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Brigitte

 

 

Marc y Brigitte salieron de París una soleada mañana de abril en dirección a Bretaña. Viajaban en el coche de Marc, un vehículo ridículamente diminuto que arrancó carcajadas a Brigitte. Nunca había visto ninguno tan pequeño, aunque resultaba normal al vivir en París. No le hizo tanta gracia tener que viajar en él por autopista, pero Marc afirmó que era seguro. A ella le parecía un coche de juguete; su pequeña bolsa de viaje ocupaba casi todo el asiento de atrás. La de Marc, más pequeña todavía, llenaba el maletero.

Avanzaron a una velocidad razonable durante varias horas, y Marc aprovechó el trayecto para hablar de su nueva novela. Estaba muy enfrascado en los entresijos de la relación entre Napoleón y Josefina y los sutiles efectos que había tenido en la política de Francia, lo cual fascinó a Brigitte. Ella sonrió mientras lo escuchaba. Tenía una forma muy francesa de explicarse y de analizar las cosas. Le apasionaba la política, pero la relación amorosa de dos personajes históricos también le parecía de crucial importancia. A Brigitte le gustó mucho la combinación de los aspectos emocional y analítico, de la trama histórica y la política. Estaba segura de que resultaría un buen libro. Marc era brillante, un erudito.

—Tu novela sobre la joven india también será muy buena, cuando te decidas a escribirla —dijo él con una sonrisa de complicidad.

Tenía una expresión inteligente y amable, y se le iluminaban los ojos cuando hablaba con Brigitte. Había muchas cosas de él que le gustaban. Lástima que la distancia geográfica convirtiera en desaconsejable cualquier relación más allá de la amistad; sobre todo para ella.

—¿Qué te hace pensar que acabaré escribiéndola? —preguntó Brigitte. Le parecía curioso que estuviera tan seguro.

—Es imposible que no lo hagas. Con todo lo que sabes, lo que has descubierto y lo que puedes leer entre líneas, ¿cómo podrías resistir la tentación de explicar una historia semejante? Contiene acción, aventura, misterio, datos históricos y trama amorosa. Además, piensa en qué época vivieron, en los tiempos de la esclavitud en Norteamérica, en los últimos años antes de la Revolución en Francia. ¿Y qué les ocurrió después? ¿Perdió Tristan la mansión? ¿Fue un insurgente contrarrevolucionario? ¿Qué les pasó a sus hijos? Y el componente indio aún hace que todo resulte más fascinante. Desde el punto de vista de la trama romántica, Wachiwi llegó a Francia para casarse con un hermano y acabó haciéndolo con el otro. Por otra parte, ¿cómo escapó de los crow? ¿Fue ella quien mató a su raptor? ¿Era una mujer peligrosa o una chiquilla inocente? Tienes material suficiente para diez libros, no solo para uno.

Lo dijo casi con envidia y una mirada nostálgica.

—A lo mejor deberías escribirlo tú —propuso Brigitte en serio.

Él se apresuró a negar con la cabeza.

—Es tu historia, no la mía. Los escritores no somos muy respetuosos, pero en este caso lo seré. Hasta los ladrones tienen sus reglas —soltó, y se echó a reír al mirarla, aunque luego se puso serio de nuevo—. De verdad espero que escribas ese libro, Brigitte.

Siempre pronunciaba su nombre con acento francés, y a ella le gustaba.

—Creo que deberías plantearte volver a Francia para investigar más y quedarte un par de años para escribir la novela. —Entonces, con gesto elocuente, añadió—: Me gustaría mucho. Si quieres, podría ayudarte.

—Ya me has ayudado —respondió ella con sinceridad—. Nunca habría encontrado los anales de la corte sin tu ayuda. Y sin ellos no sabría todo lo que sé. Nunca habría descubierto que fue el hermano menor del marqués quien trajo a Wachiwi hasta aquí y que murió a medio camino. Creía que el hecho de conocer al marqués y casarse con él había sido un golpe de suerte, pero la historia real es mucho más interesante y compleja.

En ese sentido, Brigitte tenía que darle la razón; resultaría un relato muy interesante. Contenía algo más que la mera historia de su familia, era un documento que reflejaba hechos de la época de ambos países, Estados Unidos y Francia.

—Por eso tienes que escribir esa novela. No pararé hasta que me hagas caso. Además, me interesa especialmente por una cosa.

—¿Y qué cosa es esa?

Brigitte lo estaba provocando, y disfrutaba haciéndolo. Apenas se conocían; aun así, sentía una completa confianza con él. Se preguntó si Wachiwi se habría sentido del mismo modo con el marqués, o si la relación la abrumaba. Marc no tenía nada de abrumador. Al contrario, en su compañía se sentía relajada y actuaba con naturalidad. Además, mantenían conversaciones muy agradables sobre temas variados.

