20
Brigitte recibió una llamada de Marc en la BlackBerry cuando iba camino del aeropuerto. Él le dijo que solo quería despedirse otra vez. Intentaba llevarlo con buen ánimo, aunque Brigitte notaba que estaba triste, igual que ella. Ya era mala suerte, pensó: había conocido a un hombre que de verdad le gustaba y tenía que vivir a cinco mil kilómetros. A veces ocurrían esas cosas, aunque habría deseado que vivieran en la misma ciudad. La parte buena era que lo había pasado muy bien con él, y se llevaba un souvenir de la torre Eiffel. Tal vez con eso bastara. Volvió a darle las gracias por todo, incluida la cena de la noche anterior, y él le agradeció el tiempo que le había dedicado. No insistió en convencerla de que se quedara. Lo había entendido.
Brigitte se despidió de él y, como había llegado al aeropuerto, facturó las maletas. Primero volaría a Nueva York para visitar a su madre y entregarle toda la documentación que había recopilado en Francia. Prefería que Marguerite la tuviera en sus manos para que pudiera proseguir con el árbol genealógico; a Brigitte le bastaba con conservar una copia que guardaría con cariño como recuerdo de unos días extraordinarios y de su singular antepasada india.
Pasó el control de seguridad. Estaba previsto que el vuelo saliera con puntualidad y, cuando despegó, Brigitte apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Marc había dicho que le enviaría algún que otro e-mail, y ella había prometido responderle. De momento, tenía que concentrarse en encontrar trabajo. Lo había pasado de maravilla en París, pero debía seguir adelante con su vida. No veía el momento de reunirse con su madre y explicarle cosas del viaje.
Brigitte vio dos películas, comió y durmió un par de horas en el avión. Se despertó justo cuando el comandante anunciaba el aterrizaje en Nueva York. El tiempo había pasado muy deprisa. Cuando ya estaba en el aeropuerto recogiendo las maletas, sintió el repentino efecto de haber salido despedida de un cañón. Todo el refinamiento de París se había esfumado. La gente se abría paso a empujones y no había ningún mozo a punto para ayudarla con el pesado equipaje. Una cola interminable de viajeros esperaban un taxi, llovía, los unos se gritaban a los otros, y a ella le entraron ganas de volver corriendo a la terminal y coger el primer avión que la devolviera a París. Bienvenida a Nueva York.
Por fin consiguió un taxi, le dio la dirección de Marguerite al conductor y la telefoneó para anunciarle que estaba de camino. Pensaban salir a cenar juntas y, cuando Brigitte llegó a casa de su madre, lo primero que hizo fue entregarle la carpeta llena de información sobre sus antepasados que había recopilado con esmero. Su madre le dio un abrazo, agradecida, y pensó que Brigitte tenía muy buen aspecto. La veía relajada, más feliz y más segura de lo que la había visto en años. La escrutó con los ojos entornados y le dijo que se la veía más cómoda en su propia piel. A Brigitte le hizo gracia que hubiera elegido precisamente esa expresión, pero se dio cuenta de que llevaba razón. Así era como se sentía. Toda la ansiedad que le generaba lo que pudiera ocurrirle parecía haberse desvanecido. Seguía sin hijos, ni marido ni trabajo, pero se sentía bien consigo misma. Los días en París le habían sentado bien, igual que conocer a Marc.
Pasaron una hora hablando de Wachiwi, de los anales de la corte, del marqués, de su hermano, de la mansión y de la Biblioteca Nacional. Su madre estaba impresionada, Brigitte había descubierto muchas cosas en un plazo cortísimo. Era el trabajo de investigación más eficiente y minucioso que había visto en la vida, y se asombró de que Brigitte hubiera conseguido consultar los archivos nacionales por sí sola.
—Bueno, debo admitir que he tenido un poco de ayuda —confesó—. En la biblioteca conocí a un escritor que me echó una mano. Es historiador y profesor de universidad, y conocía los archivos como la palma de su mano, así que me hizo de guía. Seguramente no habría conseguido gran cosa sin él.
—Qué interesante.
Marguerite sentía curiosidad, pero no quería inmiscuirse. Sin embargo, por iniciativa propia, Brigitte se lo contó todo. O casi todo. No le explicó que la última noche se habían besado; según qué cosas, era mejor obviarlas.
—Me acompañó a Bretaña y me contó muchas historias sobre los chuanes, que fueron los aristócratas que opusieron resistencia a los revolucionarios y lucharon por conservar sus mansiones. Es un tema muy interesante.
