Capítulo 45
Caxton había estado preocupada por Simón. Creía que Jameson iría a por él, que le ofrecería convertirse en vampiro y que el chico diría que sí. Ni siquiera se le había ocurrido pensar que pudiera ser Raleigh, aquella chica tímida y frágil a la que Jameson había tenido que salvar y meter en un lugar tranquilo y apartado del mundo.
Cogió las páginas amarillas y empezó a llamar. Necesitaba una incineración de emergencia, antes de las cuatro y media. Para eso faltaban poco más de dos horas. Las tres primeras funerarias a las que llamó ni siquiera ofrecían incineraciones. No era una categoría que apareciera listada en las páginas, de modo que debía llamar a las funerarias al azar. Llamó al cuarto número y contestó un hombre muy educado y comprensivo que, aun así, le dio a entender que era imposible.
—Necesitaría la aprobación de un familiar inmediato.
—Pertenezco a los marshals —dijo Caxton—. ¿Puedo ordenar una incineración sin permiso?
—No, a menos que trabaje para Sanidad. De otro modo, necesitará la aprobación de la familia.
—El hermano es el único que queda. Lograré que diga que sí.
—¿Lo logrará? Sepa que este negocio tiene sus normas —dijo—. Aunque el hermano dé el sí, necesitaré un certificado de defunción.
—Ya le prometo yo que el cadáver está bien muerto.
Aquel hombre tan educado tosió, un sonido que, si quería, Caxton podía interpretar como una risa. Al parecer, en la industria funeraria uno aprendía a ser diplomático, pero Caxton sabía que tenía la batalla perdida. No iba a haber incineración sin un certificado de defunción y para conseguirlo tenía que esperar a que llegara el juez. Si decidía esperar y luego tenía que ir hasta la funeraria, era muy posible que llegara demasiado tarde.
Glauer y Simón se alternaron para intentar quitarle de la cabeza lo de la incineración. El policía decía que no era necesario, que la muerte de Raleigh había sido un accidente y que, de todos modos, Jameson no había tenido ocasión de transmitirle la maldición.
—Usted estuvo con ella todo el tiempo —dijo—. Oyó todo lo que decían.
—La maldición puede transmitirse tan sólo con una mirada. Basta con eso —insistió Caxton.
—Pero ¿no recuerda que la maldición debe transmitirse en silencio? Justinia Malvern incluso lo describió como «el rito silencioso». Si estaban hablando, no pudieron hacerlo.
Caxton pensó que era un buen argumento, pero no la convenció.
—Podría haberle pasado la maldición en cualquier otro momento, mucho antes de que yo llegara. Raleigh me dio su palabra de que no había tenido contacto con él desde hacía seis meses, pero ¿y si mentía?
Le llegó el turno a Simón.
—Ella nunca habría hecho algo así —le contó—. La sangre le producía verdadero pavor. De niños, si se hacía un corte en la rodilla, se escondía debajo de la cama.
—Pues no parecía que les tuviera mucho miedo a las jeringuillas. Y donde hay jeringuillas, hay sangre —respondió Caxton—. Debía haberlo superado.
Nadie logró convencerla porque Caxton no podía permitirse que la convencieran. Salió precipitadamente de la sala, cruzó el pasillo y llegó a una sala donde había varios agentes alrededor de una serie de máquinas de tentempiés.
—Ustedes cuatro, vengan conmigo —ordenó y se dirigió hacia la entrada del edificio. En el aparcamiento hacía frío y estaba nevando. No se trataba de una tormenta de nieve como la que había presenciado en Syracuse, apenas caían unos pocos copos, pero aun así tuvo que subirse el cuello del abrigo—. Vamos —dijo y los condujo a la parte trasera del edificio. Allí había varios contenedores llenos de la sal que se usaba en las carreteras y un cobertizo donde se guardaban las barreras de tráfico de emergencia. Abrió los portalones del cobertizo e hizo entrar a los cuatro agentes. Dentro había cientos de vallas pintadas con pintura reflectante blanca y amarilla. Les pidió a los agentes que cogieran una cada uno y ella misma hizo lo propio. Pesaba mucho, pero eso era lo de menos.
En el aparcamiento, les pidió a los hombres que amontonaran las vallas y colocó la suya encima. El montón resultante era algo irregular. A Caxton no le pareció suficiente.
—Más —dijo, y regresó al cobertizo.
Uno de los agentes le preguntó qué estaban haciendo, pero ella le dijo que cogiera una valla y que se callara. El hombre obedeció. Arrastraron la carga hasta el aparcamiento y la añadieron ruidosamente al montón. Mandó a los hombres a por más y, entre tanto, subió a lo alto del montón y empezó a saltar con rabia. Algunas cedieron. Los hombres trajeron más vallas y ella les ordenó que las amontonaran y trajeran más.
Glauer y Simón estaban junto a la puerta, observando la escena. Imaginó que sabían qué se proponía, pero no le importaba. Mientras no intentaran detenerla, le daba lo mismo. Cuando los agentes se acercaron de nuevo, refunfuñando entre sí, con más madera, Caxton asintió con la cabeza y reordenó el montón para que fuera más simétrico.
