5

 

 

Brigitte tenía mucho en que pensar durante los vuelos que la trasladarían de Dakota del Sur a Boston. Solo había estado fuera de casa diez días, pero sentía que su vida había cambiado para siempre gracias a una india de la tribu sioux dakota. Pasó días enteros solo pensando en ella mientras trataba de localizarla en los relatos de transmisión oral. Aún quedaban muchos misterios por resolver sobre su historia. ¿Cómo había conseguido escapar de los crow que la habían raptado? ¿Era la misma Wachiwi que había acabado casándose con el marqués en Bretaña? ¿Era cierto que había matado al jefe de la tribu y había desaparecido? ¿La habría rescatado alguien? ¿Quién era el hombre blanco al que acompañaba, según había leído en uno de los relatos? ¿Y el francés que aparecía en la otra versión? ¿Y cómo se había trasladado de Dakota del Sur a Francia? Brigitte estaba convencida de que la chica era la misma y le resultaba de lo más frustrante no contar con todas las piezas de la historia y los hilos que conectaban unas partes con otras. Tenía la sensación de ser una arqueóloga como Ted y estar buscando fragmentos de huesos para tratar de reconstruir con ellos un dinosaurio entero con el fin de averiguarlo todo sobre él, incluso dónde vivía, cómo murió, quiénes fueron sus enemigos y qué comía. Con todo, tarde o temprano, las piezas casi siempre acababan encajando. Esperaba que con la historia de Wachiwi ocurriera lo mismo. Había pasado unos días muy emocionantes, y se alegró de que su madre la hubiera convencido para que fuera a Salt Lake. Había retrocedido en la historia a partir del punto en que su madre la había dejado y había descubierto una parte completamente nueva: Wachiwi. Brigitte pensaba que ella sola resultaba más interesante que todos los otros antepasados juntos, exceptuando tal vez al marqués.

Del mismo modo que el viaje le había resultado estimulante porque le había quitado de la cabeza todos los problemas y los fracasos, el regreso a Boston la sumió en tal desánimo que la desalentó por completo. El piso se veía lúgubre y cubierto de polvo. Llevaba dos semanas enteras sin limpiarlo, o más, puesto que cuando se marchó ya no se encontraba con muchas energías. Lo primero que vio al mirar la librería fue un estante lleno de libros que Ted había dejado olvidados. Eso le recordó que lo había perdido para siempre, y que no tenía pareja; ni trabajo. Tampoco había recibido una sola respuesta a todos los currículums que había enviado, ni por correo ordinario ni por e-mail. Nadie le había ofrecido trabajo, ni siquiera le proponían una entrevista. Y no había ningún hombre en su vida. Si en el futuro quería tener pareja, le tocaba empezar desde el principio. ¿Y cómo lo haría? ¿Mediante páginas de contactos en internet? ¿Concertando citas a ciegas a través de amigos? ¿Saliendo de copas? Ninguna de las soluciones le atraía, y la perspectiva de empezar a conocer a hombres después de seis años le dejó la moral por los suelos.

Cuando revisó los mensajes, descubrió que Ted la había llamado para despedirse. No la había llamado al móvil, donde era muy probable que la localizara, sino al teléfono fijo y a una hora en la que casi tenía la certeza de que no la encontraría, de modo que se ahorraba las explicaciones. Era una actitud muy cobarde. No quería hablar con ella, y en el mensaje de voz decía que partía hacia Egipto al día siguiente. Mientras ella regresaba a Boston desde Dakota del Sur, él se había marchado. Había desaparecido de su vida. Para siempre. La había dejado para ir en pos de su sueño. ¿Y ella? ¿Qué sueños abrigaba? ¿Conseguir otro trabajo en la oficina de admisiones de una universidad para seguir cribando solicitudes? ¿Terminar un libro aburridísimo sobre el sufragio femenino que nadie leería jamás? Durante diez días la actividad que había emprendido la había tenido enfrascada por completo. En cambio, en cuestión de horas, volvía a sentirse desolada. Tanto como lo estaba su vida. Claro que tampoco podía pasarse el resto de sus días investigando sobre Wachiwi. Su antepasada había vivido hacía más de dos siglos y muchos de los misterios de su existencia jamás se desvelarían, las preguntas quedarían sin respuesta. Brigitte tenía que proseguir con un libro que ya no le interesaba, encontrar un trabajo que no le apetecía hacer y buscar a alguien que sustituyera al hombre a quien en realidad ya no creía amar y que tampoco la amaba a ella. ¿Qué estaba haciendo con su vida? ¿Qué había estado haciendo en los últimos diez años? Ojalá lo supiera. Sin embargo, tampoco sabía lo que deseaba hacer en el futuro. Era una situación muy frustrante. Al final, a falta de algo que la mantuviera ocupada, se fue a la cama.

