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Nevó durante toda la noche y por la mañana había treinta centímetros más de grueso en el suelo. Se había declarado oficialmente una ventisca, lo cual brindó a Brigitte la excusa perfecta para no ir a trabajar. Tras despertarse, permaneció en la cama llorando; levantarse y vestirse se le hacía una verdadera montaña. Tenía la sensación de que la vida había terminado para ella, la tristeza y la frustración la abrumaban. Y encima había quedado como una imbécil. Sabía desde siempre que Ted quería una excavación propia, solo que nunca había comprendido hasta qué punto lo deseaba, ni que estaba dispuesto a dejarla tirada y salir corriendo en el momento en que se la concedieran. Creía que para él la relación significaba algo más, pero parecía que no era así. La había tratado como un pasatiempo, una mera distracción, hasta que su carrera tomó el rumbo que anhelaba.

Mientras tanto, ella no había hecho nada con su vida profesional y llevaba siete años anquilosada con el libro. Sintió el colmo del fracaso al leer un mensaje de texto de Ted. Solo decía «Lo siento». Probablemente hablaba con sinceridad. Ted no era mala persona, aunque tenía sus propios objetivos y ella no formaba parte del plan general, motivo por el cual le resultaba muy fácil dejarla. Ella jamás le habría hecho eso; pero también se daba cuenta de que era más ambicioso de lo que creía. Aquella excavación lo era todo para él, mientras que ella no significaba nada. Pensarlo le producía una sensación horrible.

Recibió otro mensaje de texto alrededor de las diez de la mañana. Seguía en la cama, y al leerlo se echó a llorar. Era de Amy. «¿Dónde estás? ¿En la cama, celebrándolo? ¿Os habéis prometido? ¡Cuenta, cuenta!» Por unos instantes, Brigitte no supo qué contestarle, y entonces se dio cuenta de que no le quedaba más remedio que explicárselo. Tarde o temprano tendría que hacerlo. Le respondió con otro mensaje: «No estamos prometidos. Me ha plantado. Se acabó. Le han ofrecido dirigir una excavación en Egipto y se marcha dentro de tres semanas. Anoche rompimos. Hoy no he ido a trabajar». Resultaba increíble cómo las experiencias vitales decisivas e incluso las tragedias podían reducirse a mensajes de texto. Lo había aprendido de sus alumnos, que a través de ellos mantenían amistad y comentaban todas las cuestiones más importantes.

Amy, que al leerlo estaba en su despacho, soltó un pequeño silbido. No era para nada lo que se esperaba, y sabía que Brigitte tampoco. Lo sentía muchísimo por ella. No es que Ted fuera mala persona, simplemente tenía sus prioridades, y al parecer Brigitte no contaba entre ellas a largo plazo. Él podía permitirse malgastar seis años de su vida puesto que solo tenía treinta y cinco. Sin embargo, Brigitte no. En ese momento Amy decidió llamarla, pero ella no contestó, así que le escribió otro mensaje.

«¿Puedo pasar a verte?»

La respuesta no se hizo esperar.

«No. Estoy hecha una mierda.»

«Lo siento.»

La dejó tranquila unas cuantas horas, y por la tarde estuvo llamándola con insistencia, hasta que por fin contestó. Se la oía fatal.

—Él no tiene la culpa. —Brigitte se apresuró a defenderlo—. La tonta he sido yo por no preguntarle cómo se planteaba lo nuestro. Me dijo que el compromiso no iba con él. ¿Cómo he podido pasar por alto una cosa así?

—No se lo habías preguntado —respondió Amy con sinceridad—, y los dos estabais satisfechos con cómo os iba. A lo mejor es que os daba demasiado miedo haceros la pregunta.

Sabía que los padres de Ted habían pasado por un divorcio muy amargo que había acabado por hacer polvo a la familia entera; por eso temía el matrimonio. Amy creía que acabaría venciendo su miedo, y Brigitte también. Pero ya no era necesario. El destino había intervenido ofreciéndole dirigir una excavación en Egipto.

—¿Qué piensas hacer ahora?