—Vale —dijo—. Usted, vaya al parque móvil y traiga el bidón de gasolina más grande que pueda conseguir. Ustedes dos, regresen al edificio. En una de las camas encontrarán un cadáver. Envuélvanlo con una sábana y tráiganlo aquí.
Si la funeraria se negaba a hacerlo, ella misma se encargaría de incinerar los restos de Raleigh. Volvió a subirse al montón de madera y se puso a saltar otra vez, intentando conseguir una pila más uniforme.
—Caxton —dijo Glauer por fin. Estaba justo detrás de ella—. Caxton, esto es una locura.
—¿En serio? Ahí dentro hay una chica que a las cuatro y media podría despertar convertida en una vampira, sedienta de sangre. Ya ha visto de qué son capaces y sabe tan bien como yo que nunca son tan fuertes como en el momento en que despiertan.
—Pero está dando por sentado que…
—No, no estoy dando por sentado nada —lo interrumpió ella—. Tan sólo me estoy preparando para una eventualidad. Y, considerando el riesgo que corremos, sería una estupidez no hacer esto. Si tienes dos opciones, una que va a hacer feliz a todo el mundo y otra que no es estúpidamente peligrosa, eliges la segunda. Eso me lo enseñó Jameson.
—Escuche, existe una posibilidad de que despierte, pero también existe la posibilidad de que traumatice a Simón de por vida. ¿Por qué no…?
—Admito que existe una posibilidad. Pero yo me niego a especular, Glauer. Y ahora, ayúdeme a traer el cuerpo hasta aquí o desaparezca de mi vista.
Glauer quiso cogerle el brazo, pero Caxton se revolvió y le golpeó la muñeca con fuerza. Glauer se alejó, agitando el brazo dolorido. La muerte de Raleigh había sido culpa suya, él había permitido que se suicidara. Si volvía a dirigirle la palabra, Caxton iba a golpearlo en otro lugar, en la cara o tal vez en el estómago.
Los agentes trajeron el cuerpo. Lo habían envuelto en una sábana blanca y luego le habían rodeado la cabeza y los pies con cinta adhesiva para que no se destapara. Dos agentes lo depositaron con cuidado encima del montón de madera y, siguiendo las órdenes de Caxton, otro roció el cuerpo y la madera con gasolina. A Caxton se le ocurrió que alguien debía decir unas palabras, pero cuando llamó al capellán de la jefatura, éste se negó a intervenir. Caxton no tenía ni idea de qué decir.
En una papelera encontró un periódico viejo y lo arrugó entre las manos. Entonces se volvió hacia los agentes que la habían ayudado.
—¿Quién de ustedes fuma? Necesito un mechero.
Los agentes se la quedaron mirando.
—¿Se van a rajar ahora? ¡La acaban de rociar con gasolina! ¿Qué creían que iba a hacer?
Alguien le puso una mano en el hombro. Caxton se revolvió, dispuesta a sacarse a Glauer de encima, pero no era él. El marshal Fetlock la miraba con una expresión horrorizada en el rostro.
—Deténgase —dijo.
Caxton pensó en golpearlo.
Logró contenerse, aunque no le resultó fácil.
—¿Quién coño lo ha llamado? —preguntó, mirando a los agentes que tenía a su alrededor. Todos la estaban mirando, unos con expresiones más incómodas que otros—. ¿Glauer? ¿Ha sido usted? Porque si es así…
—Deténgase —insistió Fetlock.
—Marshal —dijo Caxton, intentando que su voz sonara serena y razonable—, esta chica puede estar infectada con la maldición vampírica. Si no destruimos su cuerpo antes de que anochezca, es posible que regrese de entre los muertos. Yo no lo he visto nunca, por lo que sólo puedo fiarme de lo que en su día me contó Jameson. Los vampiros renacen dotados de mucha fuerza. Regresan con ganas de matar.
—Deténgase —dijo Fetlock—. Atrás.
Quería que se apartara. Caxton retrocedió un paso de la pira, y luego otro más. Fetlock le tendió la mano, con la palma hacia arriba, y Caxton dio un tercer paso. Entonces dejó caer el periódico al suelo.
Se volvió hacia Simón, que la miraba como si esperara que en cualquier momento fuera a salir corriendo hacia la pira y le prendiera fuego. Caxton había considerado esa posibilidad.
—Simón Arkeley —dijo Fetlock—, ¿ésa es su hermana? No vamos a incinerarla hoy.
—Usted es el jefe de Caxton, ¿verdad? —preguntó Simón.
—Eso es, hijo. —Fetlock se volvió de nuevo hacia Caxton aunque seguía hablando con Simón—. Lamento mucho su pérdida.
—Sí, bueno. La verdad es que no he tenido tiempo de asimilar…
—Pero a lo mejor podría regresar al interior de la jefatura de policía —lo interrumpió Fetlock— y dejar que la policía haga su trabajo, ¿de acuerdo? Glauer, encárguese de él.
Glauer se llevó al chico adentro.
—Bueno —dijo Fetlock y se acercó a Caxton—. Así está mucho mejor.
Se le acercó tanto que podría haberle dado un bofetón. Pero no lo hizo. En lugar de eso, le dijo:
—Devuélvame la estrella.