—Lo que más me interesa es que vuelvas a París y te quedes un tiempo —confesó—. Cuesta mucho mantener una relación a distancia, no me gusta. Al final, siempre acabas dejándolo. A mí Boston me gusta, pero ya he vivido allí, y soy demasiado mayor para estudiar o incluso para dedicarme a la carrera académica; y más aún para estar viajando de acá para allá cada pocas semanas. Cansa mucho, y tengo que escribir, igual que tú, así que tampoco podrás estar viajando a París cada dos por tres.

Hablaba como si ambos estuvieran de acuerdo en mantener una relación seria, pero a Brigitte le parecía un poco pronto.

—Creía que éramos solo amigos —repuso con toda tranquilidad.

—¿Eso es todo lo que quieres? —preguntó Marc de forma abierta, y apartó la vista de la carretera para mirarla porque, por suerte, había poco tráfico.

—No sé lo que quiero —respondió ella con sinceridad—. Puede que de momento sí. Tienes razón, las relaciones a distancia no funcionan, por eso mi novio y yo lo hemos dejado.

—¿Lo echas de menos? —preguntó Marc, que tenía curiosidad por conocer los sentimientos de Brigitte. Ya le había formulado antes esa pregunta, y esta vez ella lo pensó antes de contestar.

—A veces. Echo de menos tener cerca a alguien de confianza. No sé muy bien hasta qué punto siento su ausencia, seguramente lo averiguaré cuando vuelva a Boston.

—Entonces no es a él a quien echas de menos. Lo que notas es la ausencia de un novio. Si lo echaras en falta a él, a su persona, también te pasaría aquí.

Brigitte reflexionó unos instantes y se dio cuenta de que Marc tenía razón. Lo raro era que, después de seis años compartiendo veladas, fines de semana, cenas y conversaciones telefónicas diarias, no añorara más a Ted. Echaba en falta poder explicarle cosas, como lo que había descubierto sobre Wachiwi, pero no sentía la nostalgia de una mujer que ha perdido al amor de su vida, porque Ted no era eso. La relación le resultaba cómoda y Brigitte sentía demasiada pereza para esforzarse en buscar algo más. Le pareció una revelación tremenda sobre su propia persona, y la compartió con Marc, quien resultó más benévolo al respecto que ella misma.

Brigitte había dado muchas vueltas a la relación con Ted desde que rompieron. No era lo bastante sólida para justificar los seis años que habían pasado juntos, puesto que no habían proyectado un futuro en común. Ella había dado por supuesto que lo habría. Se había comportado de forma muy estúpida; y qué fácil le había resultado. Mucho más fácil que afrontar las carencias. La cuestión es que tenía treinta y ocho años y se encontraba sin novio, sin planes de futuro y sin hijos. Ni siquiera tenía trabajo; también eso había supuesto que sería para siempre. Con todo, lo peor era que ninguna de las dos cosas, ni su novio ni el trabajo, la hacían vibrar. Se había instalado en la ley del mínimo esfuerzo, la mediocridad y la falta de pasión. Aún peor, se daba cuenta de que llevaba una década entera sin sincerarse consigo misma y sin exigirse absolutamente nada. Se había acomodado, cosa que no deseaba que volviera a ocurrir. Aunque tampoco quería precipitarse a emprender algo para lo que no estaba preparada o a lo que no le veía sentido. Como una relación a distancia entre París y Boston, por ejemplo. Lo bueno era que, al parecer, Marc tampoco lo deseaba, así que tendrían que contentarse con ser amigos.

—¿Y tú? —le preguntó a su vez—. ¿Echas de menos a tu chica?

—Ya no —respondió él de nuevo con sinceridad—. Al principio sí que sentía nostalgia. La relación no nos iba mal, pero no bastaba. Nunca volveré a cometer el mismo error. Prefiero estar solo que conformarme con tan poca cosa. —Entonces sonrió, y a Brigitte le recordó al típico francés—. O estar contigo.

Parecía un hombre encantador y le había hecho un favor tremendo. Sin embargo, todavía era pronto para saber si hablaba con sinceridad. Tal vez solo actuara de ese modo por su actitud desenvuelta. Aun así, resultaba agradable oírlo, por lo que Brigitte decidió tomárselo como un mero coqueteo y nada más.

Prosiguieron el camino en silencio un rato. Luego pararon para comer en un local pintoresco que Marc conocía en Fougères. Le explicó a Brigitte detalles de la región que visitaban y de su historia. Tenía conocimientos sobre muchos temas: literatura, historia y política. Era un hombre inteligente, y se alegraba de haberlo conocido. Su ayuda resultaba inestimable para el tema que Brigitte estaba investigando; su madre se pondría a dar saltos de alegría cuando le explicara todo lo que había descubierto. Tenía la impresión de que el tema daba para mucho más de lo que al principio se habían propuesto; lo que sabía superaba en mucho a una mera lista de antepasados, con sus fechas de nacimiento y defunción. Wachiwi se había convertido en una especie de hermana para ella, un símbolo de valentía y libertad, una fuente de inspiración, una amiga del alma.

