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Marguerite Nicholson le abrió la puerta a su hija con alivio y llena de alegría. En Nueva York estaba lloviendo a cántaros y Brigitte quedó empapada tan solo con salir del taxi y entrar en el edificio. Su madre se apresuró a colgar la gabardina mojada, la invitó a quitarse los zapatos y, al cabo de pocos minutos, le ofreció una taza de té y se sentaron frente a la chimenea. A Brigitte, el hecho de encontrarse allí le resultó inmensamente tranquilizador; era como dejarse caer sobre un edredón de plumas o un colchón mullido con un suspiro de alivio. Su madre era una mujer capaz e inteligente con quien siempre podía contar. Marguerite las había salvado del desastre y consiguió convertir la tragedia en una vida confortable para ambas. Se había forjado una respetable carrera en el mundo editorial. Cuando el año anterior se retiró, lo hizo como jefa de redacción, acreditada con muchas obras famosas y muy admirada en su campo. Le había costeado las dos titulaciones universitarias a su hija, le inculcó la importancia de tener estudios y se mostraba muy orgullosa de sus logros y sus planes de obtener el doctorado. Solo se disgustó cuando Brigitte se ancló a un puesto tan poco atractivo como el que ocupaba en la oficina de admisiones de la Universidad de Boston, y más aún cuando lo que se le antojaban interminables años de investigación no acababan de dar fruto y concluir con el libro que llevaba tanto tiempo escribiendo. Se sentía tan decepcionada por eso como por el fracaso de Brigitte a la hora de casarse y tener hijos. Quería que se cuestionara a sí misma y se decidiera a tomar las riendas de su vida; sin embargo, Brigitte jamás había hecho eso hasta el momento.

Marguerite sabía que era concienzuda y trabajaba duro, pero deseaba mucho más para ella. Era muy consciente de la aversión que Brigitte sentía por el riesgo y sabía a qué se debía. Todo cuanto deseaba desde siempre era sentirse segura. Su madre habría querido que la vida de su hija estuviese más llena de aventura y de estímulos. Marguerite sabía que era capaz de vivir de otra forma, pero por algún motivo siempre se retenía. Seguían persiguiéndola los traumas de su infancia y la muerte de su padre.

Se acomodaron en la alegre sala de estar del piso. Madre e hija no podían tener apariencias más distintas. Marguerite era muy rubia, mientras que su hija era muy morena, y, aunque ambas eran altas y tenían buen tipo, los ojos de Brigitte alcanzaban un tono prácticamente tan oscuro como su cabello, mientras que los de su madre se asemejaban al azul del cielo. Sus sonrisas se parecían, pero su aspecto general era distinto. Brigitte tenía unos rasgos y un aire mucho más exóticos.

La sala era cálida y estaba decorada con gusto; había algunos muebles antiguos bien conservados, y la madre de Brigitte había encendido la chimenea antes de que esta llegara. Se sentaron frente al fuego, en unos sillones de terciopelo, desgastados pero elegantes, y tomaron té en las tazas de porcelana de Limoges que habían pertenecido a la abuela de Marguerite y que ella guardaba con mucho orgullo. Marguerite tenía un aire aristocrático y refinado. Aunque en el piso no había ningún objeto de gran valor, mostraba buen gusto; además, llevaba muchos años viviendo allí. Su hogar denotaba la pátina del tiempo. En todas las paredes había estanterías llenas de libros. Era un hogar donde se rendía culto a la cultura, la literatura y la educación. A Marguerite, desde siempre, la fascinaba todo lo referente a su familia.

—Bueno, cuéntame, ¿qué pasa con tu libro? —preguntó la madre de Brigitte con interés, para evitar temas más dolorosos como Ted y el despido.

—No lo sé. Creo que estoy demasiado dispersa. Me he estancado, estoy bloqueada por completo. La investigación es buena, pero tengo la impresión de que no consigo despegar. Supongo que me pesa lo que ha pasado con Ted. Tal vez la cosa vaya mejor si me tomo un respiro; por eso he venido a verte.

—Pues me alegro de que lo hayas hecho. ¿Quieres que le eche un vistazo a lo que has escrito? Reconozco que no sé gran cosa de antropología, y tu trabajo es de mucho nivel, pero a lo mejor puedo ayudarte a imprimirle un poco de ritmo.

Brigitte sonrió ante la típica predisposición a ayudar de Marguerite. Le agradecía que no hubiera hecho ningún comentario desagradable sobre Ted; tan solo estaba apenada por su hija.

—Me parece que ese trabajo necesita algo más que un poco de ritmo, mamá. Ya llevo seiscientas cincuenta páginas y, si sigo el esquema del recorrido histórico y la cantidad de países que me había propuesto incluir, superaré las mil. Quería que fuera la mejor obra de todos los tiempos sobre el derecho al voto de la mujer, pero ahora, de repente, empiezo a dudar que le interese a alguien. Seguramente la libertad de la mujer depende de muchas más cosas que de su derecho a participar del proceso democrático —comentó Brigitte con tristeza.

—A mí me parece un libro apasionante —le dijo su madre para animarla.

Sin embargo, estaba segura de que la obra sería meticulosa, exhaustiva y de una calidad impecable. Conocía la habilidad para escribir de Brigitte, aunque a ella le diera la impresión de que el tema ya no la inspiraba.

Esta sonrió ante el comentario. Después de todo, se trataba de una obra académica, no de un libro comercial.

