13
El recorrido hasta el Château de Margerac fue más largo de lo que Wachiwi esperaba, ya que Jean le había explicado que estaba en la costa, no lejos del puerto; sin embargo, incluso con los veloces caballos que tiraban de la carroza, el trayecto por el estrecho y tortuoso camino duró casi una hora.
La mansión era enorme y se asentaba en un acantilado con unas espectaculares vistas sobre el mar. El terreno parecía muy accidentado y la mansión, imponente, había sido construida en el siglo XII, aunque gozaba de una apariencia acogedora gracias a los kilómetros y kilómetros de jardín repletos de flores de vivos colores y viejos árboles que descollaban sobre ellos.
Cuando se aproximaban, Tristan le contó cuatro cosas de la historia de la familia y de la casa. Explicó que en la antigüedad todos eran guerreros, y que por eso el castillo tenía la apariencia de una fortaleza y resultaba tan inaccesible, para protegerlo de los enemigos. Durante siglos les resultó muy ventajoso. Ella sonrió y explicó que sus antepasados también eran guerreros; de hecho, los hombres de su tribu lo seguían siendo. Al decirlo se acordó de sus hermanos, y eso hizo que por unos instantes su semblante se tornara triste. Tristan no podía evitar preguntarse cómo había conocido a su hermano, y cómo él había conseguido apartarla de los sioux. Se preguntaba si la chica se había escapado con él, lo cual le parecía lo más probable.
—En algún momento tendréis que explicarme cómo conocisteis a mi hermano —comentó él en un tono curioso, y ella asintió, aunque no dijo nada. No quería revelarle tan pronto que su hermano había matado a un hombre por su culpa.
Uno de los lacayos la ayudó a bajar de la carroza, y el marqués la guió hasta el interior de la mansión. En todas las direcciones partían largos pasillos llenos de lúgubres retratos de antepasados. Algunos guardaban un gran parecido con Jean y su hermano. En el centro había un gran vestíbulo donde lucían multitud de trofeos de caza y estandartes con blasones, un enorme salón de baile que Tristan no había utilizado desde que su esposa murió y varias salas de recepción más pequeñas. En conjunto se respiraba frialdad en el ambiente, y a Wachiwi le resultaba sobrecogedor. Se preguntaba qué habría sentido de haber descubierto el lugar acompañada por Jean en lugar de su hermano mayor, más serio. El joven le iba hablando de sus antepasados a medida que avanzaban. A ella, en general, la información la confundía y la abrumaba, aunque trató de parecer atenta. Tristan hablaba muy deprisa y no se daba cuenta del poco tiempo que hacía que ella había aprendido el francés.
A continuación, subieron a la planta superior y entraron en una enorme habitación con grandes sillones y muchos sofás, que a Wachiwi le pareció una especie de pabellón de juntas. Imaginaba a los guerreros de la familia noble allí reunidos para planificar los asaltos a otras tribus, igual que en su poblado los hombres se reunían en torno a la hoguera o acudían al tipi de su padre para tratar cuestiones parecidas. En cierta forma, sus respectivas historias y tradiciones no eran tan distintas. Se dedicaban a la guerra y la caza. Captó con interés que ningún búfalo adornaba las paredes; casi todo eran ciervos, antílopes y alces. Pensó que tal vez en Francia no había búfalos, pero estaba demasiado cohibida para preguntarlo.
Una mujer ataviada con un sencillo vestido negro y un delantal con puntillas se acercó y ofreció servirles té. Más tarde regresó acompañada de dos mujeres más y de un hombre, con una enorme bandeja de plata que, de tan pesada, parecía imposible de sostener, llena de teteras de plata, tazas de porcelana y platos con galletas y pequeños bocadillos. A Wachiwi todo aquello le parecía de lo más curioso; además, se moría de hambre. Se sentó en el sillón que Tristan le indicaba y comió con la máxima delicadeza de que fue capaz. Todo seguía resultándole muy nuevo, aunque Jean la había instruido bien. No quería que se avergonzara ni se sintiera extraña cuando llegara a Francia, y, gracias a sus útiles enseñanzas, lo había logrado. La chica encontró la comida deliciosa.
Notó que Tristan la observaba con minuciosidad mientras intentaba decidir qué hacer con ella. De vez en cuando, Wachiwi contemplaba el mar por la ventana y pensaba en el espíritu de Jean, que ahora yacía allí. Eso precisamente estaba haciendo cuando entraron dos niños acompañados por una joven alta de aspecto serio y tez pálida. Llevaba un vestido gris y ni siquiera a Wachiwi le pasó por alto que parecía amargada. Tenía el pelo de un castaño anodino y los ojos grises, y en general no mostraba gracia alguna. Daba la impresión de que los niños no veían el momento de escapar de ella, y la llamaban «mademoiselle». En cuanto vieron a Wachiwi, frenaron en seco. La niña aparentaba unos cuatro años de edad y el niño, unos seis. Los dos iban muy bien vestidos y eran muy diferentes a los pequeños indios que Wachiwi había observado en su tierra; aun así, le recordaban a ellos. Entraron en la sala brincando como pequeños cachorros, saltaron a los brazos de su padre y se les hizo la boca agua al ver las galletas de la bandeja mientras mademoiselle intentaba sin éxito disuadirlos de comportarse así y obligarlos a tomar asiento. Lo logró un minuto, pero enseguida se levantaron de un salto para seguir riendo y jugando con su padre, que parecía encantado de verlos.
