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Impulsado por un inesperado viento de popa, La Maribelle arribó a puerto unos cuantos días antes de lo previsto. La travesía había durado poco menos de ocho semanas, y Wachiwi permaneció en cubierta preguntándose qué le ocurriría cuando llegara el momento de desembarcar. Conocía el nombre de la mansión familiar que, tal como Jean había mencionado a menudo, era el mismo que el de su prometido; sin embargo, no tenía ni idea de cómo llegar hasta allí ni dónde encontrar a su hermano, o lo que este haría cuando descubriera que Jean había muerto. Tal vez no quisiera saber nada de ella, y entonces no tendría adónde ir. Había entregado al capitán el dinero de Jean para que lo guardara en un lugar seguro; sin embargo, no sabía de qué cantidad se trataba ni para qué le alcanzaría. No conocía nada del dinero de los blancos, ella solo sabía comerciar con pieles y caballos. Por desgracia, en las circunstancias actuales eso no le servía de nada.

El capitán estaba pensando eso mismo cuando tomaron puerto en Saint-Malo. Se preguntaba si acudiría alguien a buscar a la chica, y si la aceptarían sin su marido. Incluso se había planteado hacerle una proposición. Él había perdido a su esposa diez años atrás y nunca había vuelto a casarse. La chica le gustaba, era guapa y ahora estaba sola. Había entregado todo lo que Jean poseía excepto a sí misma. Por eso decidió esperar con discreción para ver qué ocurría.

En el embarcadero, todo el mundo observaba la llegada de La Maribelle, y el mercante tardó un rato en quedar bien amarrado. A ambos lados del puerto se extendían playas de arena y salientes rocosos. Wachiwi observó el paisaje bello y escarpado mientras aguardaba a que descargaran el equipaje que habían llevado consigo. Los pasajeros bajaron del barco emocionados, ansiosos por pisar tierra firme con sus pasos inestables tras el largo confinamiento en alta mar. Descargaron sus baúles y se establecieron los acuerdos necesarios para trasladarlos a sus respectivos destinos. Después de buscar entre los documentos de Jean, el capitán envió a uno de sus hombres a la mansión de la familia, el Château de Margerac, situado a una distancia que podía cubrirse a caballo, para que comunicara al marqués que el barco había llegado a puerto. El marinero regresó al cabo de dos horas sin noticias. Dijo que había informado a uno de los sirvientes y, después de que le dieran las gracias, se marchó y volvió al puerto. No había visto al marqués y no tenía ni idea de si pensaba acudir. El hombre no les había comunicado la muerte del hermano del marqués, puesto que el capitán consideraba que era mejor no hacerlo.

Todos los demás pasajeros habían abandonado ya el barco, y el capitán, con gran amabilidad, le dijo a Wachiwi que podía quedarse tranquilamente a bordo durante las dos semanas que permanecerían allí si no acudía nadie a buscarla. Los dos empezaban a pensar que tal vez el marqués no apareciera. Quizá entre los dos hermanos existieran rencillas que Wachiwi desconocía. Lo que el capitán le ofrecía era una proposición previa a la que a lo mejor llegaría a formular antes de partir de allí. No quería adelantarse a los acontecimientos.

La chica guardaba silencio sentada en la cubierta del barco mientras miraba con tristeza al mar, a un punto cercano a la zona por la que habían arrojado el cuerpo de Jean al océano, cuando el capitán vio un enorme carruaje de color negro tirado por cuatro caballos blancos que se dirigía hacia ellos, escoltado por delante y por detrás de lacayos vestidos con librea y con el escudo de armas de la familia estampado en la puerta. El vehículo resultaba impresionante, y el hombre que descendió de él al cabo de unos minutos, aún más. Era la viva estampa de su hermano solo que más ancho de espaldas, más alto y obviamente una década mayor; con todo, seguía teniendo un aire muy gallardo y por cada poro le rezumaba la nobleza a pesar de su sencilla y discreta indumentaria. Llevaba un abrigo azul marino muy parecido a aquel que ahora el capitán atesoraba con orgullo. De inmediato, el hombre bajó del barco, se dirigió al muelle y ofreció una gran reverencia al marqués.

—Vuestra presencia me honra, señor —dijo con humildad el capitán, y rápidamente escondió su sombrero bajo el brazo mientras el marqués observaba la embarcación, atónito ante la desproporción entre su pequeño tamaño y la travesía tan larga que había efectuado. Sabía que para los viajeros no debía de haber resultado agradable.

