda y vio todos los envoltorios y las bolsas que había allí detrás. Ninguno de los dos dijo nada.
Las quitanieves habían limpiado la autopista y habían esparcido una gruesa capa de sal. El asfalto estaba húmedo y brillante, pero las cadenas de las ruedas funcionaban a la perfección.
Poco después del mediodía llegaron a Harrisburg y se dirigieron a la jefatura de policía. Caxton entró en el edificio acompañada por Simón y empezó a buscar a Glauer. Lo encontró en la sala de reuniones de la USE, colgando una fotografía de Violet, la amiga de Raleigh, en el apartado PATRÓN VAMPÍRICO N°. 1. En la foto, la chica llevaba una sudadera negra cuya cremallera bajada dejaba ver un generoso escote, y pirsins en la nariz y en las orejas. No se la veía nada feliz, no se parecía en nada a la chica sonriente del jersey ancho que Caxton había visto morir en el convento.
—¿De dónde la ha sacado?
—De los padres de la chica. Accedieron a incinerarla, por cierto. Lo hicieron ayer por la noche, con urgencia.
—Bien —dijo Caxton—. Aunque probablemente no era necesario. Jameson sabía que estaríamos vigilando el cuerpo, y que si la llamaba de entre los muertos, podríamos interrogarla.
—Bueno —dijo Glauer, que escribió el nombre de la chica en la pizarra con rotulador permanente: VIOLET HARMON. Caxton ni siquiera sabía su apellido.
—He traído a Simón de una pieza —dijo Caxton, y presentó al policía grandullón y al chico.
—Lamento mucho todo lo sucedido —dijo Glauer, tomando la mano de Simón entre las suyas—. Le prometo que hicimos todo lo que pudimos para salvar a su madre.
—No lo dudo —respondió Simón.
—Oiga, su hermana está aquí. ¿Quiere verla?
El chico frunció el ceño.
—¿Para qué? —preguntó. Entonces sacudió la cabeza, como para aclararse las ideas.
—Debería hablar con ella sobre lo sucedido —dijo Glauer y le dio unas palmaditas en el hombro—. La familia debe estar unida en un momento como éste. El amor y el apoyo mutuo lo son todo en los momentos de dolor.
Simón se encogió de hombros.
—Es que nunca antes he hecho de hermano mayor.
—Bueno, aguarde un momento en la sala de espera —dijo Glauer, señalando la puerta. Cuando Simón salió de la sala, el policía se volvió hacia Caxton y puso los ojos en blanco—. Caramba, el chico está casi peor que usted.
—¿Cómo se supone que me debo tomar eso? —preguntó Caxton que, sin embargo, le sonrió. Nada podía echar a perder su buen humor. Cuando vio que Glauer no iba a responder, salió con él al pasillo—. Veo que aquí siguen todos vivos —dijo—, por lo que imagino que Jameson no atacó anoche.
—No, no lo hizo —confirmó Glauer—. Y debo admitir que fue un alivio. Por lo que me había contado, me había hecho a la idea de que una noche con Raleigh sería un infierno, pero al final nos lo pasamos bastante bien.
—¿En serio? —preguntó Caxton, sonriendo de oreja a oreja—. Es un poco joven para usted, ¿no?
Glauer se ruborizó pero le aseguró que no había sucedido nada de lo que insinuaba.
—Se aburrió bastante pronto, y no me extraña. ¿Qué va a hacer una chica de diecinueve años que tiene que pasar la noche en una comisaría? Jugamos al Scrabble…
—¿Y quién ganó? —preguntó Caxton.
—Ella. Con «chasma» en una casilla de triple de palabra. Yo se la cuestioné, porque no la había oído nunca antes, pero resulta que es un término de astrogeología para designar una depresión planetaria. Después le ofrecí una visita guiada al edificio: la oficina de comunicaciones, la unidad de delitos informáticos, la sala de pruebas, el garaje…
—¿Y le dejó ponerse su sombrero?
Glauer volvió a ruborizarse, pero no respondió a la pregunta. Subieron la escalera hacia el ala de los dormitorios, donde los agentes que no estaban de servicio dormían entre turnos.
—Logré mantenerla despierta hasta bastante tarde. Yo no he dormido nada, naturalmente, porque estaba de guardia. Ella sigue durmiendo, creo, o por lo menos no ha vuelto a salir de ahí —dijo, señalando una puerta. Levantó la mano para llamar, pero se detuvo en el último momento—. No sé, a lo mejor deberíamos dejarla dormir un poco más.
—Es casi la una —dijo Caxton—. Si duerme más, esta noche no va a poder pegar ojo. Adelante.
Glauer llamó tímidamente y esperó. Al ver que no obtenía respuesta, volvió a llamar, ahora con más determinación. Para cuando Caxton empezó a fruncir el ceño, ya había llamado tres veces sin obtener respuesta.
—Abra —le dijo.
Glauer giró el pomo y empujó la puerta. Las cortinas de la ventana que comunicaba con la habitación contigua estaban corridas y la habitación estaba iluminada por el brillo de un televisor sin sonido, que proyectaba una luz azulada sobre todas las cosas. Sin embargo, Caxton se dio cuenta enseguida de que ni siquiera eso podía explicar por qué Raleigh tenía los labios tan morados y la cara tan pálida. Entró corriendo y colocó una mano encima de los labios y la boca de la muchacha.
—No respira —dijo y se volvió hacia el policía, que estaba inmóvil en el umbral de la puerta, incapaz de hacer nada más que dirigirle una mirada atónita.