A Wachiwi no le cayó bien la mujer alta de aspecto severo, y resultaba evidente que a los niños tampoco les gustaba. Se le antojó fría y distante, y mademoiselle, por su parte, ignoró a Wachiwi de forma deliberada, como si no estuviera en la sala. Era la misma actitud desdeñosa a la que había tenido que hacer frente con Jean en Nueva Orleans.
—Son mis hijos —anunció Tristan con una amplia sonrisa—. Matthieu y Agathe. Jean conoció a Matthieu cuando era un bebé, pero Agathe nació después de su partida.
Ambos observaron a Wachiwi con interés. Aunque vestía ropas convencionales, no les costó notar que era diferente en cierto modo, aunque solo fuera por el color avellana intenso de su piel.
—Esta es una amiga de vuestro tío Jean —les explicó Tristan intentando calmarlos a la vez que les daba permiso para comer galletas, y ellos se lanzaron a devorarlas mientras Wachiwi contemplaba la escena con una risita.
También ella parecía una niña. Agathe le sonrió de inmediato. Pensó que era guapa y parecía simpática.
—¿Es la novia del tío Jean? —preguntó Agathe a la vez que se dejaba caer en el sofá, al lado de su padre, y mademoiselle hizo una mueca reprobatoria.
En su opinión los niños debían permanecer de pie, bien firmes, cuando acudían al salón a ver a su padre. Él, en cambio, tenía con ellos un trato mucho menos rígido que la institutriz desaprobaba por completo.
—Sí, lo es —respondió su padre, sorprendido de que su hija recordara ese detalle. Claro que hacía pocos días que le había hablado de la boda, nada más recibir la carta de Jean, y la niña estaba emocionada ante la perspectiva y había preguntado si se le permitiría asistir.
—¿Dónde está el tío Jean? —terció Matthieu, y en la sala se hizo un breve silencio hasta que por fin, con la mirada apesadumbrada y los hombros caídos, su padre respondió. No costaba adivinar el dolor que sentía.
—Está con mamá, en el cielo. Están juntos. Su amiga ha venido sola.
—¿Sola? —Agathe se volvió hacia Wachiwi con los ojos como platos—. ¿En barco?
Wachiwi asintió, sonriendo a la niña. La pequeña tenía unos suaves rizos rubios y una cara redonda y angelical que resultaban irresistibles.
Matthieu guardaba una fuerte semejanza con Tristan y Jean, y era alto para su edad. Agathe se parecía más a su madre, cuya figura había sido la luz que alumbraba a Tristan, y todavía lo era. El hombre llevaba cuatro años llorando su muerte.
—Sí, he venido en barco —respondió Wachiwi—. He llegado hoy mismo.
—¿Se pasa miedo? —preguntó la pequeña, que la miraba con los ojos muy abiertos.
—No, para nada, solo que ha sido un viaje muy largo. Hemos tardado casi dos lunas —dijo, y se interrumpió al instante—. Casi dos meses —rectificó recordando las palabras de Jean.
—A mí no me gusta ir en barco —afirmó Agathe con decisión—. Me mareo.
—Yo también —terció Matthieu mientras escrutaba a Wachiwi. No sabía de dónde procedía, pero notaba que era distinta e interesante, y parecía amable con los niños. Los dos pequeños lo habían pensado, cada cual por su cuenta.
Los hijos de Tristan conversaron animadamente con ellos unos minutos, y luego mademoiselle anunció que había llegado el momento de marcharse. Tanto Agathe como Matthieu protestaron sin conseguir nada. La institutriz les indicó que dieran las buenas noches a su padre y se los llevó de la sala sin contemplaciones.
—¡Qué maravilla de pequeños! —exclamó Wachiwi con sinceridad—. Vuestro hijo es igualito a vos y a Jean.
Le había resultado muy tierno comprobar eso, y, a pesar de la elegante indumentaria, seguían recordándole a los niños de su tribu.
Tristan sonrió ante el comentario.
—Sí, sí que se parece a nosotros, el pobre. Agathe es como su madre. Mi mujer murió al dar a luz a la niña. Por suerte, la institutriz es muy buena, ha cuidado de ellos desde que nació Matthieu. Necesitan a alguien que los mantenga a raya, sobre todo al haberse quedado sin madre. Y yo no siempre estoy en casa.