—Háblame de los chuanes —le pidió Brigitte mientras terminaban de comer.

Marc se había referido a ellos varias veces, y ella sabía que el término designaba a los insurgentes monárquicos durante el período que siguió a la Revolución francesa. Sin embargo, no sabía mucho más, mientras que él sí.

—Tienes que leer la obra que escribió Balzac sobre el tema —propuso con intención de resultar útil—. Los chuanes fueron nobles y partidarios de la monarquía que no cedieron ante los revolucionarios. En París es raro que alguno se salvara de la guillotina. Perdieron todo lo que poseían, casas, mansiones, tierras, dinero y joyas, además de la vida, a excepción de aquellos que lograron escapar; pero pocos lo hicieron. Los revolucionarios clamaban venganza tras los años de opresión y desigualdad; querían ver muertos a los soberanos, los nobles y los aristócratas, e hicieron realidad su sueño. El centro neurálgico era París. En los puntos más alejados, sobre todo en la región llamada Vandea y en Bretaña, donde vivieron tus antepasados, la batalla no fue tan cruenta, y los insurgentes tenían más fuerza. La mayoría se negaron a entregar sus mansiones y midieron sus armas. Todos aquellos que resistieron son los llamados «chuanes», y también los «vandeanos», aunque el centro de la resistencia fue Bretaña. Muchos consiguieron conservar sus mansiones, aunque algunas quedaron muy dañadas al incendiarlas los revolucionarios. Con todo, en Bretaña no fueron tantos los aristócratas masacrados. Los revolucionarios no contaban con las mismas fuerzas que en París, así que los monárquicos los mantuvieron a raya. A muchos los mataron y algunas mansiones fueron destrozadas, pero también hubo muchos que sobrevivieron. Sería interesante saber qué tal le fue a tu marqués cuando el conflicto alcanzó Bretaña. Tal vez lo obligaran a abandonar la mansión. Lo que está claro es que no la destrozaron por completo, puesto que todavía existe y se ofrecen visitas turísticas, a menos que solo quedaran en pie las paredes. Muchas de las mansiones que fueron incendiadas no han vuelto a reconstruirse. Es una verdadera lástima.

A continuación, sin que nadie se lo pidiera, añadió información sobre el tema.

—Muchos culparon a María Antonieta por los excesos cometidos en la época y el camino por el que guió al rey. No puede considerársela la única responsable, claro, pero los nobles y los partidarios de la monarquía crearon sin duda una situación muy trágica para los pobres, y no parecía importarles. La cuestión es que lo pagaron con creces. Los chuanes fueron los únicos que consiguieron resistirse, además de sus vecinos de Vandea. La simple diferencia con los parisinos fue que a ellos los revolucionarios no los superaron en número. Les fue de perlas la distancia con la capital. En Bretaña estaban a salvo; bueno, todo lo que podían estar durante la Revolución.

Brigitte se sorprendió al pensar que apenas habían transcurrido doscientos años desde entonces; no parecía tantísimo tiempo. Napoleón llegó justo después. La monarquía quedó sustituida por el imperialismo, cosa que no resultó mucho mejor. Napoleón cometió también excesos a su manera.

—Me parece fascinante el papel que jugaron las mujeres en todo aquello. María Antonieta antes de la Revolución y Josefina después. Es perfecto para mis estudios sobre la mujer y las cuestiones de género. Algún día tendría que escribir un artículo sobre eso —comentó Brigitte con aire pensativo. Le gustaba la idea.

—Y no subestimes a las cortesanas. También eran muy poderosas. Es tremendo cuántos intríngulis y manipulaciones tenían lugar en la corte, y en algunos casos todo el poder y la clave de las cuestiones estaba en manos de las mujeres. Los hombres siempre están a punto para saltar al campo de batalla, pero las mujeres son mucho más listas y pueden resultar de lo más peligrosas.

—Qué bonito libro vas a escribir —comentó Brigitte sonriendo—. Y pensar que llevo siete años investigando sobre el derecho al voto de la mujer creyendo que era un tema interesante... No lo es en absoluto, comparado con todo eso.

Claro que los franceses tenían un arte particular para las tramas intrincadas, y cuando se lo dijo a Marc él no lo negó.