—Yo también he estado ocupada —prosiguió Marguerite—. He vuelto a retomar mi investigación, me he pasado las tres últimas semanas en la Biblioteca Mormona de Historia Familiar. Han recopilado una cantidad de documentación increíble. ¿Te das cuenta? Tienen a más de doscientos cámaras repartidos en cuarenta y cinco países del mundo que se encargan de tomar fotografías de archivos locales para que la gente pueda usarlos en sus investigaciones genealógicas. Su objetivo real es ayudar a que pueda bautizarse a los familiares en la iglesia mormona, aunque sea de forma póstuma. Sin embargo, cada cual es libre de utilizar la información con el fin de identificar a sus ancestros. Son muy generosos con respecto a los datos que recopilan, y resultan de gran ayuda. Gracias a ellos, he conseguido retroceder hasta los De Margerac que vivieron en Nueva Orleans en 1850, y sé que llegaron a Estados Unidos por esa época, procedentes de Bretaña. Hay otra rama de la familia con el mismo nombre que llevaba mucho más tiempo allí, pero nuestros ascendientes directos llegaron de Bretaña a finales de la década de 1840.

Hablaba como si fuera una presentadora de telediario, y Brigitte sonrió. A su madre le apasionaba lo que estaba haciendo.

—O sea, que el que llegó a este país en esa época tuvo que ser mi bisabuelo y tu tatarabuelo respectivamente —prosiguió la mujer—. Lo que ahora me gustaría investigar es la historia de la familia antes de que llegara a América. Sé que existieron un Philippe y un Tristan de Margerac que emigraron, y en la familia hay varios condes y un marqués, pero no conozco gran cosa de ellos antes de que abandonaran Francia; más bien no sé nada.

—¿No tendrías que ir allí para seguir haciendo indagaciones, mamá? —preguntó Brigitte haciendo un esfuerzo por interesarse en el tema. Así como la antropología la fascinaba, por algún motivo la incansable exploración de la historia familiar por parte de su madre siempre la había aburrido en grado extremo. Nunca había conseguido sentir la misma curiosidad que ella por saber de sus antepasados. Le parecía todo muy remoto, muy poco relevante para su vida actual. Además, sus antepasados eran gente muy anodina; ninguno le parecía excepcional.

—Seguro que en la Biblioteca Mormona de Historia Familiar disponen de más información sobre el tema que en toda Francia. Tienen fotografías tomadas de los archivos locales. Los países europeos son los más fáciles de investigar. Un día de estos iré a Salt Lake City y buscaré más material, pero de momento aquí me han dado mucho, y muy bueno.

Brigitte asintió por educación, como siempre, aunque su madre sabía lo poco que le interesaba el asunto, así que cambiaron de tema y hablaron de teatro, de ópera, de ballet, actividades por las que Marguerite también sentía pasión, y de la última novela que estaba leyendo. Al fin, de forma inevitable, acabaron hablando de Ted y de la excavación en Egipto. No era posible demorar más la conversación. Marguerite seguía sintiendo mucho lo ocurrido y estaba triste por su hija. Sabía que para ella suponía una tremenda decepción. De hecho, le sorprendió que se lo tomara con tanta filosofía. Ella, en su lugar, no se habría tomado tan bien que la abandonaran tras seis años de relación. Brigitte asumía gran parte de la responsabilidad de lo ocurrido, y Marguerite no acababa de estar de acuerdo con ella. Creía que Ted debería haberle propuesto que lo acompañara a Egipto en lugar de aprovechar la oportunidad para romper la relación y pasar página.

Hablaron de los centros a los que Brigitte había enviado el currículum. Seguía con el convencimiento de permanecer afincada en Boston o alrededores. Con todo, era demasiado pronto para obtener respuesta a su petición de empleo. Brigitte era consciente de que sus homólogos estaban muy atareados tramitando las solicitudes de ingreso, y después tendrían que ocuparse de la asignación de plazas y la lista de espera. Suponía que no recibiría contestación a sus cartas hasta mayo o junio. No tenía ningún miedo, y estaba dispuesta a esperar hasta entonces. Solo necesitaba dar con algo que la mantuviera entretenida mientras tanto, pero tenía claro que no iba a ser el interminable proyecto de investigación genealógica de su madre. Le gustaría resultarle de ayuda, pero dedicarse a clasificar generación tras generación de personas igual de respetables las unas que las otras se le antojaba tan poco atractivo como el libro que estaba escribiendo. A veces deseaba que en la familia hubiera habido un criminal o un sinvergüenza con imaginación, alguien que animara un poco el árbol genealógico.

A medianoche, Brigitte y su madre apagaron la luz y se fueron a dormir. El fuego de la chimenea ya se había extinguido. Brigitte ocupó el antiguo dormitorio de su infancia, como siempre que se alojaba en casa de su madre. Seguía estando decorado con la tapicería de chintz rosa en distintos estampados florales que ella misma había elegido de jovencita. Le gustaba reencontrarse con el ambiente y la decoración de aquel espacio familiar y retomar las largas y estimulantes conversaciones con su madre. Se llevaban muy bien.

