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Tal como Jean había planeado la noche anterior, después de la desastrosa visita a sus primos, y tal como había prometido a Wachiwi, por la mañana escribió a su hermano Tristan. Redactó una carta larga y esmerada en la que le comunicaba lo más importante y obviaba algunos detalles. No le explicó que había asesinado a un jefe crow para fugarse con la mujer con quien tenía intención de casarse y que antes era la esclava del jefe indio. Se limitó a decir que por fin había conocido a la mujer de su vida y que estaba dispuesto a regresar a casa y ayudar a su hermano a dirigir la vasta finca familiar. Sus correrías habían acabado. Era hora de asentarse, cosa que jamás había sentido la necesidad de hacer hasta ese momento.

Tenía diez años menos que su hermano. Tristan era viudo y padre de dos hijos pequeños, a uno de los cuales Jean ni siquiera conocía. Cuando él partió de Bretaña, su hermano gozaba de la compañía de una esposa joven y bella y de un niñito de doce meses. Un año después, la esposa de Tristan murió al dar a luz a una niña. Por lo que Jean sabía, desde entonces su hermano estaba solo. No había vuelto a casarse, aunque lo cierto es que no sabía si tenía algún tipo de amante; claro que Tristan era un hombre tan responsable que Jean dudaba que fuera capaz de implicarse en una relación al margen del matrimonio y la vida respetable.

Poseían el palacete más grande de toda la región y una vasta extensión de terreno. Tristan siempre se había tomado muy en serio su cometido, y Jean se figuraba que le aliviaría saber que su hermano pequeño regresaba a casa para instalarse allí con él. Ya había tardado lo suyo, puesto que tenía veinticuatro años. En la carta hablaba con gran entusiasmo de Wachiwi, pero ofrecía pocos detalles a Tristan, solo decía que la amaba y que regresaba con ella a Bretaña para contraer matrimonio en la iglesia que formaba parte de la propiedad familiar. Tristan había heredado el título y todo lo que este implicaba cuando apenas era un muchacho, después de que sus padres murieran a causa de una terrible epidemia. Por entonces, Tristan tenía dieciocho años y Jean era un niño de ocho años. Desde ese momento Tristan había pasado a ser el cabeza de familia, y Jean lo consideraba un padre además de un hermano. Tenían un gran vínculo afectivo antes de que Jean abandonara Francia; con todo, Jean anhelaba satisfacer unas ansias de viajar que Tristan jamás se había permitido sentir. Sobre él pesaba la carga de todas las propiedades, las tierras y la gran finca. Poseían participaciones en el comercio marítimo y una enorme casa en París heredada de sus padres que frecuentaban poquísimo, por lo que Tristan asistía a la corte con regularidad. Mantenía una estrecha relación con el monarca, y ahora Jean deseaba ocupar un lugar parecido al suyo.

Jean había madurado, y la preciosa india con quien regresaba a casa tenía mucho que ver en ello. En la carta explicaba todo lo que consideraba importante de la chica, a excepción de un detalle. Tras el chasco sufrido con sus primos, no quería que Tristan juzgara a Wachiwi antes de conocerla, así que obvió explicarle que era sioux y decirle cuál era su nombre. Quería que su hermano mayor la quisiera y la aceptara del mismo modo que él; es más, estaba seguro de que lo haría. Le habló de que era una persona encantadora, muy valiente, amable y delicada. Era una mujer noble con una calidad humana de lo más digno, fueran cuales fuesen sus orígenes y su raza, y merecía todo el respeto. Jean estaba convencido de que su hermano repararía en ello de inmediato, tal como era propio de él. Jean le tenía una gran admiración tanto por su forma de ser como por todo lo que había acarreado sin queja durante tantos años. No había persona en la región que no lo adorara, y Jean lo veneraba también. Apenas veía el momento de presentarle a Wachiwi. Durante el largo viaje, estaba decidido a enseñarle un francés impecable para que ella pudiera conversar con su hermano y todos sus amigos en Bretaña. Ya no tenía que enseñarle inglés; ahora su vida y su hogar se encontraban en Francia.

