Capítulo 51

Para llegar al lugar al que se dirigía tenía que cruzar todo el centro de Harrisburg. Pasó por calles llenas de tiendas y boutiques. En un escaparate, vio a dos chicas que reían mientras ponían a un maniquí una minifalda roja con el ribete de piel. En otra tienda, el propietario estaba colgando unas bombillas verdes. La gente estaba preparándose para las navidades.

Navidades. Caxton apenas las había celebrado desde la muerte de sus padres. Pero el año anterior, cuando estaban tan sólo ella y Clara, se habían hecho regalos, habían bebido ponche de huevo y habían colgado el muérdago encima de la puerta. Caxton le había regalado a Clara un objetivo especial para la cámara que ésta llevaba meses buscando en Internet. Clara le había regalado una caja llena de sales de baño, velas perfumadas y un rodillo de madera para masajes. Artículos para ayudarla a relajarse. La mayoría seguían en la caja, que estaba guardada al fondo del armario que había debajo del lavamanos del baño, donde la veía cada vez que cogía una cuchilla de usar y tirar.

En aquel momento la caja le vendría que ni pintada, pensó. Si quería que su plan saliera bien, necesitaba relajarse y estar muy tranquila.

Entró en el aparcamiento de la cárcel de Mechanicsburg y apagó el motor del coche. Quería quedarse un rato allí sentada y reflexionar sobre su situación, pero sabía que si lo hacía, nunca saldría del coche, de modo que abrió la puerta y dejó entrar el gélido aire invernal, que le pegó el abrigo al cuerpo y le aguijoneó las mejillas. Se quitó el cinturón de seguridad, salió del coche y cerró la puerta a su espalda.

Dentro de la cárcel quedaban tan sólo unos pocos funcionarios en sus lugares de trabajo. En las celdas reinaba el silencio: los prisioneros estaban o durmiendo o meditando sobre su suerte. Un celador (al que, gracias a Dios, no había visto nunca antes) la acompañó por una escalera hasta el sótano, donde empezó a oír gritos. No eran palabras, sino tan sólo ruidos inarticulados. No la sorprendió en absoluto descubrir que el causante de aquel griterío era Dylan Carboy.

—El chico está un poco ido, lo sabe ¿no? —le preguntó el celador—. Hace esto cada noche. Es muy raro. Es como si rezara, aunque no reza a ningún Dios que yo conozca. Tendrá que andarse con ojo.

Caxton asintió y le entregó al celador una carpeta con todos los impresos necesarios rellenados. Había mentido varias veces, había marcado las casillas que tocaba y había introducido los números y los códigos de autorización pertinentes. Había escrito que Fetlock autorizaba el traslado y debajo había anotado su propio número de teléfono. Si alguien llamaba para confirmar la orden, su teléfono sonaría y así sabría que le seguían la pista.

Pero dudaba que lo hicieran. Los traslados como ése eran habituales y los policías tendían a fiarse los unos de los otros. Caxton contaba con ello.

—Vaya, es usted de los marshals —dijo el celador, hojeando la documentación—. ¿El chaval cometió un delito federal? Creía que estaba aquí por un par de homicidios locales…

—Entró ilegalmente en el archivo federal de los marshals y robó varios documentos —mintió Caxton—. Lo llevo a las oficinas de Harrisburg para preguntarle para qué quería esos documentos.

—Ajá. Porque… ¿tienen ustedes por costumbre interrogar a los sospechosos por la noche?

—Cuando el sujeto en cuestión se pasa el día durmiendo, sí. Creemos que tendrá más ganas de hablar ahora que mañana por la mañana.

El celador sonrió.

—Entonces lo conoce.

—Fui yo quien lo trajo aquí. Mire, seré tan rápida como pueda. Probablemente se lo devuelva antes del desayuno.

—Tómese todo el tiempo que necesite —respondió el celador.

