7
Llegar tarde al trabajo tiene sus ventajas, como que ya esté todo lo grande hecho. Así que mi jornada laboral consistió en esperar a que llegaran los clientes y recibirlos con mi mejor sonrisa mientras los atendía. Entre medio, pude retomar mi búsqueda de recetas perfecta.
A decir verdad, todavía estoy en ello. Aunque Óscar estuvo ayudándome a decidirme, no saqué nada en claro. Así que aquí estoy, con la nariz metida entre los libros de recetas que tengo esparcidos por todos los rincones de la panadería. Sé que empecé tarde, pero estoy deseando que se acabe el día. He recibido un mensaje de Sandra en el que me dice la dirección de un nuevo local que le han recomendado y la confirmación de que Netta también se apunta a la salida. Estoy deseando ir con ellas. Nada mejor que una noche de chicas para olvidar las inseguridades. Además, quiero ver qué dicen sobre mis nuevos vaqueros pitillo… a lo mejor me arrepiento —ya que suelen ser demasiado sinceras—, sin embargo, mejor eso que ir por ahí con algo que haga que mi culo parezca el capó de un Volkswagen escarabajo.
Tras limpiar todo, me meto en el baño y me cambio de ropa. Salgo corriendo, murmurando un rápido «hasta mañana» y evitando a mi hermano, el cual seguro que querrá llevarme con la excusa de ver a su fragola14, y sé bien, pero que muy bien, cómo acabará todo: con ellos dos pegados, saliva, manoseos, una despedida trágica digna de un fin del mundo lleno de efectos especiales, Netta distraída toda la noche mirando a la puerta con el anhelo pintado en la cara, una excusa barata, una huída y ruido —que si no estoy lo suficientemente cansada— me impedirá conciliar el sueño al llegar a casa. «Mi hermano tiene que cambiar la cama de una vez por todas. Cada vez que la oigo crujir, no puedo evitar acordarme de la película El milagro de P. Pinto y su muy ruidosa cama…».
Consigo escabullirme y voy directa a mi coche. Me subo, arranco y conduzco como si estuviera siendo perseguida por la policía. Ninguna precaución es poca con tal de huir de mi hermano…
Llego al sitio en cuestión, un alto y precioso edificio. Tras comprobar el panel informativo de la pared, veo que el único bar se sitúa en el ático y que se llama Edén. Subo en el ascensor y me dirijo a la última planta. Al traspasar el umbral, un cartel en el que reza «prohibido zapatos» llama mi atención y, al entrar, descubro el porqué de tan rara petición: el suelo del local está cubierto de suave arena tostada. Tienen que tener algún tipo de suelo radiante porque, al pisar, parece que la arena ha estado todo el día al sol, tiene una temperatura perfecta. Al adentrarme, descubro más de la decoración que viene siendo de un tipo Chill-out playero que me enamora al instante.
Cojines gigantes sobre palés, camas balinesas redondas, todo rodeado de tenues luces esparcidas por todo el lugar, que dan la impresión de encontrarse en un eterno atardecer. En definitiva, un aspecto romántico y precioso.
Música suave —no del tipo olas del mar de esas que te dan ganas de ir al baño cada dos por tres— ameniza el ambiente. Todo es perfecto. «Definitivamente es el edén».
Veo a las chicas acostadas en el fondo y me dirijo a ellas con los zapatos en la mano. Me cercioro de que me ven y hablo:
—Vean, chicas, y sean sinceras, ¿qué tal me veo?—les pregunto, a modo de saludo, a la vez que doy una vuelta sobre mí misma pasando la mano por el tejido vaquero.
—¡Te quedan genial! —exclama Netta—. Ya te dije que lo harían. No entiendo porqué no me haces caso. Tengo un gusto excelente y un ojo clínico para la ropa…
—La reina de la modestia tiene toda la razón —dice Sandra—. Eres tan adicta a esos vestidos de niña bien, tan morbosos, que le has cerrado la puerta a un buen tejido vaquero.
—¡Eh! Que sí me los pongo —me quejo y añado con la boca pequeña, ya que me da vergüenza admitirlo—, pero solo cuando hace falta que haga algún trabajo como cargar un mueble o vamos de barbacoa… No les encuentro el uso para nada más.