Wachiwi se esmeró a la hora de vestirse, y Jean le sonrió en señal de aprobación cuando salían de la casa de huéspedes y bajaban la calle en dirección al muelle. Era una ciudad muy concurrida cuyo puerto bullía de actividad. Jean reparó contrariado en las miradas reprobatorias que recaían en ellos a medida que avanzaban. No lo habrían juzgado peor aunque se hubiera dedicado a pasearse por allí con una esclava desnuda. Los hombres observaban a la chica con lascivia debido a su belleza, y las mujeres le arrojaban miradas de indignación y volvían la cabeza. Todas ellas, sobre todo las casadas, eran conscientes de lo que los hombres hacían a escondidas de la gente respetable; aun así, exhibirse con una muchacha india, por muy guapa que fuera, sobrepasaba todos los límites. Precisamente, casi era peor porque Wachiwi era adorable; al verla junto a él, las mujeres parecían detestarla más todavía. Ni siquiera a ella, con su inocencia y su ignorancia sobre las costumbres de su gente, le pasaban desapercibidos los gestos hostiles. Una vez pidió explicaciones a Jean, cuando una mujerona de lo más escandalizada atrajo a sus hijos contra sí y, tras dirigir un comentario desagradable a su marido, obligó a toda la familia a cruzar la calle para no permanecer en la misma acera que Jean y Wachiwi. Todo el mundo mostraba a las claras su indignación porque Jean actuaba como si Wachiwi fuera una mujer merecedora de respeto, porque le había proporcionado ropa elegante y la trataba con deferencia. Estaban más molestos que si le hubiera plantado el vestido y el sombrero a su caballo. Lo peor era que no solo las mujeres la marginaban a ella, sino que los hombres, que a todas luces lo envidiaban a él, también manifestaban su indignación. Si a ellos no se les permitía hacerlo, ¿por qué a Jean sí? Obviamente, Nueva Orleans no era el lugar apropiado para ellos, y Jean no veía el momento de marcharse de allí. Deseaba apartar a Wachiwi de las miradas horrendas, los comentarios en voz alta y el mensaje de que no merecía mejor trato que los esclavos de las plantaciones. Anhelaba regresar a Francia, donde esperaba que ofrecieran a la chica un trato humano y se dirigieran a ella con educación.

Esa mañana habló con los capitanes de dos embarcaciones mientras Wachiwi permanecía a su lado. Consideró mejor contarles que estaban casados y les explicó que deseaban reservar un pasaje en el primer barco que partiera hacia Francia. El primero miró de arriba abajo a Wachiwi, reparó en que era india y pocos minutos después anunciaba que todos los camarotes estaban ocupados. Explicó que en el barco no quedaba un solo rincón para ellos, pero Jean no le creyó. Tenía la certeza de que el capitán no quería afrontar las quejas de los demás pasajeros, sobre todo de las mujeres que se sentirían amenazadas al tener que viajar en compañía de la bella y joven india. Más aún puesto que él la reconocía como esposa. Al capitán le resultaría incómodo tener que aguantar el mal humor de los viajeros durante las siete u ocho semanas que durara la travesía hasta Francia. No quería dolores de cabeza.

El segundo capitán tenía más tacto y parecía más pacífico. Tampoco le costó reconocer la raza de Wachiwi; sin embargo, no dio la impresión de importarle. Jean notó el olor a whisky que desprendía, pero el hombre les permitió sacar sus pasajes, aceptó el dinero de Jean sin cuestionar nada y anunció que el barco tenía previsto partir hacia Saint-Malo, en Bretaña, al cabo de dos semanas. Echó un vistazo a los documentos de Jean y no puso pegas porque Wachiwi no disponía de ellos. No tenía que rendir cuentas de los pasajeros del barco, ni siquiera necesitaba anotar sus nombres, y consideraba más que suficiente el dinero que Jean le ofrecía. La chica no era española ni francesa, por lo que no precisaba documentación para entrar en Francia. El joven conde de origen francés la había presentado como su esposa, y podía ser cierto aunque al capitán le parecía poco probable.