Se sentía extraño contándole esas cosas a Wachiwi, pero sentía curiosidad por la mujer con quien su hermano pensaba regresar a casa y contraer matrimonio, y deseaba conocerla bien. No le había chocado tanto el hecho de que fuera india como Wachiwi se temía. En realidad, no parecía nada sorprendido. Era una persona con una amplitud de miras y una generosidad sorprendentes, y gracias a eso la chica se sentía muy acogida en la mansión.
—Parece muy seria —opinó Wachiwi con sinceridad en relación con la institutriz, puesto que se sentía muy cómoda hablando con Tristan.
La mujer le había desagradado desde el momento mismo en que la conoció, pero sabía que no debía expresarlo. No deseaba ofender a su anfitrión. En la cultura india, el lugar de mademoiselle lo habría ocupado alguna familiar, pero Jean ya le había enseñado que en Europa las personas que trabajaban para los blancos se llamaban «sirvientes», y en Nueva Orleans eran «esclavos». Los esclavos se le antojaban más amables que mademoiselle, quien parecía severa en grado sumo y más fría que un témpano. No daba la impresión de que le gustaran los niños.
—Le pediré al ama de llaves que os muestre vuestra habitación —dijo entonces Tristan—. Debéis de estar cansada del viaje. Qué suerte habéis tenido al no contraer la enfermedad de mi hermano, porque os encontráis bien, ¿verdad?
Tristan parecía preocupado. No quería que la chica se pusiera enferma ni que contagiara a la familia, aunque tenía buen aspecto y ella afirmó que se sentía bien. Saltaba a la vista que era joven y fuerte.
Hizo sonar una campanilla situada junto a la chimenea, y apareció una mujer con aspecto de ser una anciana parienta de mademoiselle; Tristan le solicitó que acompañara a Wachiwi a sus dependencias. Luego le explicó a esta que había pedido que esa noche le sirvieran la cena en la habitación y que volverían a verse por la mañana. No deseaba sentarse a la mesa solo con una extraña, no le parecía correcto y no tenía ni idea de cómo acabaría resolviendo esa situación. Tal vez le pediría que compartiera las comidas con los niños. No era apropiado que cenara con él todas las noches. Al no estar Jean presente, la situación resultaba bastante embarazosa. Lo de comer con los niños le parecía la única solución posible.
La suite que Tristan le había asignado cuando supo que su hermano no la acompañaba no tenía nada que ver con las dependencias de los esclavos donde la había instalado la prima Angélique cuando se alojaron en Nueva Orleans. Aquí disponía de una gran sala de estar con vistas al mar, un dormitorio equipado con una cama con dosel digna de una princesa, un gran cuarto de baño, un vestidor y una pequeña estancia con un buró. Wachiwi se sentía extrañísima con tanto espacio propio. Además, estaba muy triste por haber perdido a Jean. Ella no lo sabía, pero si él la hubiera acompañado habrían compartido la suite gigantesca de que disponía en la misma planta que la de Tristan. Sin embargo, dadas las circunstancias, el marqués había optado por instalarla en otra ala de la mansión. La zona ocupada por los niños se encontraba justo encima de sus dependencias, las separaba un simple tramo de escaleras. Wachiwi los oía, aunque no se atrevía a subir por no enfrentarse a la mirada glacial y el severo gesto reprobatorio de mademoiselle.
Se dedicó a pasearse por la suite, abriendo cajones y armarios, sorprendida ante todo lo que veía, hasta que apareció alguien con una enorme bandeja de plata donde se le ofrecían distintos tipos de viandas, verduras y fruta. También disponía de una selección de aderezos, un plato con queso acompañado de pan y un postre de magnífica presentación. Al verlo se echó a llorar; todos eran muy amables con ella, pero a quien verdaderamente deseaba tener a su lado era a Jean.
Se acostó en el maravilloso colchón de plumas de la enorme cama con dosel adornada de drapeados de seda rosa y repleta de borlas, y tuvo un sueño irregular. Soñó de nuevo con el búfalo blanco, y no sabía lo que eso significaba. La última vez que le ocurrió fue antes de la muerte de Jean, por lo que se preguntaba si iba a volver a su lado en forma de espíritu. Deseaba que le dijera lo que debía hacer a continuación, puesto que se sentía perdida en Francia sin él; y Tristan, por su parte, también se sentía perdido al no saber qué hacer con ella. Se la imaginaba viviendo en la torre de la mansión hasta la ancianidad, tal era el legado de su hermano. ¿Qué otra cosa podía hacer con ella? No era lícito enviarla de vuelta a América, puesto que la chica le había explicado que no podía regresar con su gente. Tampoco lo era darle la espalda, ni negarle el alojamiento y el cuidado. Aunque lo cierto era que no podía tenerla allí por siempre, a menos que ideara alguna ocupación para ella, y no tenía ni idea de cuáles eran sus capacidades. Lo más probable era que no supiera hacer gran cosa. Ninguna de las mujeres que conocía era capaz de sobrevivir por cuenta propia, sin la protección de su familia o de un hombre. Wachiwi, además, procedía de un mundo por completo distinto y no sabía nada de aquel en el que se encontraba. Estaba totalmente sola.