—¿Ni siquiera en la adolescencia? —me interroga Sandra. Sacudo la cabeza, negándolo—. Pues siento decirte que si nunca te pusiste unos de esos vaqueros elásticos y desteñidos junto con alguna plataforma horrible que parecía sacada del armario de Frankenstein, Taz, no viviste la juventud a tope.
—¡Verdad! —concuerda la novia de mi hermano.
Las miro horrorizada mientras debaten entre ellas sobre tops cortos y aros en el ombligo. En esencia sé de lo que hablan, solo que para mí parece como si hablaran de bioquímica avanzada, ya que durante esa época (y durante casi toda mi vida, incluido el presente), mi armario estuvo repleto de ropa de baile y viejos vestidos de mi madre. El amor por la ropa y por el estilo antiguo me viene de lejos.
Mientras las oigo, no puedo evitar sentirme un poco excluida, no obstante, ese sentimiento me dura muy poco. Netta, sin parar de parlotear, me hace un gesto con la mano para que me una a ellas a la vez que se rueda hacia un lado. Sandra copia el gesto hasta que entre las dos queda un hueco para mí. Sin pensármelo, me sitúo boca abajo entre las dos, que, al terminar de acomodarme, vuelven a ocupar su antiguo lugar pegándose a mi cuerpo.
—Basta ya de hablar de moda —dice Sandra—. Esta señorita tiene que contarme, contarnos —rectifica—, algunas cositas que parece que se le han pasado. Muy mal hecho, Tazia. Entre amigas nos contamos todo —me reprende.
—¿Yo? —pregunto con confusión. No tengo ni idea a qué se refiere—. Te recuerdo que esta mañana nos vimos y que, que yo sepa, no me ha pasado, desde entonces, nada digno de mención.
—Cuéntale, cuéntale —la insta Netta—. Si no me estuviera muriendo por ver la cara que se le quedará, te diría todo lo contrario. Creía que me querías, cuñadita, pero ya veo que no, o por lo menos, no lo haces lo suficiente —se lamenta, melodramática—. Si lo hicieras, serías capaz de contarme cualquier cosa.
—De verdad, chicas. No sé de qué hablan… Y tú —señalo a la novia de mi hermano—, deja de intentar hacerme sentir culpable, estúpida. En serio, admito que muchas veces me hago la sueca, sin embargo, en este caso, estoy en blanco.
Sandra me sujeta por la barbilla y me obliga a mirarla durante unos segundos.
—Me has convencido —me dice—. Por eso voy a deleitarte con una pequeña historia. Esta mañana, al irte, fui a hacer la ronda por el recinto, nada nuevo porque siempre la hago sobre esa hora, iba a subiendo hacia la segunda planta cuando me topé con Alek.
—¿Y? ¿Qué tiene que ver eso conmigo? —La corto—. Estoy esperando la parte que supuestamente tiene que interesarme.
—Y, como feminista declarada que soy…
—Te refieres a cotilla no declarada, ¿verdad? —se mofa, interrumpiéndola otra vez, Netta.
—… no pude evitar preguntarle por la nueva política de vestimenta de la empresa y si iba a tardar en poner en el tablón del personal las nuevas directrices respecto a la indumentaria que tienen que llevar los empleados que no utilizan un uniforme médico, ya que, a lo mejor, tenía que solicitar un aumento de sueldo para comprarme ropa. —Toma una respiración profunda—. Claro que, cuando le pregunté, tenía en mente pedirte prestados algunos de tus vestiditos y sacarlo de quicio un poco.
—Eres una revolucionaria —me burlo—. Tendrías que haber nacido en la época en la que las mujeres se dedicaban a quemar sus sujetadores por las esquinas…
—No entiendo por qué estas dos me interrumpen cada dos por tres. Todo el mundo me dice que tengo una voz creada para la narrativa —expone para sí misma la pelirroja—. ¿Me vais a dejar acabar de una vez o qué? Porque no puedo estar aquí todo el día.
—No te engañes a ti misma, Sandra. Mientras el tráfico de bebida y de hombres guapos siga su curso, puedes estar aquí hasta el fin de los días —le dice Netta.