Por la mañana se levantó temprano y organizó las anotaciones que había tomado en Dakota del Sur y Salt Lake. Quería ponerlas en orden cronológico antes de entregárselas a su madre. A mediodía, había conseguido hacer una relación perfecta y se la envió por fax. Marguerite la llamó a última hora de la tarde, tras haberlo leído y asimilado todo.

—Es fantástico, Brig. Estoy segura de que es la misma joven que se casó con el marqués.

—No puedo demostrarlo, pero yo también lo creo. Debió de ser una mujer excepcional, es bueno saber que estamos emparentadas con ella. Tuvo que ser un pedazo de niña.

Su madre sonrió ante el comentario. De nuevo Brigitte parecía más alegre, pero a Marguerite le preocupaba el rumbo que pudiera tomar su vida.

—¿Y qué hará mi pedazo de niña? —preguntó su madre—. ¿Piensas quedarte en Boston o te vienes otra vez a Nueva York? Sería buen momento para hacerlo, seguramente aquí ganarías más dinero.

—En Boston hay más universidades —respondió Brigitte con lógica—. De momento esperaré a ver quién me responde, y trataré de acabar con el libro.

Claro que resultaba más fácil decirlo que hacerlo. Cuando al día siguiente retomó el libro sobre el voto femenino sintió que le pesaba más que si le hubieran colocado un bloque de hormigón en la cabeza. En comparación con el interés que le suscitaba la investigación sobre Wachiwi, con el libro del sufragio avanzaba menos que si tratara de nadar en pegamento. Simplemente no podía proseguir, y ya no recordaba por qué antes le parecía tan buena idea escribir la obra más importante de todos los tiempos sobre el derecho al voto de la mujer. Esa tarde llamó a Amy al despacho.

—Creo que me he vuelto esquizofrénica —anunció cuando su amiga cogió el teléfono.

—¿Por qué? ¿Oyes voces?

—Todavía no, pero puede que no tarde. De momento, la única voz que oigo es la mía, y me aburre profundamente. Creo que estoy bloqueada con el libro. A lo mejor es porque estoy traumatizada por lo de Ted, pero el tema me asquea.

—Estás pasando por un bache, eso es todo. A mí a veces también me pasa. Sal a pasear, o a nadar, o a jugar al tenis. Haz un poco de ejercicio. Cuando lo retomes, te sentirás mejor.

—Lo he pasado mejor estos últimos diez días que en años enteros.

La voz de Brigitte transmitía entusiasmo al decirlo, y a Amy le encantó oírla así.

—¿Qué me dices? ¿Has conocido a alguien?

—No, es que en Salt Lake he descubierto que entre mis antepasados hubo una sioux. Si es quien yo creo, los crow la raptaron en su poblado, pero se escapó y es posible que en la huida matara al jefe de la tribu enemiga. Y luego tal vez huyó con un francés, o como mínimo un hombre blanco, y de alguna forma consiguió viajar de Dakota del Sur a Francia, donde se casó con un marqués y quizá estuvo en la corte de Luis XVI. ¿No te parece emocionante?

—Mucho. Pero veo que todo empieza por «tal vez» y por «quizá». ¿Qué es lo que sabes seguro, y qué es lo que te gustaría que fuera cierto?

—Espero que todo sea cierto. Algunas de las historias de transmisión oral son un poco vagas, pero su nombre aparece en varias. Y no cabe duda de que se casó con el marqués y mi madre desciende de ella, igual que yo. Por algún motivo llegó hasta Bretaña y se casó con un marqués; y es sioux, eso lo sé seguro. Al averiguar cosas de su vida, me he quedado prendada de ella. Es el tema más interesante sobre el que he leído e investigado en años. Y ahora llego y me encuentro con que tengo el piso sucio y mi novio ha volado y me ha dejado un mensaje de lo más tonto antes de marcharse a Egipto para siempre. De momento nadie me ha ofrecido trabajo, y puede que no me lo ofrezcan; y, además, aunque lo encuentre dudo que me interese. Por otra parte, estoy intentando acabar el libro más aburrido de la historia, cosa que odio. ¿Qué te parece? ¿Qué puedo hacer?

