Capítulo 36
Caxton llevaba ya un buen rato en la autopista (la 1-81, que la llevaba a Syracuse) cuando se dio cuenta de que tenía la cara bañada en sudor. Se la secó con una mano mientras con la otra manejaba el volante. «La cosa podría haber ido mejor», pensó.
Habría querido hacerle daño al chico, aplastarlo contra el suelo de la celda hasta que le contara todo lo que quería saber. Lo único que se lo había impedido había sido la presencia del celador. Y, sin embargo, dudaba mucho que el chico dispusiera de alguna información útil. Jameson era demasiado cauto, demasiado hábil a la hora de cubrir su rastro, para dejar que un pirado conociera su mayor secreto: la ubicación de su guarida. Por lo que ella sabía, y por mucho que las pruebas parecieran apuntar en sentido contrario, Carboy no se había encontrado nunca con Jameson. Glauer la había convencido de lo contrario, pero había una parte de Caxton que seguía pensando que Carboy se lo había inventado todo y que sus historias sobre que había hablado con un vampiro eran tan sólo fruto de su imaginación. El chico, de eso no había duda, era un enfermo mental. Las personas cuerdas no asesinan a sus familias para luego disfrazarse de vampiro y salir a disparar contra los agentes del orden. En cualquier caso, ¿mentía o no?
Caxton lo había ido a ver tan sólo porque quería mirar debajo de cada piedra. Porque se le estaban agotando las ideas.
Aquello la asustaba y su miedo la había vuelto violenta. Tenía que aprender a controlar el miedo.
Intentó concentrarse en la conducción. Centró toda su atención en las líneas de la autopista para no tener que pensar en nada más. Su estratagema empezó a surtir efecto al cabo de un buen rato, sobre todo porque cuanto más al norte, más difícil resultaba conducir. La carretera se fue llenando de nieve, primero en forma de ráfagas blanquecinas que cruzaban el asfalto, y luego como una fina capa de aguanieve con las marcas de los neumáticos de la quitanieves que había pasado antes que ella. Al norte de Binghamton, justo después de la frontera del estado de Nueva York, la nieve se convirtió en una gruesa alfombra blanca y el coche empezó a perder adherencia. Caxton tuvo que detenerse en una zona de servicio para poner cadenas. Lo hizo rápido, en parte porque no quería perder tiempo y en parte porque fuera hacía frío, mucho más frío del que había esperado, y cada vez que tocaba las cadenas metálicas notaba un pinchazo en las manos. Se maldijo por no haber prestado atención al boletín meteorológico. Su Mazda no estaba preparado para circular con climas extremos. Si hubiera sabido con lo que iba a encontrarse, habría pedido un coche patrulla o incluso un vehículo con tracción en las cuatro ruedas.
Al regresar a la autopista tuvo que reducir la velocidad. Las cadenas le proporcionaban una mayor adherencia, pero el pavimento seguía estando resbaladizo y peligroso. Después de Cortland se metió dentro de la nevada y de pronto el cielo estuvo tan blanco como el suelo, cargado de gruesos copos que estallaban contra su parabrisas. Los faros perforaban la cortina de nieve y la deslumbraban, y las luces de freno de los coches que iban delante hacían brotar rosas en el cristal. Una luz estroboscópica de emergencia la obligó a apartar la mirada y a punto estuvo de salirse de la carretera. Ante su coche, una máquina quitanieves avanzaba ruidosamente en dirección norte, levantando chorros de nieve derretida a ambos extremos de la pala.
No debía de circular a más de cuarenta por hora. Caxton tuvo que refrenar el impulso de adelantarla. Teniendo en cuenta el mal estado de la carretera detrás de la máquina, sabía que por delante estaría intransitable. Se aferró al volante con las dos manos e intentó no salirse de las roderas de la quitanieves, dos surcos oscuros. Esos surcos eran la única forma que tenía de saber hacia dónde giraba la carretera, pues la cortina de nieve le impedía incluso ver las barreras de protección.
Tardó tres horas más en llegar a Syracuse y más incluso en encontrar el camino por el laberinto de calles de la ciudad. En algunas de ellas habían apartado la nieve y lo que quedaba era un estrecho carril y un montón de dos metros de nieve a cada lado. La nieve cubría los coches de tal forma que Caxton se preguntó cómo iban a sacarlos de allí. Las casas victorianas que iba dejando atrás estaban medio aisladas, con los tejados cubiertos por una gruesa capa de color blanco que parecía el glaseado de un pastel. Incluso había algunas señales de tráfico que quedaban ocultas por la nieve y en más de una ocasión tuvo que detenerse en medio de una calle y consultar el mapa.
El campus principal de la universidad asoma entre la tormenta. Vio las residencias de estudiantes, con los muros de ladrillo rojo y los cristales empañados, las bibliotecas y los bloques de hormigón de las aulas manchados de negro por la nieve derretida. Vio un enorme edificio gris con un techo abuhardillado de color negro, lleno de gabletes y ventanas. Le recordaba a la casa de la familia Addams. Siguiendo las instrucciones que le había dado Fetlock, giró a la izquierda, atravesó un gran parque, cuyas colinas parecían las olas de un océano blanco, y volvió a girar a la izquierda por la calle Westscott, donde las tiendecitas proyectaban una luz amarillenta sobre la calle medio sepultada. Pasó delante de una gran librería New Age y finalmente llegó a su destino, en el cruce de Westscott y Hawthorne. En las cuatro esquinas había edificios de dos plantas de principios de siglo, cubiertos también de nieve. Los cuatro estaban pintados con colores vivos que los blancos copos habían transformado en colores pastel y, por algún motivo, todos ellos tenían balcones en el segundo piso. Caxton se preguntó qué aspecto tendría aquel lugar en verano, pero no logró imaginarlo. Había tanta nieve por todas partes que no le cabía en la cabeza que el invierno pudiera terminar jamás.
