Capítulo 21
Dentro de la despensa, los siervos golpearon la puerta cerrada, que se sacudió violentamente en el marco. La carpintería, sin embargo, era de roble y Caxton se dijo que aún aguantaría un poco más.
Salió disparada hacia la escalera llamando a Glauer. Esperaba que el agente pudiera oírla a través de las paredes de la casa porque, si no, iba a pasarlas canutas. Oyó a varios siervos más merodeando por la planta baja, pero no veía nada. Iluminó el pie de la escalera con su linterna, pero tan sólo vio una alfombra descolorida y motas de polvo que revoloteaban en el haz de luz.
Iba a tener que bajar la escalera corriendo y esperar que la suerte estuviera de su lado. Tenía su Beretta y munición de sobras, pero era consciente de que no iba a ser capaz de apuntar en la oscuridad. Con la linterna en alto y la pistola apuntando al suelo, empezó a bajar la escalera con sumo cuidado, peldaño a peldaño.
Estaba a medio camino cuando un cuchillo pasó rozándole la mejilla y se estrelló contra los peldaños, a su espalda. Había volado tan cerca que Caxton había atisbado los remaches de latón en el mango de madera y la sierra de la cuchilla, tan cerca que Caxton se apartó bruscamente y perdió el equilibrio. Tropezó y bajó tres peldaños de golpe, intentando agarrarse a la barandilla con la mano izquierda. Finalmente lo logró, pero la linterna se le escurrió entre los dedos y cayó rebotando por la escalinata.
Durante un breve instante, su luz iluminó el rostro desgarrado de un siervo y reveló los músculos grises y palpitantes bajo su piel desollada. La criatura sonreía de oreja a oreja, pero la linterna rebotó de nuevo y cayó hasta el fondo de la escalera, donde una mano pálida la agarró y la apagó.
Caxton se agachó por si le arrojaban más cuchillos y disparó a ciegas dos balas contra los monstruos que la esperaban. Oyó que uno de ellos gritaba, un chillido agudo que le retorció los nervios y que sonó como si hubieran arrojado un gato en una bañera helada. Y, sin embargo, no había sido un grito mortal. Uno de sus disparos debía de haber pasado rozando el objetivo.
El destello de los disparos bastó para deslumbrarla y, de pronto, se dio cuenta de que estaba cegada. Las cosas habían ido de mal en peor y, ahora, se pusieron aún más feas. A su espalda, oyó que la puerta cerrada se astillaba, se agrietaba y, finalmente, se desencajaba del marco. Unos veloces pasos cruzaron el pasillo hacia donde ella estaba.
Incapaz de ver, rodeada por todos los lados, hizo lo único que se le ocurrió. Caxton, que aún tenía una mano sobre la barandilla, enfundó el arma, se agarró a la barandilla con la otra mano y se arrojó al vacío por el hueco de la escalera.
Casi al instante, sus pies golpearon la superficie de la mesa de espiritismo. Como no había visto dónde iba a aterrizar, se había preparado para caer encima de la alfombra, unos dos metros y medio más abajo. No esperaba encontrarse con la mesa y por ese motivo perdió pie, se golpeó dolorosamente el costado con el tablero y finalmente medio rodó, medio se arrojó al suelo.
—¿Dónde se ha metido? —preguntó uno de los siervos.
—¡No la veo! —respondió otro.
Gracias a sus experiencias anteriores, Caxton sabía que los siervos no muertos no veían en la oscuridad mejor que ella. A diferencia de lo que les sucedía a sus amos, los vampiros, la oscuridad les suponía una desventaja lo mismo que a ella. Y, sin embargo, aún podían sacarle provecho a la oscuridad. Hasta aquel momento, Caxton había contado con una gran ventaja, había tenido a los engendros a tiro de su Beretta, lo que le habría permitido acabar con ellos antes de que pudieran echársele encima con sus cuchillos. Pero sin luz, esa ventaja desaparecía: si no veía, tampoco podía apuntar. Y si no podía apuntar, le resultaría mucho más útil intentar usar la culata de la pistola para matarlos a todos a golpes.
Podía buscar un interruptor, pero probablemente derribaría una otomana, un candelabro o algo que delataría su posición.