El hombre estimaba que el viaje duraría entre seis y ocho semanas. Para cuando partieran, septiembre estaría tocando a su fin, la estación de los huracanes casi habría terminado y, si tenían suerte y hacía buen tiempo, alcanzarían la costa de Francia en noviembre. Los mares del Atlántico estarían embravecidos; sin embargo, no podían hacer nada al respecto. Jean no deseaba retrasar el viaje ni un segundo más de lo necesario. Solo esperaba que en la casa de huéspedes los acogieran hasta el momento de su partida. Si los otros clientes se quejaban de la presencia de Wachiwi, tal vez los invitaran a marcharse. Claro que por fin tenían reservado su pasaje, en el mejor camarote, así que antes de abandonar el puerto Jean entregó la carta para su hermano a otro capitán que se disponía a partir rumbo a Francia en un barquito diminuto de aspecto desvencijado. Si este no se hundía, su hermano recibiría la carta que anunciaba el regreso de Jean poco antes de su llegada.

Estaba más decidido que nunca a casarse con Wachiwi en cuanto desembarcaran en Francia. Con gusto lo habría hecho antes, pero seguro que no había vicario ni pastor en toda Nueva Orleans dispuesto a oficiar la ceremonia. Tendrían que esperar a llegar a su país.

Pasaron las siguientes dos semanas prácticamente encerrados en la habitación. Por la noche daban largos paseos durante los cuales recorrían la ciudad habitualmente concurrida a las horas en que se respiraba el aire fresco y sosegado de la noche. Les resultaba más fácil salir a esas horas que afrontar durante el día las miradas reprobatorias de quienes se hacían llamar «personas respetables». Además, durante el tiempo diurno que pasaban confinados en el hotel, Jean se dedicaba a enseñar francés a Wachiwi. La chica progresaba a un ritmo sorprendente y ya sabía nombrar muchas cosas. Le costaba más expresar los conceptos abstractos y los sentimientos; sin embargo, también lo conseguía aunque el resultado a veces fuera un poco raro. La cuestión es que podían conversar, compartir pensamientos y reír mucho. Wachiwi parecía por completo feliz a su lado y, cuando no tenían otra cosa que hacer, pasaban mucho tiempo en la cama. Ese era un lenguaje universal; la pasión y los fuertes sentimientos que se profesaban no conocían fronteras.

El primo de Jean, Armand de Margerac, fue a verlo varios días después de la fatídica visita a la plantación. Trató de disuadir a Jean de que regresara a Francia acompañado por Wachiwi. Le advirtió que también allí causaría estupor, que él mismo se estaba marginando y que infligiría a su hermano y al resto de la familia una humillación y una vergüenza profundas.

—Gracias por preocuparte por mí, primo —dijo Jean con amabilidad.

La opinión de su primo mayor lo tenía indignado, pero era obvio que no era el único que pensaba así. En Nueva Orleans se habrían visto relegados en menos que canta un gallo si no lo estaban ya, obligados a vagar por la calle o encerrarse en el hotel. Jean no se había puesto en contacto con ninguna de las personas a quienes conocía en la ciudad; no se atrevía. Ya había tenido bastante con la visita a sus primos y con lo que observaba siempre que salía acompañado de Wachiwi.

—De todos modos, no tengo claro que opine igual que tú. De nuestro monarca se conoce desde hace años la admiración que profesa a las tribus indias del oeste. Ha recibido a varios jefes en la corte no en calidad de bichos raros, sino de invitados en toda regla. Mi hermano me lo ha explicado un par de veces en sus cartas y me parece asombroso. Dice que los vio lucir el penacho y los mocasines con prendas apropiadas para asistir a la corte que el mismo rey les había enviado, para que no se sintieran fuera de lugar. Algunos incluso llevaban su propia indumentaria al completo. No sé de ninguna muchacha india que haya asistido a la corte del rey Luis, pero desde luego hay hombres de su tribu que lo han hecho.

Se refería al monarca que reinaba en Francia en esa época, Luis XVI, famoso por la fascinación que sentía por los indígenas del Nuevo Mundo. Lo que Jean explicaba a su primo era cierto, se lo había relatado su hermano varios años antes. No había motivos para pensar que las cosas habían cambiado.

—¿Piensas presentarte con ella en la corte?