—No lo sé. Dedicarme a llorar un par de años. Lo echaré mucho de menos.

No obstante, incluso en su penoso estado de ánimo se había percatado de que, aunque se sentía muy triste, no había quedado tan desolada como creía. Pero ¿qué había hecho? ¿Perder seis años de su vida porque tenía miedo de asumir riesgos y contraer un compromiso? ¿Y ahora qué? ¿Y si nunca tenía hijos por culpa del tiempo que había perdido? Al pensarlo se deprimía. No quería acabar como Amy, teniendo que acudir a un banco de esperma; no lo haría. Brigitte sabía que nunca asumiría un riesgo como ese. Si tenía hijos, quería que fuera a la manera tradicional, con un marido y una familia. Si no, no los tendría. No deseaba criar niños en solitario. Había visto a su propia madre, siempre esforzándose, siempre cargando sola con todo, con las responsabilidades y los problemas, las alegrías y los disgustos, sin nadie con quien compartirlos. Ella no se sentía tan valiente como Amy o su madre, y no estaba dispuesta a afrontar sola una responsabilidad semejante. Prefería no tener hijos, y empezaba a darle la impresión de que así sería. Todo apuntaba a que esto acabaría ocurriendo. En cuestión de veinticuatro horas habían cambiado radicalmente sus perspectivas y su futuro, y no para bien. Sin embargo, a pesar de todo lo que le había tocado vivir, su madre nunca había sido una persona resentida, y Brigitte tampoco deseaba serlo. Solo le serviría para amargarse la vida.

—¿Paso a buscarte después de salir del trabajo? —se ofreció Amy—. Puedo dejar a los niños con la canguro hasta las siete, y acabaré a las cinco.

—Estoy bien. Mañana volveré al trabajo —respondió Brigitte con tristeza—. No puedo pasarme la vida llorando en la cama.

Había estado pensando si deseaba ver a Ted antes de que se marchara y resolvió que no. Solo serviría para empeorar las cosas al saber que todo había terminado y que no volvería a verlo jamás. Se sentía preparada para pasar página. Esa noche le escribió un mensaje de texto en que le decía que estaba bien, que le deseaba lo mejor y le agradecía los seis maravillosos años que habían pasado juntos. Tras enviarlo, se sintió extraña; perturbada, incluso. Seis años resumidos en un breve mensaje de texto. Se le antojaba demasiado simplista. Además, con qué rapidez habían puesto fin a esos seis años, en una sola velada. Un golpe del destino, y todo al garete.

A la mañana siguiente, cuando se dirigió al trabajo, había dejado de nevar. Las máquinas quitanieves habían despejado las calles. Hacía un frío glacial, así que se ajustó bien el cuello del abrigo. Cuando llegó a la oficina, tenía las manos heladas. Se había olvidado los guantes en casa. Tenía la sensación de haber estado ausente no un día, sino siglos enteros para llorar la pérdida de su relación con Ted. Se había puesto un viejo jersey de color gris, el que llevaba siempre que se sentía triste o disgustada. Eran momentos de consolarse con comidas agradables, prendas cómodas y todo lo que lograra aliviar el dolor que sentía. Eran momentos de tristeza y de duelo.

Llevaba media hora en el trabajo, ocupándose de las solicitudes de ingreso, cuando el director de la oficina, Greg Matson, le pidió que se reuniera con él en su despacho. Hacía tan solo un año que ocupaba ese puesto, pero hasta ahora había resultado muy agradable trabajar con él. Había llegado a la Universidad de Boston procedente del Boston College, y solía confiar en los consejos de Brigitte y en su experiencia en la política del centro. Cuando llegó, a Brigitte le había sorprendido comprobar que era más joven que ella, igual que la siguiente candidata a directora. Ninguno de los dos había servido en el departamento tanto tiempo como Brigitte, pero ella nunca había querido cargar con la responsabilidad que implicaba el puesto. Siempre se decía que le resultaría más fácil proseguir con el libro si tenía un trabajo menos exigente, y no sentía el deseo ni la necesidad de ser jefa.