La puerta de la celda de aislamiento se abrió y Caxton echó un vistazo al interior. Los gritos y aullidos cesaron de golpe. Carboy estaba junto a la pared, de pie y con los brazos levantados, como si intentara coger algo que había en el techo. Pero no había nada. Caxton no entendía qué hacía, pero se dijo que tampoco le importaba.

—Vamos, Carboy —dijo el celador—. No me pongas las cosas difíciles, ¿vale? Esta mujer es agente de los marshals y quiere hablar contigo.

Carboy tardó un tiempo en enfocarla.

—Caxton —murmuró por fin—. Sabía que volverías.

—¿Quiere que le ponga una camisa de fuerza? —preguntó el celador—. Puede actuar de forma violenta…

—Descuide, ya sé de qué es capaz. Dylan, acompáñame. Vamos a dar una vuelta.

Carboy salió de la celda tan rápido como pudo. El celador le esposó las manos a la espalda; llevaba también los tobillos atados con una cinta de plástico y los pies desnudos. El celador le entregó unas zapatillas y una manta que le echó encima de los hombros para protegerlo del frío. Dejó que Caxton subiera la escalera en primer lugar, seguida por Carboy y él mismo cerrando la mancha, con una porra eléctrica en la mano por si las moscas.

Sin embargo, el prisionero no atacó a Caxton, ni siquiera pronunció palabra durante todo el trayecto hasta el vestíbulo. Caxton tuvo que firmar otro formulario y ya estaba lista para marcharse. Pero justo al darse la vuelta, el celador le dio una palmada en el hombro.

—La placa —le dijo, señalando la solapa.

Caxton se había olvidado por completo de la estrella. Los agentes estatales no llevaban placas y nunca había llegado a acostumbrarse a la estrella. Se llevó la mano a la solapa y entonces miró al celador. El corazón le iba a cien por hora. Esbozó una sonrisa.

—Vaya, se me ha debido de caer en el coche. Me pasa cada dos por tres. ¿Quiere que la vaya a buscar?

El celador le dirigió una mirada suspicaz y luego miró a Carboy.

—Bah, no hace falta —dijo por fin—. Lléveselo. Así por lo menos pasaremos una noche tranquilos.

Caxton le dio las gracias y acompañó al prisionero al frío del exterior. Carboy subió al Mazda sin rechistar. Caxton se acomodó en el asiento del conductor.

—Te veo muy cooperativo —le dijo Caxton, sorprendida.

—Es porque sé que se acerca mi gran hora. El momento de matarte.

—Sí, claro —replicó Caxton.

—A lo mejor piensa que no podré hacerlo. A lo mejor se cree que me tiene justo donde quiere tenerme, pero su error es precisamente ése: que se cree más lista que nosotros. Mientras estaba en la celda no podía llegar a usted. No tenía armas estaba lejos. Pero ahora esa desventaja ha desaparecido. Ahora estamos a solas. Y aunque me tenga esposado, tarde o temprano me soltaré. Me libraré de estas ataduras y entonces se va a enterar. Le voy a demostrar lo estúpida que ha sido.

Caxton meneó la cabeza con hastío.

—Cállate, anda —le dijo.

—¿No quiere oírme? Es comprensible. ¿A quién le gusta que le digan que está a punto de morir? Pero yo quiero que lo oiga. Quiero que tenga miedo porque así cometerá más errores.

Las personas desesperadas no piensan siguiendo la lógica; se precipitan y no valoran todas sus opciones.

Caxton puso la radio, pero él siguió hablando, gritando por encima de la música para hacerse oír.

