Capítulo 2
A Caxton todo le dio vueltas y eso le impidió reaccionar durante un segundo decisivo. Los vampiros no llevaban pistolas. Jamás. No las necesitaban. En Gettysburg, había visto cómo un solo vampiro se cargaba a varias brigadas de la Guardia Nacional provistas con rifles de asalto. Sus zarpas y, sobre todo, sus dientes eran las únicas armas que necesitaban.
Caxton, que se había olvidado de que tenía la Beretta en la mano, se quedó mirando la pistola del vampiro mientras éste la alzaba y apuntaba hacia ella. Se agachó justo a tiempo cuando aquel dedo lívido apretó el gatillo.
Sin saber muy bien cómo, tuvo el instinto de rodar hacia un lado y esconderse detrás de la puerta abierta del trastero vacío. Los proyectiles se incrustaron en la puerta y describieron cientos de trayectorias que impactaron finalmente en la pintura blanca de las paredes. Cuando su oído se recuperó de la explosión del disparo, Caxton oyó los pies desnudos del vampiro avanzar sobre el suelo de cemento, corriendo hacia ella. Entonces se metió en el trastero y cerró la puerta.
«Qué idiota», pensó.
Acababa de cometer una estupidez tremenda. No tenía salida, y la puerta no se podía cerrar por dentro. Ésta, además, no supondría ningún obstáculo para un vampiro, especialmente uno que acababa de matar a dos hombres en el vestíbulo. Los vampiros eran siempre muy fuertes y casi inmunes a las balas, pero su fuerza crecía exponencialmente después de beber sangre.
Caxton empezó a andar hacia atrás, palpando con una mano, hasta que llegó al final del trastero, y levantó la pistola ante ella. Tal vez cuando el vampiro abriera la puerta para lanzarse a por ella tendría una oportunidad y podría disparar a ciegas, con la esperanza de darle en el corazón, su único punto débil. Si le disparaba en cualquier otra parte, las heridas sanarían casi al instante. Todas las balas de su pistola no le servirían ni para aplazar unos segundos lo inevitable.
Apuntó el cañón de la pistola hacia la puerta. Apuntó más o menos a la altura de su corazón y entonces levantó el arma unos veinte centímetros. Arkeley era más alto que ella, se dijo. Arkeley…
La imagen del vampiro le había quedado grabada en la retina. No podía quitárselo de la cabeza: lo veía allí de pie, al fondo del pasillo, apuntándole con la pistola. Sujetándola con las dos manos.
Todas las heridas que los vampiros recibían después de regresar de entre los muertos sanaban, pero en cambio arrastraban para siempre cualquier herida que hubieran recibido siendo humanos. Al vampiro Arkeley seguirían faltándole los dedos de una mano. Y ese vampiro tenía diez dedos, lo que le venía muy bien para sujetar la pistola. «Mierda», pensó Caxton.
«No es él.»
No era Arkeley. Caxton no había sido capaz de procesar aquella información mientras el vampiro le disparaba, pero mientras esperaba a que entrara en aquel trastero para matarla ya no podía seguir negándolo. Fuera quien fuese ese vampiro, hubiera sido quien hubiese sido, no se trataba de su mentor.
Lo que no hacía más que empeorar las cosas.
Los vampiros disponían de una única forma de reproducción, que requería el contacto visual. Había tan sólo dos vampiros en todo el mundo capaces de transmitir la maldición: Arkeley y Justinia Malvern, un viejo cadáver decrépito del que Arkeley no se separaba nunca. Si los dos habían empezado a crear nuevos vampiros, si Arkeley se había convertido en un Vampiro Cero…
La puerta vibró ante ella. Caxton se armó de valor y asió la Beretta con más fuerza. Iba a disparar en cualquier momento, cuando le pareciera que tenía más posibilidades. Pero primero iba a dejar que el vampiro abriera un poco la puerta.
La puerta volvió a vibrar. Oyó un chirrido metálico y supo lo que había sucedido al instante. El vampiro no iba a abrir la puerta, sino que había colocado un candado en el pestillo y la había encerrado allí dentro. Debía de llevar uno en el bolsillo, por si se daba el caso.
Fuera quien fuese, era listo. Más listo que ella, según parecía. Caxton se maldijo. Uno no debía meterse nunca en un lugar que tan sólo tenía una salida, he aquí otra de las cosas que le había enseñado Arkeley. Debería haberlo recordado.
—¿Quién eres? —gritó entonces—. ¿Vas a matarme o qué?
En el fondo no esperaba que respondiera, y el vampiro no lo hizo. Aguzó el oído mientras su voz resonaba en las paredes metálicas del trastero, intentando detectar cualquier ruido que revelara que el vampiro se encontraba al otro lado de la puerta. No oyó nada.