Greg la invitó a tomar asiento con su habitual sonrisa campechana. Le dijo que parecía cansada y le preguntó si había estado enferma. Ella respondió que el día anterior se había resfriado. Charlaron durante un rato de la situación de las solicitudes de ingreso, y él alabó su diligencia y su excepcional desempeño. Entonces le habló del nuevo sistema informático que quedaría implantado en pocas semanas. Explicó que facilitaría la labor de todos, y que aumentaría la productividad del departamento, cosa que en la actualidad constituía una de las mayores preocupaciones, ya que el presupuesto de que disponían era más ajustado. Comentó que los principales objetivos eran ser eficientes y situarse por delante de los posibles recortes presupuestarios, y que el nuevo sistema informático constituía una gran inversión. De repente, con una sonrisa de disculpa, explicó que la implantación del nuevo sistema implicaba la reducción del personal de la oficina de admisiones. Detestaban tener que hacerle eso, sobre todo porque llevaba allí diez años. No era nada personal, insistió, pero tendrían que prescindir de ella y de seis compañeros más. Con gran generosidad, la tranquilizó diciéndole que recibiría una indemnización de seis meses de salario por todos los años de servicio prestados en la Universidad de Boston. Confiaba que eso le proporcionara el tiempo y el dinero necesarios para terminar su libro y dijo que sentía muchísimo que tuviera que marcharse. Luego se puso en pie, le estrechó la mano, la abrazó y, discretamente, la instó a abandonar el despacho y volver a su sitio. Añadió que ya se las arreglarían para terminar el proceso de admisiones sin ella y que, si lo deseaba, podía marcharse ese mismo día para empezar su nueva vida.

Al llegar a su despacho Brigitte permaneció de pie con aire pasmado. ¿Su nueva vida? ¿Qué nueva vida? ¿Qué había sucedido con la anterior? En cuestión de dos días, su novio la había plantado por una excavación en Egipto y en el trabajo que había desempeñado durante diez años la habían sustituido por un ordenador. Prescindían de ella, la eliminaban, pasaba a la historia. No había hecho nada malo, decían todos; pero tampoco había hecho nada bueno. No deseaba ser directora de la oficina de admisiones, así que se había conformado con ocupar un puesto mediocre durante diez años. Había empleado siete en escribir un libro que aún no estaba terminado. Y durante seis había salido con un hombre al que creía amar, pero que no se sentía comprometido con ella; y a ella le había parecido la mar de bien. En su afán por no complicarse la vida y no estresarse, había terminado por no ser importante para nadie, no acabar nada, no casarse y no ser madre. Había cumplido los treinta y ocho años y no tenía ni hijos, ni marido, ni fruto alguno de la última década de su vida. Resultaba un golpe tremendo para su ego, para su corazón, para su autoestima, para su confianza y para su fe en el futuro.

Fue a buscar una caja al cuarto de suministro, introdujo en ella sus cuatro pertenencias y al mediodía, tras despedirse de sus compañeros y todavía en estado de shock, se alejó por el pasillo sintiéndose mareada, incapaz de asimilar lo ocurrido. Era la sensación más rara que había tenido en la vida. Como la de una mujer sin patria, sin amor, sin ocupación. En cuestión de dos días su vida se había puesto patas arriba. La Universidad de Boston iba a compensarla con seis meses de salario. ¿Y luego qué? ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Adónde iría? No tenía ni la más remota idea.

En Boston y alrededores había más de un centenar de universidades, más que en cualquier otra ciudad de Estados Unidos, y Brigitte contaba con diez años de experiencia en admisiones. Sin embargo, ni siquiera estaba segura de querer seguir desempeñando ese trabajo. Lo había hecho porque resultaba fácil y no exigía mucha responsabilidad. Pero ¿era eso todo cuanto deseaba en la vida? ¿No afrontar responsabilidades? Se plantó en la puerta del despacho de Amy, con la caja que contenía sus pertenencias en las manos y la mirada vacía.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Amy.

No le gustaba la cara de Brigitte. Estaba tan pálida que su piel aceitunada había adoptado un tono cetrino casi fluorescente, y se preguntó qué contendría aquella caja.

