Capítulo 5

—Yo sigo pensando que es muy mala idea. ¿Se supone que esto tiene que servir para consolar a la familia o para burlarse de ella? —le preguntó Laura a Vesta Polder.

Fue Urie quien respondió:

—Esto es para ti, hum.

—¿Cómo?

—Para que te hagas a la idea de que no es humano. Para que así, cuando vuelvas a encontrarlo, no tengas la tentación de pensar que sigue siendo el de siempre.

Laura sacudió la cabeza, desconcertada. No tenía capacidad para entenderlo por sí sola. Habría hecho más preguntas, pero estaban ya demasiado cerca del trío que los esperaba junto a la lápida.

Se quitó las gafas de sol con toda la calma de la que fue capaz y estudió, la lápida. Era sencilla, de piedra, y la inscripción rezaba:

JAMESON ARKELEY 12 DE MAYO DE 1941 - 3 DE OCTUBRE DE 2004

Se dijo que se alegraba de que, por lo menos, no dijera «Descanse en paz», ni incluyera ninguna explicación sobre cómo había vivido, muerto o renacido. El nombre y las fechas, sin más, tenían cierta dignidad, pero a pesar de las ganas que tenía de encontrar a Arkeley y acabar con él, no se la envidiaba. La fría forma de la piedra y su sólida presencia la calmaron un poco, lo suficiente como para levantar la mirada y echar un vistazo a todas aquellas personas que la observaban pacientemente. El más viejo de los tres (Angus, el hermano de Arkeley) tenía aquella cara arrugada que tan bien conocía Caxton, aunque sus ojos desprendían una alegría que los de Arkeley no habían poseído jamás. El hombre sacudió la cabeza y murmuró un comentario de cortesía que Caxton no logró captar. Los dos hijos iban vestidos de forma bastante más conservadora que su tío y su expresión guardaba cierto parecido con el individuo cuyo nombre figuraba en la lápida que había a sus pies.

—Eres Raleigh, ¿verdad? —preguntó Caxton y le tendió una mano a la hija de Arkeley, que asintió, pero no le devolvió el gesto. Llevaba un vestido negro holgado y un abrigo grueso que le caía como una tienda de campaña. No llevaba maquillaje y sus párpados y pestañas eran casi tan incoloros como su vestido—. Hemos hablado por teléfono.

—Hola, agente. Me alegro de conocerla.

—Igualmente. Y tú debes de ser Simón —dijo entonces Laura volviéndose hacia el hijo de Arkeley—. Mi más sincero pésame.

—Mi padre no está muerto —replicó éste—. ¿Podemos acabar ya con esta farsa? Tengo que regresar a la residencia universitaria esta noche y es un largo viaje en tren.

Simón Arkeley tenía unos rasgos angulosos y pálidos, una nariz larga y delgada, y ojos rasgados. Iba mal peinado y llevaba un traje azul pastel que no parecía lo bastante grueso para el tiempo que hacía.

—Estás estudiando en Syracuse, ¿verdad? —le preguntó Caxton—. ¿Qué carrera?

—Biología —respondió él, mirándola fijamente a los ojos.

—Ya estamos todos —anunció Urie Polder.

Laura se dio cuenta de que se encontraba justo delante de la lápida. Si hubiera habido una tumba, la habría estado pisando.

Los demás estaban a su alrededor. Caxton retrocedió unos pasos y se colocó entre Clara y Patience. La niña la cogió de la mano.

Vesta Polder dio un paso al frente y levantó las manos, cuyos dedos lucían con decenas de anillos idénticos. Poco a poco se retiró el velo de la cara y Laura se dio cuenta de que la mujer no había dicho una sola palabra desde que la habían recogido. Todos, incluso Simón, la observaron mientras se levantaba el velo, lo alisaba sobre sus hombros y se soltaba el pelo rubio. Tenía los ojos cerrados.

Cuando los abrió, presentaban un aspecto terrible, los tenía rojos e hinchados, como si hubiera estado llorando, aunque había en ellos un brillo febril. Se volvió. Con los labios apretados, fue mirando a todos los presentes, también a Urie y Patience, uno a uno, hasta que éstos apartaban la vista. Entonces empezó a hablar.

—Antiguamente —dijo con voz alta y clara— no se celebraban funerales en invierno. Si un hombre moría en invierno, envolvían su cuerpo en una sábana y lo dejaban en la bodega, donde hacía más frío, hasta que los árboles empezaban a brotar.

Raleigh frunció el ceño.

