15

 

 

Wachiwi

 

1784-1785

 

 

El marqués regresó de la corte una semana después de partir, y se alegró de ver a Wachiwi. Cuando llegó la encontró dando una lección de equitación a Matthieu en el cercado. Una lección muy tranquila. Prefería pedir permiso a Tristan antes de seguir instruyendo a su hijo. Se lo preguntó enseguida, nada más volver a verse, y él se mostró de acuerdo al instante. No imaginaba a alguien más competente que Wachiwi en ese arte, por lo que había observado hasta entonces. La muchacha prometió no enseñarle ninguna de las habilidades más peligrosas que ella practicaba. Sin embargo, sí que deseaba enseñarle a montar sin silla y a sentirse cómodo con los caballos. Ella poseía un talento natural para montar del que también Tristan quería empaparse, aunque sospechaba que era algo que la chica llevaba en la sangre, y él nunca conseguiría adquirir la soltura que ella demostraba. Cuando la institutriz anunció dónde se encontraba Matthieu y su padre se dirigió a las caballerizas para observar montar a su hijo, vio que se le daba bien; y entonces Wachiwi pidió permiso a Tristan para proseguir con las lecciones.

La india llevaba puestos el vestido de piel de wapiti y los mocasines, y estaba enseñándole al niño varias cosas sobre su caballo: cómo palpar los músculos del animal, cómo formar un todo con él. Retiró la silla y lo guió a lomos del caballo por todo el recinto. El niño parecía entusiasmado, y al ver a su padre gritó con regocijo. Wachiwi lo ayudó a bajar del caballo para que pudiera correr a saludarlo, y sonrió cuando, nada más desmontar, Matthieu se arrojó directamente en los brazos de Tristan.

Wachiwi se estaba planteando acompañar a Agathe a dar un breve paseo en poni por la tarde para intentar que superara su aversión. En ausencia del padre, se estaba convirtiendo en la nueva maestra de equitación de los niños. No utilizaba métodos ortodoxos según las normas que allí imperaban, pero tenía una habilidad suprema. Además, Tristan sabía que si Matthieu aprendía de su arte, se convertiría en un jinete excepcional, y la idea le encantaba.

Mientras permanecía abrazado a su hijo, levantó la cabeza para mirar a Wachiwi y le sonrió. A continuación, le agradeció el tiempo que estaba empleando en instruir a su hijo.

—Lo estoy pasando mejor que él incluso.

Pasaba todo el día en las caballerizas y, de vez en cuando, salía a cabalgar sola por las montañas. Ninguna otra mujer de la provincia hacía nada parecido, pero ella se sentía como pez en el agua. Allí no había peligro. Ningún grupo de guerreros la atacaría ni la raptaría. En esas tierras se encontraba a salvo. Tristan le sugirió que salieran a montar juntos por la tarde.

—¿Qué tal te ha ido en la corte? —preguntó ella con amabilidad.

—Como siempre. Demasiado trabajo, demasiada gente y miles de intrigas. Es muy pesado, pero no me queda más remedio que ir. Da mala impresión mantenerse apartado mucho tiempo.

Desde Bretaña le suponía un largo trayecto.

—Por lo menos dispones de una casa en París donde alojarte —comentó ella, y el hombre asintió.

—Desde que murió mi esposa apenas la uso. A ella le gustaba más que a mí ir de visita a la corte, así que solíamos pasar más tiempo en París.

Matthieu corría por delante de ellos mientras los tres regresaban a la casa. Al niño le encantaba que Wachiwi le enseñara a montar. Y Tristan se sentía ilusionado ante la perspectiva de que siguiera avanzando.

—¿La casa está en el centro de París?

—Sí, a poca distancia del palacio del Louvre, aunque últimamente el rey y la reina suelen alojarse en Versalles, a las afueras de la ciudad. A lo mejor podrías acompañarme algún día —dijo sin concretar.