—Me acaban de dar la patada. Van a implantar un nuevo sistema informático. Yo ya lo sabía. Lo que no sabía era que iba a servir para sustituirme. Seis compañeros y yo nos vamos a la calle. Perdón, creo que la forma correcta de decirlo es que han prescindido de nuestros servicios. Vaya, que nos echan, nos dan la patada. Llámalo como quieras. Menuda semana llevo.

Hablaba con serenidad, pero estaba apagadísima.

—Madre mía. —Amy abandonó de inmediato su escritorio y cogió la caja que sostenía Brigitte—. Te acompaño a casa en coche. No tengo ningún compromiso hasta dentro de dos horas.

Brigitte asintió sin protestar mientras Amy se ponía el abrigo y salía con ella del edificio cargando con la caja. Se encontraba en estado de shock y no pronunció palabra hasta que estuvieron a medio camino de su casa.

—Me siento mareada —fue todo cuanto dijo, y verdaderamente se la veía mal.

—Lo siento mucho —respondió Amy a media voz mientras aguardaban a que cambiara un semáforo.

Por la mañana Amy había recibido una llamada de Ted, que quería saber cómo iban los ánimos de Brigitte. Estaba preocupado por ella, aunque ilusionadísimo con su nuevo trabajo. Costaba no sentir pena al oírlo, y Amy aún lo lamentó más por su amiga y decidió no mencionarle la llamada de Ted. ¿De qué serviría? Total, se había quedado sin él. Y sin su trabajo. Era mucho para asimilarlo de una vez.

—A veces las cosas suceden así, Brig. Todo se va al garete al mismo tiempo. Has tenido muy mala suerte, la verdad, y el momento es de lo más inoportuno.

—Sí, ya lo sé —dijo Brigitte con un hilo de voz, suspirando—. Es culpa mía. Siempre escojo el camino fácil. Estoy tan preocupada por capear el temporal sin arriesgarme que termino hundiéndome con el barco. Nunca he tenido agallas para hacer lo que está haciendo Ted. Nunca he optado a ser directora de la oficina de admisiones. Nunca me he esforzado por acabar el libro cuanto antes. Quiero pasar desapercibida. Y mírame ahora. No tengo trabajo, ni pareja, ni hijos; tal vez no los tenga nunca. Eso sí, habré escrito un libro que con suerte llegará a manos de una decena de eruditos, bien sea para leerlo o para utilizarlo de tope de puerta, si es que algún día consigo acabarlo.

Se volvió hacia Amy con un brillo de lágrimas en los ojos.

—¿Qué narices voy a hacer con mi vida?

Eran momentos duros para Brigitte; momentos de hacer balance y asumir los errores cometidos. Había pagado un alto precio por ellos en los últimos dos días.

—Ni siquiera le pregunté a Ted si querría casarse conmigo algún día. Daba por sentado que lo haría. Resultaba más fácil así. Y la respuesta habría sido que no. Habría sido mejor oírla entonces que descubrirlo ahora. Tengo la sensación de que la vida me ha pasado de largo, y el daño me lo he hecho yo a mí misma.

Era cierto, pero Amy no quería hurgar más en la herida, que ya era bastante profunda. Había perdido la pareja y el trabajo. En tan solo dos días. Menudo golpe.

—No te fustigues. El pasado es imposible de cambiar. Hay tropecientas universidades cerca de aquí, puedes conseguir otro empleo en una oficina de admisiones si quieres. También podrías dar clases, tienes la titulación necesaria. —Sin embargo, sabía que Brigitte nunca había querido dar clases. No quería asumir el compromiso—. Tienes una excelente trayectoria. Si te dedicas a enviar el currículum, seguro que te sale algún trabajo.

—Todo el mundo anda con recortes. No sé qué hacer. A lo mejor debería intentar acabar el libro.

Amy asintió. Por lo menos eso la mantendría ocupada y evitaría que se desanimara en exceso hasta que empezaran a curar las heridas. Algo tenía que hacer para superar ese momento. En vez de culpar a Ted, Brigitte se culpaba más bien a sí misma. Amy creía que era culpa de los dos; de Ted por lo que había hecho, y de Brigitte por lo que había dejado de hacer.

