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Tras mi pequeño lapsus oral, la clase sigue a buen ritmo. Los chicos se esfuerzan al máximo queriendo impresionar a su familia con sus postres, ya que al día siguiente es tarde de visita.

Normalmente, los días de visita no trabajo, sin embargo, quiero estar presente en este. Me encantará ver interaccionar a mis alumnos con su familiares y, si llega el momento, servirles de apoyo en caso de crisis emocional.

Como decía, los ánimos están por los aires. Todos se encuentran nerviosos aunque exultantes de felicidad. Según me van contando, esta reunión es casi la más esperada porque casi todos los del grupo tienen algo por lo que sentirse orgullosos: no solo llevan más de la mitad de tiempo de ingreso limpios, sino que, además, no tienen gana alguna de recaer. Por fin ven la luz al final del túnel.

Mientras yo confecciono una lista de posibles ingredientes, ellos se encuentran en medio de una discusión sobre lo que podríamos preparar como presente a sus familias, un comentario llama mi atención.

—Ni hablar de los bombones. No quiero volver a ver uno en mi vida —niega Minerva—. Sobre todo si es de licor.

Levanto la vista del papel delante de mí y la miro confundida. Ella, al darse cuenta, me explica:

—Antes, los engullía por montones. Era una buena tapadera con la que mantener el puntillo, sin exponerme a que me miraran mal, mientras impartía clases de arte a niños demasiado pequeños como para sostener un lápiz en la posición correcta. Algo que a sus padres les traía sin cuidado —puntualiza—. Tan solo buscaban una excusa para socializar entre ellos y deshacerse de sus hijos sin que resultara muy evidente.

—Habrás quedado como una verdadera golosa. —Decido tomármelo con humor porque estoy completamente segura de que mostrar lo indignada que me siento no le sentaría bien. Malinterpretaría mi mal estar, creyendo que me enfadan sus acciones cuando en realidad lo que me enerva es su situación y, por qué no, también el pasotismo de los padres de esos pobres niños—. Y si eran puristas de la comida sana y equilibrada, estarían a punto de padecer un colapso nervioso cada vez que te vieron con un bombón en la boca.

—Puede ser… Creo que pensaban que sufría un desorden alimenticio. Aunque creo que, a sus ojos, estaría mejor visto ir al baño a provocarme el vómito que a tomarme un chupito… o cinco —se mofa.

—Ser bulímica o anoréxica no es una broma.

—Estoy de acuerdo. Tan solo digo que supongo que ellos lo pensaban —aclara—. Lo que es un alivio. No quiero ni imaginar los comentarios y las quejas si se hubieran enterado que bajaba todos esos bombones con una lata de té verde repleta hasta los topes de ginebra.

La miro con verdadero horror. Tenía que cogerse unos colocones bestiales si bebía tanto como dice. Lo peor de todo es que los padres de sus alumnos ni se enteraban.

—¿No recibiste ninguna queja por parte de los familiares? —le pregunto con curiosidad, sin creer del todo que unos padres no se percataran de la situación en la que se encontraba la profesora de arte de sus hijos.

—Por extraño que parezca, no. Tal vez tenga que ver con que me lo montaba con casi todos los padres y con el director de la escuela… —medita—. Es más, todavía conservo mi plaza. Pedí una excedencia por dos años al ver que era incapaz de seguir trabajando. Me gustaba pintar, enseñar… solo que beber me gustaba más.

»Mi alumno favorito, Jaime, me despertó una vez. No sé ni cómo lo consiguió. Solo tenía 4 añitos y yo me había desmayado. Al abrir los ojos, absolutamente confundida y aún borracha, noté que estaba empapada. El pobre me estuvo tirando el agua que había colocado sobre mi mesa para limpiar los pinceles más tarde. —Suspira—. Lo abracé con fuerza y me dio un ataque de lucidez. Fui directa a la oficina a reportarme enferma y me marché a casa. Todo lo demás, la excedencia, este sitio, vino después de eso.

—Fuiste muy valiente al dar el paso.