Su amiga, al oírla, asiente; levanta una ceja y me señala con el dedo, como diciendo que mi respuesta es la que más le importa. Mi curiosidad hace que, muy a mi pesar, le copie el gesto y asienta efusivamente para que continúe.
—Pues como iba diciendo antes de que me interrumpieran: me dijo que nada había cambiado. Que todos los que no sean personal sanitario podrían vestirse como quisieran. Me puse tan contenta y le solté como si nada: «ya decía yo que Tazia tenía que estar confundida». Me frunció el ceño y me preguntó con ese vozarrón tan espectacular: «¿sobre qué se encuentra confundida la nueva profesora? Creía que le había explicado bien todos los detalles referidos al empleo» —me dice imitando a la perfección el tono de Aleksandr.
—Me lo dejó todo muy claro —le aclaro, y ella, para no variar, me ignora descaradamente.
—Y yo, que soy más lista que el hambre y sé cómo llevar a la gente a mi terreno, dejo caer como si nada: «no sabes lo contenta que se pondrá Tazia cuando se entere de que puede seguir usando esos vestidos tan recatados que le gusta tanto lucir. La pobre se llevó un disgusto tremendo con eso de que podría incitar a la lujuria a los pacientes».
»Me estaba retorciendo mentalmente mi inexistente bigote en señal de victoria y me suelta: «y no puede». Imagínense mi cara cuando me confirmó sin ningún pudor lo que tú, Tazia, me habías contado. Comencé a despotricar sobre la independencia de la mujer, el sufragio universal y como no podía ejercer en la clínica una dictadura absolutista que estaba en contra de años y años de lucha femenina contra la opresión de los varones.
Me incorporo y me coloco de rodillas. Ni siquiera imaginarme a Sandra soltando palabras como esas hace que me ría (bueno, tal vez un poco).
—En realidad, sí que puede Sandra —la corrijo—. El sitio es suyo. Con que te exponga sus condiciones antes de entrar a trabajar y tú las aceptes, ya vale.
—Veo tu lógica, y es aplastante —dice Netta—. Aquí la rubia tiene razón, amiga mía. Para que después digan que las rubias son tontas.
Le doy un toque en la cabeza por su insolencia.
—¡Estúpida! —me río.
—No recordaba ese pequeño detalle cuando me puse en plan acoso y derribo en contra del macho alfa y sus dictados falócratas —explica y añade, copiando mi posición sobre el colchón—: Tal vez debería pedirle perdón… o no. —Se gira y se sienta—. Lo pensaré mejor mientras me tomo un copazo. A poder ser con una maravillosa y colorida sombrillita incorporada. Es asombroso como ese pequeño detalle consigue que cualquier cosa sepa mejor—murmura para sí misma, mirando de un lado a otro en busca de algún camarero.
—Lo que sí que resulta asombroso es como ese pequeño complemento consigue convertirte de forma automática en la más hortera del local —me burlo.
—¿Perdona? —me dice mirándome fijamente a los ojos. Su cara y tono de indignación no me sorprenden. No es la primera vez que la oigo defender a capa y espada a las dichosas sombrillas de papel—. Es retro. Re-tro —puntualiza—. Aprende un poco, amiga. Para alguien que está loca por ese estilo, parece que no estás muy informada.
—No exageres, Sandra —le reprocha Netta—. Te conozco desde los dieciséis y a esa edad también eras una fan incondicional. ¿Te has olvidado de cómo me hacías vigilar para poder pillarlas de las barras de cualquier bareto en las que las viéramos? Un poco penoso. Estabas, y estás, enganchada a esas cosas horripilantes.
—Pero ¿todavía no te has dado cuenta? Incluso en mi tierna adolescencia sabía que eran, y siempre serían, algo top en mi vida. Soy una visionaria. —Se levanta—. Ahora voy al baño. Si el camarero se digna a aparecer…, ya saben lo que me gusta. Y por su bien, y si tampoco quieren comer arena, no se olviden de pedir la sombrilla.
Se marcha murmurando algo así como: «hortera, dice…».
14 Fresa.