—Me parece que necesitas empezar de cero. ¿Por qué no dejas el libro de momento y te dedicas a escribir sobre otra cosa? ¿Por qué no escribes sobre esa antepasada que parece tan fascinante? Puede que sea mucho más interesante eso que el sufragio femenino.

—Es probable, pero eso significa echar siete años por la borda, y con Ted ya he perdido seis, sin contar los diez que me he dejado en la Universidad de Boston y a los que me han correspondido avisándome de que me echaban con dos horas de margen. Son muchos años empleados para acabar sin nada de nada.

—A veces tienes que soltar amarras. Es como cuando haces una mala inversión; en algún momento tienes que dejar de lado las pérdidas y empezar de cero.

Era un buen consejo, y Brigitte sabía que su amiga tenía razón.

—Sí, pero ¿por dónde?

—Ya lo descubrirás. Creo que necesitas unas vacaciones. ¿Por qué no haces un viaje? Un viaje de verdad, quiero decir, no como el de Dakota del Sur y Salt Lake. ¿Por qué no te vas a Europa o algo así? En internet hay billetes muy baratos.

—Sí, puede ser. —Brigitte no parecía muy convencida—. ¿Te apetece salir a cenar fuera esta noche?

—No puedo —respondió Amy en un tono de disculpa—. Estoy escribiendo otro artículo y tengo que acabarlo para la semana que viene. He tenido a los dos niños enfermos y no he podido hacer nada, así que si no me encierro en casa a trabajar, lo tengo fatal.

Cuando Brigitte colgó el teléfono se sentía mejor, pero no lo suficiente, ya que el desasosiego y el aburrimiento persistían y tenía la impresión de que andaba por la vida sin rumbo, así que pensó en el consejo de su amiga. Tal vez tenía razón. Tal vez debería hacer alguna especie de locura, como marcharse a Europa a pesar de no tener trabajo. De hecho, seguramente era el mejor momento para hacer una cosa así. Quizá podría visitar Bretaña y París y seguir buscando datos sobre Wachiwi. A medianoche estaba decidida a hacerlo, aunque se sentía un poco nerviosa. Y a la mañana siguiente empezó a buscar billetes por internet, tal como le había sugerido Amy.

Encontró un vuelo para el fin de semana siguiente. El mes de marzo no era el más agradable para viajar a Europa en cuanto al clima, pero Brigitte se dijo que no había mejor momento que el presente, ya que no tenía ninguna otra cosa planeada y eso le ofrecería un poco de diversión. Por la tarde llamó a su madre, quien se mostró asombradísima. Wachiwi había devuelto la chispa a la vida de Brigitte. Estaba decidida a explorar su pasado. A su madre le pareció que el viaje a Bretaña y a París era una gran idea. De repente, le había entrado el gusanillo de la investigación genealógica, igual que le había ocurrido a su madre. Sin embargo, lo que fascinaba a Brigitte era Wachiwi, no su largo pasado aristocrático; eso para ella no significaba nada. Wachiwi. La joven sioux que se había enfrentado a las peores circunstancias, había sobrevivido a lo impensable, había conseguido lo imposible y había acabado viviendo en Francia y casándose con un marqués. No cabía encontrar una historia más interesante, ni desde el punto de vista antropológico ni desde el de los estudios de género. Lo que tenía entre manos suponía una ilusión en su vida mayor que para Ted la tan esperada excavación en Egipto. Wachiwi había existido en un tiempo más reciente, y era tan real y parecía tan viva en todos los aspectos que Brigitte había descubierto de ella que no veía el momento de llegar a Francia y proseguir con la búsqueda.

Exhaló un suspiro y guardó todo el material sobre el libro del sufragio en dos cajas de cartón que escondió bajo el escritorio. Tal como decía Escarlata O’Hara, mañana sería otro día. De momento, todo cuanto le importaba era Wachiwi. Lo demás podía esperar.