¿Dónde demonios se había metido Glauer? Caxton había escapado de una emboscada para terminar en una situación aún peor. Las luces rojas y azules de las sirenas que entraban por las ventanas no le permitían ver nada de lo que había detrás de la mesa. Oyó que los siervos se movían por el vestíbulo, desplegándose para encontrarla.
Caxton volvió a maldecir en silencio. Cuando una víctima regresaba como siervo de entre los muertos, su personalidad se borraba y se veía reemplazada por puro odio y una insaciable sed de sangre. Sin embargo, conservaban parte de su memoria. Aquellos siervos en concreto habían sido policías, sabían registrar una habitación y evitar que un sujeto pudiera escapar. No tenía duda de que ya habrían cubierto las tres puertas que daban al vestíbulo. Le quedaba nada, apenas unos segundos, antes de verse rodeada.
Al levantarse y colocarse contra la pared del fondo de la sala, Caxton sintió un intenso dolor en los tobillos. No creía que tuviera ningún hueso roto, pero aunque así fuera tenía que moverse y rápido. Se le ocurrió que su mejor opción era correr hacia la parte trasera de la casa, por lo que empezó a seguir la pared esperando encontrar el tapiz que había visto al entrar. Ahí estaba. Su mano palpó el tejido en una de las esquinas. La puerta estaba justo al otro lado. Estiró el brazo para agarrar el pomo… y apartó la mano de inmediato al notar que la puerta se sacudía y traqueteaba como si alguien al otro lado intentara derribarla a martillazos.
—¡Está allí! —gritó uno de los siervos.
Los oyó acercarse a ella, corriendo a través de la oscuridad. Uno tropezó con una silla y cayó al suelo con un gañido patético, pero los demás seguían acercándose. Caxton ni siquiera sabía en qué dirección debía correr.
Entonces, la puerta se abrió de golpe y un poderoso haz de luz se extendió por el vestíbulo e iluminó a los dos no muertos, que portaban sendos cuchillos. El cañón de una escopeta asomó por el marco de la puerta y disparó. La atronadora detonación dejó a Caxton medio sorda y le llenó la nariz y la garganta de pólvora. Se atragantó y tosió.
Los dos siervos se desplomaron fuera del haz de luz y cayeron al suelo con un ruido seco. Ni siquiera tuvieron la oportunidad de gritar por última vez.
Glauer irrumpió a través de la puerta abierta y cargó la escopeta para volver a disparar. No vio al tercer siervo, el que había tropezado con la silla. Y éste se lanzó contra él con un atizador de chimeneas.
Caxton se estiró mucho y agarró al siervo por el brazo. Entonces se lo dobló a la espalda y el atizador cayó al suelo con un tintineo metálico. Vio que Glauer levantaba la escopeta y aún tuvo tiempo de gritar que no lo hiciera, pero ya era demasiado tarde. La pesada culata del arma golpeó al siervo entre los ojos y le aplastó el cráneo.
—¿Por qué no quería que lo hiciera? —preguntó Glauer cuando la criatura hubo caído al suelo, iluminando el rostro de Caxton con su linterna.
—Quería mantenerlo con vida para interrogarlo —respondió. Entonces le apartó la linterna, que le estaba hiriendo los ojos—. ¿Por qué ha tardado tanto?
Glauer se encogió de hombros.
—En esta casa hay por lo menos cincuenta puertas y están todas cerradas.
No importaba, ahora estaba allí. Caxton hizo un cálculo rápido.
—Originalmente eran siete, suponiendo que Jameson los llamara a todos de entre los muertos.
—¿Siete? Como los siete policías que respondieron a nuestra llamada…
Al parecer, Glauer acababa de descubrir contra quién había estado luchando. Caxton levantó una mano y le pidió un momento de silencio.
—Me he cargado a uno en el piso de arriba.
Le quitó la linterna de las manos a Glauer e iluminó a los dos del suelo, cuyos cuerpos completamente inertes habían quedado deformes por el disparo de la escopeta, y al del cráneo aplastado.
—Con ésos son cuatro.
—Y dos más que intentaron trincarme en la cocina —añadió Glauer—. Fíjese en esto —dijo, y le mostró un corte profundo que tenía en el brazo—. Me atravesó la chaqueta y la camisa. Era apenas un cuchillo de mondar patatas, pero el fulano ese me tenía ganas.