Tristan había hablado a Wachiwi de uno de sus amigos de la corte, quien le había comentado que resultaría divertido que algún día se presentara allí con ella. Sin embargo, Tristan iba con pies de plomo en cuanto a la relación con la chica. Era la prometida de su difunto hermano y, por mucho que le gustara la forma de ser que tenía, su presencia en la casa seguía resultándoles incómoda a ambos. Ella se mantenía ocupada enseñando a montar a los niños, y Tristan se lo agradecía. Le agradaba la forma en que trataba a sus hijos. Era prudente y cariñosa. Además, notaba que a ellos les caía muy bien. Cuando subieron a la habitación de Agathe para que su padre pudiera saludarla tras regresar del viaje a la corte, la niña se arrojó primero en brazos de Wachiwi y luego en los de su padre. Echaba de menos a la madre que había perdido nada más nacer, y mademoiselle no era una buena sustituta. Wachiwi solo pretendía ser su amiga, aunque según el plan original le correspondería ser su tía.

Las lecciones de equitación duraron varios meses más. Poco a poco, Matthieu fue adquiriendo habilidad, y Wachiwi enseñó a su padre algunos de sus trucos, tal como él los llamaba. Un día casi lo dejó sin respiración al enseñarle cómo se ocultaba en el lateral del caballo mientras galopaba a toda velocidad. Él no se veía con ánimos de imitarla. La muchacha, sin embargo, parecía formar un todo indivisible con el animal, y quedaba suspendida en el aire mientras, aferrada a la bestia salvaje, ambos volaban. No tenía ningún miedo. Era capaz de mantenerse encima del animal cabalgando a galope tendido, y de saltar sobre su lomo desde el suelo. Tenía mucho arte con los caballos, que se comportaban con ella como no lo hacían con nadie.

Los hijos de Tristan adoraban a Wachiwi, e incluso Agathe había empezado a disfrutar de los paseos en poni. Nunca sería una buena amazona, como tampoco lo había sido su madre, pero ya no tenía miedo y le encantaba darle una manzana a su poni para que se la comiera tras descabalgar.

Otro aspecto que todos habían notado era lo silenciosa que resultaba Wachiwi. Sobre todo cuando llevaba mocasines, pero incluso con otro calzado a Wachiwi no se la oía en absoluto cuando caminaba. Daba la impresión de andar por el aire. Era algo que también su padre solía decirle. Tenía la gracilidad de una mariposa y era igual de queda. «La bailarina» era el nombre perfecto para ella.

También era capaz de reírse de sí misma, un rasgo de su personalidad que Tristan admiraba. Cuando se equivocaba o hacía alguna tontería, lo convertía en un chiste y todos se reían. Tenía muchísimas virtudes, y a Tristan todas le despertaban aprecio y admiración. Jamás se había sentido tan cómodo con ninguna otra mujer.

—Quiero un vestido como el de Wachiwi —comentó Agathe un día cuando regresaban todos juntos a casa, lo cual le valió al instante una mirada furiosa de la institutriz. Lo consideraba indecoroso, puesto que destacaba su figura y terminaba justo por debajo de la rodilla. Por mucho que debajo llevara unas mallas, la mujer opinaba que la indumentaria indígena era espantosa. El vestido ya estaba muy raído, y el comentario de la niña hizo que a Wachiwi se le ocurriera una idea. Coser se le daba casi tan bien como montar; de hecho, por Navidad había confeccionado una muñeca para Agathe y un osito para Matthieu, y ambos los adoraban.

Estaban en primavera y hacía un calor que en Bretaña resultaba anormal para la época. Un día organizaron un picnic en el jardín, situado sobre un acantilado con vistas al mar. El rey había caído enfermo durante el invierno, y tan solo unas semanas atrás la reina había dado a luz al duque de Normandía. Por eso el marqués solo había acudido a la corte en una ocasión, pero planeaba hacer otra visita pronto. Detestaba el largo trayecto, pero sabía que debía ir. Además, quería llevar un obsequio al pequeño infante. Sin embargo, lo pasaba mucho mejor en el campo, con sus hijos, en su propia hacienda. Allí siempre había mucho que hacer. Durante la primavera habían estado ocupados talando los árboles dañados por las tormentas de invierno. Le encantaba explicarle a Wachiwi todo el trabajo que hacía en la finca, ya que ella siempre se interesaba y le proporcionaba unas ideas excelentes que a veces Tristan no concebía que pudieran proceder de alguien tan joven.

Una tarde la sorprendió tras un largo paseo a caballo al pedirle que cenara con él en el comedor. Era la primera vez que sucedía. Wachiwi solía comer y cenar con los niños, y ellos disfrutaban mucho en su compañía, al contrario que la institutriz, que seguía en sus trece.