6

 

 

Wachiwi

 

Primavera de 1784

 

 

Era primavera, y el jefe Matoskah había elegido un buen campamento para instalar a su tribu. Cerca había un río, y las mujeres ya estaban reparando los tipis que habían sufrido los rigores del invierno; habían lavado la tela y la habían expuesto al sol para que se secara. Pequeños grupos confeccionaban las prendas para los meses de verano y el invierno siguiente, y los niños corrían, reían y jugaban alrededor. La tribu del jefe Matoskah era una de las más numerosas de los sioux dakota, y a él se le consideraba el hombre más sabio entre su gente. Corrían innumerables historias acerca de su juventud, de su valor en la guerra, de sus victorias frente al enemigo y de su destreza para montar a caballo y cazar búfalos. Sus cinco hijos despertaban tanta admiración como él, y todos eran hombres sobresalientes, casados y con hijos. Dos de ellos dirigirían la primera partida de caza de búfalos de la temporada, prevista para la mañana siguiente. El jefe Matoskah, Oso Blanco, ya era anciano, pero seguía gobernando a su tribu con sabiduría, entereza y mano de hierro si era necesario.

Su única debilidad, que también constituía la alegría y la luz de su vida, era Wachiwi, la hija que le había dado su segunda esposa. La primera había muerto a causa de una enfermedad en el campamento de invierno durante una guerra contra los pawnee. Matoskah había regresado tras una batalla y la había encontrado tapada con una piel de búfalo, depositada sobre un armazón funerario con la nieve cubriendo su rígida figura. Había llorado su muerte durante mucho tiempo. Era una buena mujer, y le había dado cinco valerosos hijos.

Pasaron muchos inviernos antes de que Oso Blanco volviera a casarse, y la muchacha elegida era la más bella del poblado y más joven que sus hijos. Habría podido elegir a muchas esposas, incluso tener varias a la vez como hacían la mayoría de sus hombres, pero siempre prefería convivir solo con una. Aquella a la que por fin desposó tras entregar a su padre veinte de sus mejores caballos como muestra de respeto por su familia era casi una niña, pero también era sabia y fuerte, y tan bella que le elevaba el espíritu con solo mirarla. Se llamaba Hotah Takwachee, Cierva Blanca, y eso era a lo que le recordaba.

Llevaban tan solo tres temporadas juntos cuando dio a luz a su primer bebé, la única hembra entre los hijos de Matoskah. La madre de Hotah Takwachee acudió para ayudarla cuando llegó el momento del parto, a principios de otoño. Un amanecer nació la niña, sana, guapa y perfecta. Su madre, en cambio, murió al caer la tarde. Oso Blanco volvió a quedarse solo, con la pequeña que Cierva Blanca le había dado. Otras mujeres del poblado se encargaron de criarla y protegerla, y la niña vivía en el tipi de su padre. Oso Blanco jamás volvió a casarse. Salía a cazar con sus hijos y les hacía compañía en el pabellón hasta altas horas de la noche, fumando la pipa y planeando las siguientes partidas de caza y los asaltos al enemigo. Y disfrutaba lo indecible con la niña, que le daba constantes alegrías, a pesar de que no podía manifestarlo abiertamente porque era una hembra. A veces salía con ella a dar paseos por el bosque y le enseñaba a montar a caballo. Era la amazona más valiente de todo el poblado, y más diestra que la mayoría de los hombres. Su habilidad para cabalgar era bien conocida entre las tribus vecinas. Incluso los enemigos habían oído hablar de la alegre hija del jefe, que tenía poderes con los caballos. Oso Blanco estaba orgulloso de ella; y ella creció a su lado.