Armand se horrorizó ante la idea. A sus ojos era lo mismo que presentarse allí con uno de sus esclavos. Le parecía un escándalo inimaginable. En la plantación tenía a varias esclavas con quienes había mantenido relaciones durante años y dos generaciones de hijos biológicos, lo cual no era poco, pero ni por un instante se había planteado presentarlas en público, dejarse ver con ellas en la buena sociedad y, desde luego, prefería morir antes que llevarlas a la corte. Eran buenas para acostarse con ellas y tener hijos suyos, pero en eso consistía todo. Lo que Jean pretendía iba más allá de lo concebible y a Armand solo se le ocurría atribuirlo a la locura de la juventud. Su primo todavía era muy joven, y resultaba obvio que llevaba demasiado tiempo viviendo lejos del mundo civilizado.

—Es posible que lo haga —respondió Jean con despreocupación; empezaba a pasárselo bien ante la evidente incomodidad que mostraba su primo. Disfrutaba escandalizándolo en la misma medida en que a él lo horrorizaban sus ideales hipócritas—. Tampoco voy por allí muy a menudo, mi hermano lo hace muchas más veces que yo. Claro que él goza de mayor categoría y tiene una relación bastante estrecha con el rey y algunos de los ministros. A lo mejor algún día lo acompaño y llevo a Wachiwi. Estoy seguro de que nuestro venerado rey se mostrará fascinado ante ella. Tal vez incluso se encuentre con algún pariente suyo; tengo entendido que hay varios que, en lugar de regresar a su tierra, se han establecido en Bretaña y se han integrado en la sociedad francesa. Allí es donde desembarcan, y allí es donde muchos deciden quedarse.

—Qué espanto —exclamó Armand con expresión afligida, como si estuvieran refiriéndose a algún tipo de plaga; de ratas, por ejemplo.

La idea de que los indios se mezclaran con la sociedad francesa lo ponía enfermo. Solo servía para confirmarle la decadencia de sus compatriotas. Por lo menos en el Nuevo Mundo sabían dónde debían mantener a los esclavos; fuera de la vista de la gente, y, por supuesto, fuera de los salones a menos que estuvieran sirviendo a los amos y a sus invitados.

—Creo que cometes un grave error llevándotela a Francia. Deberías dejarla aquí, donde tiene que estar. No es educada ni civilizada y no habla nuestro idioma. Piensa en los apuros que pasará tu hermano. Una cosa distinta es ser el rey y acoger a criaturas salvajes como curiosidad, pero ¿y cuando te canses? ¿Qué harás con ella? —Armand no concebía nada peor que lo que su joven primo se disponía a hacer.

—Pienso casarme con ella, primo —respondió Jean con tranquilidad—. La salvaje sin civilizar de quien hablas pronto se convertirá en mi mujer. Será condesa De Margerac, igual que lo es tu esposa.

Jean lo dejó caer con una elegante sonrisa, y sabía que a su primo iba a dolerle. Poner a Wachiwi a la altura de Angélique era más de lo que el hombre podía soportar. Al cabo de unos minutos se marchó todavía echando chispas, ofendidísimo. Los dos hombres se despidieron con una reverencia formal, y Jean pensó que lo más probable era que no volvieran a verse antes de su partida. Tampoco lo deseaba. Regresó a la habitación que compartía con Wachiwi y prosiguieron con las lecciones. Confiaba en que, para cuando tomaran tierra en Bretaña, la chica hablara francés de modo aceptable.

 

 

Se encontraban en el muelle con los baúles de Wachiwi y las maletas de Jean varias horas antes de la hora prevista para la partida del barco. Llevaban varios días con tormentas, pero al parecer la estación de los huracanes había tocado a su fin. Los demás pasajeros iban apiñándose en el embarcadero.

Iban a embarcarse en La Maribelle, un pequeño mercante que no daba la impresión de atravesar su momento de mayor esplendor. Y el capitán parecía haber llevado una vida muy dura.