Wachiwi aceptó la invitación encantada. Siempre lo pasaba bien conversando con él. Charlaban sobre temas diversos, puesto que el hombre era muy culto y Wachiwi ya hablaba con fluidez el francés. Lo único que aún no sabía era leer, y tenía muchas ganas de aprender a hacerlo. Tristan le había prometido que le enseñaría, pero durante el invierno no había tenido tiempo. La muchacha deseaba leer los libros que él guardaba en su biblioteca; le parecían fascinantes.

Durante la cena, Tristan le contó algunos de los enredos que tenían lugar en la corte y por qué le provocaban tanto hastío. La gente llevaba muchos años quejándose de la reina y sus extravagancias. Tristan siempre había considerado a María Antonieta una mujer agradable, aunque de joven era un tanto bobalicona. Desde que tenía hijos, en cambio, le parecía más seria y más madura. No mostraba paciencia alguna con respecto a los politiqueos y las manipulaciones de los ministros, los cortesanos y todos los oportunistas que se movían en torno a la corte por interés. Explicó a Wachiwi que la soberana era austríaca, no francesa, aunque casi todo el mundo tendía a olvidarlo, y que había accedido a la corona cuando aún era una niña. Concertaron sus nupcias a los catorce años. Entonces Wachiwi dijo que en la cultura india eso también ocurría; las muchachas se casaban muy jóvenes y casi siempre se celebraban matrimonios de conveniencia, aunque agradecía mucho que a ella su padre no la hubiera obligado a hacer lo mismo. En cuanto a la reina, resultaba innegable que había permitido que en la corte se cometieran excesos increíbles, y los súbditos trabajaban a porfía por conseguir su favor y su atención. Era demasiado poder para alguien tan joven. A Tristan ese ambiente le resultaba abrumador. Era un hombre tranquilo que gozaba dirigiendo sus extensas propiedades y realizando actividades al aire libre. Cuando terminaron de cenar aún seguían hablando de la corte, y Wachiwi encontró muy interesante lo que Tristan le contaba a pesar de que, a todas luces, para él no lo era. Jean le había explicado que a él tampoco le entusiasmaba la corte, por lo que se alegraba mucho de haber podido escapar al Nuevo Mundo en lugar de quedar atrapado en el círculo de intrigas. El marqués, en cambio, como era el cabeza de familia y poseía vastas extensiones de tierra, no podía eludir sus responsabilidades para con el rey ni evitar las visitas a la corte. Y desde que no tenía a su esposa para acompañarlo, aún le pesaban más. Antes por lo menos podía lucirla y bailar con ella; ahora, sin embargo, se pasaba la noche entera hablando de política con los demás hombres.

Cuando salieron del comedor, Tristan se volvió hacia Wachiwi con una cálida sonrisa. Siempre disfrutaban de sus veladas juntos, y esa noche habían permanecido mucho tiempo a la mesa. A veces el hombre se sentía solo, le ocurría desde la muerte de su esposa, y envidiaba a Wachiwi porque podía cenar con los niños. A él también le habría gustado hacerlo, pero resultaría extraño. Durante la cena se le había ocurrido proponerle una cosa a Wachiwi, y lo hizo con cautela.

—¿Te gustaría acompañarme la próxima vez que visite la corte? Debo volver a ir dentro de unas semanas, y tal vez te resulte interesante ver cómo es. Además, estoy seguro de que al rey y a la reina les encantará conocerte.

La chica se sintió halagada ante la propuesta. Le preocupaba no tener ropa apropiada, pero Tristan le dijo que se ocuparía de que la modista de la ciudad le confeccionara algo adecuado, y ella le agradeció su amable invitación. Al día siguiente, Wachiwi se lo contó a los niños, y ellos se mostraron muy emocionados. Agathe le aconsejó que llevara el bonito vestido con las púas de puercoespín, y entonces la chica sonrió con aire misterioso. Faltaban pocos días para el cumpleaños de la niña, y Wachiwi llevaba meses confeccionándole un regalo que casi había terminado.