A la mañana siguiente, tomaron juntas el desayuno en la cocina y luego Marguerite se dirigió a hacer unos cuantos recados, a comprar comida y a jugar al bridge con unas amigas. Llevaba una vida plácida, y había salido durante bastante tiempo con un hombre que había muerto unos años atrás, justo antes de que ella se jubilara. Desde entonces no había tenido ninguna otra relación sentimental. Contaba con un amplio círculo de amistades y asistía a comidas, cenas, visitas a museos y actividades culturales, sobre todo con otras mujeres, pero también con algunas parejas. Aunque vivía sola, no se aburría nunca. Su proyecto sobre la genealogía familiar la mantenía ocupada los fines de semana y las noches en que no salía. Había aprendido a solicitar información por internet, pero la mayoría de la que había obtenido era gracias a los mormones. Soñaba con el día en que lo recopilara todo en un libro dedicado a Brigitte, y mientras tanto gozaba con la investigación, explorando la historia y la vida de familiares que vivieron siglos atrás, por mucho que Brigitte lo encontrara tedioso y poco estimulante.

Esa tarde, cuando regresó a casa, le mostró a Brigitte sus últimos apuntes. Su hija había salido de compras y luego había ido a Columbia a visitar a un amigo que ejercía de profesor allí y que había prometido estar pendiente de cualquier vacante en la oficina de admisiones. Él le sugirió que se planteara la opción de la enseñanza en lugar de las tareas administrativas, pero Brigitte no se veía dando clases y prefería el trabajo en la oficina, que, por otra parte, le ofrecía más tiempo para escribir y asistir a las clases de doctorado. Parecía de mejor humor que el día de su llegada. Su madre tenía razón, le sentaba bien la visita a Nueva York. Todo resultaba vigorizante y muy vivo, aunque ella se sentía a gusto en el mundo académico de los alrededores de Boston. Allí el ambiente era más desenfadado y juvenil. Con todo, el viaje a Nueva York le proporcionaba un agradable cambio de aires. Había muchas más cosas que hacer; precisamente por eso a Marguerite le encantaba.

Cuando Brigitte prestó atención a los últimos descubrimientos de su madre, la información que había reunido la impresionó. Al parecer, conocía las fechas de nacimiento y defunción de todos sus ascendentes directos, y de muchos primos. Sabía en qué condados y parroquias de Nueva Orleans habían vivido y habían muerto, cuáles eran los nombres de sus casas y sus plantaciones, a qué poblaciones de Nueva York y Connecticut habían emigrado tras la guerra de Secesión. Y conocía el nombre del barco en que algunos miembros de la familia habían llegado procedentes de Bretaña en 1846. Al parecer, se habían instalado en el sur hasta pasada la guerra y luego, en las décadas de 1860 y 1870, habían emigrado al norte, donde se habían establecido de forma permanente. Sin embargo, lo ocurrido en Francia antes de esa época seguía siendo un misterio. Al menos eso a Brigitte se le antojaba más interesante que lo que su madre había dilucidado hasta el momento.

—No hace tanto tiempo, mamá. Seguro que en la Biblioteca Mormona de Historia Familiar también te proporcionarán información sobre eso. Y, si no, siempre puedes viajar a Francia.

—Qué va, tendría que ir a Salt Lake. Allí disponen de más información de archivos europeos, y las instalaciones son mucho más amplias. Lo que pasa es que no he tenido tiempo. Además, las bibliotecas tan grandes me ponen los pelos de punta. A ti esas cosas se te dan mucho mejor que a mí.

Suplicó a Brigitte con la mirada que la ayudara con el proyecto, y su hija sonrió. El entusiasmo de la mujer la conmovía.

—Con todo lo que tienes aquí podrías escribir un libro si algún día te animaras —comentó Brigitte con aire alentador. La diligencia y la perseverancia de su madre no dejaban de impresionarla.

—No creo que a nadie le interese, excepto a la familia, claro, y me temo que eso se reduce a nosotras, aparte de algún primo suelto por aquí y por allá. A no ser que en Francia haya parientes que no conozco, cosa que dudo. No he encontrado a ningún De Margerac que haya vivido allí recientemente. Y los de por aquí se han extinguido. En el sur no queda nadie desde hace por lo menos cien años. Tu abuelo nació en Nueva York a principios de siglo. Solo estamos tú y yo.

Era toda una labor que realizaba con entrega y que la tenía fascinada desde hacía años.

—Te esfuerzas mucho, mamá —la alabó Brigitte con admiración.

—Me gusta saber con quiénes estamos emparentadas, dónde vivían y a qué se dedicaban. También es tu herencia, y tal vez algún día le darás más importancia que ahora. En nuestro árbol genealógico aparecen algunos personajes muy interesantes —reveló Marguerite con una sonrisa, aunque, por el momento, a Brigitte no se lo parecía en absoluto. Eran aristócratas, pero no tenían nada de particular.

Brigitte acabó quedándose en Nueva York el resto de la semana. No tenía motivos de urgencia que la obligaran a regresar a Boston. Su madre y ella aprovecharon para ir juntas al teatro y al cine, para cenar en algunos restaurantes informales y dar largos paseos por Central Park. Disfrutaban de la compañía mutua, y su madre trató de evitar los temas comprometidos. No quedaba nada más que decir sobre Ted, excepto que, en opinión de Marguerite, Brigitte había malgastado seis años de su vida, y sospechaba que ella misma empezaba a pensar lo mismo. Ted demostraba ser un egoísta absoluto. Las últimas noticias que Brigitte había tenido de él fueron el mensaje que le dejó la mañana posterior a su ruptura.

