20
Al día siguiente, el día de la visita familiar, me convierto en un sujeto pasivo, contenta solo con observar la interacción que se produce a mi alrededor. Los pacientes se ven radiantes y relajados.
Y, ¿por qué no decirlo?, la pannacotta ha sido un éxito. Me deleito al escuchar las felicitaciones que reciben por ella y viendo los sonrojos que esas palabras provocan en mis alumnos.
Casi todos se acercan o me hacen señas para que lo haga y, al hacerlo, me presentan. Solo oigo halagos y los doy en respuesta. Cosa que me sale rápido y fácil, ya que solo tengo cosas buenas que decir sobre ellos.
Al rato, decido dar una ronda por los alrededores. Al pasear por los jardines y ver a los niños jugar entre ellos, se me ocurre una idea que hace que mi necesidad de ayudar a Aleksandr con su tristeza interior y mi obligación moral de agradecerle lo del estudio queden satisfechos.
Bueno, al menos eso creo. Mi propuesta es algo estúpida e infantil, y no estoy segura de que vaya a aceptar. Aun y así, lo intentaré. Si se ríe en mi cara, me sacudiré el orgullo y a otra cosa.
Ahora tengo que buscar la manera de proponérselo sin sonar como una loca.
Encuentro al susodicho en su despacho. A través de la puerta abierta, lo veo rasgueando distraídamente una guitarra con una melodía que no conozco. Noto como sus dedos acarician las cuerdas, enfocando mi atención en ese simple gesto.
Un cosquilleo comienza en mi estómago, haciéndome consciente de algo de lo que nunca me había dado cuenta antes: los músicos son sexis. Y este que tengo delante es el rey de todos ellos.
Paseo mis ojos hasta su cara, queriendo ver el aspecto que refleja. Lo que hay allí no es para nada lo que me esperaba. No es la pose del típico chico malo y taciturno, muy al estilo de James Dean. No. Su expresión reverbera desolación y enfado.
Doy unos suaves golpecitos indicando mi presencia. Levanta la cabeza y no dice nada. Por un segundo, permite que vea su desamparada mirada.
Me acerco despacio, como si se tratase de un cachorro herido, dejando que se acostumbre a mi presencia. Me siento en una de las sillas que hay libres y espero a que me hable.
Sigue observándome casi sin parpadear. Y como si de un sueño se tratase, de repente, suelta el instrumento y es como si nada hubiese ocurrido. Todo rasgo de debilidad ha desaparecido de su cara, reemplazada por una máscara de profesionalidad.
—¿Va todo bien, Tazia?
—Oh, sí. Todo va estupendamente —lo tranquilizo—. Todos se están comportando de maravilla. Hemos vivido un momento bastante emotivo al llegar de sorpresa la pareja de Jaime. El pobre fluctuaba de la risa al llanto todo el tiempo.
—No estaba seguro de si iba a venir hoy. Me ha mandado un email en cada visita programada que hemos tenido confirmando su presencia. —Sonríe—. Me alegro de que por fin se haya atrevido a hacerlo.
—Fue tan romántico. Se dieron un abrazo tan cargado de sentimientos. Sufrí un empache de amor. —Suspiro y prosigo—: Los chicos de Raquel improvisaron un partido de futbol en el patio al que casi todos los presentes se unieron.
—Eso está muy bien. ¿No todo tiene que ser lágrimas, no? Todos, pacientes y familiares, se merecen un poco de diversión.
—Cierto —coincido—. Dicho esto, me alegro de haberme incorporado tarde a la clínica, no sé si mi corazón habría resistido todo ese llanto y sufrimiento.
—Tienes un corazón blando, balerina. Me gusta eso de ti.
Carraspeo y decido cambiar de tema. Sobre todo porque estoy confundida por lo bien que me sienta escuchar que le gusta algo de mí.
—¿Qué sueles hacer para divertirte, Alek? ¿Prácticas algún deporte masculino de equipo, de esos que te hacen crecer el pelo del pecho o juegas a algo… yo que sé, a cualquier cosa? —le pregunto tanteando un poco sobre sus aficiones e intentando llevarlo hacia el camino que me hizo ir hasta su oficina en primer lugar.
—Ningún equipo para mí. Y respecto a los juegos… Yo no sé jugar, Tazia —me responde.