—En cuanto te haya matado, a Jameson no le quedará otra opción. Tendrá que respetarme. Verá que he hecho algo que él no fue capaz de hacer y se dará cuenta de que soy digno de él. Entonces me ofrecerá la maldición y yo no esperaré. Sé que hay personas que se resisten. Jameson se resistió durante mucho tiempo antes de darse cuenta del valor de lo que le estaban ofreciendo. Pero yo la aceptaré encantado. Me pegaré un tiro o a lo mejor me cortaré la garganta con un cuchillo para poder unirme a ellos aún más deprisa. Para poder cumplir con mi desti…

Caxton cerró el puño y lo golpeó en la cara. Era difícil asestar un buen golpe mientras conducía, pero le dio lo bastante fuerte para partirle el labio y aplastarle la mejilla contra los dientes. La cabeza de Carboy salió despedida y chocó contra el cristal de la ventana.

—Eso es por tu hermana —le espetó.

Pero no era cierto: lo había hecho por ella misma. Porque cuantas más tonterías decía, más se daba cuenta Caxton de que era tan sólo un niño, un ser humano. Su voz era humana, no el gruñido ronco de un vampiro. Después de golpearlo lo oyó respirar, intentando contener los sollozos. Por lo menos había dejado de hablar.

Caxton esperaba que, cuando llegara el momento, supiera hacerlo hablar otra vez.

No lo llevó demasiado lejos, tan sólo hasta el límite de la ciudad, donde las últimas casas que había junto a la carretera desaparecían y el bosque se volvía más espeso y ocultaba los campos cubiertos de nieve. Cogió una carretera secundaria que sabía que desembocaba, al cabo de varios kilómetros, en una zona industrial abandonada. No había una sola casa en todo el camino y en aquella época del año tampoco habría coches de adolescentes aparcados. Cuando apagó las luces del coche, sólo las estrellas y su reflejo encima de la nieve les permitían verse las caras.

Caxton sacó su nueva pistola de la funda y montó la linterna y el puntero láser. Carboy cerró los párpados y se acurrucó contra la puerta cuando ella le enfocó los ojos.

—Tú sabes algo que quiero saber —le dijo—. Sabes dónde se esconde Jameson. Cuando te lo pregunté la otra vez, había delante un funcionario de prisiones y eso me impidió hacer un uso excesivo de la fuerza. Pero ahora estamos solos.

—Pierdes el tiempo —le dijo Carboy.

Caxton lo golpeó de nuevo, en esta ocasión con la culata de la pistola. Le hizo un corte de cinco centímetros en la mejilla, que se puso morado antes incluso de que volviera a enfocarlo con la linterna.

«Secuestro —se dijo Caxton—. Agresión con agravantes. Lesiones. Uso de la fuerza impropio para un agente de policía.»

«Tortura.»

Había torturado a siervos de vampiros con anterioridad. Les había arrancado los dedos uno a uno, hasta que le habían contado lo que quería saber. Pero los siervos eran monstruos, sus cuerpos empezaban a pudrirse en el momento en que volvían de entre los muertos. Tenían el cerebro cuajado y guardaban muy poca relación con los seres humanos que habían sido antes.

Dylan Carboy era un asesino de la peor calaña: un parricida depravado e indiferente que había matado a su propia familia sólo para sentirse más fuerte. Luego había matado a dos empleados del centro de autoalmacenaje para llamar la atención. Y ahora no paraba de amenazarla.

Aún era humano.

—No tengo tiempo para sacártelo a hostias —le dijo. Entonces le quitó las esposas y abrió la puerta del acompañante. El aire frío le bañó la cara. Eso le sentó bien—. Sal de aquí —le dijo.

El se la quedó mirando con los ojos desorbitados.

—Fuera, vamos. No te alejes más de diez pasos del coche. Si intentas correr, te dispararé a las piernas.

Carboy tardó un poco en salir. Una vez fuera, se quedó esperándola, observándola a través de la ventana del coche.

—Quítate las zapatillas y tíralas dentro del coche —le dijo.

Carboy obedeció. Estaba descalzo, con la nieve hasta los tobillos, y empezó a levantar los pies, ahora uno, ahora el otro.