—Igual podrías marcharte del país un tiempo, cambiar de aires —propuso Amy en un tono amable, con la intención de subirle la moral.

—¿Y adónde voy a ir yo sola? —Brigitte lloraba al preguntarlo. Viajar sin compañía se le antojaba de lo más horrible.

—Podrías ir a muchos sitios. A Hawái, al Caribe, a Florida. A tumbarte en alguna playa.

—Sola no tiene gracia. A lo mejor debería ir a Nueva York, a visitar a mi madre. No nos hemos visto desde Navidad. Ya verás cuando le diga que Ted me ha dejado y que me he quedado sin trabajo.

Su madre tenía una gran confianza en ella, y en esos momentos se sentía una auténtica fracasada.

—No sé si es muy buena idea ahora mismo. Creo que te sentaría mejor la playa.

—Sí, puede ser —respondió Brigitte con poco convencimiento.

Entraron en el piso de Brigitte con sus pertenencias, y entonces esta se volvió hacia su amiga con expresión preocupada.

—Si te llama Ted, no le cuentes que me han despedido. No quiero que me compadezca. Es tan patético... Me siento una fracasada total.

A él lo habían ascendido, y en cambio a ella la habían echado. Brigitte se sentiría humillada si él llegaba a enterarse.

—No eres ninguna fracasada. Además, ya me ha llamado esta mañana. Quería saber cómo estás. Creo que está preocupado por ti.

—Pues dile que estoy bien. No habrá cambiado de idea sobre la excavación, ¿verdad? —preguntó con aire esperanzado, y Amy negó con la cabeza.

Iba a marcharse, tal como tenía planeado, solo que estaba preocupado por ella aunque no lo suficiente para invitarla a que lo acompañara o renunciar al viaje. La relación había tocado a su fin. Amy estaba convencida, y Brigitte también.

Permanecieron un rato en la sala de estar de Brigitte, y luego Amy tuvo que volver al trabajo. Propuso a su amiga que fuera a pasar el fin de semana a su casa, pero Brigitte respondió que intentaría adelantar el libro. El resto de la tarde se limitó a quedarse sentada, con la mirada perdida, tratando de asimilar todo lo que le había ocurrido. Estaba sin novio y sin trabajo. Eran demasiadas cosas que aceptar de golpe.

El sábado la llamó su madre y, tras pensárselo un minuto entero, descolgó el teléfono. Ted no le había telefoneado ni le había enviado ningún mensaje desde el día siguiente a la cena de San Valentín. Estaba más que preparado para dejar correr la relación con ella y cortar la comunicación. Era más fácil eso que enfrentarse a su pésimo estado de ánimo. Ted detestaba a las lloricas. Siempre decía que le recordaban a su madre. Era alérgico a todo sentimiento de culpa y cargo de conciencia, y a la sensación de ser el malo de la película. Por eso se quitaba de en medio y punto. Brigitte lo consideraba una actitud cobarde.

Su madre se quedó de piedra al oír la voz de su hija.

—Se te oye fatal. ¿Estás enferma? —Se preocupó al instante. Brigitte era su única hija.

—No... Sí... Bueno, más o menos. No me encuentro muy bien.

—¿Qué tienes, cariño? ¿Es la gripe o solo un resfriado?

De hecho, no era ninguna de las dos cosas. Le dolía el corazón.

—Un poco de todo —respondió Brigitte con vaguedad, preguntándose cómo explicarle a su madre lo sucedido durante la semana. No era capaz de expresarlo con palabras.

—¿Cómo está Ted? ¿Alguna novedad?

La madre de Brigitte siempre parecía esperar que en cualquier momento él fuera a proponerle matrimonio; no comprendía por qué no lo había hecho ya. Brigitte detestaba tener que admitir ante ella el caos al que se había reducido su vida en esos momentos y llorarle al respecto. Su madre siempre se mostraba muy fuerte, positiva y cargada de energía. La admiraba muchísimo; siempre lo había hecho, desde niña.