—¿Y eso por qué? ¿Porque el invierno traía mala suerte?

Vesta Polder no pareció molesta por la interrupción.

—No, porque el suelo era demasiado duro para cavar. Antiguamente todas las tumbas se cavaban con pico y pala. Un hombre habría podido partirse la espalda tratando de cavar en el suelo helado. Pero ahora tenemos excavadoras y las tumbas se abren durante todo el año. Sin embargo, aquí no hay ninguna tumba, sólo una lápida. Aunque en realidad tampoco es una lápida, sino un cenotafio.

—¿Qué es un cenotafio? —preguntó Patience.

Vesta no le sonrió a su hija y ni siquiera la miró.

—Es un monumento funerario dedicado a un hombre cuyos restos yacen en otra parte. Esta piedra nos recuerda a un hombre que ha muerto, un hombre que merece ser recordado. Jameson Arkeley dedicó su vida a proteger a los demás, a proteger a la humanidad. Su sacrificio se conmemora aquí.

Su sacrificio. Laura se mordió el labio y no dijo nada. Arkeley había quedado lisiado y a partir de aquel momento había sido incapaz de conducir o de hacerse el nudo de la corbata. Había sufrido esas heridas luchando contra los vampiros. Pero al aceptar la maldición se había convertido de nuevo en un ser fuerte y completo. Es posible que en su momento él mismo creyera también que estaba haciendo un sacrificio, pero a estas alturas lo más posible era que considerara su estado como un don. Había tenido la oportunidad de darle a su muerte un significado: después de salvarle la vida a Caxton, habría podido presentarse ante ella y dejar que le disparara una bala al corazón. Eso sí habría sido un verdadero sacrificio.

Pero en lugar de eso había optado por huir y esconderse. A lo mejor creía que podía resistirse a la maldición. El hombre junto al que había trabajado habría sabido que no era así, pero la maldición podía ser muy persuasiva. Su sacrificio había sucumbido a la sed de sangre, a la gula de la sangre.

—Además, podemos interpretar este cenotafio como una advertencia. Una advertencia de lo que él aún es —dijo Vesta, volviéndose hacia Caxton. Entonces alargó aquellas manos cubiertas de anillos y Caxton se las tomó. Vesta la miró a los ojos—. Es una advertencia y un aviso para ti, agente. Hemos dispuesto este lugar para que él pueda descansar. Hemos preparado una hermosa tumba para este hombre. Ahora es responsabilidad tuya llenarla.

A Caxton se le cayó el alma a los pies. Abrió la boca para responder, pero ¿qué iba a decir? No había nada, no había palabras. «Estoy trabajando en ello» habría estado fuera de lugar, y «haré lo que pueda» tampoco habría sido adecuado.

—¡No! —exclamó Simón, que agarró a Vesta por el brazo y la apartó de Caxton. La anciana se tambaleó como si le hubieran dado un puñetazo en la boca. Por un segundo, Caxton sintió que le rodaba la cabeza, pero se recuperó pronto. Se interpuso entre Simón y Vesta, y se llevó al chico lejos de la tumba y del círculo de dolientes.

—¿A qué ha venido eso? —le preguntó entre dientes mientras se lo llevaba donde nadie los oyera.

—¿Por qué ha permitido que esa mujer hablara de ese modo de mi padre?

—Porque es una buena amiga y, además, tiene razón.

—No quiero que mate a mi padre —dijo entonces el chico, sin más.

Caxton sacudió la cabeza.

—Ya no es tu padre, es un vampiro. No sé si entiendes lo que significa eso…

Simón soltó una carcajada seca que no contenía ni una pizca de humor.

—… Y mi trabajo es cazarlo. Y voy a hacerlo. ¡Representa un peligro para la comunidad, para todo el mundo!

Simón reflexionó un momento antes de responder:

—Dígame algo. Y no le pido opiniones, sólo hechos, ¿de acuerdo? ¿Tiene alguna prueba de que mi padre le haya hecho daño a un solo ser humano? ¿Ha encontrado algún cuerpo?

—Bueno, no, pero…

—Pues déjelo en paz, joder.

Le dio la espalda y empezó a alejarse. Caxton quiso amarrarlo por el brazo, pero Simón se desembarazó fácilmente de ella. Casi esperaba que se echara encima de Vesta Polder, pero el chico pasó de largo del grupo y se dirigió hacia donde estaban los coches.

—Tengo que marcharme —gritó, y se cruzó de brazos.

No tenía nada más que decir.