—He venido a recoger a mi hermano, el conde De Margerac —explicó, aunque el capitán ya lo sabía.

—Lo sé, excelentísimo señor. —Al decir eso, volvió a ofrecerle una gran reverencia. No solía tener ante sí a nobles semejantes, de tan evidente distinción—. Temo que debo darle una funesta noticia. Su hermano cayó enfermo en mitad de la travesía. A mi parecer fue un absceso faríngeo, una terrible infección de la garganta. Falleció hace poco más de dos semanas y no tuvimos más remedio que arrojar su cuerpo al mar.

El marqués se quedó pasmado en el sitio y miró al capitán como si acabaran de pegarle un tiro. El hijo pródigo, o más bien el hermano pródigo en ese caso, había estado a punto de regresar a casa, pero ya jamás podría hacerlo porque se había marchado para siempre. Era algo del todo imprevisible, y las lágrimas nublaron al instante la mirada del hermano mayor, quien se las enjugó sin pudor alguno. Aunque no había visto a Jean desde hacía cinco años, se sentía muy unido a él y lo quería con toda el alma.

—Dios mío, qué desgracia. Hace tan solo unos días recibí la carta con la noticia de su regreso, y esta mañana vuestro mensajero nos ha anunciado que habían llegado a puerto. Qué horror. ¿Ha enfermado alguien más?

—No, nadie más, señor.

No dijo nada, pero él también padecía dolor de garganta desde hacía unos pocos días, aunque no tenía fiebre y por lo demás se encontraba bien, así que no se había quejado. Tal vez se tratara de un simple catarro, o un enfriamiento. No quería que cundiera el pánico entre los pasajeros durante el viaje, o sea, que prefirió guardar silencio.

—Lo siento mucho, parecía un buen hombre.

—Lo era.

A pesar de los años que su hermano llevaba ausente, Tristan lo quería tanto como antes. Consideraba a Jean más bien un hijo que un hermano, si no ambas cosas, y había muerto. A Tristan se le partía el corazón al pensarlo. Era una noticia desoladora.

—Su esposa sigue aquí, señor —comentó el capitán en voz baja, como si estuviera mencionando el equipaje olvidado de algún viajero, y observó la expresión de desconcierto del marqués, que, al parecer, no sabía nada.

Jean le había anunciado que pensaba casarse con la chica con quien regresaba a casa, no que ya se había casado con ella. Conociendo como conocía a su hermano, dudó de si el capitán decía la verdad o no. Sabía que Jean era capaz de afirmar que estaba casado con la chica con tal de preservar su reputación hasta que la ceremonia tuviera lugar en Francia.

—¿Dónde está? —preguntó el marqués, todavía abrumado por la noticia, y el capitán señaló la cubierta, donde una solitaria figura permanecía sentada de espaldas a ellos, mirando al mar y ajena a la presencia del hermano de Jean.

El marqués asintió, subió al barco y ascendió por una escalerilla hasta donde se encontraba la chica. No tenía muy claro qué decirle excepto que lo lamentaba; sabía que era un sentimiento compartido. El pelo oscuro y lacio le cubría la espalda, y el marqués emitió un ruido para advertirla de que estaba allí. Ella volvió la cabeza despacio y, al verlo, lo reconoció sin lugar a dudas. Era prácticamente igual que Jean, solo que un poco más alto y más serio e imponente, aunque sus ojos desprendían calidez. A punto estuvo de arrojarle los brazos al cuello, pero no se atrevió. En vez de eso, se puso en pie y, tras mirarlo, le ofreció una pequeña reverencia, tal como Jean le había enseñado, mientras Tristan la observaba sin dar crédito. Jean no le había explicado que se trataba de una muchacha sioux. De pronto, reparó en la realidad de lo ocurrido, cosa que lo impactó muchísimo. Jean pretendía instalarse en Francia con una india, solo que él no había conseguido llegar y ella sí. Se quedó mudo durante unos instantes mientras la observaba, tan impresionado por sus orígenes como por su belleza, y le ofreció una reverencia en respuesta a su gesto de cortesía.

—Condesa —saludó, y le tomó la mano para besársela, pero ella no se lo permitió.

—No nos casamos —respondió ella en voz baja—. Íbamos a hacerlo aquí.

No quería mentirle, y prefería contarle la verdad de inmediato.

—Lo sé, por eso me escribió... Pero el capitán me dijo...

