14
Brigitte
El avión despegó del aeropuerto Kennedy con destino a París el viernes a última hora, antes de medianoche, mientras Brigitte miraba por la ventanilla y pensaba en lo que se disponía a hacer. Quería viajar a Bretaña, pero antes tenía pensado dirigirse a la Biblioteca Nacional de Francia, en París. La cosa parecía bastante sencilla, una vez que descubriera qué archivos debía consultar; todo cuanto tenía que hacer era buscar información sobre el marqués De Margerac. Tenía claro que había estado casado con Wachiwi, pero deseaba averiguar qué más se sabía. Luego se desplazaría hasta Bretaña en tren.
La última semana se había dedicado a desempolvar sus conocimientos de francés. El idioma se le daba bastante bien cuando estudiaba, y había entregado algunas redacciones excelentes, pero llevaba dieciséis años sin hablarlo. Durante esos últimos días había estado escuchando las cintas del método Berlitz. Sin embargo, cuando la azafata de Air France se dirigió a ella en francés, se quedó paralizada; comprendía lo que le había dicho, pero se sentía incapaz de responder. Con suerte, los empleados de los archivos nacionales hablarían inglés. Tenía previsto llegar allí el lunes siguiente.
Había efectuado una reserva en un pequeño hotel de la Rive Gauche que algún compañero de trabajo le recomendó años atrás. Ted y ella siempre habían soñado con viajar a París, aunque nunca lo hicieron. En vez de eso optaron por visitar el Gran Cañón y una feria de arte en Miami. Fue todo lo lejos que llegaron. Sin embargo, allí estaba ahora ella sola, mientras él se estrenaba con su excavación en Egipto. Sus caminos se habían alejado para siempre. Con todo, Brigitte prefería el que había emprendido por su cuenta, se sentía bien al respecto.
Hacía un tiempo precioso cuando a la mañana siguiente llegó a París. Aún se notaba frío y el clima era más bien invernal, pero brillaba un sol radiante, y tomó un taxi desde el aeropuerto al hotel. Logró explicarle en francés al taxista la dirección a la que se dirigía, y él la entendió, lo cual suponía todo un éxito. Viajaba con un pasaporte nuevo porque el antiguo le había caducado durante el tiempo transcurrido desde la última vez que salió del país. Sin embargo, allí estaba. La cabeza le daba vueltas de puro emocionada cuando se adentraron en la ciudad. El taxista no podía haber planificado mejor la ruta. Bajó por los Campos Elíseos, donde se erigía el Arco de Triunfo; cruzó la place de la Concordie, plagada de novias japonesas que posaban para que las fotografiaran con sus vestidos, y luego cruzaron el Sena en dirección a la Rive Gauche hasta dejarla en el hotel. De camino, logró divisar la torre Eiffel.
El pequeño hotel denotaba pulcritud, y Brigitte se alojó en una habitación diminuta. Por suerte, había un bistró al otro lado de la calle y, en la misma manzana, un supermercado y una tintorería; tenía a mano todo lo necesario. Tras subir la maleta a la habitación después de registrarse en francés, cosa que le supuso otra pequeña victoria, cruzó la calle y se instaló en la terraza de un café, donde pidió que le sirvieran la comida. De momento, se estaba desenvolviendo muy bien, y mientras observaba a los transeúntes la invadió la sensación de ser dueña de su destino. Vio a muchas parejas que se besaban, a hombres en motocicleta con su chica abrazada a la cintura o al revés. Daba la impresión de que París era la ciudad ideal para las parejas, pero por algún motivo no se sentía sola allí. Estaba contenta y emocionada ante lo que se disponía a hacer, y no veía el momento de que llegara el lunes para rastrear los archivos. Tan solo rezaba por encontrar a alguien que hablara lo bastante bien el inglés para ayudarla. Si no, se apañaría con su francés oxidado. Para su propia sorpresa, la perspectiva no la asustaba. Todo lo que hacía le devolvía la sensación de estar en el camino correcto.
Después de comer, paseó por las estrechas callejuelas de la Rive Gauche, y al final consiguió regresar al hotel sin precisar instrucciones de nadie. Por la noche, se tumbó en la cama de su habitación y releyó los apuntes sobre Wachiwi. Lo que ahora deseaba hallar era un documento que los mencionara a ella y al marqués, con suerte en la corte francesa; tal vez así descubriría cómo se habían conocido, si es que eso tenía alguna relevancia. Se había casado con él y era la madre de sus hijos, lo cual ya era bastante. Pero si además lograba situarla en la corte, conseguiría poner a la historia la guinda del pastel, o sea, la cerise sur le gâteau, tal como decían los franceses.
