19

Lo acompaño hasta una parte de la vieja casona en la que nunca había estado. Se detiene ante dos puertas dobles y, en un gesto muy similar al de película de espías (que me sorprende totalmente por lo incongruente y absurdo que parece algo tan moderno en una casa que, aunque reformada, posee una apariencia antigua), escribe una clave en un teclado lateral y estas se abren.

Pasa y lo sigo dentro.

—Esta es un área privada dentro del centro —me explica sin detenerse—. Es en donde vivo.

Mientras lo persigo, no puedo evitar echar un vistazo. La curiosidad me mata por dentro. Un gran despliegue de muebles de estilo Luis XV me saludan por donde quiera que paso la mirada; algunos cuadros, igual de antiguos que el mobiliario, y fotos en blanco y negro adornan las paredes; algunos instrumentos, de cuerda y percusión, de diferentes épocas, apoyados de forma aleatoria aquí y allá, completan la decoración.

No cabe duda de que se trata del hogar de un músico. Imagino que si Beethoven o Mozart vivieran en la actualidad, lo harían en un lugar muy parecido a este.

Alek se detiene, y voy tan distraída que acabo chocando contra su espalda.

—Lo siento —me disculpo de manera distante, ya que, con mis manos colocadas en sus omóplatos, puedo sentir el calor que desprende su cuerpo—. Estaba distraída. Tu casa, por lo menos lo poco que he visto hasta ahora, es preciosa.

Me separo de su cuerpo un poco a regañadientes y me posiciono a su lado.

—No te preocupes. —Agarra el pomo de la puerta que tiene en frente y me dice—: Esto que voy a enseñarte es un lugar sagrado para mí y, por lo que representa, me duele que esté casi en desuso.

Ahora sí que tengo verdadera curiosidad. Lo de antes era tan solo una broma en comparación. Lo que siento solo puede equivaler a lo que sintieron los responsables de WikiLeaks al abrir su primer archivo confidencial. Estoy casi salivando.

Mi fantasiosa mente va desde un cuarto lleno de trajes de animales ideales para la escena furry21 inquietante, hasta un cuarto rojo del dolor (sí. Hasta yo he leído esos libros), pasando entre medias por una gran y preciosa biblioteca tipo peli La bella y la bestia.

Lo que sí que de verdad no espero es lo que veo cuando por fin abre la puerta: un gran piano de cola, paredes repletas de espejos y barras de ballet, y en la esquina, un viejo tocadiscos y más discos de los que puedo contar a primera vista. Es un gran y precioso estudio de música y danza.

Entro sin esperar permiso y me permito maravillarme al tiempo que doy vueltas sobre mí misma hasta acabar en el centro de la sala. Mi reflejo me persigue gracias al efecto reflectante de los cristales alrededor. Me detengo, cruzo miradas con Alek y me fascino con la expresión que tiene su rostro en estos instantes. Una mezcla de sentimientos: sorpresa, ilusión, algo de añoranza y felicidad, muchísima felicidad, que creo no se da cuenta que trasmite, convierten su cara, de por sí ya perfecta, en algo extraordinario.

Le brindo una sonrisa que sale de dentro de mi corazón.

—¿Te das cuenta de que tan solo podrás echarme de aquí con la ayuda de una palanca, algo de violencia física y cloroformo, verdad?

—No creo que sea necesario. Cuando tomé la decisión de traerte aquí, sabía que era una posibilidad el levantarme un día y encontrarte acampando en medio de la sala de estar. —Se acerca—. Ahora en serio, estaba convencido de que lo apreciarías. Y no me has decepcionado.

Toma una pausa y va a sentarse en la banqueta del piano.

—Quiero que la uses.

—¿Có…cómo? —balbuceo—. Creo que no te he oído bien.

—Quiero que la uses, Tazia —ratifica—. Antes, cuando estuvimos fuera hablando y me dijiste que por venir aquí casi no podías practicar, me quedé pensando en ello. Como te dije, no lo veo justo. Y si puedo hacer algo para arreglar la situación, ¿por qué no hacerlo?