Eso parecía. Y también el hecho de que el escritor hubiera acompañado a Brigitte a Bretaña. Marguerite se preguntó si había ocurrido algo más entre ellos, pero no lo preguntó. A su hija se la veía muy bien, y volvían a brillarle los ojos. Se planteó si sería cosa del amor, o de la pasión incluso. Fuera como fuese, le sentaba de maravilla. Brigitte tenía un aspecto magnífico, y parecía llena de entusiasmo mientras relataba todo lo que había descubierto. Le aseguró a su madre que lo encontraría explicado en la carpeta que le había entregado.
—No veo el momento de leerlo.
—Marc cree que debería escribir un libro sobre el tema —explicó de buen grado cuando se disponían a salir. Iban a cenar en un restaurante del barrio, uno de los favoritos de su madre situado en Madison Avenue.
—¿Marc? —preguntó su madre en un tono burlón mientras el portero les pedía un taxi. La cosa se ponía interesante por momentos.
—Es el escritor del que te he hablado. Cree que podría convertirlo en una novela, o bien escribir una obra histórica. Los hechos lo merecen, y no creo que añadir ficción los mejore en nada.
Su madre quería saber más cosas del hombre del que Brigitte no paraba de hablar, y hacia el final de la cena ya no pudo contenerse más. Había mencionado a Marc muchas veces.
—¿Pasó algo con ese francés del que hablas?
Se preguntaba si Brigitte se había enamorado, aunque no daba esa impresión. Se la veía tranquila y feliz, y no con la angustia de quien ha dejado a su amor en París. Sin embargo, su madre captaba en ella algo distinto.
—No, no lo permití. No tenía sentido empezar a salir con él y marcharme, habría sido un desastre. Las relaciones a distancia no funcionan. Lo pasamos bien juntos, eso es todo. Claro que tengo que reconocer que es una pena que no viva en Boston; cuesta mucho conocer a hombres así. Intentó convencerme de que me quedara a vivir en París durante un año y escribiera ese libro, pero no pienso hacerlo, y dudo que lo haga jamás. Ya tengo un libro a medias. Además, debo buscar trabajo en Boston, que es donde vivo.
Su madre asintió y pensó que Brigitte hablaba con tanta lógica y sensatez que no sabía si lo que decía iba en serio. Empezó a preguntarse si se habría enamorado de ese hombre sin siquiera darse cuenta, pero no le dijo nada al respecto. Se limitó a mover la cabeza en señal de conformidad, escucharla y observarla mientras fingía creerla, ya que Brigitte parecía haberse convencido a sí misma de todo lo que afirmaba.
—¿Crees que irá a visitarte a Boston?
—Eso dice, aunque es probable que no volvamos a vernos. No tiene lógica.
—No todas las cosas tienen lógica, corazón. Por lo menos, no siempre —observó su madre con delicadeza—. Los sentimientos van más allá de la razón. A veces te enamoras de personas que no encajan con tu lógica. Y los que parecen encajar, acaban saliendo rana.
Como Ted y el noviazgo de seis años del que no había resultado nada en definitiva.
—¿Está enamorado de ti? —preguntó Marguerite, que sentía curiosidad por él.
—No me conoce lo suficiente —insistió Brigitte. Era lo que se había repetido a sí misma—. Le gusto, incluso puede que mucho.
Marguerite tenía la sensación de que había mucho más que eso por ambas partes, pero no presionó a su hija. Pasaron el resto de la velada hablando de Wachiwi, una materia inagotable. La madre de Brigitte estaba de acuerdo con Marc a pesar de que no lo conocía. Creía que Brigitte debería escribir ese libro sobre su antepasada, en la forma que fuese. Era obvio que el tema la atraía, mucho más que el libro sobre el sufragio femenino, que parecía haberse quedado estancado años atrás. Su madre sostenía la opinión de que debía dejarlo aparcado y lanzarse a por el otro, y tal cual se lo dijo a Brigitte cuando regresaron a casa. Su hija no parecía convencida; por lo menos, no más que cuando Marc se lo había propuesto. Tenía miedo.