El domingo Brigitte se dedicó a explorar Saint-Germain-des-Prés y entró en la iglesia. Llegó caminando hasta el Louvre y paseó por la orilla del Sena. Se sentía una auténtica turista cuando se plantó ante la torre Eiffel con la esperanza de poder contemplar cómo se iluminaba durante diez minutos al dar la hora en punto, tal como sucedía de noche. Durante el día no se observaba nada parecido. Se le había olvidado lo mucho que le gustaba la ciudad; era bella y formaba parte de su patrimonio personal. Lo mismo le ocurría con Irlanda por parte de su padre. Sin embargo, ese país nunca le había suscitado un interés particular ni tenía afinidad alguna con él. Francia era un lugar mucho más romántico y resultaba más atractivo a la hora de documentarse. Siempre había sentido inclinación por la historia francesa, tal vez porque su madre le había hablado mucho de ella. Además, desde que perdió a su padre a los once años el vínculo con su pasado irlandés se había desvanecido.
El día pasó más rápido de lo que esperaba, y esa vez cenó en el bistró frente al hotel. La comida no era un regalo para el paladar, pero no estaba mal, y antes de acostarse regresó junto al Sena y observó los Bateaux Mouches impulsados por la corriente, totalmente iluminados. Divisó Notre Dame en la distancia. Y, por fin, la torre Eiffel le ofreció su brillante espectáculo. Estaba emocionadísima y lo contempló con la ilusión de una niña. El taxista le había explicado durante el trayecto hacia el hotel que desde el año 2000 tenía lugar ese acto: la torre se iluminaba durante diez minutos una vez cada hora. Incluso los parisinos lo adoraban.
Esa noche se acostó entusiasmada, y se despertó temprano. En el vestíbulo del hotel dispusieron cruasanes y café, y Brigitte se sirvió un poco de cada antes de tomar un taxi en dirección a la Biblioteca Nacional. Se encontraba en el muelle François Mauriac y, cuando llegó, ya estaba abierta. Fue directa al mostrador de información y explicó los datos que andaba buscando y las fechas aproximadas. La enviaron a la planta superior, donde se topó con una bibliotecaria que a todas luces tenía muy pocas ganas de ayudarla. Simplemente parecía molesta, y no hablaba una sola palabra de inglés. Su actitud no tenía nada que ver con la de los mormones de Salt Lake, tan dispuestos a colaborar.
Brigitte anotó cuidadosamente en una hoja lo que necesitaba, qué tipo de libros buscaba, de qué año a qué año y el objeto de la consulta, y la mujer se la devolvió con una sarta de palabras hostiles en francés. Brigitte no tenía ni idea de qué hacer; la invadió un impulso irrefrenable de echarse a llorar, pero logró contenerse, respiró hondo y lo intentó de nuevo. Al final, la mujer optó por encogerse de hombros, le devolvió el papel de mala manera y se alejó. Ella se quedó plantada mirando cómo se iba y le entraron ganas de pegarle, aunque en vez de eso decidió retirarse con la sensación de haber fracasado. Sabía que así no llegaría a ninguna parte. Necesitaba reflexionar y plantearse qué hacer a continuación. Tal vez tuviera que olvidarse de París como posible centro de consulta e ir directamente a Bretaña. Dio media vuelta con la intención de alejarse del mostrador, y al hacerlo se topó de bruces con el hombre que tenía detrás. Esperaba que también se pusiera a ladrarle; en cambio, le sonrió.
—¿Puedo ayudarla? Por aquí no son muy amables con los extranjeros. Tiene que tener claro lo que busca y ser muy, muy concreta —dijo en un inglés excelente.
Había estado escuchando la conversación. Quiso ver el papel que Brigitte tenía en las manos y ella se lo entregó sin pronunciar palabra. Aparentaba poco más de cuarenta años. Era francés, pero hablaba inglés con acento británico, como ocurría con algunos franceses que tenían un nivel educativo más alto. Saltaba a la vista que en su caso conocía bien el idioma. Llevaba unos tejanos, una parka y unos mocasines, y su pelo era casi tan oscuro como el de Brigitte. La miraba con unos cálidos ojos castaños y una agradable sonrisa, y tras coger la nota se dirigió al mostrador. En seguida apareció la misma mujer para atenderlo, y él le explicó con fluidez en francés lo que creía que buscaba Brigitte. La mujer asintió, desapareció y regresó para ofrecerle la ubicación exacta dentro de la sección en la que Brigitte estaba interesada. El hombre no había solicitado nada distinto de lo que había pedido ella. La única diferencia era que lo había hecho en un francés más correcto.