—Por eso nuestra historia es tan interesante. Las cosas nunca son lo que parecen. Todos los componentes importantes están ocultos, y tienes que investigar para descubrir lo que ocurrió en realidad. —Claro que eso también sucedía con la historia de Wachiwi que Brigitte había desenterrado—. ¿Qué sientes al pensar que hay una india entre tus antepasados? —preguntó Marc. Tenía curiosidad por saberlo.

—Me gusta —se limitó a responder ella—. Al principio pensaba que a mi madre le molestaría, ya que se da mucho tono con lo de nuestros antepasados aristócratas y es muy elitista. No tenía claro que el hecho de llevar sangre sioux, aunque solo sean unas gotas, le hiciera mucha gracia. Pero parece que a ella también le gusta. A mí me encanta la idea de llevar algo más de exotismo en los genes que el que pueda proporcionar un puñado de aristócratas franceses con todos sus títulos nobiliarios, sin ofender a nadie —apostilló mirándolo con aire de disculpa por el comentario.

Marc se echó a reír ante eso.

—No te preocupes, yo no soy de abolengo ilustre. Todos mis antepasados eran campesinos.

—Fueran lo que fuesen, tuvieron mucho valor, a juzgar por la novela sobre tus padres y tus abuelos.

—Creo que nuestra naturaleza nos dicta que naveguemos a contracorriente; es también algo muy típico de los franceses, nunca hacemos lo que se supone que debemos hacer. Resulta mucho más divertido montar una revolución o formar parte de la resistencia. Tenemos espíritu de contradicción, y tampoco entre nosotros nos ponemos de acuerdo. Por eso nos encanta hablar de política, para poder mostrar nuestro desacuerdo con el primero que se nos pone delante.

En los cafés tenían lugar continuos y acalorados debates, igual que en las universidades, sobre temas importantes. Era una de las cosas que a Brigitte siempre le habían gustado de Francia.

Charlaron durante todo el camino hasta Saint-Malo. Cuando llegaron a la mansión era demasiado tarde para visitarla. Tras registrarse en el hotel en el que Marc había reservado las habitaciones, estuvieron paseando por el puerto. La población tenía un bello casco antiguo. Marc explicó a Brigitte que mucho tiempo atrás había sido un puerto ballenero, y la mantuvo distraída contándole más historias sobre la región.

Se detuvieron para comprarse sendos helados y se sentaron a comerlos en un banco con vistas al mar.

—¿Te imaginas el tamaño del barco en el que Wachiwi viajó hasta aquí?

Brigitte planteó la pregunta con aire soñador. Qué muchacha tan valiente debió de ser. Y encima el hombre al que amaba y con quien viajaba murió durante la travesía. Debió de resultarle una experiencia horripilante.

—No quiero ni pensarlo —respondió Marc—. Me pongo enfermo.

Terminó el helado y regresaron paseando al hotel. Tenían cada uno un dormitorio en el que apenas cabía la cama y compartían el cuarto de baño. Aunque era barato, cada cual pagaba su parte. Marc se había ofrecido a pagar por los dos, pero Brigitte no se lo permitió. Él se había desplazado hasta allí para ayudarla con la investigación y no había razón para que costeara el alojamiento. Además, no quería sentirse en deuda con él.

Cenaron en un restaurante especializado en pescados, puesto que en el hotel no servían comida. Lo encontraron todo delicioso, y Marc pidió una botella de un vino excelente y nada caro. La velada resultó animada e interesante. Brigitte siempre lo pasaba bien en su compañía. Era muy culto y sabía mucho sobre historia, arte y literatura. La tenía asombradísima su capacidad para recordar hechos históricos y fechas; era más conocedor de muchos aspectos de la historia de Estados Unidos que la propia Brigitte. Y también estaba bien informado sobre la política de allí. Era muy brillante sin rayar en la pedantería, cosa poco habitual. Muchos de los profesores de universidad que Brigitte había conocido en su trayectoria académica estaban desconectados del mundo real a pesar de creer que lo sabían todo. Marc sabía muchas cosas, pero conseguía conservar la modestia y reírse de sí mismo. Era algo que ella admiraba mucho; y además tenía un gran sentido del humor. Le relató algunas anécdotas divertidas sobre sus días de estudiante en Boston. Cuando regresaron al hotel los dos reían a carcajadas. Se dieron las buenas noches y se dirigieron a sus respectivos dormitorios.

Brigitte llevaba un viejo camisón de franela y se estaba cepillando los dientes cuando él entró en el cuarto de baño. Marc llevaba puestos unos bóxers y una camiseta y tenía el aspecto de un hombre corriente. No poseía ningún atractivo especial de buen francés, sino que era de carne y hueso, y a Brigitte le gustó eso de él. Se deshizo en disculpas por haberla interrumpido, aunque el camisón la cubría hasta los pies.

—Qué camisón tan sensual —se burló—. Mi hermana solía llevar uno parecido cuando éramos colegiales.