Ambas se acostaron a una hora decente. Brigitte llevaba un retraso de sueño de seis horas, pero se la veía en buenas condiciones y de un humor excelente. Las dos permanecieron tumbadas en la cama, dándole vueltas a la cabeza. Marguerite pensaba en el francés a quien había conocido su hija, tenía ganas de saber más cosas de él. Brigitte reflexionaba sobre el libro que todo el mundo creía que debía escribir y que a ella le imponía tanto respeto. El tema daba tanto de sí que tenía miedo de abordarlo y no hacerle justicia. No quería escribir un libro mediocre sobre una mujer tan extraordinaria, ni siquiera correr ese riesgo. Habría sido un sacrilegio meter la pata y convertir la historia de Wachiwi en una birria. Le parecía mucho menos arriesgado seguir trabajando en el libro sobre el derecho al voto de la mujer y que otro se encargara de escribir acerca de la vida de Wachiwi. Ella no se sentía capaz, daba igual lo que dijesen Marc y su madre. Pensaba proseguir con su investigación sobre el sufragio y escribir la mejor obra de todos los tiempos, tal como siempre se había propuesto hacer. La historia de Wachiwi era demasiado extensa, compleja y poco concreta. No tenía la impresión de ser capaz de dominarla, y la asustaba mucho más que el tema del sufragio.
Brigitte estuvo dos días en Nueva York con su madre y lo pasaron muy bien. En un momento dado Marguerite le preguntó si había tenido noticias de Ted, y ella le respondió que no. A ambas se les hacía raro que seis años de relación hubieran acabado en una sola noche, que todo hubiera quedado reducido a la nada y sumido en el silencio. Eso indicaba lo poco que merecía la pena, y las dos convinieron en que era una lástima.
Regresó a Boston el sábado por la noche, y tomó un taxi hasta su casa. Tampoco había tenido noticias de Marc desde que dejó París, y no lo esperaba. Se recordó que no tenía ninguna obligación de darlas, y ella no se había puesto en contacto con él ni pensaba hacerlo. Solo serviría para sembrar desconcierto. Se dijo que los momentos de romanticismo que habían vivido frente a la torre Eiffel la última noche habían supuesto un agradable interludio a la vez que una aberración, y se convenció de que para ninguno de los dos significaban nada. Resultaba agradable pensar que, a pesar de su edad, podía hacer alguna tontería y dejarse llevar por el romanticismo.
Cuando deshizo las maletas colocó el pequeño souvenir de la torre Eiffel sobre el tocador y se lo quedó mirando, sonriente, hasta que al cabo de unos minutos siguió colocando las cosas en su sitio. Tenía seis o siete mensajes en el ordenador, pero ninguno importante. La falda que creía haber perdido estaba en la tintorería. Desde la biblioteca de la Universidad de Boston le recordaban que debía dos libros y que iban a sancionarla por ello. Amy la había telefoneado para pedirle que la llamara en cuanto pusiera un pie en casa y para decirle que la quería. Otras dos llamadas eran de telemarketing. Y en la última le ofrecían renovar la garantía del horno. Ninguna era el tipo de llamada que uno se alegra de recibir cuando llega a casa, a excepción de la de Amy. Echando un vistazo al lugar reparó en que el piso estaba sucio y descuidado, y vio que necesitaba ordenar cuatro cosas y deshacerse de otras cuantas, incluso cambiar de sitio algunos muebles, para que el espacio no llegara a parecer del todo deprimente. Ahora, sin Ted, era un buen momento. Necesitaba un poco de chispa en su vida, y trató de no dejarse llevar por el pánico ante la falta de respuesta de todos los trabajos a los que había enviado el currículum. No había recibido ninguna llamada ni ningún e-mail. Seguramente aún estaban ocupados atendiendo a los alumnos de nuevo ingreso; no empezarían a ir más descargados hasta el mes de junio, y estaba terminando abril mientras que la fecha máxima de aceptación de alumnos era mediados de mayo. Se tranquilizó pensando que era demasiado pronto para tener noticias.
Llamó a Amy en cuanto acabó de deshacer las maletas. Su amiga estaba acostando a los niños, pero invitó a Brigitte a pasar con ella la tarde del día siguiente, y ella se mostró encantada. Le prometió que estaría allí al mediodía, y así fue. Cuando llegó a casa de Amy, oyó gritos en la cocina. Parecía que estuvieran matando a alguien. Antes de que pudiera llamar al timbre, Amy abrió la puerta de par en par, le arrojó a su amiga las llaves del coche y le pidió que la acompañara a urgencias. Su hijo de tres años se había golpeado la cabeza con el canto de una mesa y sangraba tanto que había empapado el paño húmedo con que ella trataba de ejercer presión en la herida. Amy tenía bajo el brazo al pequeño de un año, que también lloraba y tan solo llevaba puestos una camiseta, el pañal y unas zapatillas de deporte. Sentó a los dos niños en la parte trasera del coche y se instaló entre ellos, y Brigitte los llevó al hospital universitario. Los gritos eran tan fuertes que impedían cualquier conversación. Todo cuanto su amiga le dijo a voz en cuello desde el asiento trasero fue «¡Gracias!», seguido de «¡Bienvenida a casa!», y ambas se echaron a reír. Menos mal que Brigitte había llegado en el momento oportuno; si no, las cosas se habrían puesto más difíciles para Amy.