Brigitte decidió hacer de tripas corazón y empezar por explicarle lo de Ted.

—Mira, justo esta semana le han dado una gran noticia. Sobre todo para él. Le han propuesto dirigir una excavación en Egipto y se marcha dentro de tres semanas.

Al otro lado del hilo telefónico se hizo el silencio.

—¿Y eso a ti en qué lugar te deja? ¿Te vas a Egipto con él? —Su madre formuló la pregunta con voz preocupada. Ya le resultaba bastante difícil que su única hija viviera en Boston. Egipto, directamente, quedaba fuera de su mapa.

—No, no me voy. Es la oportunidad que Ted siempre ha estado esperando y pasará mucho tiempo allí; por lo menos tres años, puede que incluso cinco. O, quién sabe, si hace un buen trabajo, igual tarda diez años en volver. Es decir que, básicamente, sus planes no me incluyen a mí.

Trataba de aparentar una serenidad y una actitud filosófica que no se correspondían del todo con la realidad.

—¿Tú lo sabías? —La mujer parecía descontenta e impactada.

—Más o menos. Sabía que eso era lo que él deseaba, aunque supongo que no creía que acabara sucediendo de verdad. Pero sí. Y las cosas están yendo muy deprisa, así que hemos decidido dejar la relación esta misma semana y pasar página. Necesita estar libre para lanzarse a por su sueño.

Brigitte intentaba parecer positiva, aunque en realidad veía las cosas muy negras; estaba sumida en un pozo de dolor y autocompasión.

—¿Y qué pasa con tus sueños? Llevas seis años saliendo con Ted.

La madre de Brigitte hablaba con severidad. No estaba enfadada con su hija, sino con Ted. El problema era que Brigitte nunca había prestado atención a sus sueños; no los había expresado ante Ted ni tampoco ante sí misma. De modo que ahora él veía cumplidos sus deseos mientras que ella no tenía ninguno.

—Es bastante egoísta por su parte irse y centrarse solo en lo suyo —le espetó su madre. Se la oía contrariada; defendía a su hija.

—Es lo que ha querido desde que entró a trabajar en la Universidad de Boston, mamá. No puedo echarle la culpa. Lo que pasa es que, no sé cómo, a mí se me había olvidado. Además, las cosas son como son y punto.

Entonces tragó saliva y decidió explicarle el resto.

—De hecho, está siendo una semana de locos. Ayer me despidieron del trabajo; van a sustituirme por un ordenador.

—¿Que te han echado? —Su madre no dada crédito.

—Sí, eso es; con una indemnización de seis meses, o sea, que económicamente no supone un problema. Más bien ha sido el impacto de la noticia. Sabía que iban a implantar un nuevo sistema informático, lo que no sabía era que por eso prescindirían de mí. Ya ves, todo el mundo se me quita de encima, tanto Ted como la universidad. A lo mejor así resulta más fácil.

—¿A quién le resulta más fácil? —Su madre estaba furiosa por ella—. A ti seguro que no. Después de estar seis años con Ted, él te deja tirada y se marcha a Egipto tan contento, y después de trabajar diez en la Universidad de Boston, cogen y te dan la patada. Me parece de lo más desconsiderado por ambas partes. ¿Quieres que vaya a hacerte compañía?

Brigitte sonrió ante la pregunta. Se sentía fracasada, pero era gratificante contar con el apoyo de su madre. Aunque la mujer no se mordía la lengua ni se apeaba del burro, le tenía devoción, era buena y amable y se ponía de parte de su hija en todo momento.

—Estoy bien, mamá. Me centraré en el libro, a ver qué tal me va. Puede que sea la gran oportunidad para terminarlo sin más dilación. Ahora mismo, no hay ninguna otra cosa que me apetezca hacer.

Además estaba matriculada de una asignatura del doctorado ese semestre, pero después de todo lo ocurrido se estaba planteando dejarla y tomarse ese tiempo libre. No se encontraba de humor para estudiar ni presentar trabajos. Bastante tendría con el libro, dado su poco ánimo.