Le había costado muchísimo encontrar todos los materiales necesarios para el obsequio. En su poblado todo habría resultado más fácil, pero allí era un auténtico reto dar con cada uno de los artículos que precisaba. No consiguió comprar piel de wapiti, pero la había sustituido por piel de ciervo, que le recordaba a la gamuza de los pantalones que había regalado a la muerte de Jean. Las púas de puercoespín se las había proporcionado el guardabosques de Tristan, y le llevó meses obtenerlas. En cuanto a las bayas, por suerte encontró justo las que necesitaba para elaborar la pasta del tinte. Las cuentas, las había arrancado de la camisa originalmente confeccionada para Jean. Prefería regalárselas a su sobrina. Las cosió con cuidado en el diminuto vestido de piel de ciervo. Incluso le sobró material para confeccionar un par de mocasines. El día del cumpleaños de Agathe, envolvió con esmero todos los obsequios en un suave tejido rojo y le puso un lazo. Luego, de buena mañana, se dirigió a las dependencias de los niños para hacerle entrega del regalo. La pequeña dio un grito de júbilo cuando lo vio. Insistió en ponérselo de inmediato, para gran horror de la mademoiselle, y Wachiwi observó con entusiasmo que le encajaba a la perfección. Era una réplica exacta de su propio vestido, solo que ese era nuevo y proporcional al tamaño de la niña. Y los mocasines también tenían el tamaño perfecto para sus pies. Agathe estaba tan ilusionada que se dirigió corriendo a la planta baja para enseñárselo a su padre sin siquiera pedir permiso a la institutriz. Y en cuanto el hombre la vio, estalló en carcajadas.

—¡Pareces una pequeña sioux!

Agathe estaba radiante y se paseó orgullosa para lucir el vestido ante su padre. En cuanto Wachiwi bajó siguiendo los pasos de la niña, el hombre le dio las gracias.

—Ahora solo falta que me enseñes a montar como lo hacéis en tu tribu y me sentiré la mar de feliz.

Desde que la chica lo instruía, ya había adquirido mucha más habilidad, y Matthieu también. Wachiwi había compartido con ellos gran parte de sus conocimientos y costumbres, y el tiempo pasaba tan deprisa que a todos les costaba creer que ya llevaba allí cinco meses. La única forma de compensarlos por su amabilidad era con pequeños detalles. Aún no tenía ni idea de adónde se dirigiría ni qué haría cuando se marchara de esa casa, aunque era consciente de que tarde o temprano debería seguir adelante con su vida, le gustara o no. No podía aprovecharse de la amabilidad y la hospitalidad de Tristan por siempre. Mientras tanto, sin embargo, el vestido y los zapatos que había confeccionado para Agathe resultaron todo un éxito.

También lo fue el vestido que Tristan encargó para la visita de Wachiwi a la corte. Llegó justo el día anterior de su partida hacia París. Le quedaba perfecto, y con él estaba espectacular. Era de un raso divino de color rosa pálido y tenía un gran escote y una falda muy voluminosa con enormes caídas a ambos lados, unas mangas muy bellas adornadas con encaje y un chal de blonda a juego. El color le resultaba muy favorecedor; y cuando Wachiwi se atavió con la prenda, Agathe ahogó un grito y le aseguró que parecía una auténtica reina. Se lo mostró a Tristan y también él dio su aprobación. El vestido disponía de su propio baúl para el transporte, y Wachiwi incluyó en él algunos de los vestidos con que Jean la había obsequiado el año anterior. Cuando partieron hacia París, colocaron todas las pertenencias de la chica en un coche aparte mientras que ellos viajaron en el elegante carruaje de Tristan.

Los niños les dijeron adiós con la mano, y Wachiwi parecía nerviosa y entusiasmada. Tristan y ella mantuvieron una relajada conversación durante el largo trayecto de dos días. Habían partido de la mansión prácticamente al despuntar el día, estuvieron viajando hasta el anochecer y se detuvieron en una posada del camino. Las instalaciones no pasaban de ser decentes, y llegaron a París pasada la medianoche del segundo día. Tenían la casa de París a punto. En todas partes lucían velas encendidas, habían pulido los muebles hasta sacarles brillo y uno de los dormitorios estaba ventilado y preparado. Cuando entraron en la casa de la rue du Bac, Wachiwi se caía de sueño, pero quedó deslumbrada por el vestíbulo principal, la bella escalera de mármol y las dependencias. Además, había resultado muy emocionante cruzar la ciudad en plena noche. Tristan se retiró a su dormitorio en cuanto dejó a Wachiwi en manos del ama de llaves tras despedirse hasta la mañana siguiente.