El sábado pasaron una tranquila tarde de descanso casero, leyendo la edición adelantada de The Sunday Times. Marguerite soltó una carcajada al leer en el suplemento un artículo que hablaba de genealogía. Como era de esperar, ensalzaba la buena labor de los mormones y sus bibliotecas, y la madre de Brigitte volvió a mirar a su hija con tristeza.

—Me gustaría que fueras a Salt Lake City en mi lugar, Brigitte —le suplicó—. Investigar se te da mucho mejor que a mí; estás acostumbrada a hacerlo, pero en cambio sabes que no es mi fuerte, y no obtendré más información hasta que consiga retroceder al momento en que la familia vivía en Francia. Me he quedado encallada alrededor de 1850. ¿Hay alguna posibilidad de que hagas el viaje por mí?

Marguerite no quiso añadir «puesto que no tienes trabajo ni estás saliendo con nadie», pero era lo cierto. Brigitte tenía todo el tiempo del mundo y se sentía inquieta mientras esperaba recibir noticias de alguna vacante.

Estaba a punto de responder que no cuando lo pensó mejor. No había razón para no hacerlo; y, por lo que había leído en The Sunday Times sobre la Biblioteca Mormona de Historia Familiar, tenía que reconocer que parecía interesante. Además, así ayudaría a su madre, ya que ella se pasaba la vida haciéndole favores de buen grado y le prestaba desde siempre tantísimo apoyo. Suponía un detalle con ella, dejando aparte que no tenía otra cosa que hacer.

—A lo mejor sí, ya veremos —dijo en un tono vago, ya que por una parte no quería comprometerse a hacerlo, pero por otra se daba cuenta de que era la manera perfecta de eludir el libro que, de repente, le provocaba mucho desencanto.

Volvió a planteárselo el domingo, mientras tomaban el desayuno en la cocina y leían juntas el resto del periódico. Brigitte tenía previsto regresar a su ciudad por la tarde, pero en el espacio meteorológico anunciaron un temporal de nieve en la zona sin previsión de que amainara, y dos horas más tarde cerraron el aeropuerto de Boston. En Nueva York, en cambio, hacía buen tiempo. La tormenta de Boston no afectaría a Nueva York hasta el día siguiente.

—Quizá vaya un par de días a Salt Lake —anunció Brigitte, pensativa—. Una ex compañera de estudios vive allí, a no ser que haya cambiado de residencia. Está casada con un mormón y tiene por lo menos diez hijos. Podría ir a visitarlos y de paso buscar información para ti. Sería una forma de entretenerme.

—Me encantaría. Soy incapaz de continuar mientras no siga el rastro de la familia hasta Bretaña. Los mormones tienen una cantidad de información increíble en microfichas y microfilmes, y disponen de personal voluntario que te ayuda a localizar lo que buscas.

Su madre insistía mucho, y Brigitte se echó a reír.

—Vale, vale, mamá —respondió.

Al cabo de unos minutos había telefoneado a la compañía aérea y había reservado un billete a Salt Lake para última hora de esa misma tarde. Le sentaba bien ayudar a su madre, y el proyecto empezaba a despertarle cierto interés. De pronto, le entraron muchas ganas de conocer la Biblioteca Mormona de Historia Familiar y se preguntó si encontraría algo que pudiera utilizar para su libro, aunque le parecía poco probable.

Su madre le dio las gracias con efusión cuando se marchó, y Brigitte le prometió llamarla para comunicarle sus descubrimientos. Había efectuado una reserva en el Carlton Hotel and Suites, puesto que, según vio en internet, desde allí podía llegar a pie hasta Temple Square, la plaza donde estaba situada la biblioteca. Al parecer contaban con cientos de voluntarios dispuestos a ayudar a los clientes, y podía accederse a los registros y utilizar los recursos de forma gratuita siempre que no se fotocopiara ni se fotografiara los documentos. Llevaban décadas enteras resultando de gran ayuda a la población. Los mormones disponían de una organización colosal y del servicio de investigación más minucioso del mundo entero.

Brigitte estaba pensando en ello cuando el avión tomó tierra en Salt Lake, y se dijo que le encantaría encontrar algo de interés para su madre aunque en realidad no esperaba descubrir ningún dato excepcional relativo a su historia familiar. De momento, lo que su madre había encontrado era anodino e inofensivo. Todos sus antepasados eran aristócratas respetables que, por algún motivo, habían emigrado a Estados Unidos a mediados del siglo XIX, mucho después del reinado de Napoleón. Tal vez habían ido para comprar tierras o explorar nuevos territorios y terminaron quedándose allí. Con todo, Brigitte se preguntaba qué hacían anteriormente en Francia, qué les había sucedido durante el Imperio napoleónico y quince años antes, durante la Revolución francesa. Se había embarcado en una investigación que, de repente, se le antojaba mucho más interesante que una crónica sobre el derecho al voto de las mujeres en el mundo. A lo mejor al final resultaba que su madre tenía razón y valía mucho más dedicarse a ese tema que lo que había estado haciendo durante los últimos siete años. Pronto lo descubriría, en cuanto llegara a Salt Lake.