Estuvieron dos horas en la sala de espera de urgencias, mientras el niño herido se chupaba el pulgar sentado en el regazo de su madre, que estaba toda manchada de sangre. El hermano pequeño se había quedado dormido en el regazo de Brigitte y las dos amigas hablaban en susurros.
—Bueno, ¿qué tal por París? —le preguntó Amy.
—De maravilla. He recogido información que a mi madre le viene de perlas —asintió Amy. Su amiga esperaba que hubiera hecho algo más que eso.
—¿Lo has pasado bien? —preguntó de manera enfática.
—Ya lo creo —aseguró Brigitte.
—¿Has conocido a hombres?
Amy siempre iba al grano, y Brigitte se quedó un instante sin saber qué contestar, lo cual a su amiga le pareció sospechoso.
—No en el sentido que dices. Conocí a un escritor en la biblioteca y me ayudó a recoger información.
—Qué aburrido.
Amy se llevó una desilusión al oír eso.
—No, no es nada aburrido. Es muy inteligente, muy interesante. Ha escrito un libro que leí en inglés hace unos años. Además de ser escritor, da clases de literatura en la Sorbona.
—Me sigue pareciendo aburrido.
Amy no tenía la impresión de que se hubieran dado el lote. Esperaba que Brigitte hubiera aprovechado el viaje a París para desmelenarse. No le parecía muy divertido que se hubiera pasado las vacaciones investigando en la biblioteca.
—Me acompañó a Bretaña un fin de semana. Lo pasamos muy bien.
Amy volvió a mirarla esperanzada.
—¿Os acostasteis juntos?
—Claro que no. No soy de las que se prestan a echar un polvo y si te he visto no me acuerdo. Qué deprimente.
—Más deprimente me parece ir a París y no acostarse con nadie —soltó Amy sin rodeos—. Claro que pasarse la tarde del domingo en la sala de espera de urgencias tampoco está entre las primeras opciones de mi lista de actividades preferidas.
Entonces Amy decidió ir a preguntar qué ocurría, cansada de esperar tanto, y media hora más tarde los hicieron pasar. A su hijo le dieron cuatro puntos; cuando se marcharon, el niño estaba agotado de tanto llorar. Había sido una tarde de mucha tensión. En cuanto llegaron a casa, Amy puso a sus dos hijos a hacer la siesta y fue a la cocina para tomarse una copa de vino con Brigitte. Amy dijo necesitarla, y Brigitte dio unos cuantos sorbos para hacerle compañía. No le gustaba beber alcohol durante el día, y en las cenas apenas lo probaba.
—Muy bien, vuelve a explicármelo —continuó diciendo Amy—. Nada de historias de amor apasionadas, ¿no? Solo un profesor con el que pasaste un fin de semana entero. ¡Qué pena de viaje a París! ¿No podías montártelo mejor?
A Brigitte la hizo reír la expresión.
—Es un chico agradable, y me gusta, solo que está geográficamente fuera de mi alcance. Él vive en París y yo, aquí.
—Pues trasládate. Boston no tiene nada de especial.
—Es donde vivo. Me gusta y estoy buscando trabajo en esta ciudad.
—Por cierto, ¿tienes alguna novedad sobre ese tema?
Brigitte decidió no explicarle lo de la entrevista en la AUP. No le habían ofrecido trabajo de todos modos y su amiga se habría aferrado a esa posibilidad. Estaba desesperada por que Brigitte se forjara una vida con pareja e hijos, y eso a ella le suponía demasiada presión.
—Mañana empezaré a llamar. En esta época del año hay demasiada actividad y seguramente no han tenido tiempo de ponerse en contacto conmigo.
Amy asintió para indicarle que estaba de acuerdo, aunque sabía que su amiga no había acumulado muchos méritos durante los diez años de trabajo en la oficina de admisiones de la Universidad de Boston. No causaba muy buena impresión que hubiera pasado tanto tiempo sin que la ascendieran. Sin embargo, ella lo había querido así, y ahora que estaba buscando trabajo lo lamentaría. Quien ofreciera trabajo vería en ella a alguien poco válido o poco ambicioso. La verdadera opción era la segunda, pero ¿cómo iban a saberlo?