El jefe de la tribu recibió la primera oferta para desposar a su hija poco después de que esta superara el rito iniciático para convertirse en mujer. La proposición llegó por parte de uno de los hombres más valientes del poblado, mayor que sus hermanos. Era un feroz guerrero y un cazador excelente que ya tenía dos esposas y varios hijos, pero que se había fijado en Wachiwi. A menudo se ponía a tocar la flauta frente a su tipi, pero ella jamás salía a recibirlo, lo que le daba a entender que no sentía interés por él. Y cuando empezó a dejar mantas, comida y, por último, ya desesperado, cien caballos frente a la tienda, la propuesta de matrimonio se hizo oficial y la futura esposa tuvo que rechazarlo abiertamente. Wachiwi insistía en que no quería dejar a su padre, y Oso Blanco, que recordaba a la perfección lo que le había ocurrido a su madre cuando ella nació, tampoco se sentía capaz de separarse de ella; por lo menos, todavía. Sabía que un día u otro tendría que casarse; era demasiado guapa y estaba demasiado llena de vida para no hacerlo. Sin embargo, deseaba tenerla a su lado unos cuantos años más antes de que asumiera las responsabilidades propias de una esposa y todo lo que ello comportaba. No estaba preparado para desprenderse de ella. Al cumplirse los diecisiete veranos de su nacimiento, se había convertido en la muchacha soltera más mayor de todo el poblado, pero era la hija del jefe. Y por fin, en esa época, un joven guerrero de la misma edad que ella captó su atención. Aún no contaba con grandes asaltos ni partidas de caza que lo hicieran excepcional, y tanto Wachiwi como su padre sabían que debería esforzarse para demostrar su valor en las batallas y las cacerías de búfalos, pero al cabo de un par de años lo habría conseguido. Wachiwi estaba dispuesta a esperarlo hasta entonces, y su padre se mostró complacido. Un día el joven sería un buen marido para ella, y mientras tanto Wachiwi podía permanecer al lado de su padre. Oso Blanco no tenía prisa por que el joven Ohitekah se ganara la mano de su hija. Aunque sabía que ese día tenía que llegar, esperaba que fuera más bien tarde que pronto, y mientras Wachiwi era muy feliz viviendo bajo la tutela de su padre. Era la niña de sus ojos, mimada y protegida no solo por él, sino también por sus hermanos.

A medida que avanzaba la primavera tuvieron lugar carreras de caballos y exhibiciones. A Wachiwi se le permitió tomar parte en ellas porque su padre era el jefe de la tribu y ella cabalgaba mejor, con más valentía, rapidez y temeridad que la mayoría de los jóvenes del poblado. A sus hermanos les encantaba hacer apuestas por ella y se ponían eufóricos cuando ganaba. Su padre la había instruido bien, y sus hermanos contribuyeron a enseñarle trucos, de modo que pudieran ganar las apuestas. Era una amazona sin miedo y cabalgaba como el viento. Y siempre que terminaba una carrera o salía a cabalgar con sus hermanos notaba cerca la presencia de Ohitekah, pero, tal como exigía el decoro, nunca lo miraba directamente a los ojos, ni a él ni a ningún hombre. Siempre se mostraba circunspecta y bien educada, aunque tenía mucho valor y mucha entereza. Su padre siempre decía que si hubiera nacido varón, sería un valiente guerrero, pero estaba muy feliz de que fuera una chica y de hecho lo prefería. Ella lo trataba con cariño, lo cuidaba y lo quería mucho como hija.

A Wachiwi le encantaba reírse con sus hermanos, y ellos le gastaban bromas constantemente. Ohitekah también participaba en ello a veces, y resultaba obvio que la admiraba; e incluso en los momentos de juego y pullas junto a sus hermanos la trataba con gran respeto.

La primavera dio paso al verano y se formaron los grupos de caza. Las cacerías de búfalos y wapitis les servían para tener bien llenas las reservas de cara al invierno, y Wachiwi ayudaba a las otras mujeres a confeccionar las prendas necesarias. Las embellecía con cuentas, tal como algunas ancianas le habían enseñado, y añadía con cuidado púas de puercoespín para formar intrincados motivos. Gracias a su estatus, podía llevar las prendas tan adornadas como gustara, e incluso podía bordarse los mocasines. Muchas veces teñía las púas de puercoespín de vivos colores antes de coserlas a sus vestidos de piel de wapiti.

Cuando las temperaturas empezaron a ser más cálidas y los días más largos, se iniciaron las danzas tribales durante los placenteros atardeceres en que los hombres se sentaban alrededor de la hoguera y fumaban la pipa. Siempre había vigilantes que protegían el campamento, ya que durante el verano eran frecuentes los asaltos de grupos de guerreros para robar caballos y pieles, e incluso raptar a mujeres. De vez en cuando también se encontraban con otras tribus para comerciar. En una de esas visitas, Wachiwi compró una bonita manta y un nuevo vestido de piel de wapiti que uno de sus hermanos intercambió por una piel de búfalo, y al trato añadió otro vestido de piel de wapiti forrado de pelo para el siguiente invierno. Todo el mundo convenía en que Wachiwi era la muchacha más afortunada de la tribu, con cinco hermanos que la adoraban y un padre que se desvivía por ella. No era de extrañar que no quisiera casarse. Sin embargo, su inclinación por Ohitekah parecía cada vez mayor. Una calurosa noche, él acudió a tocar la flauta frente a su tienda, y esa vez Wachiwi sí que salió. Estaba claro que celebraba su cortejo a pesar de mantener los ojos clavados en el suelo y la mirada bien apartada de la suya.