Por la mañana, la chica se esmeró en ataviarse con uno de los vestidos que Jean le había regalado. Le habría gustado salir al jardín, pero no tenía ni idea de cómo llegar, así que, en vez de eso, subió la escalera hasta donde creía que estaban las dependencias de los niños. Sus vocecitas sonaban más cercanas a medida que se aproximaba a la habitación situada justo encima de la suya, y oyó que la institutriz les reñía. Llamó a la puerta antes de abrirla, tal como Jean le había enseñado, y vio que allí estaban. Agathe se encontraba sentada en el suelo, jugando con una muñeca que sostenía en brazos mientras Matthieu lo hacía con un aro que la institutriz acababa de indicarle que dejara de una vez por todas.
Wachiwi les sonrió y, en cuanto la vieron, los niños dejaron de tener ojos para nada más. Parecían encantados, y estuvieron hablando unos minutos. Les explicó que le gustaría salir al jardín, pero que no sabía por dónde se accedía, y al instante Matthieu rogó a la institutriz que le permitiera mostrárselo. Ella accedió, con aire de estar apenada por la visita de Wachiwi y todo lo que suponía su presencia allí; y al cabo de unos minutos, con los abrigos puestos, todos bajaron la escalera seguidos por Wachiwi. Fuera hacía frío, a pesar de que el día era soleado, y corría un fuerte viento propio del mes de noviembre. Sin embargo, los niños no pasaron frío, puesto que no paraban de entrar y salir del laberinto, corriendo sobre el césped y por entre los macizos de flores; y Wachiwi, que les seguía el juego, tampoco. Lo pasaba de maravilla en su compañía; también ella se sentía como una niña. Nadie se dio cuenta de la presencia del padre, que en un momento dado se asomó al jardín y permaneció a un lado, observándolos. Jamás había visto a sus hijos divertirse tanto.
Wachiwi solo reparó en que estaba allí cuando se dio de bruces con él mientras huía de Matthieu, que la andaba persiguiendo. Al verlo se llevó una gran sorpresa y se quedó sin respiración. Se deshizo en disculpas con aire de estar muy avergonzada.
—¡No permitáis que os agoten! —exclamó él.
—Me encanta jugar con ellos —respondió Wachiwi sin aliento a causa de la carrera, y el hombre se dio cuenta de que hablaba en serio.
La mademoiselle aprovechó el momento para anunciar que era hora de asearse antes de la comida, y de esa forma obligó a los niños a abandonar el jardín.
—¡Tenéis unos hijos maravillosos! —alabó Wachiwi con expresión admirada—. Hemos pasado una mañana estupenda.
Al decirlo, aún conservaba la expresión risueña, y sentía que se hubiera agotado el tiempo.
—¿Qué tal habéis dormido? —preguntó Tristan con aire serio.
—Muy bien, gracias.
Era una de esas respuestas mecánicas, una de las primeras que Jean le había enseñado. Sin embargo, la realidad era muy distinta, ya que apenas había pegado ojo en toda la noche.
—La cama es muy cómoda.
Era cierto, pero las pesadillas y la preocupación por el futuro impedían que apreciara lo mullido que era el colchón. Y lo que de ningún modo deseaba era parecerle desagradecida. Tenía muy presente que él no era responsable de lo que fuera de ella, y él se estaba comportando con gran amabilidad a causa del amor y el respeto que sentía por su hermano y por la mujer a quien Jean deseaba convertir en su esposa.
—Me alegra oír eso. Espero que hayáis tenido suficiente ropa. La casa es un poco fría.
Wachiwi se echó a reír ante el comentario.
—Los tipis también lo son.
Tristan la miró sin saber qué responder, y también se echó a reír. Wachiwi era muy espontánea en cualquier situación y no le asustaba mostrarse tal como era ni decir lo que pensaba sin llegar a ser inoportuna ni maleducada.
—Vuestro hermano me explicó que tenéis unas caballerizas espectaculares.
Se moría de ganas de ver a los animales, pero no quería insistir.
—Yo no diría tanto. Tenía previsto comprar unos cuantos caballos nuevos en primavera, aunque disponemos de algunos muy buenos. Los utilizo sobre todo para salir a cazar.
Wachiwi asintió.
—¿Os gustaría verlas?
No sabía qué otra cosa ofrecerle. Había previsto comer con ella por amabilidad, pero la visita a las caballerizas les serviría de distracción mientras tanto. Daba por sentado que tenían muy pocas cosas en común y una conversación no daría mucho de sí. Seguro que con su hermano tenían temas sobre los que hablar, o tal vez su relación estuviera basada en la simple atracción física y la pasión. Con todo, tenía que reconocer que Jean había conseguido que adquiriera un nivel de francés excelente. Cometía algunos errores que solía corregir ella misma al momento. Su hermano la había instruido bien; además, en el barco había podido practicar el idioma dos meses enteros. Jean había mostrado mucho tacto al prepararla para la llegada a Francia y la inmersión en su mundo.