—¿Tienes frío? No me extraña. Pero tranquilo. Dentro de unos minutos dejarás de sentirlo. Y eso es malo —le explicó—. Significará que empiezas a sufrir hipotermia. Sabes lo que es la hipotermia, ¿verdad, Carboy? Los dedos de los pies se te pondrán negros. Las venas y los nervios irán muriendo uno a uno. En cuanto eso suceda, tendrán que amputarte los dedos. A lo mejor también tendrán que amputarte los pies si hay gangrena. Es lo que suele ocurrir. —Caxton cerró la puerta del acompañante—. Ahora daré media vuelta y me marcharé. Tú puedes volver andando.

Carboy frunció los labios.

—Cuando me ofrezcan la maldición, te encontraré, Caxton. Y entonces te devolveré este tormento multiplicado por mil…

Pero ella lo cortó:

—Sabes lo del ojo de Malvern, ¿verdad? Que sólo tiene uno, quiero decir. Perdió el otro antes de convertirse en vampira y ahora, por mucha sangre que beba, por mucho tiempo que pase rejuveneciéndose en su ataúd, sigue teniendo un ojo. Las partes del cuerpo no se regeneran —dijo, encogiéndose de hombros—. Pongamos que sucede lo imposible y que Jameson te transmite la maldición. Pasarás el resto de tu vida sin poder caminar ni cazar. Y recuerda que los vampiros viven eternamente.

—Los vampiros sí, pero tú no, Caxton. Y te juro que me suplicarás que te mate cuando…

Caxton puso el motor en marcha y subió la ventanilla. En el interior del coche hacía un frío de mil demonios. No quería ni imaginar cómo debía de tener Carboy los pies.

«Pues no lo hagas —se dijo—. No te lo imagines. Mejor así.»

Oyó a Carboy maldecirla desde fuera del coche, pero el ruido del motor amortiguaba su voz. Puso la marcha atrás y empezó a retroceder. Él salió corriendo tras ella. Caxton aceleró un poco más frenó, y giró la cabeza.

Había retrocedido unos cien metros. El chico empezó a golpear la ventanilla con los nudillos. Caxton retrocedió cien metros más y entonces bajó la ventanilla.

—¿Y bien? —le preguntó.

Estaba jadeando. Tenía la cara pálida y ya se le habían congelado los pelos de la nariz.

—¡No lo sé! ¡No sé dónde está su guarida!

Caxton empezó a subir la ventanilla de nuevo, pero Carboy golpeó contra el cristal. Caxton se dio cuenta de que el chico estaba llorando.

—Te estoy diciendo la verdad —le prometió—. Él nunca me llevó allí. Yo se lo pedí, pero él me dijo que era como el infierno y que ningún mortal podría sobrevivir allí. Me dijo que me llevaría después de transmitirme la maldición.

—Concéntrate —le dijo Caxton—. Seguro que sabes algo más. Tienes que haber oído o visto algo. ¿Aún te duelen los pies?

El asintió con la cabeza lastimeramente.

—Por favor…

—¡Concéntrate! —repitió ella.

—Flores —murmuró entonces Carboy—. Malvern…

—O dejas de decir tonterías o me largo —le dijo Caxton.

—Nunca he conocido a Malvern, sólo la he visto en sueños. Y a veces supongo que veía lo mismo que ella. Una noche la vi incorporarse en su ataúd. Jameson la había sacado para que le diera el aire. No sé qué significado tiene eso, pero ante ella había flores. Estaba delante de un campo florido, como en verano, pero a su alrededor estaba todo cubierto de nieve. Y recuerdo que pensó: «En esta tumba hay flores.»

—¿Eso es todo? ¿No tienes nada más?

—Por favor —suplicó él—. Ya basta… ¡por favor! ¡Es lo único que sé!

Caxton se agachó, rebuscó debajo del asiento del conductor y encontró las zapatillas. Tenía intención de arrojárselas y dejarlo allí. Pero no, no podía hacerlo. Sabía de qué era capaz, no podía permitir que quedara libre.

—Entra —le dijo y abrió la puerta.