La chica apenas consiguió pegar ojo de lo emocionada que estaba, y se levantó de buena mañana. Le sorprendió comprobar que Tristan ya había bajado y estaba terminando de desayunar. Poco después la dejó, explicándole que tenía cuestiones que atender. Aconsejó a Wachiwi que aprovechara todo el día para descansar, ya que por la tarde irían a visitar la corte. Había contratado a una peluquera para que la peinara, y si quería podía empolvarle el pelo, pero a ella no le gustaba nada la idea y prefería lucir su color natural. Además, puesto que el rey estaba al corriente de su visita y sabía que era sioux, le decepcionaría verla con el pelo blanco, igual que el resto de los visitantes de la corte. Era un estilo instaurado por la joven reina, que tenía debilidad por todo lo blanco.

Por la tarde, Wachiwi salió a dar un paseo tras pedir a uno de los mozos que la acompañara, como indicaba la costumbre. Caminó durante mucho tiempo y llegó al Sena, donde se detuvo a contemplar las aguas, los puentes, los barcos que navegaban y los edificios de la orilla opuesta. Nunca había visto nada tan encantador como París, y no se sentía nada cohibida.

Se sentía llena de energía cuando volvió a la casa. La peluquera ya la estaba esperando. Cuando Tristan regresó, Wachiwi estaba casi a punto, y dos de las doncellas y el ama de llaves la ayudaron a vestirse. El corsé y las prendas interiores eran bastante más complejos de colocar que aquello con lo que Jean la había ataviado en Saint-Louis y en Nueva Orleans. Wachiwi tenía un aspecto maravilloso cuando se presentó ante Tristan, que la estaba aguardando al pie de la espléndida escalinata. Él llevaba unos pantalones a media pierna de raso azul pálido y una casaca de brocado rojo con una chorrera de blonda en el cuello, y el pelo empolvado. Apenas lo reconocía. Él, al verla, sonrió de oreja a oreja. Nunca había visto a una mujer de aspecto tan encantador como Wachiwi.

La alabó cuando entraron en el carruaje, y Wachiwi tuvo la sensación de que apenas unos instantes después estaban en palacio, ya que habían pasado todo el trayecto charlando. Tristan notó que la chica estaba nerviosa y ella lo reconoció con timidez. Él le dio unas palmaditas en el hombro para tranquilizarla y afirmó que sería una experiencia maravillosa; estaba seguro.

La familia real había pasado el invierno en el palacio del Louvre, pero ya se había trasladado a la residencia de verano en Versalles. Wachiwi nunca había imaginado un lugar tan opulento como el vestíbulo en el que acaban de entrar. El terreno, los jardines y la huerta ya la habían impresionado a su llegada. Fueron guiados hasta el pequeño salón privado donde el rey y la reina aguardaban para recibirlos antes de unirse a los demás invitados. Justo antes de entrar, Tristan le recordó en un tono susurrante que ofreciera una gran reverencia a ambos. Wachiwi cumplió a la perfección, y el rey la encontró encantadora. María Antonieta, en cambio, la ignoró, como solía hacer con todos sus invitados. Estaba cuchicheando con dos de sus damas de honor, formando un corrillo. Por suerte, el rey compensaba con creces la actitud de su distraída esposa, y al fin María Antonieta atendió su presencia, y Wachiwi y ella acabaron riendo como dos chiquillas. Tristan estaba encantado; la audiencia que les habían concedido el rey y la reina había ido excepcionalmente bien.