Wachiwi movió la cabeza con una tímida sonrisa. No quería aparentar lo que no era ante el hermano de Jean. Ella no era condesa, ya no lo sería jamás. Lo que echaba de menos era a él, no su título.

—Lo siento mucho. Tanto por vos como por mí —añadió él con amabilidad—. ¿Qué haréis ahora? —No tenía nada que ofrecerle, él mismo se sentía perdido. ¿Qué podía hacer con una muchacha india que no tenía adónde ir en toda Francia y que seguro que no disponía de dinero?

—No lo sé. No puedo regresar con mi gente.

Había provocado la muerte de un jefe. Los crow la culparían a ella y a la tribu entera y todos serían castigados con severidad si regresaba. No había ninguna posibilidad de retorno. Jean era consciente de ello, pero su hermano no sabía nada.

—Tal vez podáis quedaros aquí un tiempo hasta que decidáis qué hacer —propuso con dulzura. Veía cuán destrozada la había dejado la muerte de su hermano, igual que a él. Se había preparado para una celebración y ahora tenía que enfrentarse a la pérdida del hermano a quien no había visto desde hacía cinco largos años—. ¿Vendréis conmigo? —preguntó en un tono amable.

Wachiwi movió la cabeza en señal afirmativa y lo siguió. No tenía ningún otro lugar adonde dirigirse.

La chica abandonó el barco acompañada del hermano de Jean. Dio las gracias al capitán en un francés que había mejorado mucho con lo que había aprendido durante el viaje. Y el marqués la ayudó a subir al coche de caballos y explicó al capitán que en breve enviaría otro para recoger su equipaje. Luego la imponente carroza arrancó a gran velocidad y se alejó del puerto dando un brusco viraje en dirección a las montañas. Wachiwi se fijó en los preciosos caballos y sintió ganas de montarlos. Notó que el hermano de Jean la miraba de hito en hito, como si estuviera escrutando su rostro para tratar de descubrir quién era y por qué su hermano se había enamorado de ella. Toda la historia constituía un completo misterio para él. Y, de repente, reparó en una cosa.

—Jean no me dijo vuestro nombre.

Tenía unas facciones agradables, pensó Wachiwi, igual que su hermano menor. Su expresión era más delicada y no desprendía tanto ardor y pasión como la de Jean, aunque su mirada denotaba amabilidad.

—Me llamo Wachiwi —se limitó a responder en francés.

—Sois india, según creo.

No emitía ningún juicio de valor, solo lo afirmaba, a diferencia de las personas con quienes se había topado en Nueva Orleans, que hacían que la palabra «india» sonara como un insulto.

—Sioux —apostilló ella.

—En la corte de nuestro rey conocí a dos de vuestros grandes jefes —explicó mientras se dirigían a la mansión en que se habían criado los dos hermanos—. A lo mejor son parientes vuestros —añadió con la intención de ser educado mientras seguía intentando asimilar que su querido hermano había muerto y que se había embarcado rumbo a Francia con una india. Eran muchas cosas para digerirlas a la vez.

¿Qué haría con la chica ahora? No podía quedarse en su casa para siempre. Tendría que ayudarla a trazar un plan. De momento, residiría en la mansión junto a él y sus hijos. Tristan sonrió para sí mientras miraba por la ventanilla de la carroza. Era muy propio de Jean hacer una cosa así, enamorarse locamente de una india, lo cual por fuerza provocaba reacciones en todo el mundo, y luego morir y dejar que Tristan se las arreglara con la muchacha. Al pensarlo, le entraron ganas de reír y se volvió hacia Wachiwi con expresión alegre. En todo ello había un componente de absoluta absurdidad, y de completo escándalo. Por otra parte, en cierto sentido era maravilloso. Estaba seguro de que la muchacha debía de ser excepcional si Jean la había amado tanto como para querer casarse con ella. Todavía tenía que descubrir qué era lo que Jean había visto en ella, aunque no cabía duda de que era muy guapa. Tristan la miró con expresión paternal y sonrió.

—Bienvenida a Francia, Wachiwi.

—Gracias, mi señor —respondió ella muy educada, tal como Jean le había enseñado a hacer. Y a partir de ese momento guardaron silencio y prosiguieron el viaje hasta la mansión.

A Tristan no le costaba imaginar a Jean sonriendo al verlos juntos desde donde fuera que estuviese, o incluso soltando alguna carcajada. Wachiwi, perdida en sus pensamientos, sentía con fuerza la presencia de su amado, tal como le ocurría desde su muerte. De hecho, ahora que estaba allí lo sentía incluso más cerca.