Wachiwi siguió a Tristan hasta las caballerizas, y el hombre vio cómo su expresión cobraba vida nada más llegar. Iba de compartimento en compartimento, fijándose en todos y cada uno de los caballos. A veces entraba y les acariciaba la grupa y las patas. Les hablaba bajito en una lengua que Tristan supuso que era sioux, e identificó a los mejores animales con su ojo experto.
—Seguro que os gusta montar —aventuró él con simpatía, impresionado por lo a gusto que demostraba sentirse entre los animales y todo lo que parecía saber de ellos.
La chica se echó a reír ante el comentario.
—Sí, mucho. Tengo cinco hermanos, y solía salir a montar con ellos. A veces incluso me retaban a hacer carreras con sus amigos.
—¿Carreras de caballos?
Tristan parecía atónito. Nunca había conocido a una mujer que hiciera carreras de caballos. Claro que Wachiwi era consciente de que jamás había conocido a una sioux, aunque también en su tribu era algo inusual. Ninguna joven competía en una carrera a caballo contra un hombre, ni contra nadie, a excepción de Wachiwi. Entonces Tristan supuso que los caballos que acostumbraba a montar eran animales mansos.
—¿Os gustaría salir a montar esta tarde? —propuso.
Por lo menos así tendría algo que hacer. La trataba como a una huésped de honor, y lo cierto es que lo era. Había recorrido un largo camino desde Nueva Orleans para casarse con su hermano, y ahora no tenía nada que hacer ni motivo alguno para permanecer allí. Tristan, por su parte, tenía incluso menos motivos para dedicarle su atención. Si montar a caballo servía para pasar el tiempo y que estuviera entretenida, le parecía una opción estupenda. La mirada de Wachiwi se iluminó en el instante mismo en que él hizo la propuesta.
—Imagino que montáis a asentadillas, ¿verdad? —preguntó, y Wachiwi negó con la cabeza.
—No, nunca.
En Nueva Orleans había visto a otras mujeres que lo hacían, pero le parecía raro e incómodo, además de muy poco seguro y ridículo. De ese modo lo había expresado a Jean en su momento, y él se echó a reír y le dijo que tendría que aprender de todos modos. Era lo único de lo que le había pedido a lo que ella se había negado. Para ella montar a caballo era algo sagrado.
—¿Pues cómo queréis hacerlo? —preguntó Tristan con aire divertido. No la imaginaba montando a horcajadas como un hombre, aunque tal vez entre los sioux era tradición que las mujeres también cabalgaran de ese modo.
—No utilizo silla, solo necesito el correaje y las riendas. —Jean le había enseñado los nombres de esos objetos—. Toda la vida he montado así. —No mencionó el truco que a veces utilizaba para esconderse en el lateral del caballo.
Tristan pareció muy sorprendido ante lo que Wachiwi le pedía; no obstante, sentía una repentina curiosidad por ver qué tipo de amazona era.
—¿Nos verá alguien?
—Solo los mozos de cuadra y sus ayudantes.
—¿Puedo vestirme como quiera?
Tristan se asustó un poco ante la pregunta, pero, como quería mostrarse amable con quien había sido la prometida de su hermano, asintió.
—Me gustaría ponerme uno de mis vestidos originales para montar. No puedo cabalgar bien con todo esto.
Wachiwi echó un vistazo a la voluminosa falda, los guantes, el sombrero y los zapatos. Todo junto era demasiado farragoso y le hacía imposible montar a caballo.
—Vestíos como os plazca, querida —respondió él con amabilidad—. Después de comer, daremos un agradable paseo por las montañas. ¿Hay algún caballo en particular que os haya llamado la atención? —preguntó mientras regresaban a la mansión.
Las caballerizas estaban un poco apartadas y eran de construcción más reciente. Wachiwi le había echado el ojo a un caballo, y se lo describió a Tristan, quien pareció sorprenderse.
—Es muy peligroso. Aún no hemos terminado de domarlo. No quiero que os lastiméis.
Su hermano jamás se lo habría perdonado. Era su deber responsabilizarse de la chica, aunque no lo hiciera según la costumbre de la tribu india, donde el hermano superviviente debía casarse con la esposa del difunto, tal como había hecho Napayshni. Wachiwi no había llegado a casarse con Jean, y además en Francia no se observaba esa costumbre. Sin embargo, en cierto modo Tristan se sentía responsable de ella y todavía estaba tratando de descubrir lo que eso significaba, hasta qué punto llegaba su obligación y qué debía hacer. De momento, buscaría una forma civilizada de entretenerla y proporcionarle un hogar hasta que encontrara algún lugar al que dirigirse. Entonces cayó en la cuenta de que las circunstancias presentes podían prolongarse durante meses, o sea, que debían tratar de sacarles el máximo provecho. El presente intento consistía precisamente en eso, lo cual no significaba que fuera a permitirle que se matara a lomos de un caballo impredecible.