—Siento la poca amabilidad que gastan por aquí. Vengo muy a menudo. Puedo mostrarle dónde está su sección. El año pasado escribí un libro sobre Luis XVI y sé dónde se encuentra la información.
—¿Es escritor? —preguntó ella mientras se dejaba guiar hasta el lugar apropiado. Había mesas, sillas y bancos, además de pilas interminables de libros.
—Soy un historiador transformado en novelista porque nadie compra libros de historia a menos que mientas y la presentes de un modo más atractivo. Lo cierto es que las historias reales suelen ser incluso más fascinantes, solo que no están tan bien escritas. ¿Usted también es escritora? —Le devolvió el pedazo de papel con una sonrisa.
Era de mediana estatura y llevaba el pelo un poco alborotado, lo cual le confería un aspecto juvenil. No cabía la menor duda de que era francés. No era atractivo, pero sí simpático. Brigitte sonrió para sí mientras pensaba que Amy lo habría definido como «un chico mono».
—Soy antropóloga. Estoy investigando la genealogía familiar para mi madre. Bueno, así empezó la cosa. La verdad es que me he acabado enganchando y creo que ahora lo hago porque me apetece. Me gustaría encontrar anales de la corte francesa. No sabe si los hay, ¿verdad?
El hombre parecía constituir su única esperanza para poder hallar información en ese lugar.
—Hay muchísimos. Tendrá que leer y leer. ¿Busca algo en particular?
—Busco información sobre unos indios sioux a los que Luis XVI recibió en la corte en calidad de invitados, y también de un antepasado mío que era marqués.
—Parece interesante. Tendría que plantearse escribir una novela sobre eso —bromeó el hombre.
—Yo solo escribo obras académicas, que no dan dinero y a todo el mundo le parecen soporíferas.
—Igual que hacía yo, hasta que me decidí por las novelas históricas, y la verdad es que es muy divertido. Aprendes a ir cogiendo datos de aquí y de allá y añades una parte de ficción, y acaba dando buen resultado. Por lo menos casi siempre.
El hombre parecía interesado en lo que estaba haciendo Brigitte, y le había resultado de gran ayuda.
Se alejó para ir en busca de su propia información. Brigitte cogió una pila de diarios de la sección que él le había indicado, pero no halló mención alguna a Wachiwi ni a la familia De Margerac, así que acabó invirtiendo todo el día en la biblioteca para nada. Cuando a última hora se disponía a abandonar los archivos, volvió a toparse con el hombre. Había pasado allí un día entero sin siquiera parar para comer; llevaba una manzana en el bolso y la fue mordisqueando mientras seguía leyendo.
—¿Ha encontrado algo? —preguntó el hombre.
Ella negó con la cabeza con aire decepcionado.
—Qué lástima. No deje correr el tema. Seguro que la información está en alguna parte. Aquí se encuentra todo —respondió con tranquilidad. Claro que él sabía moverse por la biblioteca, mientras que Brigitte no tenía ni idea.
—Y usted ¿a qué se dedica ahora? —preguntó ella en un tono amable cuando salían juntos del edificio.
—Estoy escribiendo un libro sobre Napoleón y Josefina. Es un tema poco habitual, pero resulta divertido. Por lo demás, soy profesor de literatura en la Sorbona; me sirve para pagar las facturas. Aunque los libros también me ayudan un poco.
Se mostraba muy franco y agradable con ella. Cuando se detuvieron en la escalinata exterior, se presentó. Dijo que su nombre era Marc Henri. A Brigitte no le sonó desconocido; claro que era un nombre francés bastante corriente.
Al día siguiente volvieron a verse mientras Brigitte rebuscaba entre las pilas de información. Seguía sin haber encontrado nada interesante cuando a última hora de la tarde él se le acercó. Estaba agotada de tanto leer en francés. Se veía constantemente obligada a consultar el diccionario, lo cual hacía el trabajo muy farragoso.
—¿Cómo se llama su antepasado, el marqués? A lo mejor lo encuentro yo —dijo amablemente, y ella le anotó el nombre—. Podemos comprobar qué aparece con ese nombre en las listas de la biblioteca.