Los padres de Ohitekah habían reconstruido su tienda hacía poco, lo que también indicaba que pronto tendría lugar una propuesta matrimonial y empezarían a dejar regalos para la novia frente al tipi de su padre, tal vez durante el cambio de estación o ya en el campamento de invierno. También sabían que antes su hijo tendría que demostrar sus habilidades en las cacerías y en el campo de batalla, aunque ese momento estaba cada vez más cerca. Las grandes cacerías de búfalos habían empezado.

Una tarde de verano Oso Blanco y sus hijos regresaban al campamento tras una de esas importantes cacerías. Ohitekah había salido con ellos y se había portado muy bien. Los búfalos abundaban, y habían cazado muchos. Esa noche tendría lugar una gran celebración en el campamento. Se encontraban de regreso, charlando y riendo entre ellos, cuando uno de los jóvenes del poblado acudió a su encuentro montado a caballo. Les explicó que un grupo de guerreros crow habían asaltado el campamento y que ya se habían dado a la fuga. Se habían llevado caballos y habían raptado a varias de las mujeres, sobre todo a las más jóvenes, para entregarlas a su jefe. Sin pedir más detalles, Oso Blanco y sus hijos cabalgaron a galope tendido junto con los demás hombres en dirección al campamento. Cuando llegaron, la mayoría de los crow habían huido, a excepción de tres rezagados que dieron media vuelta para disparar a Oso Blanco y a sus hombres. El jefe de la tribu no resultó herido, pero dos de sus hijos cayeron muertos al instante, y junto a ellos yacía Ohitekah, hermanado con ellos en la muerte y no en el matrimonio que Wachiwi y el joven tenían previsto. Los sioux entraron en el campamento en el preciso momento en que los crow desaparecían, y vieron que uno de ellos llevaba a Wachiwi bien atada y que ella llamaba a su padre a voz en cuello con los ojos desorbitados. Los crow se alejaron a la velocidad del rayo; sin embargo, Wachiwi tuvo tiempo de ver morir a sus hermanos y a Ohitekah. Gritaba y forcejeaba para enfrentarse a sus captores, pero ni siquiera con los caballos más rápidos los hombres de su tribu lograron darles alcance. Cabalgaron tan deprisa como pudieron durante horas para salvarla y devolvérsela a su padre, pero bien entrada la noche regresaron al campamento agotados y muy disgustados. No habían sido capaces de salvarla. Los crow que la habían raptado cabalgaban como el viento. Oso Blanco los estaba esperando y al ver que volvían sin ella se echó a llorar como un niño. Y, como si alguien lo hubiera hechizado, a fuerza de lamentar la pérdida de su hija fue encogiéndose de modo visible y se convirtió en un anciano. Se le rompió el corazón. Había perdido a dos de sus hijos frente a los crow y también a la niña de sus ojos. Nada podía consolarlo.

Al día siguiente algunos cazadores salieron en busca del campamento crow, pero los guerreros habían acudido de muy lejos. También formaban parte de la familia dakota, pero los sioux y ellos arrastraban una larga historia de enfrentamientos y asaltos. El hecho de haber raptado a la hija del jefe significaba una importante victoria. Oso Blanco sabía perfectamente que, aunque los encontraran, jamás les devolverían a la chica. Wachiwi había desaparecido para siempre. Y lo más probable era que la ofrecieran al jefe de la tribu como esclava o como esposa. Lejos quedaban los días en que era una mujer libre y disfrutaba del cariño y la protección de su padre y sus hermanos. Ahora pertenecía a los crow, y nadie sabía mejor que su padre lo que eso significaba, aunque no conseguía hacerse a la idea. Caminaba despacio en solitario de un lado a otro del tipi; observaba el lugar en que ella había dormido toda la vida, situado frente al de él; contemplaba sus vestidos de piel doblados con esmero, incluso el nuevo forrado de pelo. Oso Blanco se tumbó en el lugar en que ella había dormido, cerró los ojos y la evocó con el pensamiento mientras adquiría conciencia de que se había marchado para siempre y que solo le quedaba esperar la muerte. Deseaba que los Grandes Espíritus no tardaran en acudir a por él. Sin Wachiwi a su lado no le quedaba nada por lo que seguir viviendo. El alma lo había abandonado el día en que ella desapareció.