32
—Para allí —le pido al ver a lo lejos una farmacia de guardia.
—¿Qué?¡No! —niega—. Tienes la rodilla fatal. Vamos directos al hospital.
—¡Te he dicho que pares! —grito. El dolor me hace más agresiva—. Antes de llegar al hospital, quiero arreglar el pequeño problema en el que nos hemos metido.
—No.
—Sí.
—No.
—Esto es absurdo. Podemos pasarnos así todo el día. He dicho que pares —insisto—. No quiero que mi hermano sepa nada sobre esto. Si la pido en el hospital, se enterará y te matará —añado.
—Está bien. Pero no te muevas de aquí. —Aparca en un lado y se suelta el cinturón—. Tazia, que se te meta una cosa en la cabeza, hago esto por ti, porque estás muy alterada, no porque le tenga miedo a tu hermano.
—Menos hablar y más comprar, macho alfa. Me duele la rodilla.
Eso lo activa y sale del coche. Vuelve al cabo de unos instantes con las pastillas en la mano. Me la tiende junto con la botella de agua que mantiene entre los dos asientos.
Me la bebo y respiro en profundidad. Un problema menos.
Al llegar al hospital está toda la tropa esperándome. Mi hermano se apresura a abrir la puerta y ayudarme a salir mientras que Sandra y Netta me bombardean a preguntas.
Con Cosimo en un lado y Aleksandr en otro, voy dando saltos hacia el interior. Por lo menos lo hago hasta que de las puertas automáticas aparece Óscar con una silla de ruedas.
Se acerca deprisa.
—Rubita, si tenías tanta prisa por volver a fastidiarte la rodilla, te habría recomendado algo más divertido —sugiere con una sonrisa—. No sé, algo como tú encima de mí cabalgándome como loca en el suelo duro de la trastienda.
—Cerdo —mascullo al sentarme.
—Me adoras. No intentes negarlo —se burla.
—¿Quién es este payaso? —inquiere Alek—. Deja de ligar y déjanos llevarla dentro, imbécil. ¿Acaso no ves cómo tiene la rodilla?
—¿Payaso? —se burla y lo empuja con el hombro para comenzar a trasladarme a urgencias y decirme—: Cariño, no sé quién este, pero no es el único hombre enfadado hoy aquí.
Giro el cuello para mirarlo. Adoro a Óscar. Lo conozco a la perfección y sé que dice todas estas cosas para distraerme del dolor.
—No es nadie. Tan solo mi jefe. —Muevo la mano descartándolo—. Ahora dime quién es el otro hombre enfadado.
—Tu doctor está dentro.
Al ver cómo se me cae la mandíbula, se ríe. ¡Se ríe! El muy cerdo…
Mi traumatólogo es un hombre… extraño. Es como el hombre del saco para mí y un ángel de la guardia para mí. Es amigo de mis padres y me conoce desde que era pequeña. Tenemos una relación extraña en la que me trata como a una hija. Eso quiere decir que me echa la bronca tanto o más que mis progenitores que, encima, lo alientan. De ahí lo extraño.
Óscar sigue de largo el mostrador de llegada y se dirige directo hacia las puertas que dan a las consultas de urgencias. Al traspasarlas, me recibe la dura mirada del doctor Montero.
—Eres una inconsciente, Tazia Olivetti —me reprende—. No solo te niegas a ponerte la rodillera, sino que te dedicas a ir bailando y saltando por ahí como si no me hubiera pasado contigo siete horas dentro de un quirófano.
Bajo la cabeza, avergonzada.
—No le hable así. No ha sido su culpa. Resbaló por unas escaleras —espeta Alek—. Centrese en hacer su trabajo y deje los comentarios para más tarde.
Montero se limita a alzar una ceja. Este hombre es imperturbable.
—Lo siento —me apresuro a decir.
—No lo sientas. No es culpa tuya. No te dejes amedrentar —me tranquiliza Aleksandr y añade solo para mi hermano—: ¿Cómo puedes dejar que le hable así? Eres su hermano, haz algo o lo haré yo.
—No hables de lo que no sabes, director —responde el aludido—. Este hombre la conoce desde que iba en pañales. Aparte de eso, impidió que quedara coja de por vida. Eso le da derecho a hablarle como le dé la gana.
—La has cagado, guaperas —susurra Óscar.
—¡Cállense de una vez! —No aguanto el dolor. He comenzado a llorar y miro de forma suplicante al doctor—. ¡Ayúdame!
