Capítulo 15
—¡Sí! ¡Sí, ya lo creo! —exclamó Caxton—. Muchas gracias por llamarme. ¿Puedo preguntarle quién le ha dado mi número?
Al parecer lo tenía todo el mundo. Incluso Malvern.
—Desde luego —respondió Astarte—. Fue mi hijo, Simón. Estaba muy interesado en que hablara con usted. Al parecer, creía que yo podría apelar a su clemencia y convencerla para que desistiera de su desesperada persecución. Le respondí que no tenía intención de hacerlo.
Caxton aparcó en la calzada. Aquella llamada era importante y necesitaba estar concentrada.
—Me alegra oírle decir eso. Tengo que contarle algo, señora Arkeley, algo bastante turbador.
—En ese caso me alegro de estar sentada. Adelante, por favor.
Caxton se masajeó la frente.
—Anoche Jameson mató a su propio hermano. Mató a Angus. Yo estaba allí.
—Qué pena. Supongo que el vampiro intentó matarla a usted también. Es lo que suelen hacer, por supuesto.
—En realidad… —dijo Caxton, pero se detuvo a media frase. No sabía casi nada sobre Astarte y no tenía ni idea de hasta dónde podía confiar en ella. Sin embargo, decidió que era mejor equivocarse por exceso—. En realidad, no. Fui yo quien intentó matarlo a él.
—Es lo que se supone que debe hacer.
—Sí, desde luego que sí. Intenté matarlo, pero no pude. Es más fuerte de lo que yo esperaba. De hecho, es más fuerte que cualquier otro vampiro que haya visto. Podría haberme matado fácilmente, con sus propias manos, pero no lo hizo. Dijo que me debía algo. Usted no sabrá por casualidad a qué podía referirse, ¿verdad?
—No tengo ni la más remota idea.
—Vale. De acuerdo. Oiga, me gustaría mucho conocerla. Hoy, a ser posible. Me gustaría que nos sentáramos y habláramos sobre Jameson y la última vez que lo vio. ¿Cree que será posible?
—No, no lo creo —respondió Astarte.
—Es muy importante, señora. Ha muerto ya una persona y morirán muchas más. Sabiendo que está usted pasando el duelo, no se lo pediría si no creyera que puede servir para salvar vidas.
—Eso no lo dudo. Es tan sólo que no siento ningún interés particular en seguir hablando con usted. Sólo la he llamado por cortesía.
—Su marido está matando a gente —dijo Caxton, intentando no gritar.
—Permítame que corrija un malentendido. Dudo mucho que se haya iniciado en la doctrina secreta de la teosofía, de modo que trataré de explicarme. La criatura asesina a la que usted intenta cazar no es mi marido. Este dejó de existir en este plano desde el momento en el que se quitó la vida. Su alma se perdió. Como consecuencia, sufrirá una regresión en su camino que lo llevará a reencarnarse en un insecto o, con suerte, en alguna planta. Es una lástima, yo esperaba que él y yo podríamos evolucionar juntos, pero ahora eso ya no es posible. Es probable que su cuerpo siga moviéndose y operando como antaño, pero no es Jameson, no forma parte del ser verdadero que un día se llamó Jameson. ¿Lo entiende?
Caxton golpeó violentamente el volante.
—¡No!
—Ya me lo temía. Tal vez con los años aprenda a contemplar su interior. Y ahora me temo que tengo que marcharme. Como no volveremos a hablar nunca más, quisiera darle las gracias.
—¿Las gracias? ¿Por qué?
—Por hacer más agradable el último año de vida de Jameson. El placer físico que usted le brindó debió de proporcionarle algún tipo de consuelo. Estoy segura de que también usted recibió algo de esos apareamientos, desde luego. Si mal no recuerdo, mi marido era un amante experto y apasionado.
Caxton se tapó la boca con la mano para sofocar una carcajada.
—¿Cree que me acostaba con él? Pero mujer…
—Es una historia antiquísima, agente. Si se coloca a un hombre y una mujer ante una situación peligrosa, se sentirán mutuamente atraídos como dos imanes. De nada sirve fingir que no fue así, querida. Yo ya los he perdonado a los dos. De verdad. Que tenga un buen día.
El teléfono rechinó con el anticuado sonido de un auricular que se posa sobre el receptor.
—¡¿Imanes?! ¡Sí, claro, sólo que este imán es una lesbiana, ¿no te jode?! —gritó Caxton, como si Astarte aún pudiera oírla. Le pegó otro puñetazo al volante y finalmente, cuando terminó de echar chispas, volvió a incorporarse a la carretera.
Astarte no iba a hablar con ella, no quería ayudarla. Bueno, por lo menos ella y Clara tendrían de qué reírse durante la comida. No se acordaba de la última vez en que se habían reído juntas por algo.
Fue volando hasta la jefatura de la policía estatal de Pensilvania en Harrisburg y dejó el coche en el aparcamiento de detrás del edificio. Había varios agentes almorzando en una mesa de picnic junto a la puerta trasera, hombres con la cabeza rapada y chaquetas de uniforme con el cuello de borreguillo. Sus sombreros de ala yacían en el banco. Comían bocadillos de jamón y queso provolone, y a Caxton se le empezó a hacer la boca agua en cuanto los vio. No había comido nada en todo el día y aunque su siesta matutina hubiera alterado ligeramente su percepción del tiempo, no había logrado convencer a su estómago de que no tenía hambre.