El vuelo hasta la ciudad duró cinco horas y media, y desde el aeropuerto fue directa al hotel. Era una construcción de estilo europeo de la década de 1920 y estaba situada a poca distancia de Temple Square, el lugar al que tenía previsto dirigirse al día siguiente. Para orientarse y tomar un poco el aire, antes de cenar salió a dar un paseo. No le costó llegar a la plaza, que se encontraba a un par de esquinas, y enseguida divisó la enorme Biblioteca Mormona de Historia Familiar, ubicada en la parte occidental, al lado del Museo de Arte e Historia de la Iglesia y de la casa de Osmyn Deuel, que databa de 1847 y era la más antigua de la ciudad. Pasó frente a la iglesia mormona, con sus seis impresionantes chapiteles, y el contiguo tabernáculo rematado por la cúpula, que estaba abierto al público durante los ensayos y los conciertos del célebre Coro Mormón del Tabernáculo. Ambos monumentos resultaban impactantes incluso desde el exterior. Vio el Capitolio, y pasó por delante de Beehive House y de la Casa del León. Las dos casas habían sido construidas a mediados de la década de 1850 como residencias oficiales de Brigham Young, antiguo presidente de la iglesia mormona y primer gobernador de Utah.

Brigitte se quedó impresionada al observar la cantidad de gente que paseaba por la plaza a pesar de las frías temperaturas, y todos contemplaban los edificios con admiración e interés, por lo que se deducía que no eran ciudadanos de Salt Lake, sino turistas. Daba la impresión de que el centro estaba atestado, y la mayoría de los transeúntes se concentraban en la plaza y sus alrededores. Todos parecían satisfechos y felices, obviamente emocionados de encontrarse allí. El estado de ánimo se contagiaba, y Brigitte se sentía de un humor excelente cuando regresó al hotel. Empezaba a disfrutar con el proyecto de su madre, cosa que no le había sucedido jamás. El tiempo que le estaba dedicando reportaba una nueva dimensión a su vida.

Después de encargar la cena, telefoneó a su madre desde la habitación y le explicó todo lo que había visto hasta el momento. Sentía que no estuviera con ella, aunque Marguerite estaba encantada de que Brigitte hubiera aceptado hacer el viaje en su lugar.

—Yo no podía ir de todos modos —comentó la mujer en un tono práctico—. Mañana tengo un torneo de bridge.

Marguerite disfrutaba de su tiempo libre, ya que durante veinticinco años había trabajado muchísimo y antes jamás se había planteado que tuviera que hacerlo. Brigitte estaba encantada de que su madre lo pasara tan bien; se lo tenía merecido. Y, puesto que el tema genealógico le importaba tanto, estaba contenta de utilizar su experiencia investigadora para ayudarla con el proyecto. Tenía la impresión de que los mormones harían una aportación considerable. Con dos mil millones de nombres en sus bases de datos, medio millón de microfilmes y trescientos mil libros que reunían información de todo el mundo, Brigitte estaba segura de que encontrarían datos sobre algunos de sus antepasados franceses. Su madre quería retroceder todo lo posible en la genealogía familiar. Y a ella le resultaría muy emocionante que los De Margerac hubieran sido personajes importantes en la historia de Francia, ya que tenía afición por la materia desde que cursó la carrera. No había nada de malo en que se interesara por el tema, y empezaba a parecerle más importante que el sufragio femenino, que hasta ese momento se le había antojado vital. La historia familiar, sin embargo, era algo mucho más cercano, y en esos momentos tenía la impresión de que se encontraba a tan solo unas manzanas del lugar en que esta residía.

Cenó en su habitación y pensó que ojalá pudiera compartir con Ted lo que tenía entre manos. Sabía que su ex novio aún estaba en Boston y se le ocurrió llamarlo, pero luego se dio cuenta de que oírle la voz cuando ya lo había perdido para siempre le afectaría demasiado. Pronto partiría hacia Egipto, rumbo a la excavación que había ocupado el lugar que antes le correspondía a ella.

Trató de ponerse en contacto con su antigua amiga, pero descubrió que le resultaba imposible. Según le había dicho, su marido era descendiente directo de Brigham Young, y en la guía telefónica encontró páginas y páginas de personas con el apellido Young. Sabía que el nombre de pila del esposo era John, pero aun así había cientos. Sentía no poder verla, y en ese momento lamentó no haber mantenido el contacto a lo largo de los años. Todo cuanto sabía de ella antes de perderla de vista era que tenía diez hijos. A Brigitte le costaba imaginarlo, pero en una ciudad donde todas las familias eran muy numerosas parecía de lo más normal.

Esa noche descansó muy a gusto en la cama grande y confortable. Había pedido que la despertaran a las ocho en punto y, cuando sonó el teléfono, estaba soñando con Ted. Seguía pensando mucho en él, y le costaba creer que había desaparecido de su vida para siempre, pero era obvio que así era. Seis años de su vida se habían desvanecido como por arte de magia y, en cambio, tenía ante sí siglos de genealogía que investigar para su madre. De pronto, agradeció el entretenimiento. Sentía la emoción de ir en busca de lo desconocido cuando se levantó de la cama, se dio una ducha, se vistió y tomó un rápido desayuno a base de copos de avena, té y una tostada. Luego salió a la calle.

Tras la misión de reconocimiento de la tarde anterior, sabía bien el camino hasta Temple Square. Vio los conocidos edificios y entró en la Biblioteca Mormona de Historia Familiar, donde siguió las señales hasta el directorio que la guiaría a donde debía ir. Había cientos de auxiliares repartidos por todo el edificio de la biblioteca, dispuestos a ofrecer su ayuda y su experiencia. Tras visionar una breve presentación, Brigitte sabía exactamente adónde debía dirigirse. Subió a la planta que correspondía a los archivos de Europa y se encaminó hacia el mostrador, donde explicó a la joven que estaba buscando datos sobre su familia francesa.