Jean esperaba que a Wachiwi no le resultara demasiado pesado el viaje. Por su parte, tenía la sensación de que tampoco regresaría jamás al Nuevo Mundo. Los cinco años que había pasado allí le habían hecho un gran servicio, pero se sentía por completo preparado para regresar a casa cuando se instalaron en el camarote a la vez que los demás pasajeros ocupaban sus lugares en el barco. Había cuatro parejas más y dos hombres que viajaban solos. Todos los pasajeros a excepción de dos eran franceses, igual que el capitán y la tripulación al completo. Wachiwi dispondría de multitud de oportunidades para practicar el idioma. Las otras mujeres la miraban con aire burlón, pero Jean no percibió ni pizca de la hostilidad de que habían sido objeto en las calles de Nueva Orleans y en el hotel. Al resto de los pasajeros parecía despertarles curiosidad la chica y la relación que mantenían; se preguntaban cómo la habría conocido. Sin embargo, ninguno hizo el menor comentario desagradable cuando él la presentó como su esposa. El propio capitán, con toda amabilidad, se refería a ella como «la señora condesa». Los documentos de identificación de Jean estaban en orden, aunque eso al capitán lo traía sin cuidado, y, por si era necesario, había declarado personalmente su responsabilidad sobre Wachiwi mediante una carta que había entregado al capitán sellada con su emblema de conde De Margerac. En la carta llamaba a la chica Wachiwi de Margerac. Su destino era Saint-Malo, en Bretaña. Desde allí, algunos de los pasajeros viajarían a París o a otras provincias, pero Jean y Wachiwi se dirigirían a casa de su familia, a la mansión que se encontraba en la campiña bretona, a poca distancia del puerto.

Cuando por fin se hicieron a la mar, la pareja permaneció en cubierta junto con los demás pasajeros y contempló cómo poco a poco Nueva Orleans iba desapareciendo tras ellos. Jean se sentía aliviado al abandonar la ciudad. Esa última visita le había dejado tan mal sabor de boca que no le importaba en absoluto pensar que no iba a volver a ver la ciudad. Sin embargo, había otras cosas del Nuevo Mundo que sí echaría de menos; los preciosos paisajes, los bosques, las tierras que había recorrido en Canadá y el Lejano Oeste, las majestuosas montañas, las increíbles e infinitas llanuras salpicadas de búfalos que pacían y los animales que corrían libres por el territorio del que procedía Wachiwi. Sospechaba que también la chica lo echaría de menos. La rodeó con el brazo mientras América desaparecía en el horizonte y se adentraban en el ondulante mar. Algunas mujeres se habían retirado ya a sus camarotes con sensación de mareo, y también un par de hombres, pero Wachiwi indicó a Jean en su lenguaje de signos, puesto que aún no conocía las palabras apropiadas, que le gustaba el movimiento del barco. Él le enseñó cómo expresarlo en francés. La chica sonreía de oreja a oreja, con el negro cabello agitado por el viento, un grueso chal alrededor de los hombros y cierto aire de libertad en la mirada. El viaje en barco le recordaba un poco a la sensación de galopar por las llanuras. En medio del océano tenía la maravillosa sensación de ser libre, y adoraba estar con Jean. Confiaba por completo en él y en el destino al que había elegido llevarla, fuera cual fuese. Aguardaba con ilusión los días venideros, igual que él, sobre todo a partir del momento en que llegaran a Francia. Jean había previsto comprarle caballos que guardarían en las caballerizas de la mansión familiar. Wachiwi era una amazona tan extraordinaria que deseaba proporcionarle los mejores caballos que encontrara. También su hermano montaba de maravilla, y Jean sabía que la destreza de la chica lo dejaría impresionado.

Al caer la noche, el barco cabeceaba de forma exagerada, pero Wachiwi no se mareó. Estaba demostrando ser una navegante muy resistente, lo cual aliviaba a Jean. De otro modo, los dos meses se habrían hecho muy largos. Tras tomar una cena ligera en el estrecho comedor, se fueron a la cama. Según Wachiwi, el movimiento del barco recordaba al de una cuna, y los meció hasta que se quedaron dormidos.

Al día siguiente dieron un paseo por la pequeña cubierta. La mitad de los pasajeros del barco se habían quedado en el camarote porque estaban mareados. Wachiwi pasó todo el día a la intemperie, y Jean se sentó a hacerle compañía en un rincón protegido. Él se dedicó a leer mientras ella bordaba con material que habían comprado en Nueva Orleans. Estaba bordando una camisa para él con lo que parecían cuentas diminutas de estilo indio. Le explicó que sería para el día de su boda, y él pareció encantado. Disfrutaron de otra tranquila noche, al igual que los días subsiguientes.