Marc había mencionado a su hermana en otras ocasiones. Vivía en el sur de Francia, estaba casada y tenía tres hijos, y él se sentía muy unido a ella. Su hermana lo llamaba «la oveja negra» porque había convivido con una mujer sin llegar a casarse ni tener hijos. Era abogada, y su marido era juez en una pequeña ciudad de provincias.

—Claro que no creo que se ligara a su marido con él —añadió prosiguiendo con la broma.

—Yo esta noche no ando buscando marido —soltó ella con igual ironía—. Los picardías me los he dejado en casa.

La verdad era que no poseía ninguna prenda de ese estilo. Hacía años que no llevaba camisones ni ropa interior sensuales, no lo necesitaba porque estaba con Ted.

—Qué lástima, estaba a punto de proponerte matrimonio.

Marc puso pasta de dientes en el cepillo mientras charlaban, y al momento estaban los dos limpiándose los dientes ante el lavamanos. Resultaba una situación un tanto ridícula con un hombre al que apenas conocía, aunque por algún motivo no la incomodaba. Se estaban haciendo amigos de veras, por mucho que él la provocara con sus comentarios sobre noviazgos y propuestas de matrimonio. Brigitte no corría peligro en ninguno de los dos aspectos; estaba decidida a cultivar la amistad y punto.

Cuando terminaron de cepillarse los dientes, Marc le dio las buenas noches y cada cual se encerró a cal y canto en su habitación. Por lo menos ella lo hizo; él no llegó a echar la llave por si acaso. Se habría sentido el hombre más feliz del mundo si a ella la hubiera acometido un deseo irrefrenable durante la noche. En vez de eso, Brigitte durmió como un tronco y por la mañana se levantó fresca como una rosa. Durante el desayuno, Marc expresó su decepción al respecto con aire burlesco. De hecho, le habría extrañado muchísimo verla aparecer en su dormitorio; había dejado muy claro dónde estaban los límites, y él, a pesar de los comentarios, los respetaba igual que la respetaba a ella. Le parecía una mujer digna de admiración, y Ted, un estúpido por dejarla escapar. En opinión de Marc, no había real momia ni tumba de faraón que pudiera encontrar en Egipto que lo compensara. Brigitte era una buena chica y más sobresaliente que ninguna de las que había conocido en mucho tiempo.

Después del desayuno fueron en coche hasta el centro de la ciudad y Marc se detuvo frente al ayuntamiento. Había explicado a Brigitte que allí estaban registrados los matrimonios, los nacimientos, las defunciones y todos los datos sobre los habitantes de la región. Eso confirmaría aquello de lo que ya estaba segura y tal vez sacara a la luz detalles que desconocía. De nuevo, Marc tenía razón. Tras satisfacer una módica suma, pasaron horas y horas enfrascados en los archivos. Encontraron las entradas relativas al nacimiento de Tristan y de su hermano menor, y las del nacimiento y la defunción de sus padres. Los dos habían muerto bastante jóvenes y con una diferencia de días. Marc dedujo que la causa debía de haber sido una epidemia, y reparó en que por aquel entonces Tristan tenía solo dieciocho años y Jean, diez menos; o sea, que, cuando Tristan heredó el título y todo lo que acarreaba, era muy joven.

Encontraron las entradas relativas a los nacimientos de los hijos de Tristan y Wachiwi, el primero llamado igual que el hermano difunto. Brigitte ya había dado antes con esos nombres y fechas gracias al registro fotográfico de los mormones. Sin embargo, ahí los tenía otra vez, en el mismo lugar de origen. Brigitte se emocionó al ver los datos en el registro. Anotó todos los detalles para su madre y, cuando terminaron y salieron al patio, vieron a muchas parejas con cara expectante aguardando a que las casaran. Marc le explicó que en Francia siempre tenías que casarte por lo civil antes de celebrar la boda religiosa, así que todas esas jóvenes parejas se casarían ese día en el ayuntamiento y luego, un par de semanas más tarde, por la iglesia. Los novios se veían felices y emocionados cuando Brigitte y Marc pasaron por su lado. Los padres respectivos charlaban entre ellos. Brigitte se abrió paso con una sonrisa hasta que Marc y ella alcanzaron el coche y emprendieron el rumbo hacia el Château de Margerac. Habían calculado el tiempo a la perfección; la visita guiada comenzaba en menos de una hora. La chica tenía muchas ganas de oír lo que tuvieran que explicar y contemplar por fin el lugar que siglos atrás fue la mansión de su familia.