—No sé qué decir...

—Con un simple «gracias» me vale —dice.

—No quiero ser una molestia. —Dudo.

—Nada de eso. No me cuesta nada dejarte el estudio, Tazia —asegura—. Al contrario, me complace. Le darías uso a una habitación desaprovechada, y estoy seguro de que a mi madre le encantaría.

—No me puedo creer que hayas usado la baza de la madre…

—¿Ha funcionado? —El tono pícaro en su voz lo hace parecer más joven y despreocupado. Me gusta.

—Sí, Alek, ha funcionado —respondo—. Acabo de ver este lugar y ya lo adoro. No hacía falta utilizar esa sucia artimaña.

Me aproximo a él y le hago un gesto para que se ruede. Pilla el gesto y se arrima a la orilla del asiento para dejarme un hueco. Me acomodo, dentro de las posibilidades, y comienzo a hablar.

—¿Cómo es que tienes una habitación como esta…? ¿No me digas que bailas y has guardado esa información para ti? —lo interrogo—. Malo, Aleksandr. Eres un niño malo.

—No. Nada de eso. Lo único que hago yo aquí dentro es tocar el piano —responde. Y es una pena. Creo que se vería estupendo en mallas, sobre todo en la parte trasera—. Tendrías que darle las gracias a mi madre, fue idea de ella montar todo esto. Era cantante de ópera y, algunas veces, aspirante a bailarina. De ahí las barras y los espejos.

—No te preocupes. Lo haré. Dime su dirección y le mandaré una cesta de agradecimiento.

Abre la tapa del piano y toca algunos acordes.

—Te agradezco el gesto, pero no creo que sea posible… Mi madre lleva algunos años muerta.

—Asumí que… como antes te referiste a ella, creí, pensé… —intento vocalizar correctamente, sin embargo, me es imposible. El shock no me deja—. Lo siento.

Acabo mi parloteo con esas simples palabras que me saben a poco. Pero ¿qué más se le puede decir a una persona en momentos como este?

Mientras yo rezo al patrono de los inoportunos para que, por orden divina, se abra un agujero negro que me succione por bocazas, Alek sigue tocando. Lo que antes era tocar por tocar, se ha convertido en una pieza preciosa que reconozco al instante: Sueño de amor, de Franz Liszt. Una melodía preciosa por la que estuve obsesionada en la adolescencia. Leía libros sobre tiempos pasados y países lejanos, repletos de romanticismo y distintivos héroes vestidos en kilt o sombreros de copa. A tanto llegaba mi empecinamiento, que incluso la usé como tono de llamada en mi viejo Nokia.

«Lo sé. No fui una adolescente promedio».

No lo oigo emitir ni un sonido durante el tiempo que dura la composición. Miro su cara y me encanta lo que veo. Su rostro es una máscara de pacífica concentración que no quiero perturbar.

Al acabar, deja los dedos sobre las teclas, acariciándolas, recreándose en ellas.

—Ha sido maravilloso —afirmo admirada.

—Era la favorita de mi madre —reconoce con la mirada clavada en la composición blanca y negra que forma el teclado que tiene delante.

—Tu madre era una mujer con un gusto musical excelente. Sueño de amor es… especial. Una de mis favoritas de todos los tiempos.

Gira el cuerpo hacia mí.

—¿La conoces?

—Esta conversación se está pareciendo demasiado a una escena de Crepúsculo —me burlo—. No suenes tan sorprendido. Te recuerdo que era, soy bailarina. —Me reafirmo a mí misma. Que no sea profesional no quiere decir que no lo sienta—. Lo clásico es lo mío.

—Cierto. No tengo excusa para olvidarlo. Cada vez que toco esta canción me desvío un poco del camino, ¿comprendes?

—Siento si hablar de ella te ha dado malos recuerdos. No era mi intención.