—¿Vivían en París? —preguntó la joven a la vez que cogía un cuaderno de notas.

—No, en Bretaña, creo.

Brigitte anotó el apellido de soltera de su madre, De Margerac, que ella misma llevaba como apellido.

—Llegaron a Nueva Orleans sobre 1850.

Para entonces este territorio ya era norteamericano, puesto que Napoleón lo había vendido a los estadounidenses durante su mandato a cambio de quince millones de dólares.

—De antes, no sé nada. Para eso estoy aquí.

Sonrió a la bibliotecaria, que era solícita y amable. Llevaba una placa que revelaba su nombre: MARGARET SMITH, pero se presentó como Meg.

—Yo también estoy para eso, para ayudarla —respondió la mujer en un tono cordial—. Deme unos minutos, a ver qué tenemos en los archivos.

Señaló una zona donde Brigitte podía sentarse y esperar, situada frente a uno de los terminales para la lectura de los microfilmes, en el que luego consultarían la información y escrutarían listas e imágenes con los certificados de nacimiento y defunción de la región, fotografiados por los investigadores que recorrían el mundo con ese fin.

Tardó unos veinte minutos en regresar con el microfilme, y Brigitte y ella se sentaron juntas. La bibliotecaria encendió el terminal y empezaron a consultar lo que había encontrado. Pasaron diez minutos enteros antes de que Brigitte viera algo que reconocía como familiar. Allí estaba Louise de Margerac, nacida en 1819, seguida de Philippe, Edmond y Tristan, todos nacidos con pocos años de diferencia; y en 1825 Christian, que murió de niño, al cabo de unos meses. Los datos correspondían a una región de Bretaña. De allí el registro enviaba a consultar la generación anterior. Tardaron media hora más, y encontraron a otros tres antepasados, todos hombres, nacidos entre 1786 y 1789, justo antes de la Revolución francesa: Jean, Gabriel y Paul, hermanos de padre y madre. Esa vez, cuando siguieron avanzando en el registro, hallaron los datos correspondientes a su muerte en Quimper y Carnac, en Bretaña. Los tres habían muerto entre 1837 y 1845. Brigitte anotó con detalle sus nombres en un cuaderno que había llevado con ese propósito, y también los años de su nacimiento y su muerte. Cuando siguieron consultando los datos registrados en el microfilme, hallaron las fechas de la defunción de Louise y Edmond de Margerac, hermanos, en la década de 1860. Sin embargo, no encontraron por ninguna parte información de la muerte de Philippe y Tristan. La joven bibliotecaria sugirió que podrían haberse trasladado a otro lugar, y a Brigitte no le cupo duda de que eran los De Margerac que habían emigrado a Nueva Orleans alrededor de 1850 y que habían muerto allí. Sabía que eso conectaba con la información que su madre ya había recogido. Anotó todo lo averiguado hasta ese momento para poder enseñárselo, aunque también pensaba comprar las copias de los documentos contenidos en los microfilmes.

Retrocedieron a la generación anterior y encontraron las fechas de nacimiento de Tristan y Jean de Margerac, unos nombres que se repetían en las generaciones posteriores. Jean había nacido en 1760 y Tristan, una década antes. No aparecía ningún registro de la defunción de Jean. Sin embargo, Tristan, marqués De Margerac, había muerto en 1817, tras la abdicación de Napoleón; y la marquesa De Margerac había muerto unos meses más tarde, aunque no había ningún registro de su nacimiento en la zona. Brigitte se preguntó si tal vez procedía de otra parte de Francia y, cuando volvieron a comprobar la fecha de su muerte, tan solo dos meses después de la de su marido, se quedó de piedra al tratar de anotar el nombre de la maqueta. No le parecía francés.

—¿Qué clase de nombre es ese? —preguntó a la bibliotecaria—. ¿Es francés?

—No lo creo.

La joven sonrió a Brigitte. Como en todas las familias, o al menos en la mayoría de aquellas a las que ayudaba a recopilar información, en la de Brigitte se había revelado un dato misterioso. La marquesa De Margerac aparecía con el nombre de Wachiwi, anotado con la pulcra caligrafía del empleado que lo registró en los archivos de la región el año de su muerte, en 1817.

—De hecho, es un nombre indio. Lo he visto otras veces. Puedo consultarlo, pero diría que es sioux.

—Qué extraño ponerle a una niña francesa un nombre sioux.

Brigitte estaba intrigada.

La bibliotecaria se alejó del terminal y fue a buscar información mientras Brigitte comprobaba con detenimiento sus anotaciones. Más tarde, la joven regresó y le confirmó lo que ya le había dicho.

—Es sioux, significa «bailarina». Es un nombre precioso.

—Me parece rarísimo que a una niña francesa de procedencia noble la llamasen así.

A Brigitte se le antojaba algo excéntrico, aunque quién sabía cuáles eran las costumbres de la época o de dónde había sacado el nombre la madre de la marquesa.