Enfilaron la misma carretera por la que Wachiwi había llegado hasta allí, hasta el punto en que la mansión se erigía sobre el acantilado que daba al mar. El Château de Margerac constituía un monumento histórico-artístico, así que compraron dos entradas junto al acceso a los jardines y los recorrieron juntos. A Brigitte la llenó de asombro comprobar su gran dimensión. La casa parecía una fortaleza, y había cambiado muy poco a lo largo de los años. En el jardín seguía habiendo parterres con vivas flores, un laberinto y bancos donde sentarse y contemplar el panorama. No tenían forma de saber que aquel en el que reposaron unos minutos era el mismo en el que Tristan había propuesto matrimonio a Wachiwi. Aun así, el simple hecho de estar allí sentada produjo a Brigitte la sensación de estar inmersa en su propia historia.

Las caballerizas llevaban mucho tiempo desocupadas. En la casa se conservaban algunos retratos de familia, pero no muchos, e incluso el Centro de Monumentos Históricos había solicitado que estos pasaran a subasta. Brigitte reparó en algunos trofeos de caza cubiertos de polvo mientras los turistas se apiñaban al pie de la escalinata para iniciar la visita, guiada por una joven que estaba explicando quiénes fueron los señores De Margerac.

Comentó que la mansión se había construido en el siglo XII, y recitó de un tirón los nombres de las generaciones que habitaron el lugar y qué papel habían desempeñado en la comunidad y en la región. Dijo que se trataba de una de las mayores mansiones de toda Bretaña y que sus propietarios habían conseguido ahuyentar con éxito a sus enemigos en la Edad Media, tras lo cual añadió que eso mismo había sucedido también después de la Revolución. La visita era en francés, y Marc tradujo las palabras de la guía para Brigitte, ya que la joven hablaba muy rápido mientras los conducía a través del dormitorio principal, situado en la segunda planta, y de otras habitaciones magníficas, ahora vacías. Explicó que las plantas superiores correspondían a más dormitorios y la zona infantil, pero que estaban vacías y se habían cerrado al público.

Cuando por fin regresaron al espléndido vestíbulo, la joven anunció casi con orgullo que el marqués Tristan de Margerac se había unido a las fuerzas de la resistencia tras la Revolución, o sea, a los chuanes, y que había conseguido evitar que invadieran la mansión y se la arrebataran. Comentó que la historia local demostraba que había mantenido a la familia recluida allí a pesar del incendio provocado en un ala por los revolucionarios. El marqués se había impuesto y existían relatos sobre el papel de su esposa, que luchó con valor a su lado. Al oírlo, los ojos de Brigitte se empañaron en lágrimas. No le costaba imaginar a Wachiwi luchando para salvar su hogar, para defender a su familia y a su marido; a fin de cuentas, era una sioux. La guía prosiguió explicando que la mansión había pertenecido a la familia hasta mediados del siglo XIX, momento en que sus miembros habían emigrado a Norteamérica. A principios del siglo XX, después de que los nuevos propietarios la vendieran y cambiara de manos varias veces, la Fundación de Patrimonio Nacional la había adquirido y restaurado. Explicó que todo lo que habían visto estaba allí de origen, aunque en la época en que las últimas generaciones de marqueses habitaron el lugar este era mucho más esplendoroso. Había antigüedades que en su mayoría desaparecieron, muchos sirvientes y grandes extensiones de terreno que se vendieron en el proceso de compra y venta de la mansión. Dijo que las caballerizas estaban repletas de caballos purasangre y mencionó que la esposa del marqués Tristan de Margerac era una amazona excepcional cuya habilidad la había convertido en una leyenda de la región. Comentó de pasada su peculiaridad en cuanto a la procedencia indoamericana, sioux, según se creía, y el hecho de que había viajado hasta Francia para casarse con el marqués, aunque no conocía los detalles de la historia. Explicó que su nombre era Wachiwi, y tanto ella como su marido estaban enterrados en el cementerio familiar, detrás de la capilla del siglo XIII de la propia finca, donde durante cientos de años se había dado sepultura a sus predecesores. Añadió que no quedaba en Francia ningún descendiente directo de la familia De Margerac. Todos habían emigrado a Estados Unidos durante el siglo XIX y probablemente se habían extinguido.

Marc estrechó la mano a Brigitte ante el comentario de la guía, y a ella le entraron ganas de agitar los brazos y gritar: «¡Estoy aquí! ¡Yo soy una de ellos!». Aún se la veía profundamente conmovida, resplandeciente y emocionada cuando la visita tocó a su fin y salieron al exterior. Había comprado varios trípticos y postales para su madre, y miró alrededor sintiendo un fuerte vínculo con sus antepasados y la mansión; sobre todo con Wachiwi, que le servía de inspiración.

Le despertó una gran curiosidad saber que Marc estaba en lo cierto. Tristan de Margerac luchó junto a los chuanes y consiguió conservar la mansión a pesar de los intentos de los revolucionarios de invadirla y prenderle fuego. Había preservado su territorio igual que otros nobles de la región, y Wachiwi le había ayudado gracias a la valentía y el denuedo propio de los sioux. Debió de ser una época aterradora.