Unos cinco minutos después, Marc había dado con él. Brigitte se avergonzaba de lo fácil que le había resultado a diferencia de la dificultad que ofrecía para ella. Aunque lo cierto era que los archivos resultaban muy confusos y no era su lengua materna.
Buscaron juntos la información relativa a Tristan de Margerac y encontraron su dirección en París en 1785. Correspondía a la Rive Gauche, y Brigitte tuvo la corazonada de que no se encontraba lejos del hotel donde se alojaba; se preguntaba qué aspecto tendría ahora el edificio. De la esposa, en cambio, no aparecía nada.
—A lo mejor mañana encontramos información sobre él en los anales —comentó Marc en un tono esperanzado—. Sería lo normal, si frecuentaba la corte. ¿Vivía en París de forma permanente?
—No, la residencia familiar estaba en Bretaña. La semana que viene tengo previsto viajar allí para hacer una visita a la mansión.
—Qué antepasados tan interesantes —comentó él en un tono burlón, y los dos se echaron a reír—. Los míos eran todos indigentes, curas o presidiarios. ¿Y qué sabe de los sioux que anda buscando? ¿También son antepasados suyos?
El hombre lo decía en broma y no esperaba que Brigitte asintiera.
—El marqués se casó con una india. Era una sioux, la hija de un jefe de Dakota del Sur. Intento averiguar cómo se conocieron. Creo que debió de suceder en la corte, pero no sé qué hacía la chica allí, ni cómo llegó a Francia. Era una joven asombrosa.
—Tenía que serlo para que un noble francés se casara con ella. Sería interesante saber qué ocurrió, ¿verdad?
Brigitte le habló de la investigación en la Biblioteca Mormona de Historia Familiar y en la Universidad de Dakota del Sur, y él se mostró interesado.
—Me parece fascinante. Ahora comprendo por qué está investigando el tema. A mí me pasa igual cuando leo sobre Josefina Bonaparte. También ella era una mujer cautivadora. Y María Antonieta. Podría prestarle libros sobre ellas, pero están en francés.
De forma muy relajada, él le propuso ir a tomar algo, y ella accedió, arrastrada en cierto modo por su mutuo interés por la historia y la investigación. No solía aceptar invitaciones de extraños. Sin embargo, allí cerca había un café y Marc parecía agradable.
—Dime —la abordó él tratándola de tú—, ¿a qué te dedicas cuando no vas por toda Francia en busca de tus antepasados? ¿Eres profesora de antropología o solo escribes libros? —preguntó mientras tomaban asiento.
—He trabajado diez años en la oficina de admisiones de la Universidad de Boston. —Estaba a punto de decirle que lo había dejado, pero decidió contarle la verdad—. Acaban de prescindir de mis servicios. Que me han echado, vaya, y me han sustituido por un ordenador.
—Lo siento. ¿Qué piensas hacer?
—De momento, dedicarme a esto. Luego es posible que busque trabajo en la oficina de admisiones de otra universidad. En la zona de Boston hay muchas. Vivo allí.
Él sonrió al oírle decir eso.
—He cursado dos másters de literatura, uno en Harvard y otro en Oxford. En Harvard lo pasé mejor; me gusta Boston. ¿Dónde vives exactamente?
Brigitte se lo explicó, y él le confesó que tenía un piso a cuatro manzanas del suyo. La coincidencia resultaba graciosa, y entonces Brigitte cayó en la cuenta de por qué le sonaba su nombre.
—Has escrito un libro sobre un niño que busca a sus padres después de la guerra, ¿verdad? Ahora me acuerdo de tu nombre. Leí la traducción al inglés de la novela, y me pareció muy conmovedora. Los padres luchaban en la Resistencia y los habían matado. Una familia adopta al niño; y al final, acaba casándose con la hija de la pareja. Es el libro más romántico que he leído en la vida, aunque también es muy triste.
Él parecía complacido.
—El niño era mi padre. De hecho, los dos protagonistas son mis padres. Mi madre es la hija de la familia que lo adopta. A mis abuelos los mataron en la Resistencia. Esa fue mi primera novela, y está dedicada a ellos.
—Ya me acuerdo. Lloré a lágrima viva mientras lo leía.
—Yo también mientras lo escribía.
A Brigitte la impresionaba que hubiera escrito un libro semejante. La prosa era muy bella incluso traducida, y muy conmovedora. Estuvo obsesionada con la novela durante varias semanas después de leerla.