Entonces, al cabo de un momento, volvió a oír aquellos pies descalzos sobre el cemento. Se estaban alejando.
—¡Joder, joder! —susurró.
¿Se estaba largando? A lo mejor los refuerzos habían llegado ya y el vampiro huía de la escena del crimen. No podía permitir que eso sucediera, no podía dejar escapar al vampiro. Cada vampiro vivo significaba varias noches en vela mientras lo perseguía. Siempre había sentido compasión por Arkeley, por cómo su cruzada imposible había ido devorando su vida. Se había pasado más de veinte años intentando extinguir a los vampiros para terminar fracasando por completo. Y, no obstante Caxton empezaba a entender qué lo empujaba con tanta vehemencia. Empezaba a entender que a veces no tienes otra opción y que los acontecimientos te arrastran, independientemente de tu voluntad. Si podía cargarse a aquel vampiro, y a Arkeley, y a Malvern (todos los vampiros de los que conocía su existencia), si lograba acabar con todos, podría parar. Pero hasta ese momento sólo podía seguir luchando.
Tenía que haber algo que ella pudiera hacer. Miró las paredes a su alrededor, pero estaban hechas de planchas metálicas reforzadas. Nunca iba a poder salir de allí a patadas. La puerta encajaba perfectamente en el marco. No iba a poder abrirla, no iba a poder meter los dedos por una grieta y empujar.
Entonces levantó la vista.
Las paredes de los trasteros no llegaban hasta el techo, donde había una abertura de unos cincuenta centímetros. El techo del trastero era una simple rejilla de alambre. La rejilla estaba muy alta, pero a lo mejor (a lo mejor) lograba colgarse de ella de un salto.
Guardó la Beretta en la pistolera (con el seguro puesto, naturalmente), se frotó las manos y dio un salto. Logró arañar la rejilla con los dedos, pero no pudo colgarse. Lo intentó otra vez, pero en esta ocasión ni siquiera llegó a tocarla. «A la tercera va la vencida», se dijo, y dobló las rodillas.
Los dedos de la mano izquierda se colaron entre los huecos de la rejilla. Cerró el puño instintivamente y cayó de espaldas al suelo… no sin antes romper la rejilla. Esta le desgarró la piel y pronto tuvo los dedos cubiertos de sangre. La rejilla cedió con un ruido ensordecedor, y Caxton tuvo un agujero sobre su cabeza por el que probablemente podría colarse. Cogió un trozo de alambre que colgaba con la otra mano y empezó a trepar, palmo a palmo. Notaba como si los dedos se le estuvieran haciendo jirones, pero no le quedaba otra opción. Tenía que salir de allí.
Se le heló la sangre al oír la voz del vampiro en el pasillo.
—¿Qué haces ahí dentro? —preguntó éste con una risita.
Aquella voz la desconcertó bastante. No se parecía a la voz de la llamada que la había conducido al centro de autoalmacenaje. Era menos gutural, menos… inhumana.
No se molestó en responder. Siguió subiendo hasta llegar a lo alto de la pared del trastero. Desde allí veía el trastero de la derecha; estaba ocupado por un montón de cajas de cartón, unos esquís y varias cajas de leche llenas de discos de vinilo. Desde su posición podía descolgarse hasta el pasillo, aunque allí estaba esperándola el vampiro, al que el escándalo que había montado para subir hasta allí había puesto en alerta. Los vampiros tienen unos reflejos mucho más sofisticados que los humanos, por lo que su tiempo de reacción es mucho menor. Intentar atacar a uno desde arriba era poco menos que un suicidio.
Pero no había otro modo. Se asomó ligeramente por el borde del trastero y vio la cabeza calva del vampiro debajo de ella. Estaba apoyado en la puerta del trastero vacío, con una de sus orejas triangulares pegada a ésta y una mano enorme, como una zarpa, sobre el blanco metal.
Caxton desenfundó la pistola… y saltó. Sin pensárselo. Le cayó encima de los hombros y el vampiro se dio de bruces con el suelo, con Caxton sobre la espalda. Ésta quitó el seguro y disparó en el mismo gesto, sin apuntar. La bala desgarró el hombro del vampiro y salieron volando varias esquirlas de hueso. Sin embargo, al darse cuenta de su error, al darse cuenta de que no había atinado en el corazón, levantó el brazo y le golpeó la mandíbula con la pistola.
Los colmillos del vampiro salieron volando por el impacto. Éste empezó a atragantarse y a toser, hasta que finalmente escupió los colmillos rotos, que dejaron a la vista unos dientes blancos normalísimos. Caxton se quedó mirando aquellos ojos azules, presa del asombro, y en aquel preciso instante vio el reluciente pelo ralo que le crecía en la cabeza.
—La madre que me parió —dijo. Agarró una de aquellas orejas puntiagudas y se la arrancó de un tirón. Era de goma.