El rey había preguntado a Wachiwi por su tribu con interés. Ella le habló de su padre y sus cinco hermanos, y Tristan añadió que la chica tenía la habilidad de un guerrero montando a caballo. Luego abandonaron el salón para unirse a los centenares de súbditos que aguardaban la presencia del rey y la reina. En cuanto llegaron, sirvieron la cena, y hubo música y baile. Los invitados formaban grupitos aquí y allá, charlaban unos con otros a la vez que intentaban cerrar tratos e intercambiar información y habladurías sobre los últimos acuerdos comerciales. Tristan le presentó algunos de sus amigos a Wachiwi, quienes mostraron abiertamente su curiosidad; sin embargo, ninguno se escandalizó ni la rechazó como había ocurrido en Nueva Orleans. Las personas que frecuentaban la corte eran mucho más cultas, y el hecho de que Wachiwi fuera india despertaba su interés con mayor motivo. Le habían peinado el brillante pelo negro formando unos enormes tirabuzones en la coronilla, y al no llevarlo empolvado aún destacaba más. Wachiwi tuvo muchísimo éxito, y Tristan era la envidia de todos los hombres que la contemplaban. La chica no podía evitar pensar en lo distinta que era esa situación de la que había vivido en las dependencias de los esclavos a las que la habían confinado en Nueva Orleans. Y desprendía tanta elegancia como cualquiera de las otras mujeres gracias al vestido que el marqués había encargado para ella.

Lo estaba pasando tan bien que no deseaba marcharse. Le encantaba observar a los invitados bailando, aunque ella no tenía ni idea de cómo hacerlo; además, la música le parecía preciosa. Eso hizo pensar a Tristan que merecía mucho la pena enseñar a bailar a Wachiwi, sobre todo si pensaba volver con ella a la corte, lo cual cada vez se le antojaba más probable. Supondría un duro golpe para ella no hacerlo, y se la veía disfrutar tanto que no quería privarla de eso. A él también le hacía la visita más placentera; por primera vez en años no se aburría como una ostra durante la velada en la corte. Le divertía observar cómo se deshacían en atenciones con ella, cómo charlaba y trababa amistad con los invitados.

—Me alegro de que lo hayas pasado bien —dijo a Wachiwi en un tono relajado durante el regreso en el carruaje, aliviado de que la velada hubiera tocado a su fin.

Aunque lo había pasado mucho mejor gracias a la compañía de la chica, las visitas a la corte no dejaban de resultarle pesadas y tensas, y el pelo empolvado le hacía estornudar. Wachiwi bromeó acerca de eso durante el trayecto. Se sentía muy importante y especial, y se volvió a mirarlo con agradecimiento.

—Gracias por ser tan amable conmigo, Tristan. Lo he pasado de maravilla.

Ojalá Jean hubiera estado allí. Ambos pensaban lo mismo. Wachiwi seguía echándolo de menos, igual que su hermano.

—Ha sido la mejor noche de mi vida.

La elegancia con que había expresado su opinión hizo sonreír a Tristan. Esa noche se sentía muy orgulloso de ella. Se le habían acercado muchas personas que luego la habían alabado ante él, y eso le sorprendió. Más bien esperaba que al menos ciertas mujeres la criticaran, cosa que no había sucedido. Todo el mundo parecía encantado con su presencia, y ella se mostraba tan inocente y franca que la recibieron de muy buen grado. El rey se aseguró de comunicarle a Tristan que deseaba volver a verla allí.

Cuando llegaron a casa, estuvieron charlando unos minutos y luego se dieron las buenas noches y se retiraron a sus respectivos dormitorios. El ama de llaves ayudó a Wachiwi a despojarse de sus galas y la chica permaneció despierta casi toda la noche, rememorando todos y cada uno de los momentos de la velada, aún incapaz de concebir que había estado en la corte real. La visita había resultado mejor de lo que esperaba y mucho más impresionante de lo que jamás habría imaginado. Además, se sentía muy orgullosa de haber asistido en compañía de Tristan, que siempre se comportaba con suprema amabilidad. Al final se quedó dormida un rato, pero a la mañana siguiente se levantó temprano y volvieron a encontrarse para desayunar.

Tristan se ofreció a darle una vuelta por la ciudad, y Wachiwi se mostró impaciente. Visitaron los jardines del Palacio Real cercano al Louvre, y pasearon por el jardín de las Tullerías. A continuación se dirigieron a Notre Dame y a la place des Vosges, en el barrio de Le Marais. La chica volvía a estar entusiasmadísima cuando regresaron a casa, y esa noche cenaron tranquilamente en casa porque al día siguiente regresaban a Bretaña. Wachiwi estaba impaciente por explicarles a los niños lo que había supuesto conocer al rey y a la reina. En particular, se había comprometido con Agathe a contarle la visita con todo detalle. Pensaba dejarle claro lo apuesto que resultaba su padre vestido con la casaca de brocado rojo, los pantalones de raso azul y los elegantes zapatos con hebilla.