—¿Sabes? Tú también tienes aspecto de india —observó mirándola.
—La mujer de la Biblioteca Mormona de Historia Familiar también me lo dijo. Quizá es porque tengo el pelo oscuro.
—Me encanta la idea de que lleves sangre sioux. Me parece muy exótico y muy interesante. La mayoría tenemos un pasado aburridísimo; en cambio, mira el tuyo. En algún momento de la historia de tu madre hubo una india que vino de América y se casó con un marqués.
—Aún hay más. La raptó otra tribu y ella se escapó. Puede que matara a su raptor y luego huyera con un francés, o por lo menos con un blanco, y acabara llegando aquí. No está nada mal para una mujer en 1784.
—Qué fuerza llevas en los genes —exclamó él con admiración.
Claro que en su caso ocurría igual; Brigitte lo pensó al acordarse de la novela que había escrito. Sus abuelos eran héroes de guerra y habían sido condecorados de forma póstuma por De Gaulle. Habían salvado a innumerables personas antes de perder la vida.
—¿Qué más me cuentas de tu vida? Escribes obras académicas, trabajabas en la universidad hasta hace poco... ¿Estás casada?
Parecía interesado en conocerla mejor. A Brigitte también le apetecía saber más cosas de él, aunque al mismo tiempo era un poco reticente. Por muy atractivo que fuera, ella solo estaría en Francia unos días mientras que él vivía allí. Podían caerse de maravilla, pero como mucho llegarían a hacerse amigos; no tenía sentido ir más allá. No concebía el sexo por el sexo ni acostarse con un hombre al que no volvería a ver jamás. Y aún estaba resentida por lo de Ted, así que, como máximo, podrían ser amigos. La cosa no pasaría de ahí.
—No, tengo treinta y ocho años. No he llegado a casarme, y mi novio y yo rompimos hace unas semanas. Él también trabajaba en la universidad —respondió con sencillez y sin tapujos.
—Ah —exclamó Marc, interesado—. Dos académicos. ¿Por qué lo dejasteis?
Marc sabía que era una pregunta un poco brusca, pero sentía curiosidad.
—Él se ha marchado a Egipto para dirigir una excavación. Es arqueólogo y piensa pasar allí bastantes años, así que le ha parecido la mejor opción que cada cual siga su camino. Por eso lo dejamos.
Marc se mostró sorprendido.
—¿Y tú qué? ¿Te has quedado hecha polvo? —Intentaba que lo mirara a los ojos mientras formulaba la pregunta, y Brigitte se encogió de hombros.
—En realidad no. Más bien estoy decepcionada. Creía que lo nuestro era para siempre y me equivoqué.
Intentaba aparentar más naturalidad y tranquilidad de la que sentía. Aún era todo muy reciente, y no lo había superado.
—Yo también viví una relación así —se sinceró Marc de forma voluntaria—. Estuve saliendo diez años con una mujer y lo dejamos el año pasado. Ella dijo que se había dado cuenta de que no deseaba casarse ni tener hijos, y yo creía que sí que quería. Estudiaba medicina, y yo estaba esperando a que acabara la carrera, pero resulta que después no quiso seguir conmigo. Parece muy tonto descubrir una cosa así al cabo de diez años. Pero luego me di cuenta de que hacía mucho tiempo que ya no estábamos enamorados. Al principio sí que lo estábamos, la cosa duró unos años. Después seguimos juntos porque nos habíamos acostumbrado y era lo más fácil. Por algún motivo uno se deja llevar, y un día descubre que está en un sitio donde no quiere estar con alguien a quien no conoce. Yo tampoco he llegado a casarme, y la verdad es que después de lo que me ha pasado no sé si algún día me apetecerá hacerlo. He invertido diez años de mi vida en esa relación. Ahora disfruto de mi libertad, hago lo que me da la gana. No me arrepiento de haber estado con mi novia, pero sí de que aguantáramos juntos tanto tiempo. Siempre había pensado que iríamos más allá, pero la cosa no resultó como esperaba.
Era exactamente lo mismo que le había pasado a ella con Ted. La relación se había estancado.
—Tardé un tiempo en superarlo, pero ya estoy bien. Ahora somos amigos, y de vez en cuando quedamos para salir a cenar. Ella no ha tenido ninguna otra relación y creo que le gustaría volver conmigo, pero yo no quiero. Me gusta la vida que llevo ahora.