Llevaban tres semanas navegando cuando Jean empezó a encontrarse mal; dijo que le dolía la garganta. Wachiwi estaba bien y fue a la cocina a por un poco de té caliente. Le habría gustado disponer de las hierbas medicinales apropiadas, pero en el barco no tenían de nada. Le echó su manta por encima de los hombros. Pasaban tanto tiempo al aire libre que Jean creyó que había cogido un resfriado. Sin embargo, por la noche se encontraba peor.

Al día siguiente tenía muchísima fiebre y durante una semana estuvo tan enfermo que daba miedo, casi todo el tiempo desvariaba. Wachiwi permanecía sentada a su lado en silencio, sin moverse para nada. El capitán acudió al camarote a ver a Jean y opinó que necesitaba que le practicaran una sangría, pero por desgracia no había ningún médico a bordo. Al capitán le parecía haber visto algo similar en otra ocasión y dijo a Jean que creía que padecía un absceso faríngeo, una infección grave de la garganta. Al cabo de una semana Jean tenía el cuello tan inflamado y sufría tanto dolor que le resultaba imposible tragar. Wachiwi intentó durante horas que bebiera agua o té a pequeños sorbos, pero tenía el orificio prácticamente cerrado y apenas podía respirar.

Cada día estaba peor, y al cabo de dos semanas Wachiwi optó por sentarse a su lado y cantar en voz baja una oración a los Grandes Espíritus, que eran a quienes había rezado toda la vida. Les pedía que acudieran a él y lo sanaran. Sabía que una cabaña de sudación habría servido para que le bajara la fiebre, pero en ese barco, lleno de humedades y corrientes de aire, no había nada de ese estilo. La chica cubrió su figura temblorosa con todo lo que tenían para templarlo y, cuando él se quejó de que el frío le calaba hasta los huesos, se tumbó encima para transmitirle su calor corporal. Sin embargo, nada surtió efecto. Wachiwi estuvo abrazada a él toda la noche.

Llevaban casi seis semanas navegando y el capitán calculaba que todavía les quedaban dos más para llegar a puerto mientras Jean seguía poniéndose cada vez peor. Fuera cual fuese la enfermedad que sufría, estaba acabando con él. Una noche, abrazada a él, Wachiwi soñó con un búfalo blanco y pensó que era algún tipo de señal. Sin embargo, no tenía a nadie a quien contarle lo que eso significaba, ni disponía de ninguna de las hierbas medicinales, las pociones y las bayas que podría haber utilizado para ayudar a Jean o que el hechicero de su tribu le habría administrado. Estaban en medio del océano, y él empeoraba más y más. Diecisiete días después de que enfermara, Wachiwi yacía a su lado, abrazándolo y llorando; y cuando se quedó dormida, Jean murió en silencio entre sus brazos. La chica se despertó y lo encontró allí, con los ojos abiertos clavados en ella, como si hubiera estado mirándola cuando murió, con la boca abierta, abrazado a su cuerpo. Ya estaba frío y rígido. Ella lo arropó bien con la manta y lo sostuvo entre sus brazos con suavidad. Lo sucedido la había dejado atónita. Nunca se le había ocurrido pensar que Jean podía morir y dejarla sola. Era muy joven y fuerte. Confiaba en que se recuperaría a pesar de que estaba muy, muy enfermo. Cerró la puerta del camarote sin hacer ruido y fue a comunicárselo al capitán, quien se mostró disgustado al instante. Le preocupaba que pudiera declararse una epidemia en el barco. No sabía hasta qué punto la enfermedad era contagiosa, aunque de momento no la había contraído nadie más, así que seguro que no lo sería tanto como otras que habían arrasado barcos enteros extendiéndose cual reguero de pólvora. Con todo, no dudaba que debían arrojar el cuerpo de Jean al fondo del mar; no estaba dispuesto a mantenerlo a bordo.