Estuvieron hablando hasta que los niños se despertaron, y luego Brigitte regresó a su casa. Cuando llegó, no sabía qué hacer. Pensó en ir al cine, pero detestaba salir sola. Podría haber llamado a algún amigo, pero no tenía ganas de explicar lo que había pasado con Ted, que lo habían dejado. Se sentía una perdedora. «Ah, sí, pues mira, después de seis años me ha dejado y se ha ido a dirigir una excavación.» ¿No habría sido más lógico que, si la quería, la invitara a irse con él? La forma en que habían acabado las cosas daba a entender a todo el mundo que en realidad su relación no le importaba. ¿Y qué imagen daba eso de ella? Últimamente tenía más maltrecho el amor propio que el corazón. Fuera como fuese, no tenía ganas de llamar a nadie y tener que explicárselo.
Dio vueltas por el piso, sacó el aspirador e hizo la colada. Eso le recordó las cómodas noches de domingo que durante seis años había pasado junto a Ted. Aprovechaban las últimas horas del fin de semana para preparar juntos la cena. Tal como se temía, era al estar de vuelta en casa cuando empezaba a asaltarla la soledad. Eso le recordó las palabras de Marc: si amase a Ted, lo habría echado de menos en París, no solo en Boston. La sensación que experimentaba tenía más que ver con alguna carencia de su vida que con echar de menos a una persona en concreto. Pensar en eso la ayudó, y antes de irse a la cama hizo una limpieza a fondo del piso. El día había transcurrido sin pena ni gloria, a diferencia del fin de semana anterior, cuando estaba en Bretaña con Marc yendo a restaurantes, visitando el Château de Margerac, alojándose en el acogedor hotelito. Le entró risa cuando metió el camisón de franela en la secadora. Lo cierto era que en su vida había muy poca emoción. Se planteó llamar a Marc solo para saludarlo, pero no quiso hacerlo. Debía acostumbrarse a no pensar en él en lugar de obsesionarse. Además, para él ya eran las cuatro de la madrugada. Tampoco había intentado ponerse en contacto con ella, y hacía bien. Lo único que ocurría era que se sentía sola y aburrida un domingo por la noche.
Se acostó temprano, y a la mañana siguiente telefoneó a todas las universidades con las que había establecido contacto. Todo el mundo fue muy agradable y cortés. Sí, habían recibido su currículum, pero no disponían de ninguna vacante, aunque lo guardarían por si surgía alguna oferta. Unos le propusieron que volviera a llamar en junio; otros, en septiembre. Parecía increíble que en nueve universidades no hubiera una sola vacante. Claro que su currículum no mostraba nada destacable. Tenía diez años de experiencia en un trabajo corriente y no se había esforzado por salir de la mediocridad. No había escrito ningún artículo, no había impartido clases, no había hecho ninguna planificación curricular especial. Tampoco había trabajado de voluntaria. Se había limitado a ir a la oficina, pasar los fines de semana con Ted e investigar para su libro. Cuando pensaba en ello se avergonzaba. ¿Cómo podía haberse puesto tan pocas metas y haberse exigido tan poco?
Se sentó al escritorio, decidida a retomar el libro sobre el sufragio femenino. Reorganizó toda la investigación, hizo una criba y quitó la paja; y el martes se puso a escribir de nuevo. Cuando terminó la semana había escrito un capítulo entero, y se dedicó a leerlo. Tras acabar, estalló en llanto. Era lo más aburrido que había escrito jamás. Ni siquiera los académicos desearían leer la obra. No sabía qué hacer.
El viernes por la noche estaba sentada al escritorio con la frente apoyada en las manos cuando la llamó su madre, que parecía animada. Había leído toda la información que Brigitte le había entregado tras el viaje.
—El material sobre la joven india es increíble. Y el marqués también parece un hombre interesante. La historia de la chica es fascinante, y era casi una niña cuando se marchó a Francia.
—Sí. —La voz de Brigitte sonaba apagada, y su madre lo notó.
—¿Te pasa algo?
—Llevo toda la semana intentando avanzar con el libro del sufragio femenino y es un rollo. No sé qué me hizo pensar que a alguien le interesaría. Es como ponerse a leer los ingredientes de un paquete de cereales, un formulario de hacienda o la etiqueta de un zumo de ciruelas pasas. Lo odio, igual que lo odiaría cualquiera. He invertido siete años de mi vida en algo que debería arrojar al cubo de la basura.