—No creo que Ted y yo lleguemos a ser amigos, aunque solo sea por la distancia geográfica. Además, estoy bastante enfadada; sobre todo conmigo misma. Había dado por supuestas un montón de cosas que al final no se han cumplido. No hice caso de ninguna señal.
—A todos nos pasa eso alguna vez. Es lo mismo que me pasó a mí. Tengo cuarenta y dos años y estoy soltero, y no era lo que esperaba, pero me va bien.
Parecía haberlo aceptado, igual que ella había aceptado lo de Ted.
—A mí también —respondió ella con un hilo de voz—. Me siento como en uno de esos chistes en que la protagonista dice: «Vaya, se me ha olvidado tener hijos». Pero es cierto: estaba demasiado ocupada para permitirme madurar. Me parece que la universidad lo potencia, se te olvida la edad que tienes porque te sientes como uno de tus alumnos.
—Estoy de acuerdo. Me gusta dar clases, pero no quiero dedicarme solo a eso porque es un mundillo muy cerrado. —Marc apuró la copa de vino y le sonrió—. ¿Damos un paseo para ver dónde vivía tu antepasado?
Brigitte había tomado nota de la dirección en la biblioteca.
—Estaría bien.
Le gustaba lo abierto y sincero que se mostraba, y resultaba interesante conversar con él. Lo encontraba encantador. Lástima que no viviera en Boston porque podrían haber llegado a ser muy buenos amigos.
Brigitte sacó del bolso la nota con la dirección, aunque Marc la recordaba de memoria. Se hallaba a pocas manzanas del hotel, en la rue du Bac. No les costó encontrar el número, y al llegar observaron el edificio. Era una construcción que en sus orígenes debía de haber sido bella, pero ahora se veía un tanto deteriorada. Las puertas que daban al vestíbulo estaban abiertas, así que entraron. Marc le explicó que por las placas se deducía que se trataba de oficinas del gobierno, como ocurría con muchos de los bellos edificios antiguos de la Rive Gauche. Aun así, no costaba imaginarse la casa en su esplendor, con sus cocheras ahora reconvertidas en garaje y sus grandes ventanales; entonces Marc le explicó que seguramente en la parte trasera había un amplio jardín. Era un lugar muy hermoso, y, contemplándolo, a Brigitte la invadió una sensación mágica al saber que esa era la casa en París de Tristan de Margerac, y seguramente también de Wachiwi cuando lo acompañaba. No le cabía duda de que allí era donde vivían cuando se alojaban en la ciudad y acudían de visita a la corte.
Salieron tranquilamente y Marc la acompañó al hotel. Le preguntó si al día siguiente volvería a consultar los archivos, y ella respondió que lo haría. Entonces él le propuso que comieran juntos y Brigitte aceptó. Resultaba agradable tener a alguien con quien conversar de sus respectivos proyectos de investigación; ella sobre Wachiwi y él sobre el tema de su nueva novela.
Cuando llegó a la biblioteca al día siguiente, Marc la estaba aguardando en el vestíbulo. Había estado buscando algunas referencias, y esa vez, al consultarlas, Brigitte dio con un filón. Estuvo a punto de soltar un grito de placer al descubrirlo, y corrió a avisar a Marc. Había encontrado un diario en el que una dama de honor de la corte mencionaba al marqués De Margerac y a su bella y joven esposa de origen indio. Decía que había asistido a la boda celebrada en una pequeña iglesia cercana a la casa de la rue du Bac. Explicaba que después se había ofrecido una pequeña recepción en la casa, y que al día siguiente la nueva marquesa había acudido a la corte para ser presentada ante el rey y la reina, e incluso citaba a Wachiwi por su nombre.
