Capítulo 28

La cena en el convento resultó de lo más sencilla: una ensalada de lechugas variadas, un caldo vegetal y un pan sumamente integral que Caxton mascó y mascó hasta que estuvo lo bastante blando para tragarlo. Estaba sentada en una larga mesa con veinte chicas, todas vestidas con aquella ropa holgada que las cubría del cuello a los tobillos. Al parecer, la ropa atractiva era una distracción y, por lo tanto, había que evitarla dentro del refugio. Ninguna de las chicas pronunció una sola palabra durante la cena, pero no cesaron de mirar a Caxton con ojos como platos, sin duda preguntándose qué hacía allí. Raleigh estaba sentada en el otro extremo de la mesa, pero no establecieron contacto visual en todo el rato.

En el comedor había varias ventanas altas, en forma de arco, a través de las cuales tan sólo se veía la oscuridad. Si Jameson entrara por una de ellas, si eligiera aquel momento para atacar a su hija, Caxton no podría hacer gran cosa para detenerlo. En la oscuridad, Caxton estaba en franca desventaja. Para ella, el comedor era una caverna inhóspita y en penumbra. Un vampiro, en cambio, lo vería tan iluminado como un árbol de Navidad, pues, a sus ojos, la sangre humana brillaba con luz propia incluso en la oscuridad más absoluta. Para empeorar las cosas, si Jameson atacaba, la sala estaría llena de chicas asustadas corriendo de un lado a otro. Caxton no podría disparar entre la multitud si no quería arriesgarse a pegarle un balazo a Raleigh o a otra de las internas.

Así pues, se sintió aliviada al ver cómo, una a una, las hermanas se levantaban de la mesa y abandonaban el comedor en silencio. Dejaban los boles y los platos en una alta estantería metálica junto a la puerta y se marchaban a solas, seguramente a sus habitaciones. Cuando ya sólo quedaban unas pocas chicas, que aún se peleaban con aquel pan tan duro, Caxton dejó su bol y su plato en su sitio, y se dirigió hacia el lugar donde Raleigh continuaba sentada.

La chica estaba a solas, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada fija en la superficie rugosa de la mesa. Ya no tenía comida ante ella, sólo un vaso medio lleno de agua. Entonces Caxton se acordó de que estaba ayunando por su tío Angus, y ahora tal vez también en honor a su madre. Suponía que debía respetar la decisión de la muchacha, aunque dudaba de que un médico la apoyara. Raleigh debía de pesar poco más de cuarenta y cinco kilos, algo que ni siquiera su ropa holgada lograba ocultar. Caxton rozó el hombro de la muchacha y ésta levantó la mirada y asintió. Entonces se levantó y empezó a caminar hacia la puerta. Caxton la siguió y tan sólo se volvió cuando se dio cuenta de que Violet las seguía a una distancia prudencial.

Después de cenar, la mayoría de las chicas se reunían en un salón donde podían leer o hablar en voz baja. No había muchas más actividades permitidas, ni siquiera juegos de mesa o de cartas. Cuando Caxton preguntó por qué, Raleigh señaló a una chica llamada Kelli, que estaba sentada en el extremo opuesto de la sala, a solas y con la mirada perdida.

—Está aquí porque era adicta a las apuestas por Internet. Se ventiló todo un fondo fiduciario en apenas seis meses y luego empezó a tomar prestado dinero que no tenía forma de devolver. Si jugáramos, ni que fuera a siete y medio, le faltaría tiempo para buscar a alguien con quien apostar.

De una en una o en pequeños grupos, las chicas fueron marchándose a la cama. No serían más de las ocho cuando Raleigh anunció que estaba cansada y que también ella se iba a dormir.

Acordaron que aquella noche Caxton dormiría en el cuarto de Raleigh. Caxton estaba convencida de que la muchacha se mostraría suspicaz al enterarse de aquella nueva disposición, y sospecharía lo que sucedía. No obstante, no formuló ninguna pregunta y ni siquiera le dirigió a Caxton una mirada de extrañeza. Se limitó a aceptar la presencia constante de Caxton como un hecho más de la vida, sin discutirlo.

Violet las esperaba en el pasillo, sentada en una silla de madera tallada más grande que ella misma. La mudita se asustó al verlas salir del comedor y se apresuró para alcanzarlas.

—¿Qué le pasa a ésa? —le preguntó Caxton a Raleigh, señalando a Violet con un gesto de cabeza.

—Que bebió desatascador de desagües y…

—No, eso ya me lo contó la hermana Margot. Quiero decir, ¿le han pedido que nos vigile o algo así? Me da un poco de mal rollo, la verdad…

Raleigh se encogió de hombros.

—La hermana Margot no nos espiaría jamás. Ella no es así.

—Sí, claro —respondió Caxton, poco convencida.