—A mí no me extraña —explicó la bibliotecaria—. Sé que a Luis XVI le fascinaban los indios. Eso fue antes de la Revolución. Me han contado que a veces invitaba a los jefes de las tribus a viajar a Francia y los presentaba en la corte como invitados de honor. Probablemente algunos de ellos se quedaron en el país, y el puerto de llegada más común en la época era Bretaña. Así que es posible que el jefe sioux y su hija se quedaran en Francia y que la chica acabara casándose con el marqués. No pudo llegar sola, y lo más probable es que uno de los jefes indios que visitó la corte viajara acompañado de su hija. La edad cuadra si fue a Francia en la década de 1780, antes de la Revolución. Suponiendo que tuviera alrededor de veinte años, en 1817, el año de su muerte, tendría entre cincuenta y sesenta, lo cual entonces era una edad bastante avanzada para una mujer. Los tres varones nacidos entre 1786 y 1789 son sin duda hijos suyos. Es más que probable que fuera una sioux que llegó a Francia procedente de Estados Unidos y que enamoró al marqués. Nunca he sabido de ninguna niña nacida en Francia a la que hayan puesto el nombre de Wachiwi; todas las que conozco son sioux dakota.

»No cabe duda de que en esa época en Francia había sioux, y algunos no llegaron a marcharse. Es una parte muy poco conocida de la historia, pero a mí siempre me ha fascinado. No entraron en el país como esclavos o prisioneros, sino como invitados, y algunos fueron presentados en la corte.

Brigitte estaba entusiasmada por lo que la joven acababa de explicar. Había descubierto un detalle de su historia familiar que le despertaba interés. De algún modo, en algún lugar y por algún motivo, el marqués De Margerac, que debió de ser el abuelo del bisabuelo de la madre de Brigitte, se casó con una joven sioux y la convirtió en marquesa, y ella le dio tres hijos. Al primogénito le pusieron el nombre del hermano menor del marqués, cuya muerte no aparecía en el registro. Poco después encontraron una entrada correspondiente a otros dos hijos del marqués, nacidos antes que los tres varones de Wachiwi. Sus nombres eran Matthieu y Agathe. La marquesa que aparecía como su madre no era Wachiwi, y había muerto en 1780, la misma fecha en que nació su hija Agathe. Resultaba obvio que había muerto en el parto, y el marqués se casó con Wachiwi en segundas nupcias. Resultaba fascinante encajar todas las piezas a partir de los libros registrales que los mormones habían fotografiado en Bretaña.

—¿Cómo puedo encontrar más información sobre Wachiwi? —preguntó Brigitte a Meg con una expresión de gran alegría ante la información que la joven había obtenido y la que a partir de ahí habían averiguado juntas.

Era mucho más de lo que esperaba, y seguro que incluso más de lo que su madre imaginaba. Había conseguido retroceder cien años más a partir del punto al que había llegado su madre, y ahora disponían de datos muy interesantes que les permitirían seguir investigando, como el de la sioux que había contraído matrimonio con el marqués en Bretaña.

—Para eso tendrá que ir al archivo sioux, ellos también guardan registros. Aunque no son tan detallados como los nuestros y proceden de una zona geográfica más limitada, claro. Aun así, han transcrito mucha información que antes era de transmisión oral. No es tan fácil encontrar a las personas, pero a veces se consigue. Vale la pena echar un vistazo.

—¿Adónde puedo dirigirme? ¿A la oficina de asuntos indígenas?

—No, creo que al Instituto de Estudios Indoamericanos en Dakota del Sur. La mayor parte del material está allí, pero puede que le cueste seguir la pista de una joven en concreto, a menos que fuera hija de un gran jefe o destacara por méritos propios, como Sacajawea; pero la expedición de Lewis y Clark ocurrió veinte años más tarde que las fechas que tenemos de Wachiwi —comentó Meg, pensativa.

Las dos mujeres tenían la impresión de haber hecho una nueva amiga, y Brigitte se sintió repentinamente unida a la antepasada que había contraído matrimonio con el marqués.

—Usted también tiene rasgos un poco indios —aventuró la bibliotecaria con cautela, puesto que no tenía muy claro cómo reaccionaría su clienta ante el comentario.

Sin embargo, Brigitte adoptó un aire nostálgico.

—Mi padre era irlandés. Siempre he pensado que mi color de pelo se debía a eso, pero tal vez no tenga nada que ver con él y sea una especie de semejanza con Wachiwi.

De repente, la idea la atraía, y le entraron ganas de descubrir cuanto pudiera de su antepasada. La bibliotecaria y ella estuvieron otra hora enfrascadas en los archivos genealógicos, pero no encontraron ningún dato más. Brigitte había dado con tres generaciones de antepasados, todos descendientes de Tristan y Wachiwi de Margerac, y había descubierto un misterio del que jamás había oído hablar y que le parecía un regalo del cielo. Quedó muy agradecida a Meg por su ayuda, y ya era media tarde cuando regresó al hotel y llamó a su madre desde la habitación. Marguerite parecía de buen humor, y le explicó que su compañera y ella habían ganado el torneo de bridge.

—¡Tengo un dato de nuestros antepasados que te encantará! —exclamó Brigitte con aire victorioso y una voz rebosante de entusiasmo que hizo las delicias de su madre.

—¿Has encontrado algo?

Marguerite parecía animadísima ante la noticia.

—Muchas cosas. Hay tres generaciones de De Margerac que vivieron en Bretaña, y en la última hay dos antepasados de quienes no consta la fecha de defunción, Philippe y Tristan. Philippe era el mayor, así que debía de ser él el que heredó el título de marqués. He podido retroceder tres generaciones.