Tenía un aspecto por completo distinto cuando entró en el carruaje dispuesto a emprender el regreso. Llevaba ropa cómoda para el viaje y un largo abrigo negro destinado a proteger las prendas del polvo del camino. Antes de partir, tapó a Wachiwi con una manta a causa del frío ambiente matutino.

Esa vez hablaron largo y tendido durante el trayecto, se detuvieron en varias posadas para comer y cenar, y de nuevo pasaron la noche en un establecimiento del camino. El regreso se les hizo más corto; aun así, llegaron al Château de Margerac a última hora del segundo día, cuando todo el mundo estaba ya durmiendo. Wachiwi volvió a dar las gracias a Tristan, y él le explicó que tendría que esperar hasta la mañana siguiente para que subieran el equipaje a su habitación, ya que los hombres estaban cansados del largo viaje.

Wachiwi ni siquiera había desayunado cuando subió la escalera para contarles a los niños todos los detalles del viaje a París y la velada en la corte. Agathe dijo que a ella también le gustaría ir algún día, y la chica respondió que estaba segura de que lo conseguiría; iría con su padre, y él estaría orgulloso de lucirla con un bonito vestido, confeccionado expresamente para la ocasión, que le daría el aspecto de una princesa.

—¿Tú también vendrás? —preguntó la niña con los ojos haciéndole chiribitas, y Wachiwi vaciló antes de contestar.

Ella no lo sabía, pero Tristan también estaba aguardando su respuesta. Acababa de entrar en la habitación cuando Agathe formuló la pregunta, pero la chica no lo había visto.

—No lo sé —respondió con honestidad. Jamás mentía a los niños ni a nadie. Su sinceridad era indefectible. Era algo que le había enseñado su padre siendo una niña. A él, la sabiduría y la franqueza lo habían convertido en un gran jefe respetado por todos—. Falta mucho para eso, ya sabes, y entonces ya seré muy mayor y no sé dónde estaré.

—Quiero que te quedes aquí con nosotros —suplicó Agathe con aire preocupado.

—Pues así será —dijo su padre entrando en la habitación; y Wachiwi se sorprendió y le dio los buenos días.

—Para entonces ya sabréis todo lo que hay que saber sobre la equitación —dijo Wachiwi a los tres con una sonrisa. Era un instante tenso para todos—. Y yo ya seré demasiado mayor para seguir dándoos lecciones. Agathe tendrá que dejarme su poni para que pueda montar.

Los niños se echaron a reír ante el comentario, que había servido para volver a aligerar el ambiente. Entonces los pequeños reclamaron la atención de su padre, y Wachiwi aprovechó el momento para escabullirse con discreción y regresar a su habitación.

Tristan se reunió allí con ella al cabo de unos minutos, tras abandonar las dependencias de Agathe y Matthieu.

—Los niños quieren que te quedes a vivir aquí, Wachiwi, y yo también.

Abordó el tema sin rodeos. No le había gustado la respuesta de la chica, y a sus hijos tampoco; habían hablado de ello después de que se marchara.

—No puedo ser siempre una carga —respondió con tanta elegancia que a Tristan le costó hacerse a la idea de que había aprendido a hablar francés tan solo un año antes, gracias a la previsión de su hermano.

—No eres ninguna carga. Nos gusta tenerte aquí. Haces felices a mis hijos. —Entonces prosiguió en un tono más quedo y la voz teñida de emoción—. A mí también me haces feliz, aunque no te lo haya dicho.

La miró a los ojos y no le costó comprender por qué su hermano se había enamorado de ella. Era a la vez delicada y fuerte, y siempre se mostraba muy amable con todos ellos. En cierto modo, también era vehemente, y en otras ocasiones resultaba tan suave como una pluma. Tristan había llegado a la conclusión de que era la mujer perfecta. Lo era para él y también para sus hijos. Además, no había nadie a quien tuviera que pedir permiso para pretenderla.

—¿Te quedarás con nosotros? —preguntó, solemne.

—Mientras tú lo desees —lo tranquilizó ella.