Así lo explicó a Wachiwi cuando ambos salieron del camarote donde Jean permanecía arropado con la manta, con aspecto de estar dormido. Le dijo que no podían mantener sus restos en el barco, que tenían que arrojarlo al mar. Ella asintió mientras todavía trataba de asimilar lo sucedido. Se la veía en estado de shock. Lo que el capitán describía no formaba parte de sus costumbres, pero estaba dispuesta a hacer lo que a él le pareciera mejor, así que convinieron en celebrar el funeral esa misma tarde. El hombre quería concederle tiempo a solas con él hasta que llegara el momento, y Wachiwi se dedicó a permanecer a su lado en el camarote, besándole el frío rostro y acariciándole el sedoso pelo. Transmitía una paz absoluta. Entonces la chica cayó en la cuenta de que ese era el significado del búfalo blanco con el que había soñado. Había acudido para llevarse a Jean, y Wachiwi, sentada junto a él, entonó un ligero cántico para rogar a los Grandes Espíritus que lo acogieran y lo mantuvieran a salvo.

Wachiwi parecía devastada cuando cuatro marineros llegaron para colocar el cuerpo de Joan en una camilla y ella tuvo que seguirlos a cubierta. Los demás pasajeros estaban presentes, a excepción de las dos mujeres que apenas habían salido de sus camarotes, puesto que llevaban mareadas casi toda la travesía. Todo el mundo tenía la expresión solemne, y uno de los viajeros se prestó voluntario para leer un pasaje de la Biblia y rezar una oración. El capitán había ofrecido amortajar a Jean con una bandera de Francia, pero Wachiwi prefirió mantenerlo envuelto con la manta. Quería que Jean la conservara para que lo mantuviera caliente. Miró el oscuro y profundo oleaje y le entró miedo al pensar en dejarlo allí, pero comprendía que no había otra opción. Se tapó la boca para ahogar un sollozo cuando dos de los marineros inclinaron la camilla y el cuerpo de Jean, envuelto con la manta, resbaló y cayó silenciosamente al mar. Desapareció casi al instante, y Wachiwi emitió un grito de pesar que era lo que en su tribu indicaba la tristeza por la pérdida de un ser querido.

Permaneció largo rato en la popa del barco, contemplando el océano mientras las lágrimas le resbalaban en silencio por las mejillas. Todos la dejaron sola y, cuando oscureció, regresó al camarote en que Jean había muerto, se tumbó en el lugar que él ocupaba en la cama y lloró toda la noche. No tenía ni idea de lo que iba a ser de ella ahora, aunque le daba igual. Sabía con toda certeza que jamás amaría a otro hombre. Lo que le ocurriera a partir de entonces ya no le importaba. Bien podría haberse arrojado a las aguas con él para seguir su suerte, pero no se atrevió. Era la primera vez en la vida que le había faltado valor.

Por la mañana, regresó a cubierta cargada con las pertenencias de Jean y explicó en su incipiente francés que, en el lugar de donde ella procedía, uno siempre debía regalar las pertenencias del difunto, puesto que él ya no podía utilizarlas. A pesar de que no había cumplido ningún otro ritual sioux en relación con la muerte de Jean, deseaba honrarlo con ese. Entregó sus camisas a los marineros porque tenían aproximadamente su misma talla. Uno de los pasajeros aceptó agradecido los pantalones de gamuza. El capitán se quedó con el elegante abrigo azul marino, aunque le resultaba un poco pequeño. También había un mosquete del que podían hacer uso a bordo. Otro pasajero aprovechó las botas de Jean, y la esposa del hombre agradeció sus libros. Todos y cada uno recibieron algo, lo único que Wachiwi reservó para sí fue la camisa que le estaba bordando a Jean para su boda. Le habría gustado poder darle sepultura con ella, pero no hubo tiempo. De todos modos, la terminaría y la guardaría como recuerdo. Sin embargo, los recuerdos que mejor conservaba de él eran mucho más vívidos; de cuando lo conoció cerca de la cascada; de sus encuentros cotidianos en el lago, sorprendidos, ilusionados, fascinados el uno por el otro; de la terrible lucha con Napayshni y los días que habían tenido que galopar juntos para escapar... De lo amable que había sido con ella... De su delicadeza... De la pasión que los unía y la forma en que hacían el amor... De las palabras que le había enseñado... De los bellos vestidos que le había comprado en Saint-Louis... De cómo la miraba con ternura, amor y respeto... De sus promesas acerca de la vida que les esperaba en Francia... Todo eso había desaparecido con él cuando cayó en el mar, pero Wachiwi sabía que, mientras tuviera un aliento de vida, lo amaría y no lo olvidaría jamás.