Tomaron el almuerzo en el enorme comedor, sentados cada cual a un extremo de una mesa infinita. La cocinera les había preparado una deliciosa sopa de pescado. Wachiwi apuró el plato y también terminó con el copioso postre a base de queso y fruta que sirvieron después. A continuación, subió a su habitación con la intención de vestirse para el paseo a caballo. Cuando regresó, Tristan mostró una gran sorpresa al verla envuelta con una manta. La llevaba puesta para cubrir el vestido de piel de wapiti adornado con púas de puercoespín y las mallas de napa que completaban la indumentaria india. Además, iba calzada con los mocasines bordados con cuentas que ella misma había confeccionado. Sentía una gran comodidad y una absoluta soltura que le permitían moverse con una gracilidad sorprendente. Al verla, Tristan sintió un ligero bochorno y rezó por que no se toparan con nadie a excepción de los mozos de cuadra. Sin embargo, mientras la seguía en dirección a las caballerizas, reparó en que caminaba con la agilidad de una bailarina, haciendo honor a su nombre. Decidió no comentar nada más de su indumentaria tras preguntarle tan solo si estaba segura de poder montar así. Ya había tratado de convencerla para que cambiara de caballo, aunque no obtuvo resultado. Notó que, cuando le insistían en algo, la chica era obstinada. Intentó hacer caso omiso de la cara de los mozos de cuadra cuando la vieron montar sin silla y con el vestido de piel de wapiti. Los ojos se les salían de las órbitas de puro asombro; sin embargo, no dijeron ni una palabra al respecto. A Wachiwi, el pelo negro azabache le caía suelto sobre la espalda. El caballo empezó a hacer cabriolas en cuanto lo montó, y Tristan observó al instante cómo la invadía un aire distinto. En cuestión de segundos, el caballo y ella formaron un todo indivisible, y el agitado animal empezó a tranquilizarse. Wachiwi lo sacó de las caballerizas con serenidad gracias a su mano experta, y Tristan la siguió montado sobre su propio caballo, al que conocía bien: un animal brioso y robusto, aunque no tan bravo, veloz ni vigoroso como el que montaba Wachiwi. La chica parecía tranquila y feliz mientras Tristan la observaba, fascinado por el control que ejercía sobre el animal. Lo había dominado sin esfuerzo.
Guardaron silencio unos minutos durante los que siguieron una senda que Tristan conocía bien y, cuando el caballo de Wachiwi volvió a empezar con las cabriolas, ella sorprendió al marqués al conceder total libertad al animal, que emprendió la marcha como un rayo. El animal era tan veloz y ella estaba tan adherida a él que al hombre le resultaba imposible seguirlos; hasta que, de pronto, mientras la observaba, se percató de lo que tenía delante: una amazona de increíble talento y más avezada que cualquiera de los hombres a quienes había visto cabalgar en toda su vida. Volaba, galopaba, saltaba los setos, pegaba el cuerpo entero al caballo y lo controlaba por completo mientras él no sabía quién lo pasaba mejor, si Wachiwi o su montura. Era la amazona más increíble que había visto jamás. Verla resultaba una gozada. Cuando por fin le dio alcance, no pudo por menos que echarse a reír. Estaba sin aliento. Y a ella se la veía radiante y plenamente a sus anchas.
—Recordadme que nunca me empeñe en enseñaros nada relacionado con la equitación. Sois una amazona impresionante. Ahora comprendo por qué vuestros hermanos apostaban por vos en las carreras. Seguro que no perdían nunca. Es una lástima que aquí no podamos hacer lo mismo.
Daba la impresión de hablar en serio. Contemplar a Wachiwi montando a caballo era poesía en movimiento. Tristan jamás había contado con semejante compañía para sus paseos a caballo, fuera hombre o mujer.
—¿Por qué no?
A Wachiwi le interesaba lo que el marqués acababa de comentar mientras regresaban poco a poco a la mansión tras cabalgar por las montañas durante dos horas. Detestaba tener que volver; y, en esa ocasión, él también.
—Porque las mujeres no participan en las carreras de caballos —se limitó a responder, y ella asintió.
—Entre mi gente tampoco. —A continuación, añadió—: Vuestro hermano era un buen jinete.
Recordaba el largo trayecto desde el poblado crow hasta Saint-Louis. De no haber sido tan rápidos, los habrían matado. Su talento y su experiencia les habían salvado la vida.
—Sí, sí que lo era —convino Tristan.
—Y vos también lo sois —alabó ella sonriéndole—. Hoy lo he pasado muy bien montando en vuestra compañía.
El hombre era mucho más circunspecto que ella, y su caballo, más lento; aun así, Wachiwi observó que también era un jinete excelente, solo que no tan atrevido como ella. Lo cierto es que pocos la igualaban en ese aspecto.