—¿Sabes? Aprendí a tocar esta canción con ochos años. Mi padre solía tocarla para mi madre al conocerla, la enamoró con música clásica, suya o de otros, pero esta era su favorita. Cuando dejó de dedicarle canciones, y tiempo, ella se deprimió. Lloraba a todas horas y no sabía qué hacer para consolarla. Se me ocurrió que si tocaba para ella como solía hacer mi padre, la alegraría.

»Practicaba por las noches, con el piano de papel con el que mi padre me daba clases, y durante el día, en este mismo piano hasta que llegó a ser perfecta.

—Tu mamá tuvo que ponerse muy contenta. Seguro que le entusiasmó la sorpresa.

—Sí. Lo hizo —responde y regresa la atención al piano—. Se asombraba y enorgullecía de mi talento…

—¿Ves? Lo sabía —lo interrumpo.

Me ignora y sigue hablando.

—… Y más tarde lo maldecía. Cuando el alcohol le hacía efecto. —Comienza a tocar una pieza que no reconozco—. Bueno, para ser sincero conmigo mismo, no siempre era así. La verdad es que alternaba entre el odio absoluto por parecerme demasiado a mi padre y demostrarme su amor de esa manera intensa y abrumadora en que demuestran el afecto los adictos crónicos.

Estoy muda. Tan solo lo escucho tocar lo que resulta ser una melodía intensa y, al mismo tiempo, desgarradoramente triste.

—Por esa razón congeniaste con Iván y te preocupas tanto —reflexiono—. Te ves reflejado en él.

—Tal vez… La diferencia entre él y yo es que su madre lo quiere tanto como para ansiar mejorar. Quiere ser buena para su hijo. Mi madre… Con ella todo era diferente. Sé que me quería, pero amaba más a mi padre y lo que él podía proporcionarle. —Me contesta sin dejar de tocar, y sus palabras mezcladas con las notas me desgarran el alma—. Mónica, en cambio, ama a su hijo más que a sí misma y aunque es duro, está luchando. Sabes que ella no solo es adicta, también es una enferma mental. Ser bipolar no fácil. —Suena casi orgulloso, como un padre. La tesitura de la canción cambia a algo aterrador—. Dime, Tazia, ¿soy mala persona por desear que mi madre hubiera luchado por su vida, amado a su niño, la mitad de lo que esa mujer que se encuentra ahí abajo, esa madre enferma y drogadicta, quiere y lucha por su hijo?

Lo siento tensarse. Nuestros costados están unidos y siento como casi se convierte en piedra. Está esperando mi respuesta, mi sentencia.

—No. Eres normal. Todo hijo espera que sus padres lo den todo por ellos. Por lo que me has dicho, tu madre era alcohólica y no te trataba como debería. —Se va relajando, por lo menos lo hace hasta que formulo mi próxima pregunta—. ¿Y tu padre, que hay de él?

—Mi padre era un hijo de puta abusivo que disfrutaba anulando a su mujer entre lecciones y más lecciones de piano y música a su hijo. —Golpea con fuerza el teclado—. ¿Sabes que mi madre comenzó a beber por su culpa? Tenía que evadirse de alguna manera, y esa fue la única que encontró que estaba al alcance de su mano. No soportaba no llegar a ser nunca suficientemente buena para él

—Lo siento, Alek. Nadie debería tener que sufrir algo así.

—Mi mente racional entiende que mi madre era una mujer dependiente que mantenía una relación toxica con mi padre, sin embargo, mi corazón es otra historia…Mi yo infantil no entendía, ni entiende, porqué yo no era suficiente para ella.

—No controlo mucho del tema, pero por lo que dices, se ve que tu madre era una mujer frágil emocionalmente. No sé, tal vez tenía la autoestima baja y pensaba que tu padre era el único que podría darle el amor y cariño que necesitaba.