—¡Y son los que emigraron a Nueva Orleans en 1849 y 1850! —exclamó Marguerite emocionada—. ¡Dios mío, Brigitte! ¡Los has encontrado! ¿Quién más hay? De esos dos, lo sé todo. Philippe era mi bisabuelo, el abuelo de mi padre. Su hermano Tristan se trasladó a Nueva York después de la guerra de Secesión, pero Philippe murió antes en Nueva Orleans. Estoy emocionadísima de que hayas dado con el registro de su nacimiento. ¿Qué más has averiguado? ¿A que los mormones son impresionantes?

—Sí, son increíbles. He encontrado a otros parientes de Philippe y Tristan; a su hermana o prima Louise y a su hermano Edmond, que murieron en Francia, y a un hermanito, Christian, que murió de niño. Y en la generación anterior, Jean, Gabriel y Paul de Margerac, hijos del marqués Tristan de Margerac. Además, he hallado a los dos hijos anteriores del marqués y a sus dos esposas; la primera murió al dar a luz y la segunda, casi al mismo tiempo que él. Lo mejor que podemos hacer es ir a Francia y buscar en los archivos de allí para descubrir exactamente quién estuvo casado con quién. A veces cuesta saber quiénes fueron hermanos y quiénes fueron primos, a menos que te lo expongan de forma muy clara. No siempre es así, pero la parte realmente emocionante es la de la segunda esposa del marqués, que vivió en la época de Luis XVI.

—¡Es impresionante todo lo que has descubierto en solo un día!

Madre e hija estaban eufóricas; sobre todo la madre, que ese día había conseguido retroceder otros cien años en la historia familiar que llevaba varios años investigando. Lo que estaba a su alcance en la Biblioteca Mormona de Historia Familiar no tenía punto de comparación con todo aquello a lo que Brigitte había podido acceder en Salt Lake.

—La bibliotecaria ha sido de gran ayuda; todos los datos están allí y además he tenido suerte. A lo mejor estaba predestinada a encontrar la información.

Empezaba a tener esa sensación. Había algo de místico en toda aquella historia. Había acumulado más datos antropológicos en las últimas tres horas que en los últimos diez años.

—El nombre de la segunda esposa del marqués era Wachiwi —dijo Brigitte como si le estuviera haciendo un regalo a su madre.

—¿Wachiwi? ¿Eso es francés? —Marguerite parecía desconcertada—. No lo creo. ¿De dónde era?

—Era sioux. ¿Te imaginas? Una sioux en Bretaña. Parece que Luis XVI recibió a varios jefes sioux en la corte como invitados de honor, y algunos se quedaron en el país. Seguramente Wachiwi era hija de alguno de ellos, o llegó a Francia por algún otro motivo, pero la empleada de la biblioteca no cree que fuera posible. Lo seguro es que era sioux. Wachiwi significa «bailarina». Así que entre nuestros antepasados hubo una india, mamá; muchas, muchas generaciones atrás. Se casó con el marqués y tuvieron tres hijos, y uno de ellos debió de ser el padre de Philippe y Tristan, los que emigraron a Nueva Orleans y que eran nietos del otro Tristan y de Wachiwi. O sea, que ella era la abuela de tu bisabuelo, mamá. Me gustaría averiguar más cosas de ella, pero parece que para eso tendré que investigar la historia sioux. A lo mejor desde aquí voy a Dakota del Sur, me gustaría ver qué encuentro.

Brigitte no había hecho ningún trabajo de ese tipo desde su época de estudiante, pero era lo que más le gustaba de la antropología. Por fin había dado con una antepasada que sí que le despertaba curiosidad. De repente, su interés y el de su madre coincidían, avivados por la joven sioux que formaba parte de la genealogía familiar. Brigitte no lo había pasado tan bien en años enteros. Incluso el nombre era romántico. Wachiwi. La bailarina. Solo eso ya la impulsaba a soñar despierta.

—Cuesta creer que una joven sioux consiguiera llegar hasta Bretaña y casarse con un marqués. En esa época la travesía era impresionante, debió de tardar meses en llegar, y seguro que tuvo que viajar en alguna embarcación diminuta.

»Imagínate lo que debía de suponer para una sioux presentarse en la corte de Luis XVI. Eso sí que es impresionante —siguió diciendo Brigitte—. Espero que pueda encontrar algo más de ella en la transcripción de las historias de transmisión oral, aunque la bibliotecaria dice que es poco probable a menos que fuera la hija de un gran jefe. Bueno, quién sabe, puede que sí que lo fuera. Debía de ser alguien importante para conseguir llegar hasta Francia y que la recibieran en la corte real; si es que así fue como conoció al marqués.

—Puede que no lo sepamos nunca, cariño —opinó su madre con lógica.

No obstante, Brigitte se había impuesto una misión. Quería averiguar qué podía descubrir de la joven sioux llamada Wachiwi, alguien que formaba parte de su historia. De repente, Brigitte se sentía más unida a ella que a nadie, y pensaba hacer todo lo que pudiera para descubrir cosas de su vida. Wachiwi, la marquesa De Margerac, esposa del marqués Tristan de Margerac. Sentía un impulso irrefrenable de averiguar quién era, como si la propia Wachiwi la llamara y la tentara con su misterio. Era un reto al que Brigitte consideraba imposible resistirse.