A su madre nunca le había parecido un tema interesante, pero Brigitte siempre lo había defendido a capa y espada, como antropóloga y como mujer. En cambio Marguerite, desde su punto de vista de lectora y editora, siempre lo había considerado bastante aburrido, pero no quería ser grosera.
—¿Qué voy a hacer?
—A lo mejor tu amigo de París tiene razón, tendrías que escribir la historia de Wachiwi. Coincido contigo en que no es necesario que incluyas ficción. Es impresionante tal cual. ¿Qué te parece la idea? —Su madre trataba de ayudar.
—No estaría mal —accedió Brigitte con desánimo.
—¿Has tenido noticias de él, por cierto? —se interesó Marguerite.
—No.
—¿Y por qué no le escribes? Podrías mandarle un e-mail.
—No quiero revolver las aguas, mamá. En su momento ya dejamos las cosas claras. Somos amigos, y los amigos se llaman solo de vez en cuando. Si empiezo a escribirle, dará pie a confusiones por las dos partes.
—¿A qué viene tanta responsabilidad? ¿Por qué una relación de amigos no puede dar pie a cierta confusión de vez en cuando?
Las palabras de su madre hicieron que Brigitte recordara al instante la noche en que se habían besado frente a la torre Eiffel. Esa noche la confusión les había sentado bien. Claro que ese momento formaba parte del pasado. Había vuelto a casa y París era un sueño lejano. Como Marc.
—Creo que lo único que me pasa es que me compadezco a mí misma. Es el bajón tras el viaje a París. Lo que necesito es encontrar trabajo, pero parece que no hay ofertas.
Tenía suficiente dinero ahorrado para sobrevivir durante el verano, incluso más si actuaba con prudencia. El gran problema era que se aburría, y su madre se lo notaba en la voz.
—Bueno, puedes volver a Nueva York siempre que quieras. Podemos jugar al bridge. La semana que viene tengo un torneo, pero luego estaré libre.
Por lo menos su madre se distraía jugando al bridge, pero ella no tenía ese tipo de aficiones. No sabía con qué entretenerse mientras tanto y, cada vez que pensaba en el material sobre Wachiwi, se moría de miedo. No quería decirle a Amy cómo se sentía para no tener que oír que debería ir a ver a un terapeuta. Su amiga se lo había aconsejado cuando Ted la dejó, y Brigitte seguía sin querer hacer frente a eso. En realidad no sabía lo que quería, ni con quién quería estar.
Se quedó despierta hasta tarde, viendo películas que ya había visto otras veces, y luego, a falta de algo mejor que hacer, se sentó al ordenador y le escribió un e-mail a Marc. No sabía bien qué decirle. «Hola, estoy que me tiro de los pelos de aburrimiento... Sigo sin trabajo y mi vida social se ha ido al garete... Mi libro es lo más farragoso del planeta... Estoy pensando en prenderle fuego. ¿Y tú, qué tal?»
En vez de eso, le escribió un mensaje corto en que le decía que pensaba en él, que lo había pasado de maravilla en París y en Bretaña, y que había colocado el pequeño souvenir de la torre Eiffel encima del tocador. También le explicaba que su madre estaba emocionadísima con el material que le había llevado, y volvió a darle las gracias por su ayuda. Le deseó que las cosas le fueran bien, y al final se detuvo, pensando cómo firmarlo. «Adiós» le parecía infantil. «Atentamente», demasiado formal. «Saludos cordiales» sonaba ridículo. «Con afecto» era patético. «Con cariño» daba lugar a confusión. Al final acabó poniendo «Guardo muy buenos recuerdos. Cuídate», que era sincero y cierto. Lo releyó unas seis veces para asegurarse de que no quedaba blandengue, sentimental ni quejumbroso. Por fin pulsó la tecla y envió el mensaje. Una vez hecho, tragó saliva y lo lamentó al instante. Otra vez la asaltaba la inseguridad. ¿Qué estaba haciendo? Ese hombre vivía a cinco mil kilómetros de distancia. ¿En qué estaba pensando? Acabó por convencerse de que lo único que había hecho era enviar un e-mail a un agradable conocido en París para saludarlo.
—Bueno, no es nada del otro mundo —dijo en voz alta tratando de no sentirse tonta ni nerviosa.
Volvió a leerlo, aunque era tarde para poner remedio. Al final se fue a la cama. Y de repente, en el momento de acostarse, pensó que había hecho bien en escribirle. Esperaba que le contestara.