Al oír la historia, a Brigitte le entraron ganas de relatarla, solo que aún no sabía con exactitud por qué decantarse. ¿Realidad o ficción? ¿Una novela de época? ¿Una obra antropológica? ¿Una crónica? ¿Un libro romántico? No sabía qué dirección tomar ni si acabaría por decidirse. Tal vez fuera mejor conformarse con conocer los hechos y tomar conciencia de que, en cierto modo, formaba parte de ellos.

Marc y ella bajaron hasta el pequeño cementerio situado detrás de la capilla, aunque fueron los únicos. Los demás visitantes no tenían ningún interés en contemplar las lápidas y los panteones donde los difuntos De Margerac reposaban desde hacía siglos. La capilla estaba desierta cuando entraron. Daba la impresión de que una parte había quedado dañada por un incendio ocurrido muchos años atrás, pero seguía en pie. Brigitte no pudo evitar preguntarse si tenía algo que ver con el ataque de los revolucionarios o si bien se habría producido más tarde.

Salieron a pasear por el cementerio. Había varios mausoleos de aspecto lúgubre y muchas lápidas, algunas tan desgastadas por el tiempo que las inscripciones se habían borrado. Brigitte tenía claro lo que andaba buscando y esperaba encontrar. Marc entró tras ella en los dos primeros mausoleos y luego en el tercero, donde estaban grabados los nombres de las últimas generaciones de señores De Margerac, en ese caso bien conservados. Casi todos correspondían a los siglos XVI y XVII, y había algunos de principios y mediados del XVIII. Los padres de Tristan y Jean estaban allí, aunque Brigitte se desilusionó al comprobar que los nombres de Tristan y Wachiwi no aparecían.

Regresaron al exterior. En la parte posterior del cementerio, bajo un árbol, había dos bellos sepulcros coronados por lápidas más pequeñas. A esas alturas Brigitte había perdido la esperanza de dar con Tristan y Wachiwi; sin embargo, la invadió cierta paz al leer los nombres de quienes fueron sus antepasados y formaban parte de la historia familiar que su madre llevaba años investigando y recopilando.

Marc los vio antes que ella. Había llegado hasta el final del cementerio para leer los nombres de los dos últimos sepulcros y, emocionado, hizo una señal a Brigitte, que tuvo que trepar por entre los crecidos matorrales para acceder al lugar. El camino que bordeaba el cementerio costaba de recorrer, puesto que estaba cubierto de maleza.

Encontró a Marc sentado con aire reverente y lágrimas en los ojos. Tendió la mano a Brigitte en silencio. Los nombres aparecían grabados con claridad. Ambos habían muerto en 1817, con una diferencia inferior a tres meses, veintiocho años después de la Revolución, tres antes de que Napoleón abdicara y dos después de la batalla de Waterloo. Wachiwi había muerto a los treinta y tres años de llegar a Francia y a los treinta y dos de convertirse en marquesa. Cuando buscaron entre los altos hierbajos, encontraron muchas otras: las de sus hijos, sus esposas y dos de los nietos que habían muerto en Francia. Aún había más que habían emigrado a Estados Unidos. Muchos de los nombres que había descubierto en los viejos registros aparecían allí, alrededor de Tristan y Wachiwi. Los sepulcros yacían con majestuosidad en el tranquilo cementerio, el uno al lado del otro, tal como habían vivido. Tristan había muerto a los sesenta y siete años, una edad considerable para la época. La de Wachiwi resultaba más difícil de deducir. Si cuando abandonó su poblado tenía diecisiete años y, por tanto, dieciocho cuando se casó con Tristan, debió de morir alrededor de los cincuenta, tal vez de pena por haberlo perdido a él, aunque entonces no era raro morir a esa edad. Lo extraño era que él la hubiera superado de tan largo. Las fechas de nacimiento y defunción de Tristan aparecían inscritas en su lápida. En el caso de Wachiwi, solo aparecía la de defunción. Seguramente nadie sabía su edad exacta, ni siquiera ella misma, puesto que no la conocía en el momento en que abandonó su tribu y después huyó con Jean.