Aparcó detrás de una furgoneta blanca sin marcas, una Ford E-150, con cristales tintados. Estaba cubierta de nieve hasta los tapacubos, pero habían limpiado el parabrisas hacía poco. Era tan evidente que se trataba de una furgoneta de vigilancia policial que Caxton dio un respingo al verla. Al parecer, los federales de allí no sabían qué era la discreción. A lo mejor, pensó, Simón habría estado tan ocupado estudiando que ni siquiera se habría dado cuenta de que llevaba dos días aparcada delante de su casa. Caxton nunca había tenido tanta suerte.
Fetlock había empleado a sus propios hombres, los marshals, para aquella operación de vigilancia pensando que lo harían mejor que la policía local. Y no era trabajo de Caxton juzgar aquella decisión.
Cuando apagó el motor y las luces, la puerta trasera de la furgoneta se abrió y una mano enguantada le hizo un gesto para que entrara. Caxton abrió la puerta de su coche, se apeó de un salto, montó corriendo en la furgoneta y cerró la puerta a sus espaldas, aunque no pudo evitar que una ráfaga de nieve se colara por la rendija.
Dentro había tres hombres con estrellas plateadas en la solapa, como la suya. Estaban sentados en sillas giratorias y se pasaban un termo de café. Todos llevaban anorak, guantes, gorro y botas gruesas. Uno de ellos se irguió ligeramente para saludarla.
—El marshal Fetlock nos avisó de que vendría. Caxton, ¿verdad? Yo soy Young, éste es Miller y aquél de ahí es Benicio.
—Llámeme Lu —dijo Benicio, tendiéndole la mano—. Me llamo Luis pero la gente de por aquí no sabe pronunciarlo, aunque es un nombre bastante común en la ciudad de donde vengo.
—¿Y dónde es eso? —preguntó Caxton.
Lu sonrió.
—Utica —respondió.
Caxton chapoteó en el suelo de la furgoneta, donde se había acumulado un centímetro de agua turbia en la que flotaban varias botellas de agua llenas de una sustancia amarillenta que Caxton prefería no identificar. Estas se disputaban el espacio con varios envoltorios de burritos de microondas y numerosas cajas de comida rápida. Hacía tanto frío dentro de la furgoneta que la respiración formaba nubes de vaho, aunque desde luego se estaba mejor allí que en el exterior. Caxton se había dejado caer en una cuarta silla y asintió mientras los otros hacían las presentaciones.
—Llevan un tiempo aquí, ¿no? —preguntó entonces—. Han elegido un gran día.
Young se rió.
—¿Lo dice por el tiempo? Esto no es nada. Somos todos de la oficina local de los marshals de Syracuse, estamos acostumbrados. Syracuse es la ciudad donde nieva más de los Estados Unidos contiguos.[1] Tenemos, ¿qué, unos tres metros de nieve al año? —Miller asintió animadamente—. Dicen que estas nevadas las provocan por los lagos. Son muy intensas pero la nieve se derrite en unos días. Si quiere saber lo que es la nieve, espere a enero. Cuando hay tanta que no podemos ni abrir la puerta de casa, nos empezamos a preocupar.
Caxton sacudió la cabeza. En comparación con eso, Pensilvania era el trópico.
—¿Cómo está nuestro sospechoso? —preguntó, inclinándose para mirar a través del parabrisas.
La furgoneta tenía una buena visibilidad del edificio del otro lado de la calle que constaba como la última dirección conocida de Simón Arkeley. En una casa victoriana de dos pisos, como las otras, pero estaba pintada de blanco, de modo que se confundía con el cielo y parecía que las ventanas, con su luz amarilla, flotaran en el aire. Caxton podía ver el interior del porche, que estaba lleno de muebles de jardín y otros trastos, y también el balcón, que estaba casi vacío.
Lu se puso de cuclillas junto a ella y le tendió unos prismáticos. Sólo había dos ventanas iluminadas.
—Vive en la ventana de arriba, en el segundo piso. Se ha pasado toda la tarde ahí, leyendo un libro.
Miró hacia donde señalaba el marshal y vio alguien sentado junto a la ventana, aunque tan sólo logró identificar una silueta vaga y apenas iluminada. Tenía que tratarse de Simón Arkeley. Tal como había dicho Lu, tenía un libro en las manos y la cabeza inclinada sobre éste. Caxton vio cómo pasaba unas páginas y se hundía en la silla.
—¿Quién vive en la planta baja? —preguntó. No conseguía ver a nadie a través de la ventana, tan sólo la luz parpadeante de un televisor.
—El casero —respondió Lu—. Un viejo que se pasa casi todo el tiempo borracho. Ha salido una sola vez en todo el día para comprar cerveza en la tienda de licores.
Caxton suspiró y miró por las ventanas de la furgoneta. Dudaba mucho que, con la nevada que estaba cayendo, Simón fuera a salir esa noche. Todo parecía indicar que iba a pasar muchas horas sentada en aquella fría furgoneta.
—¿Qué plan tiene? —le preguntó Lu—. Porque supongo que no habrá venido hasta aquí para que seamos cuatro y podamos jugar al bridge…
Caxton sonrió, recordando la camaradería informal típica de las operaciones de vigilancia. Cuando había estado en la patrulla de tráfico, había participado en varias.
—Bueno —dijo, intentando decidir cuál iba a ser su siguiente movimiento al tiempo que lo decía—. Voy a…
Pero no pudo decir nada más porque le sonó el teléfono. Era Fetlock.
—Hemos encontrado una guarida —le dijo.