Brigitte se emocionó al pensar que la recepción de la boda había tenido lugar en el edificio que Marc y ella habían visitado la noche anterior. Parecía increíble, y al mismo tiempo todo resultaba muy real. Aún no había encontrado nada sobre cómo llegó la chica a Francia. Sin embargo, a última hora de la tarde, Brigitte se topó de forma milagrosa con otro diario de la misma mujer en que describía la vida en la corte. Mencionaba el nacimiento del primer hijo de Tristan y Wachiwi, y su bautizo. Decía que lo habían llamado igual que el difunto hermano menor del marqués, que era quien había guiado a Wachiwi a Francia desde América. La mujer decía que el hombre le había salvado la vida a la india y que tenía previsto casarse con ella, pero había muerto durante la travesía. Al final Wachiwi había acabado casándose con su hermano mayor, el marqués. Por fin; así era como había llegado al país. El hermano menor, el conde Jean, la había rescatado, y juntos habían viajado de Nueva Orleans a Bretaña en barco, tal como explicaba el diario. Seguramente, el francés que aparecía en los relatos de transmisión oral de Dakota del Sur era él. Brigitte no podía evitar preguntarse si el jefe crow a quien se suponía que Wachiwi había asesinado para escapar había muerto en realidad a manos de Jean, que era quien la había rescatado de sus raptores. Lo que nadie sabía ni sabría jamás era cómo se habían conocido. Con todo, Brigitte ya había descubierto cómo Wachiwi había llegado a Francia. Además, en el diario también se mencionaba a los jefes sioux que de vez en cuando visitaban la corte, aunque al parecer Wachiwi no guardaba parentesco con ninguno de ellos. A la dama que había escrito la entrada del diario le parecía extraño que su rey se mostrara tan obsesionado con los indios. Ella los consideraba unos indisciplinados. Sin embargo, de Wachiwi solo contaba maravillas; decía que era encantadora y que hacía una excelente pareja con el marqués.
Brigitte estudió con minuciosidad algunos diarios más de la cortesana, pero no encontró mención alguna del marqués ni de su nueva esposa. No importaba; ya tenía lo que buscaba.
Se la veía rebosante de emoción cuando, al final de la jornada, se lo contó todo a Marc mientras salían de nuevo a tomar algo para que la chica pudiera informarle de lo que había encontrado. Él le confesó que el día también le había resultado provechoso, que había encontrado información muy interesante acerca de Josefina en los diarios de sus damas de honor y en el de una de sus mejores amigas.
—¿Y qué harás con todo eso? —preguntó Marc mostrándose interesado.
—No lo sé. Supongo que tomar notas para la investigación genealógica de mi madre. Ese era el objetivo primero de todo esto.
—Me parecería bien si tus antepasados fueran gente normal, pero no lo son —comentó él con cara de estar hablando en serio—. Esa muchacha era alguien excepcional. Tienes que escribir un libro sobre ella. Si incluyes un poco de ficción en la historia, resultará una novela extraordinaria. Bueno, la historia ya es extraordinaria de por sí. Como la de mis padres y mis abuelos. A veces la realidad supera a la ficción.
Brigitte no lo veía muy claro, pero resultaba obvio que el tema era más interesante que el sufragio femenino; no cabía duda. Con todo, le asustaba abordar la historia de Wachiwi y no ser capaz de hacerle justicia.
—A mí el tema me fascina porque es una antepasada de la familia, pero ¿crees que a los lectores les interesará? —preguntó Brigitte, vacilante. Eso se salía del campo en el que solía moverse.
—Pues claro. Tú has leído la novela sobre mi padre cuando era niño. Esa muchacha atravesó continentes y océanos, fue raptada por los indios y se casó con un noble. ¿Qué más te hace falta para considerarla interesante? ¿Sabes lo que les ocurrió durante la Revolución? ¿Los mataron?
—No lo creo. Sus fechas de defunción son posteriores.
—Muchos nobles bretones opusieron resistencia y escaparon a la guillotina. Consiguieron aguantar; además, también ayudó el hecho de que estuvieran lejos de París. En realidad, muchos nobles y partidarios de la monarquía sobrevivieron a la Revolución en Bretaña. Algunos incluso lograron conservar sus mansiones. En Francia a los insurgentes contrarrevolucionarios se les llama «chuanes».
—Aprenderé cosas de ellos cuando vaya a Bretaña. Tengo previsto pasar unos cuantos días allí.
Entonces pensó una locura. Apenas conocía a Marc, pero se había mostrado muy servicial y estaban empezando a hacerse amigos.
—¿Quieres venir conmigo?
Él no dudó ni un instante.
—Me encantaría.
Su respuesta puso nerviosa a Brigitte. No quería que la interpretara mal; no se trataba de ninguna proposición, simplemente se lo pedía como compañero investigador y como amigo. Él lo había comprendido. Tampoco deseaba estropear su incipiente amistad y era igual de consciente de que ella regresaría a Estados Unidos al cabo de poco tiempo, en cuanto hubiera obtenido la información que buscaba.
—El viaje no incluye ninguna historia de amor en vivo, por cierto —aclaró Brigitte, no obstante, y él se echó a reír.