Resultaba muy conmovedor encontrarse allí. Había varias generaciones de antepasados de Brigitte que vivieron con posterioridad a Tristan y Wachiwi; sin embargo, era ella, la muchacha sioux, quien le tenía robado el corazón; era su historia la que adoraba. La audaz joven de la tribu sioux dakota sobrevivió a un secuestro, cruzó un continente, un océano y llegó a Francia, donde permaneció tras encontrar al amor de su vida, conoció al rey y a la reina en el palacio y se convirtió en un crucial eslabón de la cadena de generaciones que acababan en Brigitte, quien, a su vez, sentía un fuerte vínculo con la chica. Tomar conciencia de que se encontraba junto a la última morada de Wachiwi y su esposo provocó en Brigitte la sensación de haber cerrado el círculo en cierto modo, de haber encontrado sus raíces por fin. Notaba que formaba parte de ese lugar, de esa gente, casi como si los conociera en persona; y en muchos aspectos así era, gracias a la información que había recopilado. De repente, le estaba muy agradecida a su madre por haberla guiado por ese camino, aunque al principio ella se mostrara reacia.

Marc y ella permanecieron en el cementerio cogidos de la mano y luego, poco a poco y sin ganas, se alejaron de la capilla y de la mansión. Él la rodeó por los hombros y regresaron a donde habían aparcado el coche. Había sido una tarde inolvidable, y al alejarse Brigitte sintió pena de abandonar el lugar y a la familia.

—Gracias por permitir que te acompañe —dijo Marc en voz baja, camino de la pequeña localidad.

También para él había sido una experiencia conmovedora. La historia comenzó siendo intrincada, misteriosa, como un rompecabezas que tenían que ordenar, y ahora aparecía ante ellos como una vidriera de colores, con las piezas encajadas y la luz filtrando su claridad. Marc se sentía orgulloso de haber tomado parte en el proceso, y agradecido por que Brigitte le hubiera permitido compartirlo con ella.

—Jamás habría averiguado todo lo que sé de ella de no ser por ti —reconoció Brigitte. Los anales de la corte que había hallado supusieron una enorme diferencia en su concepto de quién fue Wachiwi y qué le ocurrió.

—Creo que el destino nos ha unido —dijo él con un suspiro. De veras lo creía. Habían ocurrido cosas muy curiosas.

—A lo mejor —accedió ella, pero no creía haber hecho gran cosa por él, y deseaba ayudarlo.

—Tal vez tu destino sea también vivir en Francia, como Wachiwi —comentó él con aire misterioso, y Brigitte se echó a reír.

Lo había impresionado de veras, disfrutaba con su compañía y no quería que se marchara. Sin embargo, el cometido de Brigette allí había terminado; y cuando regresaran a París, debía volver a casa.

—Tengo que buscar trabajo —dijo con sinceridad—. En Boston.

—Puedes encontrar un empleo aquí.

Marc volvió a mencionar la Universidad Americana de París; por casualidad tenía un amigo que trabajaba en la oficina de admisiones y se ofreció a telefonearlo de su parte.

—¿Y qué haría? Aquí no tengo casa ni amigos. En Boston llevo acumulado un pasado de doce años. —Un pasado de aburrimiento, pensó para sí, pero no lo dijo.

—Me tienes a mí —aventuró él con cautela, aunque los dos eran conscientes de que apenas se conocían.

No había ocurrido nada entre ellos, y tal vez nunca llegara a ocurrir. Brigitte no podía trasladarse a París por un hombre con quien disfrutaba conversando; eso no bastaba y ambos lo sabían. Además, no era una persona impulsiva. Era sensata, siempre lo había sido.

—Creo que deberías escribir aquí el libro sobre tu antepasada sioux —insistió Marc, pero ella no estaba convencida.

La historia era maravillosa, sobre todo porque tenía mucho que ver con ella, pero no veía claro que diera para un libro, ni que ella estuviera capacitada para escribirlo. No era novelista ni historiadora, era antropóloga. Sin embargo, esa historia exigía algo distinto, estaba teñida de una emotividad que ella no tenía experiencia en trasladar a palabras.

—A lo mejor te iría bien pasar un año en París —prosiguió él, que aún no había tirado la toalla—. Hay momentos de la vida en que uno debe optar por cometer una locura que en apariencia no tiene sentido pero reconforta. —Sabía que esa había sido la opción de Wachiwi.

—No me gusta arriesgarme —repuso Brigitte con un hilo de voz, y él se volvió a mirarla.

—Lo sé, ya me he dado cuenta. Tal vez deberías probarlo.

Con todo, no le correspondía a él tomar la decisión, sino a ella. Y ella prefería regresar a Boston; le parecía lo más correcto.

Cenaron en otro restaurante especializado en pescados y pasaron la noche en el pequeño hotel. El domingo por la mañana, emprendieron la ruta hacia París. Charlaron a ratos durante el camino, y Brigitte echó una cabezada. Marc la observó con una sonrisa. Le gustaba tenerla a su lado, dormitando con placidez mientras él conducía. Se alegraba de haberla acompañado en su viaje a Bretaña, y le entristecía pensar que en cuestión de días se habría marchado. Le gustaría que los días en su compañía la hubieran convencido para que se quedara.