Él asintió en señal de gratitud y se marchó con expresión turbada. No volvieron a verse hasta última hora de la tarde, cuando Tristan la encontró en el jardín. Pasearon juntos un rato y se sentaron en un banco a contemplar el mar.

—Me parece que llevas aquí toda la vida —dijo él.

—A veces yo también tengo esa sensación. Otras, en cambio, me acuerdo de mi padre, mis hermanos y el poblado.

—¿Los echas mucho de menos?

Wachiwi asintió mientras una lágrima le resbalaba por la mejilla, y él se la enjugó, acariciándole la cara de un modo que jamás antes había hecho. A continuación, sin previo aviso, se inclinó sobre ella y la besó. Sin embargo, no quería que pensara que se estaba aprovechando de la situación, así que se apartó al instante. Ella levantó la cabeza para mirarlo, aún sorprendida. Nunca le había mostrado ningún interés en ese aspecto y no sabía cómo interpretar el hecho de que la hubiera besado.

En realidad, él tenía pensado aguardar un par de meses hasta encontrar el momento oportuno, aunque ya había tomado la decisión en París. Entonces le comunicó sus intenciones para que comprendiera que eran castas. No buscaba una amante, deseaba una esposa.

—Quiero que te quedes aquí, Wachiwi, durante toda tu vida; durante toda nuestra vida.

La miró de forma muy expresiva, aunque la chica seguía aparentando desconcierto.

—Eres muy amable, Tristan, pero, si algún día vuelves a casarte, a tu esposa no le gustará. No le hará ninguna gracia tener en casa a una india.

Le sonrió con timidez al decir eso. Wachiwi creía que ese beso era producto de un arrebato, algo que jamás se repetiría. Cuando Jean la había besado, enseguida comprendió que estaba enamorado; sin embargo, con Tristan era diferente. Se mostraba más contenido y siempre era cortés, pero eso se debía a que no exteriorizaba sus emociones. Había aprendido a hacerlo de jovencito y todavía actuaba igual.

—No creo que debamos preocuparnos por lo que mi futura esposa piense de ti —anunció en un tono enigmático.

—¿Por qué no? —preguntó Wachiwi con los ojos muy abiertos y una expresión inocente que hizo que Tristan se derritiera.

Hacía tiempo que se había dado cuenta de que la amaba desde el momento en que la vio por primera vez, pero, debido a la reciente muerte de Jean y el motivo por el que la chica había llegado hasta allí, le resultaba incómodo planteárselo o revelárselo a ella. En ese momento, en cambio, sentía que debía decírselo. No podía mantener por más tiempo sus sentimientos en secreto, ni deseaba hacerlo.

—Porque tú eres la única persona a quien deseo convertir en mi esposa, Wachiwi.

Entonces el hombre se arrodilló junto al banco en que estaban sentados y le tomó la mano.

—¿Quieres casarte conmigo? —Y añadió lo que llevaba meses deseando expresar y no se había atrevido siquiera a decirse a sí mismo—. Te amo.

—Yo también —respondió ella con un hilo de voz, y bajó la mirada.

Desde hacía meses ella sabía que lo amaba, y disfrutaba de todos los momentos que compartía con él y con sus hijos. Sin embargo, jamás se había permitido pensar que él podía corresponder a sus sentimientos.

Entonces él la tomó en brazos y le dio un intenso beso. Permanecieron un rato charlando en el banco, haciendo planes. Para cuando regresaron a la mansión, habían decidido que contraerían matrimonio en París en el mes de junio. Los niños asistirían a la boda; y al día siguiente Tristan presentaría a Wachiwi en la corte como la marquesa De Margerac.

Así lo comunicaron a los pequeños en cuanto regresaron a la casa, y Agathe y Matthieu empezaron a dar saltos por la habitación, riendo y gritando, y ambos prodigaron besos a Wachiwi. La institutriz aprovechó el momento para salir sin hacer ruido, y a la mañana siguiente anunció que dejaba el trabajo. Los niños también se alegraron con respecto a eso. Pero, por encima de todo, estaban encantados de que Wachiwi fuera a convertirse en su nueva madre, y ella compartía el mismo sentimiento. Ya no necesitarían más institutrices porque la tenían a ella. La tendrían siempre. Y Tristan también.