—Sí, también —admitió él sin problemas. Disfrutaba en compañía de la chica, que conversaba con naturalidad y con un discurso ingenioso—. Es muy divertido salir a montar contigo, Wachiwi —le dijo tratándola ahora con más confianza—. A lo mejor es cosa del vestido; debe de ser mágico.
—Es el que llevaba puesto cuando tu hermano y yo escapamos del poblado donde los crow me tenían esclavizada —acabó ella hablándole también de tú.
A Tristan le chocó oír eso porque se daba cuenta de lo poco que sabía de la vida de Wachiwi y de las costumbres de su gente. Lo de haber sido esclavizada parecía horripilante.
—Tu hermano me salvó. Tuvimos que cabalgar duro muchos días para poder escapar.
No le habló de la muerte de Napayshni. No era necesario.
—Debisteis de pasar mucho miedo —dijo él en un tono de sobrecogimiento, consciente de la poca información de que disponía sobre la relación de la chica con su hermano.
—Sí, mucho —respondió ella con tranquilidad—. Intenté escaparme varias veces, pero siempre me atrapaban y me devolvían al poblado.
Mostró a Tristan el lugar donde le habían atravesado el vestido con la flecha. Lo había remendado, pero seguía notándose la marca, igual que se le notaba en el hombro. Tenía una fea cicatriz en el punto en que la había alcanzado la flecha, aunque eso no se lo enseñó. Jean la conocía bien.
—Qué horror. Eres una muchacha muy valiente.
Sentía curiosidad por ella. La joven tenía muchas más virtudes de las que se captaban a primera vista. No solo era guapa, de discurso agradable y excelente a lomos de un caballo; escondía un pasado y unas capacidades de las que él no conocía nada en absoluto, aunque sospechaba que resultaban fascinantes. Parecía una niña, aunque no lo era. Quizá su hermano supiera muy bien lo que hacía, a fin de cuentas. Al ver a Wachiwi por primera vez Tristan había tenido sus dudas, ya que la consideraba tan solo una belleza exótica. Claro que le faltaba información.
—¿Tu padre era un jefe indio?
Wachiwi asintió. Tristan lo había adivinado a causa de la seguridad en sí misma, la actitud digna y la elegancia.
—Un gran jefe. Oso Blanco. Mis hermanos también serán jefes algún día. Ya son guerreros muy valientes.
Entonces se volvió hacia él con tristeza. Los echaba mucho de menos y pensaba en ellos a menudo. Se encontraban a muchísima distancia, y ahora se daba cuenta de que, en realidad, no los vería nunca más. Al planteárselo, los ojos se le arrasaron en lágrimas.
—A dos los mataron cuando me secuestraron los crow. Al resto no he vuelto a verlos. No volveré a verlos nunca. Si regreso con la tribu de mi padre, los crow les declararán la guerra porque me escapé. Me entregaron a su jefe.
—Impresionante —comentó Tristan en voz baja, mientras se preguntaba qué más se escondía en la historia de la chica aparte de ese asombroso relato y su increíble habilidad con los caballos.
Guiaron los animales al establo y, cuando desmontaron, Wachiwi siguió a Tristan de regreso a la mansión. Ya era tarde. El paseo había durado más de lo planeado, pero los dos lo habían disfrutado. El marqués estaba cansado y Wachiwi, en cambio, parecía más animada que nunca. La ruta por las montañas a galope tendido le había levantado el espíritu.
—Mañana me marcho unos días a París —anunció Tristan antes de dejarla.
—¿Irás a la corte del rey? —preguntó la muchacha con interés y en un tono parecido al que habrían empleado Matthieu o Agathe.
—Es probable. También tengo otros asuntos que atender. Cuando regrese, iremos a montar de nuevo. Tal vez puedas enseñarme alguno de tus trucos.
Wachiwi rió abiertamente ante sus palabras y se volvió hacia él para ofrecerle una sonrisa.
—Te enseñaré a montar como los sioux.
—Después de lo que he visto hoy, me parece que me gustará. Gracias, Wachiwi.
El hombre le devolvió la sonrisa y subió la escalinata hasta sus dependencias.
Mientras Wachiwi se esforzaba por recordar el camino hasta la suite donde se alojaba, oyó a los niños riendo en su habitación y, antes de regresar a la suya, se detuvo para saludarlos. Se le había olvidado que llevaba puesto el vestido de india, cosa que maravilló a los niños. Como era de esperar, la institutriz se mostró escandalizada y volvió la cabeza ante una imagen tan repugnante.
—Te he visto dando un paseo a caballo con papá —reveló Matthieu—. Os he visto por la ventana. Ibas muy deprisa.
—Sí, iba deprisa. A veces me gusta la velocidad.
—A mí no me gusta montar a caballo —interrumpió Agathe, y Wachiwi no la presionó para que cambiara de opinión. Dado su estilo de vida, no tenía nada de malo y era perfectamente comprensible.