—¿Por qué no vienes a verme a Nueva York? —Su madre estaba muy preocupada por ella.

—No pinto nada ahí, mamá.

Brigitte se había marchado de Nueva York al terminar el instituto, y muchos de sus amigos vivían fuera.

—Quiero enviar el currículum a unas cuantas universidades de por aquí, a ver qué clase de trabajo me ofrecen. Seis meses pasan bastante deprisa. En otoño podría empezar a trabajar en otro sitio. De momento, me dedicaré al libro.

Su madre no parecía convencida y le preocupaba Brigitte.

—Siento mucho que te haya pasado todo eso, Brigitte; sobre todo lo de Ted. Siempre encontrarás otro trabajo, pero habías apostado mucho por esa relación. A tu edad no es fácil encontrar pareja y, si quieres tener hijos, no puedes perder tiempo.

—¿Y qué me sugieres? ¿Me dedico a repartir panfletos o a colgar carteles? ¿O es mejor un anuncio de página entera en el periódico? La culpa también es mía, mamá. Nunca le había planteado a Ted lo de casarnos o tener hijos. No quería hacerlo. Yo tampoco estaba preparada; pensaba que tenía mucho tiempo por delante. Y di por sentado que lo nuestro iba en serio. Pues bien, no iba tan en serio como creía. De hecho, no iba nada en serio. Él ni siquiera tiene claro que algún día quiera casarse y tener hijos. Supongo que pasé por alto las señales y nunca se lo pregunté directamente; no tan en serio como tendría que haberlo hecho. Y esto es lo que he recibido a cambio. Puede que nunca consiga tener hijos.

Sintió una gran tristeza al expresarlo en voz alta, y su madre estaba muy apenada por ella.

—Él tendría que haber sido más directo y decirte cuáles eran sus planes en vez de hacerte perder el tiempo.

—Puede ser. Yo creía que no había prisa. Tampoco estaba preparada para adquirir compromisos.

Ninguna de las dos lo dijo, pero ambas sabían que tal vez ya fuera demasiado tarde. A sus treinta y ocho años, Brigitte se había aferrado a la falsa ilusión de ser todavía joven. Hasta ese momento. De repente, todo su mundo se había venido abajo, tanto en el terreno profesional como en el personal.

—Las chicas modernas pensáis que tenéis toda la vida para casaros y quedaros embarazadas. Hoy día se es madre primeriza a los cuarenta y cinco o los cincuenta años, gracias a un montón de ayuda médica de lo más peligrosa. La gente ya no se casa. Las mujeres tienen hijos a los sesenta años, con todo tipo de intervención clínica. Las cosas no son tan fáciles como creéis, y a veces toda esa propaganda tecnológica causa un efecto bumerán y hace que a las mujeres les parezca que disponen de un margen falso. El reloj biológico avanza al mismo ritmo de siempre, da igual lo que el hombre haya inventado para intentar engañarlo. Espero que la siguiente relación te la tomes más en serio, ya no puedes permitirte perder tiempo.

Eran palabras muy severas y resultaba duro oírlas, pero Brigitte sabía que su madre llevaba razón.

—Con Ted iba en serio —dijo con un hilo de voz.

—No ibas todo lo en serio que hacía falta, ni él tampoco. Los dos creíais que seguíais siendo unos niños.

Brigitte sabía que su madre también tenía razón en eso. Solía tenerla. Vivir tal como lo había hecho le había resultado muy fácil, pero ahora todo le explotaba en la cara a la vez.

—Él se va a Egipto y tú te quedas sola. Es muy triste. —La compadecía; tenía que resultarle espantoso.

—Sí, es muy triste. Pero a lo mejor es mi destino. A lo mejor, por lo que sea, no teníamos que acabar juntos.

Brigitte trataba de tomárselo con filosofía.

—Ojalá te hubiera dejado las cosas claras de antemano.

—Sí, ojalá.

Sin embargo, Brigitte reconocía que a los dos les había dado pereza implicarse sentimentalmente, se habían comportado con displicencia e inmadurez. Eran adultos, no niños.