Las norteamericanas no se andaban con rodeos; era algo que a Marc le había sorprendido cuando estuvo estudiando en Boston. Una francesa jamás habría dicho algo así.
—Ya lo había entendido, tranquila. Te ayudaré con la investigación.
—Ha sido fantástico conocerte —dijo Brigitte, y hablaba en serio.
Su colaboración había resultado inestimable; se había topado con él por obra de la Providencia. Si Marc no se hubiera cruzado en su camino, ella sola jamás habría conseguido encontrar nada en la Biblioteca Nacional. Le estaría eternamente agradecida. Sin embargo, no quería dejarse llevar por sentimientos románticos con respecto a él; daba igual lo mucho que le atrajera. No tenía sentido, solo serviría para que los dos se hicieran daño. Era mucho mejor que conservaran la amistad, y al parecer él estaba de acuerdo.
—Conozco un bonito hotel en la zona, por cierto. Haré la reserva. Sí, sí, ya lo sé: habitaciones separadas; y un cinturón de castidad para la dama.
—Lo siento. —Brigitte se sonrojó un poco—. ¿He sido maleducada?
—No, has sido sincera, y me gusta. Los dos sabemos qué terreno pisamos.
—Es que me parece una tontería embarcarme en algo que tenga que dejar a medias y que nos siente mal a los dos.
—¿Siempre eres tan sensata?
Le interesaba el lado humano de Brigitte; de momento, todo lo que sabía de ella le gustaba.
La chica lo pensó un poco antes de asentir.
—Sí, seguramente lo soy demasiado.
—No tienes por qué volver a Estados Unidos, ¿sabes? Has dicho que no tenías trabajo. Podrías trabajar en la AUP, la Universidad Americana de París; también tienen oficina de admisiones. Además, podrías escribir tu libro aquí.
Marc lo tenía todo pensado, para sorpresa de Brigitte. Le gustaba organizar la vida de la gente y ayudarles a encontrar lo que buscaban. No obstante, ella no deseaba escribir ninguna novela sobre sus antepasados ni quedarse a vivir en París. Pensaba regresar a casa.
—Yo no he dicho que vaya a escribir ninguna novela.
Sonrió a Marc, que hablaba y actuaba muy a la francesa. Quería que Brigitte se quedara a vivir allí. Le parecía una mujer muy interesante, mucho más que ninguna de las que había conocido de un tiempo a esa parte.
—¿Por qué no pides trabajo en la AUP? Podrías pasar aquí un año y ver si te gusta.
Brigitte se echó a reír ante la idea. Marc estaba como una cabra; su sitio estaba en Boston y tenía que acabar una obra sobre el derecho al voto de las mujeres. Claro que Wachiwi se le antojaba mucho más interesante que el tema del sufragio femenino. La muchacha india encarnaba todo lo relativo a los derechos de las mujeres; se había adelantado doscientos años a su tiempo.
Él no insistió. Decidieron quedarse a cenar en el bistró, y al regresar al hotel Brigitte experimentó una sensación extraña. Tristan y Wachiwi habían vivido en una casa muy cercana. Se habían casado, habían celebrado allí la recepción de la boda y habían tenido un hijo. Su vida había transcurrido muy próxima al lugar en que ella se alojaba. Habían pasado varios siglos y, sin embargo, todo le parecía muy vivo. Era como si estuvieran tendiendo la mano. No lograba apartarlos de sus pensamientos.
Se preguntaba si Marc tendría razón, si debería escribir una novela sobre ellos en homenaje al amor que se habían profesado. Empezaba a atraerle la idea. Incluso la propuesta de buscar trabajo en la Universidad Americana de París le gustaba. Sin embargo, su vida estaba en Boston y allí debía regresar; o eso creía. París resultaba una ciudad muy atractiva, con la iluminada torre Eiffel, sus bistrós y sus cafés; y con Marc, a quien apenas conocía pero con quien ya simpatizaba. No obstante, no podría dejarse seducir por nada de todo eso. Estaba decidida a resistirse a los encantos de París y a los de él. Viajarían a Bretaña, trataría de encontrar información sobre sus antepasados y luego regresaría a casa. Lo que tenía entre manos era real; no se trataba de ninguna novela. Y en la vida real, cuando conocías a alguien acababa por no pasar nada y terminabas volviendo a casa. Bueno, también había quien, después de seis años, te decía que no era dado a los compromisos y se marchaba a Egipto. Eso era lo real. No lo de Marc. Ni lo del marqués.