—¿Me enseñarás a montar igual que tú? —le pidió Matthieu con aire nostálgico.
—Si tu padre te deja, sí.
No le explicó que su padre también quería aprender a montar como ella y que ya se lo había pedido. A lo mejor podía enseñarles su arte a los dos en agradecimiento por su amabilidad y su hospitalidad. No veía de qué otro modo corresponderles, y no había viajado hasta allí para no hacer nada. Había ido para convertirse en la esposa de Jean, así que, dadas las circunstancias, tenía que encontrar otra ocupación. Le resultaría divertido enseñar al marqués y a su hijo a cabalgar como los guerreros sioux, y era posible que ellos también se divirtieran.
—Pregúntaselo a tu padre. Yo estaré de acuerdo con lo que él te diga —respondió Wachiwi con prudencia, mientras la institutriz arrugaba la nariz y la fulminaba con la mirada.
En toda su vida jamás se había topado con algo tan espantoso como el vestido de Wachiwi, y tal cual se lo expresó a Agathe cuando la india se marchó.
—¡Pues a mí me gusta! —protestó la niña en un tono desafiante—. Y esas cosas azules que lleva puestas son muy bonitas. Dice que las ha teñido ella, con bayas.
Agathe estaba muy orgullosa de su nueva amiga. Resultaba muy agradable tener cerca a una persona joven, a alguien que los trataba bien en lugar de una amargada como mademoiselle.
—Qué vergüenza —exclamó la institutriz. Dio media vuelta y se dispuso a guardar los juguetes.
Una vez en su habitación, se puso a pensar en ellos mientras contemplaba el mar por la ventana. Tenía la certeza de que no se casaría nunca. Había rechazado a los pretendientes de su poblado y a Napayshni. El único hombre al que había amado y con quien había deseado casarse era Jean, y ya no estaba en el mundo. Una lágrima resbaló por su mejilla ante el pensamiento. Con todo, por lo menos tenía la oportunidad de hacer algo por su hermano y sus sobrinos durante el tiempo que permaneciera allí. No sabía qué sería de ella en el futuro, pero era consciente de que tarde o temprano tendría que marcharse. No podía quedarse a vivir allí sin Jean, eso lo tenía claro.
Wachiwi vio a Tristan partir hacia París a primera hora del día siguiente, antes del amanecer. Se había despertado temprano y estaba mirando por la ventana cuando él salió de las caballerizas a lomos de un caballo, acompañado por su ayuda de cámara y un lacayo. No se molestó en emplear la carroza al viajar solo. Matthieu le había explicado que esa noche los tres hombres se alojarían en una posada. Cabalgarían quince horas diarias durante dos días y luego se alojarían en la casa que el marqués poseía en París. El propio Tristan había explicado a Wachiwi que no le gustaba ir a París. Prefería la vida tranquila en Bretaña y tenía muchos quehaceres en la finca como para perder tiempo en visitas a la corte. Dijo que desde que su esposa había muerto iba lo menos posible, pero tampoco quería mostrarse descortés con el rey, así que se dejaba caer por allí de vez en cuando.
Wachiwi se preguntó cómo sería la corte, le costaba formarse una idea. Jean le había explicado cómo era el lugar, pero todo cuanto cabía en su imaginación eran mujeres vestidas al estilo de la prima Angélique, y solo de pensarlo se le caía el alma a los pies. Tristan lo había descrito con millones de candelabros y espejos, largas mesas en las que se celebraban festines copiosísimos, música, baile y complejas intrigas que para ella no tenían sentido. Jean le había contado que muchas personas deseaban ganarse el favor del rey y de la reina, y hacían cualquier cosa por obtenerlo.
No imaginaba a Tristan formando parte de todo aquello, y menos bailando. Le parecía un hombre muy austero, muy reservado, y tenía la impresión de que era más feliz montando a caballo o en compañía de sus hijos. No lograba imaginárselo con pantalones de raso y una peluca empolvada, y se alegraba de no tener que verlo así. Le gustaba el hombre al que había conocido en su tierra, en Bretaña.
Lo observó alejarse de la mansión con sus dos sirvientes a la zaga. Una fina lluvia empezó a caer en el momento en que desaparecían de su vista, y Wachiwi pensó en el largo viaje que les esperaba hasta París. Confiaba en que no se resfriaran ni contrajeran enfermedad alguna. La muerte de Jean la había obligado a tomar conciencia de que incluso los hombres más fuertes podían resultar frágiles. En el tiempo que llevaba allí, Tristan había empezado a inspirarle simpatía y respeto. Era el hermano mayor que ella ya no tenía y al que seguía echando de menos, y del que Jean le había hablado con gran amor y admiración. Tristan le transmitía la certeza de que podía contar con él. Sentía un gran apuro al saberse tan dependiente de su persona al faltar Jean. Por el momento, Tristan y sus hijos eran todo cuanto tenía. Rezó para que regresara sano y salvo de París, tanto por el bien de su familia como por el suyo propio.