—En ese caso son seis, todos muertos. Falta uno —concluyó Caxton cuando hubo terminado de echar las cuentas, demasiado preocupada para prestar atención al brazo de Glauer. Entonces, y obedeciendo a una intuición, se dio media vuelta y apuntó hacia la puerta principal con la linterna. Estaba abierta de par en par y al otro lado los aguardaba la noche—. ¡Vamos, rápido! —exclamó, salió corriendo al porche y bajó hasta la calle.
Al principio no veía nada, sólo los coches aparcados en medio de la calzada. Creía que el siervo habría robado un coche y estaría dándose a la fuga con él, y tan sólo esperaba que el engendro no hubiera elegido el Mazda. Pero todos los vehículos estaban en su sitio.
—Allí —dijo Glauer, señalando la calle.
Una fina capa de nieve en polvo había cubierto el asfalto desde su llegada. Las huellas de unas botas en la nieve se alejaban de la casa dirección oeste, hacia la autopista. Glauer se dirigía ya hacia el asiento del acompañante del coche, pero Caxton sacudió la cabeza:
—No hay tiempo para eso. Aún podemos atraparlo a pie.
Corrió calle adelante. Después de la oscuridad de la casa, las luces de la calle y su brillo sobre la nieve la deslumbraban. Aun así, no le costó seguir el rastro: las pisadas negras destacaban sobre la calle nevada y se dirigían hacia el oeste sin vacilar en ningún momento, como si el siervo no muerto no se hubiera vuelto ni una sola vez para ver si lo perseguían.
Caxton tenía el presentimiento fatal de que sabía lo que significaba aquello. A pesar de su mala leche y de su maldad, los siervos se debían a los caprichos de los vampiros. Eran tan incapaces de desobedecer una orden de sus amos como de volver completamente a la vida plena. Aquel siervo no estaba huyendo de una batalla perdida. No, se habría quedado hasta el último momento si Jameson se lo hubiera pedido. Si huía de aquella forma, era porque cumplía otra orden.
Caxton corría tan rápido como podía. No había tenido ocasión de ponerse botas y sus zapatos resbalaban una y otra vez sobre la nieve fangosa. Glauer la seguía resoplando, con paso más firme pero no tan rápido. Sin embargo, fue el primero de los dos en atisbar al siervo en la distancia.
El agente soltó un grito y señaló algo. Caxton miró hacia el lugar que indicaba su dedo y allí, a una manzana de distancia, distinguió al siervo, que avanzaba rápidamente. Cojeaba y llevaba un desgarrón en una pernera del pantalón. Tenía una herida que no sangraba en la pantorrilla, donde le faltaba parte del músculo. Caxton se dio cuenta de que debía de tratarse del que había herido al disparar a ciegas en la escalera. Aun así, por muy lisiado que estuviera, el engendro se obligaba a seguir adelante, sin detenerse.
Le había recortado ya media manzana cuando Caxton se dio cuenta de que estaban a punto de salirse de la carretera. La calzada describía una curva hacia el sur, siguiendo el río, pero el siervo no tenía intención de tomarla. Efectivamente, continuó corriendo en línea recta.
Caxton intentó esprintar y a punto estuvo de caer de bruces.
—¡Atrápelo, Glauer! —le gritó al fornido policía, que pasó junto a ella resoplando con todas sus fuerzas. Entonces se puso a correr de nuevo tras ellos y llegó a la orilla artificial del río justo a tiempo para ver cómo el siervo saltaba torpemente y se hundía en el agua como una pesada roca. Se hundió con un gañido y un borboteo, y se perdió de vista al instante.
Glauer empezó a quitarse la chaqueta, como si quisiera seguirlo, pero Caxton lo agarró por el brazo y tiró de él.
—No sea idiota —le espetó, respirando pesadamente—. ¿Quiere morir congelado en cuestión de minutos?
—¡Pero se está escapando! —respondió Glauer.
—No, no se escapa —replicó Caxton, que comprendió de pronto lo que Jameson le había ordenado a aquella criatura.
No sabía si el agua helada iba a hacerle daño, pero de lo que estaba segura era de que los siervos no respiraban. Debía de haberse hundido como el plomo. Bajo el agua, su cerebro se congelaría y ése sería el fin de su corta no vida.
—Cuando trabajábamos juntos, con Jameson, quiero decir, solíamos capturar a los siervos de los vampiros. Eran nuestra principal fuente de información. Jameson sabía que querría hablar con éste, pero se ha asegurado de que no pudiera hacerlo.