—Además, Violet es inofensiva. Supongo que podría decirse que está un poco chiflada.

Eso sí se lo creyó.

—Una vez le pregunté por qué había intentado quitarse la vida —prosiguió Raleigh—. No puede hablar, desde luego, pero es muy buena haciendo mímica. Puso los ojos en blanco y soltó un dramático suspiro. Interpreté que quería decir que lo hizo porque se aburría. Una de las chicas me contó que Violet era la hija de una de las familias más ricas de Ohio. La mandaron aquí porque necesitaba descansar.

—¿Y no habría sido mejor una psicoterapia?

Raleigh sacudió la cabeza.

—Visitaba a un psicoterapeuta cuatro veces por semana cuando… cuando se autolesionó. Y, en cambio, fíjese lo feliz que es ahora.

Caxton se volvió, Violet levantó la mirada y le dedicó una sonrisa radiante, que dejó a la vista aquellas dos hileras llenas de dientes.

—Este lugar es milagroso —dijo Raleigh, con los ojos ligeramente llorosos.

«Si tengo que pasar más de una noche aquí —se dijo Caxtón—, voy a empezar a rezar porque nos ataque un vampiro, aunque sólo sea para acabar con el aburrimiento.»

Habían llegado a la habitación que compartían Raleigh y Violet, cuya puerta era idéntica a las de la decena de habitaciones que daban al pasillo. Una vez dentro, resultó ser apenas un poco más grande que un armario. Había dos camastros de madera con unos colchones delgados y unas mantas aún más finas, y una pequeña estufa de carbón atornillada a la pared. No había ni ventanas ni, menos aún, espacio para una mesa o un tercera camastro. Caxton frunció el ceño al darse cuenta de que iba a tener que dormir en el suelo o en el pasillo. Sin embargo, en el pasillo hacía un frío glacial. Por lo menos la estufa la mantendría caliente durante la noche.

—Veo que no tenéis baño —dijo Caxton, intentando sonreírle a Raleigh—. ¿Hay algún lugar donde pueda lavarme antes de acostarme? ¿Y tienes un cepillo de dientes de sobra?

Hacía ya bastantes horas que no se cepillaba los dientes e imaginó que el aliento debía de olerle bastante mal. Raleigh le dio lo que necesitaba, incluida una toalla, y una pastilla de jabón orgánico. Todo iba metido dentro de una bolsita de plástico. Entonces le indicó cómo llegar al baño común, donde estaban varias chicas en diversos estados de desnudez, aseándose antes de meterse en la cama. Había tan sólo una ducha, que estaba en uso constante. Como no quería pasar varias horas esperando a que le llegara el turno, Caxton se dio una ducha de discoteca (se lavó bien la cara y se limpió las axilas dos veces con la toalla) y regresó a la habitación. Raleigh y Violet estaban ya en sus camastros, acurrucadas y con los ojos cerrados. Se habían quitado aquella ropa tan fea y llevaban un camisón de franela.

—Buenas noches —dijo Caxton, pero Raleigh no respondió. A lo mejor ya estaba dormida. Violet abrió un ojo, le dedicó un guiño, se dio la vuelta y empezó a roncar.

Caxton cerró la puerta y dejó la habitación sumida en una oscuridad casi absoluta. Tan sólo se veía un brillo anaranjado procedente de la estufa. Se sentó en el suelo, entre los dos camastros, y dejó la Beretta entre las rodillas. No tenía intención de dormir, por lo menos hasta estar segura de que Jameson no iba a atacar aquella noche. Apoyó la espalda en la pared, intentando no tocar la estufa, dispuesta a esperar.

Pero no sucedió nada.

Nada de nada. Y luego siguió sin suceder nada.

En un momento dado se dio cuenta de que tenía la barbilla sobre el pecho y la boca entreabierta, y que un hilillo de baba le caía encima de la camisa. Se incorporó de repente y se golpeó la cabeza contra la pared. ¿Se había adormilado? Y de ser así, ¿durante cuánto tiempo?

Con un acceso de pánico, echó un vistazo a su alrededor, temiendo que Jameson hubiera podido pillarla echando una cabezada. Pero no, las dos hermanas seguían tendidas en sus camastros, profundamente dormidas.

Se alisó la camisa con una mano y se levantó lentamente hasta estar de pie. Tenía la cabeza embotada aún por el sueño y notaba cómo la sangre iba regresando poco a poco a su cuerpo, a sus piernas. Una de esas noches, se dijo, iba a dormir ocho horas a pierna suelta. Pensó que le iría bien lavarse la cara con agua fresca, de modo que abrió la puerta con cuidado y salió al pasillo, en un extremo del cual había una vela solitaria dentro de un farol que ofrecía apenas la luz necesaria para encontrar el camino hasta el baño.

A medio camino oyó que alguien gritaba en la oscuridad.