—Agente —dijo uno de los hombres al verla. Se puso de pie, aunque no la saludó—. Hemos oído lo de anoche, tan sólo queríamos…
—Estoy bien, gracias —respondió Caxton sin apenas aminorar la marcha.
Abrió la puerta y entró en el edificio, donde la recibió una oleada de aire caldeado de calefacción. Hasta que estuvo dentro no se dio cuenta del frío que hacía fuera. De pronto notó las manos heladas y ateridas, y empezó a frotárselas hasta que le dolieron.
En el sótano encontró a Glauer organizando la biblioteca de la sala de reuniones. Se notaba que no tenía nada mejor que hacer. Lo saludó y se metió en su despacho, al final del pasillo. Era un cuartito atestado y las paredes estaban pintadas de un blanco reluciente, aunque la pintura se había desconchado y dejaba a la vista el feo color beige de debajo. Tenían el mismo color y la misma textura que las galletitas de arroz. Unas tuberías recubiertas con aislante cruzaban el techo y una de las paredes. Desde que el otoño se había convertido en invierno, de vez en cuando había goteras sobre su escritorio y (lo que era más peligroso) sobre la pantalla del ordenador. Lo único que había en las paredes era el certificado que le habían entregado al licenciarse en la academia y que la convertía oficialmente en agente estatal. Se le ocurrió que a lo mejor los federales iban a entregarle también uno por su ascenso a agente especial.
Acababa de sentarse en el escritorio y había empezado a revisar el correo electrónico cuando llamaron a la puerta. Estaba leyendo un correo electrónico muy largo de los marshals, donde le explicaban a qué tipo de seguro médico tenía acceso.
—Adelante, Glauer —dijo sin apartar los ojos de la pantalla.
Pero las manos que le cogieron los hombros desde detrás eran manos de mujer, cuyos dedos pequeños y delgados empezaron a masajearle los músculos y a aliviarle la contractura del cuello.
Caxton dejó caer la cabeza hacia delante y se concentró en disfrutar del masaje.
—Eres fantástica —le dijo—. Nunca me había sentido tan bien.
Clara se rió y a continuación la cogió por la barbilla, le levantó la cabeza y le dio un apasionado beso.
—Si me invitas a comer más a menudo, puedo ofrecerte algo incluso mejor —dijo Clara, pero entonces su carita se enturbió—. Deberías llamarme cada día a una hora en concreto para decirme que estás bien.
—Y si un día me retrasara, te preocuparías aún más que ahora —respondió Laura, que obligó a su compañera a sentarse en su regazo y frunció el ceño—. Ha sido bastante horrible, seguro que has oído los detalles. Pero sé lo que me hago.
—¿Y esto? —preguntó Clara.
Caxton bajó la mirada y vio que Clara acariciaba con un dedo la insignia que llevaba en la solapa.
—Ahora soy agente especial —dijo—. Trabajo para los marshals. Según parece, eso me convierte en vaquera honorífica.
—Agente especial… Como él, fíjate.
Pero Laura meneó la cabeza.
—Es un simple formalismo, en serio. Ahora tengo jurisdicción federal y puedo invertir el dinero de los contribuyentes en la investigación. Es una herramienta, algo que me ayudará a hacer mi trabajo.
—Primero te puso en peligro y te usó como cebo para vampiros. Luego te convirtió en una chica dura, una auténtica caza-vampiros. Pero es que ahora te estás convirtiendo en él de verdad. A lo mejor también terminas haciendo lo que sea con tal de seguir luchando, aunque sea algo horrible…
—No, no, no —dijo Laura, que abrazó a Clara con más fuerza y escondió la cara en su cuello—. No es eso.
Pero sí lo era, desde luego. Tenía que parecerse cada día más a Jameson. Tenía que hacerlo. Porque la alternativa era que la mataran de alguna forma estúpida o, peor aún, dejar escapar a los vampiros.
—Vamos a comer, anda, que ya son las dos. —Clara se apartó y se levantó. Se apoyó en la puerta del despacho y ni siquiera miró a Laura—. ¿Sabes ya adonde quieres ir? ¿Qué me dices del restaurante griego?
Laura se mordió el labio inferior. Había recibido el mensaje que le estaba mandando Clara: la conversación había finalizado. A partir de aquel momento no iban a hablar más que de cotilleos y trivialidades, y no iban a abordar ninguno de sus problemas reales. Ella también sabía jugar a aquel juego.
—Es demasiado caro, ¿no?
—Teniendo en cuenta la frecuencia con la que salimos a comer, yo creo que nos lo podemos permitir.
Laura se levantó y empezó a guardar sus armas más letales en el armario que había junto al escritorio: la pistola, el spray de pimienta y la porra plegable. Lo único que iba a necesitar durante la comida era la cartera y el móvil.
—En realidad he estado pensando en eso —dijo entonces Caxton—. Y se me ha ocurrido una forma de comer juntas casi cada día.
Salió al pasillo detrás de Clara, que se volvió y le dirigió una mirada de desconfianza combinada con una media sonrisa.
—¿En serio?
—Sí —empezó a decir Laura, pero justo en ese momento Glauer llegó corriendo por el pasillo.
—Tiene que echarle un vistazo a esto —insistió y le puso una pesada bolsa de plástico en los brazos, con tanto ímpetu que casi la hace caer de espaldas. Caxton miró en el interior de la bolsa y vio que contenía tres libretas de espiral. Una de ellas, la que estaba encima, tenía una mancha de sangre seca.