—Lo he pensado. Dios sabe que lo he pensado a fondo. Tienes que entender una cosa, Tazia, mi madre era rica. Venía de una familia rusa muy antigua, dueñas de casi todo lo que se podía comprar y orgullosos de su herencia artística. Mi tatarabuelo, o algo así, fue un compositor bastante famoso de la época. Me llamo Aleksandr en su honor. Y como mi padre adoptó el apellido de mi madre al casarse, incluso el apellido es el mismo. Se esperaba mucho de mí…

—No entiendo por dónde vas… —Y es la verdad. No comprendo por qué me cuenta todo esto.

—No eres para nada paciente, Tazia —me reprende, pero lo veo embozar una pequeña sonrisa—. Quiero que sepas todo para que puedas juzgar con conocimiento de causa.

—Está bien… —cedo a regañadientes y añado—: Para otra ocasión, agradezco los aperitivos. Hace que cualquier historia suene mejor.

—Impaciente y descarada. Me gusta. —Vuelve a mirarme—. Lo que te quiero decir es que mi madre era una mujer que lo tenía todo. Conoció a mi padre en el Conservatorio Tchaikovsky de Moscú. Los dos estudiaban allí. Los dos tenían talento. Y como en las historias románticas, la chica rica se enamoró del pobre, extraordinario y extranjero chico becado… Al final, terminaron imponiéndose a la familia de ella y casándose.

»No contaron con que el amor por sí solo no es suficiente. Mientras mi madre comenzó a despuntar como soprano, su marido, mi padre, no tuvo tanta suerte.

—El pobre —me lamento. No es mi caso, pero tal vez esté empatizando con su progenitor porque sé lo que es tener la aptitud y la preparación y no poder ejercer de lo que te apasiona.

—No lo compadezcas tan rápido. No es el bueno en esta historia.

—Vale. Pero es difícil ser solo una oyente pasiva, ¿sabes? La mente tiende a trabajar por sí sola. —Me dedica una mirada que señala con bastante claridad: «¿Quieres callarte de una puñetera vez?»—. Vale. Nada de interrupciones.

—Como iba diciendo, mi padre no lo consiguió. Tal vez tuviera que ver con que se creyera un iluminado de la música clásica o el próximo Bach… Nadie le dio una oportunidad. Se volvió un celoso amargado y volcó todas esas emociones en su esposa. La apartó de todo lo que era importante para ella: su familia, amigos, país y música. Se la trajo a España.

»Al llegar aquí, la embarazó y, al nacer yo, volcó todos sus frustradas esperanzas en mí. De ahí mi educación en casa…

—Joder…

—Sí. Joder —concuerda—. Entre botella y botella se dedicaba a enseñarme. Eso fue lo único que hizo bien. Bueno, eso e ignorarme. Gracias a eso, soy medianamente normal.

—Perdona que te corte… otra vez. Es que no entiendo por qué sientes tanto, por decirlo de una manera, rencor hacia tu madre. Fue otra víctima.

—Lo sé. Te he dicho que no soy racional en esto —admite—. A lo largo de los años, lo he meditado con calma y he llegado a la conclusión de que lo que más me molesta es que ella podría haberlo dejado en cualquier momento. Disponía del dinero y de los medios necesarios. Es más, mis abuelos solían enviarle cartas en las que les rogaban que les permitieran venir a España o que viajaran a Rusia para conocerme. Nunca sucedió. Esa podría haber sido su cápsula de escape y la dejó pasar… Eso es lo que me duele. Todo podría haber sido diferente —se lamenta.

—El corazón atiende a razones que la razón no entiende —cito, pensativamente.

—Eso es fácil de decir si no lo has vivido —me recrimina al escucharme—. Explícaselo a un niño que tiene que ver cómo su madre va transformándose ante sus ojos en una sombra de sí misma.

—Estoy de acuerdo —coincido con seriedad—. No obstante, sigue sin ser culpa de ese niño… Tuya. No creo que pudiera hacer nada para evitarlo.