—Avísame si te apetece venir unos días. Siempre tienes tu dormitorio disponible, y me encanta que estemos juntas. Por cierto, he hecho muchos progresos con el árbol genealógico. Me gustaría enseñarte mis últimos descubrimientos. Si te cansas de trabajar en el libro, podrías echarme una mano con esto.

A Brigitte no se le ocurría nada que le apeteciera menos en esos momentos. La historia de la familia materna, desde la Francia de la Edad Oscura, siempre le había resultado más interesante a su madre que a Brigitte, aunque esta admiraba el trabajo tan minucioso que la mujer estaba llevando a cabo. Había constituido su hobby y su pasión durante años. Siempre había querido dejarle a su hija el legado de la genealogía familiar. Brigitte, en cambio, prefería las historias que encerraban misterio, y sus antepasados se le antojaban demasiado corrientes y anodinos.

A última hora de esa misma tarde, Brigitte fue a ver a Amy y a sus hijos, y el domingo retomó el trabajo del libro. Y por primera vez todo el material compilado y la cuestión del sufragio femenino se le antojó yerma y tediosa. Ya no le parecía tan importante como lo había sido hasta entonces. Todo lo relativo a su vida se le antojaba gris y mediocre, sin sentido. Al no contar con Ted ni con el empleo, incluso detestaba el libro. Le daba la sensación de haber llegado a un callejón sin salida en todos los aspectos de su vida. ¿Qué sentido tenía?

El martes, lo que redactó la tenía sumida en el más puro aburrimiento. Y no había recibido noticias de Ted desde la semana anterior. Siguió esforzándose con el libro, pero el fin de semana siguiente le entraron muchas ganas de ponerse a gritar de desesperación y se planteó arrojarlo todo a la basura. Así no iba a llegar a ninguna parte. Estaba demasiado triste por haber cortado la relación con Ted y haber perdido el trabajo. Había enviado el currículum a otras universidades, pero era demasiado pronto para obtener respuesta. Se dio cuenta de que esa vez, si le ofrecían otro trabajo, tendría que ser capaz de asumir más responsabilidades que antes.

Su poca predisposición para afrontar retos mayores la había convertido en alguien sustituible por un ordenador y ya la había dejado sin empleo en una ocasión. De todos modos, no esperaba recibir noticias de ninguna universidad hasta pasado un tiempo.

Tras dedicarse una semana más a batallar con el libro, la cosa se atascó del todo. No tenía nada más que decir ni fuerzas para decirlo, y el tema le merecía poquísimo interés. Estaba bloqueada. Empezaba a pensar en la propuesta que le había hecho Amy de marcharse a la playa, solo para alejarse un tiempo. Volvía a nevar y en Boston todo la deprimía. Detestaba saber que Ted estaba dispuesto a marcharse; y, de pronto, en cuestión de diez días, la había invadido la sensación de que ya no tenía vida. Sin trabajo y sin pareja, le parecía que no había gran cosa que la retuviera en Boston actualmente, y de improviso decidió viajar a Nueva York. Necesitaba descansar de todo aquello. Su madre se mostró encantada cuando le telefoneó desde el aeropuerto de Boston.

Brigitte miró por la ventanilla durante el breve vuelo interno. Se sentía un poco infantil por lo que estaba haciendo, pero, tal como tenía la vida, patas arriba, sentaba bien regresar a casa. Sabía que debería empezar de cero, pero de momento no tenía ni idea de por dónde hacerlo, y pasar unos días en Nueva York le haría bien. Su madre le sugirió que enviara el currículum a la Universidad de Nueva York y también a la de Columbia. Sin embargo, Brigitte no deseaba afincarse otra vez en Nueva York. Llovía y, cuando el avión tomó tierra, no tenía ni idea de qué rumbo tomaría su vida. Quería pasar unos días con su madre en el piso cómodo y acogedor en que se había criado. Después pensaba volver a Boston, aunque no tenía ni idea de qué acabaría haciendo. Todo cuanto sabía, tras los últimos cambios en su vida, era que deseaba que las cosas fueran distintas. Aferrarse a la ley del mínimo esfuerzo ya no la satisfacía.