—Tú, el defensor de los indefensos —dice el médico—, hazme el favor de acercarte y subir a la chica a la camilla. Quiero que veas de primera mano por qué soy tan duro con ella.
Aleksandr hace lo que se le dice. Montero, con unas tijeras quirúrgicas, me corta el pantalón de una sola vez y deja al descubierto lo inflamada que la tengo.
—Acércate —le dice el doctor a su improvisado ayudante—. Fíjate bien en lo que pasa si toco aquí.
Me aprieta la rodilla con el toque de un profesional que sabe lo que está buscando, y yo respondo como él seguro que intuía: grito y comienzo a vomitar.
Y todo cae encima de Aleksandr.
«La venganza es un plato que se sirve frío», pienso antes de desmayarme.
Parece que lo estoy cogiendo como costumbre.
Me despierto en medio de esa nube maravillosa en la que no existe el dolor y que solo puede ser inducida por los calmantes.
Aleksandr se encuentra a mi lado. Me está acariciando el pelo y vuelvo la cabeza hacia esa mano amorosa.
—Apreciaría si no tocaras a mi hermana.
—Una pena que no busque tu aprobación. Haré lo que quiera mientras ella me lo permita.
—Ella no está en posición de negarse, ¿verdad? —dice mi fratello—. Ya que estamos teniendo una conversación tan constructiva sobre lo que se puede y no se puede hacer… ¿Me puedes explicar qué pintaba mi hermana en la clínica a estas horas y con la misma ropa de ayer?
—Es adulta, no te concierne lo que haga o con quién.
—¿No existe alguna política de empresa que impida la confraternización de los empleados?
—No. Y deja el tema —ordena—. Te he dicho que no es asunto tuyo.
—Error, jefe. Aquí, el hermano mayor es como una mamá osa protegiendo a sus crías —interviene Sandra—. Si me permites un consejo, no te conviene mosquear al hermano mayor y muy querido de la mujer que estás cortejando…
—No estoy corte… —niega.
Sandra, como es habitual, lo ignora y sigue hablando como si nada.
—… o sea, que si no tratas bien a la familia, te quedas sin jugar a esconder la zanahoria.
—Chicos, ¿pueden dejarlo ya? —pregunta Netta—. Acaba de despertar.
De repente, me encuentro rodeada de gente. Todos se han acercado hasta la cama
—¿Muy mal? —pregunto a nadie en particular.
—Por suerte para ti, no. Tan solo una bursitis. Más de lo mismo para ti —responde mi hermano—. Antiinflamatorios, hielo y nada de moverse durante un tiempo..
Suelto el aire que no sabía que estaba reteniendo y comienzo a llorar del alivio. Si no se ha agravado la lesión, eso quiere decir que podré seguir bailando. No a nivel profesional, ya me mentalicé hace mucho tiempo con que era algo perdido para mí, pero sí podré hacerlo como antes. Poco a poco y sin esforzarme. Lo mínimo para sentirme viva.
—Rubita, me parece que necesitas un enfermero —anuncia Óscar—. Me ofrezco voluntario siempre que mi paciente esté en ropa interior y necesite masajes con aceite.
—Yo la cuidaré —proclama Aleksandr.
—Ni hablar —niego enfáticamente—. Nadie va a cuidarme. No es la primera vez que me pasa y me basto yo solita.
—Mentirosa. La última vez que te pasó, mamá estaba en España. No te dejó levantarte de la cama en dos semanas.
—Cierto —concuerdo—. Da igual. Lo haré yo sola.
—Yo me quedaré contigo. —Otra vez Alek.
—Señor director, agradezco su ofrecimiento, pero tiene una clínica que dirigir. No puede perder tiempo atendiendo a mujeres como yo. —El oportunistas lo omito por no formar follón. Sin embargo, estoy segura de que él lo oye perfectamente.
—Puedo delegar en alguien. Tampoco es tan difícil.
—De aquí a que encuentres a alguien, yo ya estaré curada —refuto.
—No lo creo. —Y levanta la vista hacia Sandra—. A partir de hoy eres la directora sustituta de la clínica Silvia López.
—¿Eh? —farfulla la mujer que nunca tiene respuesta para todo.
—Eso. Ahora eres la manda más. Más tarde te llamaré para explicarte todo con calma —confirma. Luego se agacha y me da un pico—. Voy a mi casa a cambiarme y a buscar algo de ropa. De paso, intentaré dejar todo en orden. En un rato regreso y esperaremos juntos a que te den el alta.
Y así, sin más, como si no hubiera dejado a un cuarto entero de personas anonadadas, se marcha.