—¿En serio? —le cuestiono fingiendo incredulidad, usando un tono que quiere decir: «me cuesta creerlo. Todo el mundo lo ha hecho alguna vez. Todos hemos sido niños, ¿y qué hay más dado a los juegos que ellos?»—. ¿Qué haces para entretenerte?
—Salgo a correr con mi moto, torturo alguna guitarra, voy a conciertos, follo… —me dice, asombrándome con su vehemencia.
Estoy segura de que lo último lo ha dicho para incomodarme porque mi entonación anterior no le hizo nada de gracia. No lo va a conseguir. No, señor.
—¿Y el piano? —pregunto sabiendo el amor que le tiene a ese instrumento.
—El piano me sirve para evadirme. Para recordar, para olvidar… para no ignorar el pasado.
Con esas palabras me lo ha dicho todo y no puedo evitar sentir una pena tremenda. Yo tuve una infancia plena, divertida, repleta de juegos y mimos. Él no tuvo ninguna de esas cosas.
«Ya está», pienso mientras lo observo, «ya tengo mi entrada»
—Yo te enseñaré a jugar, Alek —afirmo sin esperar su permiso.
Por la forma en la que se le han abierto los ojos, me doy cuenta de que lo he sorprendido. Mejor, a ver si se percata de una vez de que soy más que una rubia consentida, como estoy convencida que piensa sobre mí.
—¿Sí? Y a que jugaremos, ¿al teto? —me pregunta con sorna, ya repuesto de su sorpresa inicial—. Mira por dónde, ese es un juego que sí que me sé.
—No, estúpido —lo corto mientras pienso sobre qué hacer—. Voy a planear para ti un calendario de actividades que toda persona tendría que haber hecho en la infancia.
—¿Cómo cuáles? Te advierto que ya estoy mayor para parques infantiles —se burla. Aunque está intrigado, lo noto. He conseguido llamar su atención.
—Todavía no estoy segura, no he pulido todos los detalles. Alek, deja de ser tan quisquilloso —le digo intentando ser sincera—. Estoy improvisando sobre la marcha. No obstante, sí que estoy segura de algo: algunas de las cosas que hagamos parecerán una chorrada, pero quiero que lo veas desde un punto de vista infantil. No vale quejarse.
—Es una locura… —murmura para sí mismo, sin embargo, enfrenta mi mirada y dice—: Acepto. ¿Cuándo empezamos?
—Alto ahí, muchacho. Primero, quiero un compromiso por tu parte —le exijo apuñalándole el pecho con mi dedo índice—. No me curraré nada para que me acabes diciendo dentro de unos días que has cambiado de idea.
—¿Y qué tengo que hacer para que me creas, un juramento de sangre o algo por el estilo?
—Tu sarcasmo me repatea, Aleksandr. —«Aunque tiene su punto», me digo.
Será su palabra contra la mía, un riesgo que no estoy dispuesta a correr. Le miro la mano y me fijo en su meñique. Más concretamente, en la pequeña alianza que lleva en él.
—Como parte de tu compromiso a aceptar encontrarte conmigo de una a dos veces en la semana durante un mes de diversión infantiloide, me dejarás, como prenda de buena fe, ese anillo tan reluciente que llevas y que no te he visto quitarte nunca.
—Es la alianza de mi madre, también perteneció a mi abuela. —En un acto defensivo, levanta la mano y comienza a hacer rodar el aro—. Me dijo que solo me la quitara para dárselo a la chica adecuada.
—Por suerte para ti, no quiero que te arrodilles y que me pidas matrimonio, ni siquiera me la pondré —aclaro—. La dejaré a salvo en mi joyero y te la devolveré al acabar el mes.
—Debo de haber perdido el juicio —murmura para sí.
Se quita el anillo y alza el brazo. Levanto el mío y y lo extiendo para tenderle la mano.
—Hace años que no me separo de esta joya —dice posando el aro en mi palma, pero sin llegar a soltarlo. Por la marca blanca que luce su dedo, le creo—. Estoy confiando en ti con mi objeto más preciado. No me falles.
—No te preocupes. No lo haré —juro con una sonrisa que refleja mi anticipación y mi entusiasmo—. Vamos a divertirnos juntos, Alek. No te vas a arrepentir.