—Hacer apología de la culpabilidad no es lo mío, Tazia. Tan solo me limito a narrar los hechos.

—Todos ciertos, sin embargo, vistos desde el punto de vista de un crío.

—Mi madre murió hace seis años. Por ese entonces, ya había dejado atrás la infancia y la adolescencia —aclara—. Sé de lo que hablo, créeme. No tengo los recuerdos nublados por ninguna especie de velo infantil.

—Mi madre siempre ha predicado: «en una historia, siempre hay tres versiones: la suya, la tuya y lo que en realidad ocurrió».

—Eso es irrelevante. Sobre todo ahora que está muerta después de que hice todo lo que estuvo en mi mano para ayudarla y fracasé.

—No quiero repetirme ni sonar condescendiente, pero eso tampoco fue tu culpa —asevero—. ¿Cómo es eso que siempre dices? —Entono mi voz más grave y hago una mal imitación del hombre a mi lado—: «Un adicto solo puede mejorar si es lo que realmente desea. Nada ni nadie puede obligarlo a cambiar de opinión».

—Lo sé —admite con una sonrisa ladeada que refleja tristeza y culpa por igual—. El problema es que no lo acepto.

—Pues, ragazzo. —Paseo un dedo por su frente, apartando, de paso, algunos mechones rebeldes—. Aplícate lo que predicas, toma ejemplo de los residentes y comienza a perdonarte a ti mismo.

—Estoy debatiendo conmigo mismo sobre si eres una mujer sabia o una sabelotodo, balerina —me dice, mirándome a los ojos, y esta vez, sonríe de verdad—. Una buena jugada usar mis palabras en mi contra.

—Simple lógica. No eres Dios. —Me hago la sabionda—. Aunque ser el amo y señor de todo esto te haga creerlo algunas veces —me burlo porque quiero impedir a toda costa que vuelva el Aleksandr melancólico y enfadado con el mundo de hace unos minutos.

Me levanto y me imita.

—Voy a tener que pagarte de alguna manera el que me prestes este estudio —digo—. O mejor dicho, no voy a hacer que me pagues tú a mí por escucharte. Bueno, tal vez sí…

Le dedico un guiño burlón.

—No me pidas que me quite la camiseta para ti. No brillo a la luz del sol. —Lo miro confundida—. ¿Qué? ¿Eres la única que puede hacer referencia a esa peli de vampiros?

—No vale retomar una broma de hace media hora…

—¿Quién lo dice?

—Todo el mundo, listillo —respondo.

—Paso de la gente. Hago lo que quiero.

Parece que hablar le ha sentado bien. Nunca lo había visto tan despreocupado. Parece un crío y… ¡me encanta!

—No puedes crear tus propias normas. Seguro que de niño eras igual. Apuesto lo que sea a que tus amigos no querían jugar contigo.

—Teniendo en cuenta que de pequeño no tenía amigos y que me perdí casi todo lo que una infancia normal conlleva, creo que tengo derecho a un poco de flexibilidad…

Lo dice en el mismo tono desenfadado. Como si fuera algo normal. Me rompe el corazón.

—Tienes razón. —Me trago las lágrimas que quieren asomarse y embozo mi mejor sonrisa—. Voy a tener que dejarlo pasar y, simplemente, encontrar un modo de agradecerte. Será más sencillo y menos doloroso… Haré cualquier cosa para no volver a oír cómo te haces el graciosillo.

Riendo, me acerco al viejo tocadiscos, dispuesta a cotillear en su colección. Y mientras ojeo entre los diferentes títulos, creo escuchar:

—No ofrezcas cosas que no estás dispuesta a dar. Podría tomarte la palabra.

Queriendo despejarme, muevo la cabeza de un lado a otro. Lo único que me falta es comenzar a oír voces…

21 Parafilia en la cual las personas se visten con trajes de animales y asumen la personalidad del estospara poder mantener prácticas sexuales con su pareja.