—¿Lo fui? Yo no lo veo así. No, cuando creo que he dejado a un pobre niño traumatizado de por vida. Caí bajo —se lamenta—. Solo espero que logre olvidar ese episodio y que no me recuerde. Ojalá cuando me reincorpore al trabajo, él no se encuentre allí. Estoy aterrada —confiesa.

—¡Ay, Minerva, ven aquí! —Me acerco y la pego a mi cuerpo en un achuchón lleno de sentimiento. Tal vez no es lo que se dice muy ético, pero es lo que me sale del corazón—. No tengas miedo. Todo saldrá bien. Te lo prometo.

***

Cargada con bandejas llenas de recipientes repletos hasta los topes de panacotta, me dirijo en paso precario hacia la cocina. Estoy llevando tres, una encima de la otra, y todavía me quedan tres más por cargar. Hoy se nos fue un poco el tiempo en clase y los chicos (aunque se ofrecieron a ayudarme, algo a lo que me negué con rotundidad) tenían una especie de actividad grupal con Sandra, algo sobre reforzar la confianza y la autoestima, y viendo cómo reaccionó Minerva (totalmente normal y comprensible dada sus circunstancias), no quería que llegaran tarde. Fortalecer esos aspectos de sus vidas les vendrá muy bien.

Así que por eso estoy de esta forma, haciendo malabares para que todo su esfuerzo no termine desparramado (y destruido) en el suelo. Al final, entre todos, optamos en que agasajaríamos a sus familiares con este postre italiano y no con otra cosa. No teníamos tiempo ni nada planificado. Mejor dejar todo como estaba.

Me di cuenta de un pequeño problema logístico al llegar a la puerta de la instancia. Puerta que se encuentra cerrada con llave; llave que tengo metida en el bolsillo de mi apretado pantalón. Busco algún hueco en donde depositar mi preciada carga y, ya que me niego en rotundo a ponerla en el suelo, me rindo y me doy la vuelta directa de vuelta a la cocina.

Intentaré buscar una mesa con ruedas o algo parecido, porque, aunque logre sacar la llave y abrir la puerta, no serviría de nada. Una de las normas del centro es tener siempre la cocina cerrada. No es difícil imaginar el motivo, alguien con ansiedad (un adicto en recuperación) puede atacar la cocina como si de una guerra por su vida se tratase, y no queremos cambiar una adicción por otra.

De regreso, me encuentro a Alek parado junto a la entrada de mi aula, apoyado de forma casual contra la pared. Al verme, se acerca y me quita el peso de las manos al tiempo que me saluda con un escueto «hola».

—Gracias —le digo mientras muevo los brazos en un intento de revivir las articulaciones. Le sostengo la puerta para que entre y le digo—: Puedes dejarlas en donde quieras.

Lo hace sin decir ni una palabra.

—¿Podrías prestarme una de esas mesitas con ruedas? —le pregunto—. Necesito meter todas estas bandejas en la nevera o los esfuerzos de los chicos se verán reducidos a sopa grumosa. No recordé que la puerta estaba cerrada hasta que llegué allí cargada.

—Tengo una idea mejor, ¿por qué no me usas como mula de carga, vamos juntos hasta allí y te ayudo a colocar todo? —sugiere—. Será más rápido que ir a buscar cualquier cosa para trasladarlos, y tengo la impresión de que tienes un poco de prisa.

—¡Oh, cierto! Te lo agradezco —le respondo con rapidez porque todo lo que ha dicho es cierto. Me acerco a las bandejas y se las voy depositando con lentitud en los brazos—. Pero ten cuidado, por favor, los chicos han trabajado mucho y los quieren para mañana ofrecérselos a sus familiares.

—¿Hace falta que te recuerde quién se ha tropezado más veces delante del otro? —indaga con una sonrisa—. Para ser una bailarina no tienes mucho equilibrio…

—Eres un graciosillo, señor Glazunov. —Termino de cargar todo y salimos—. No tengo la culpa de no poder practicar tanto como antes, perdone mi mal juego de pies.

—Bueno, precisamente de eso quería hablar contigo. Tenía la esperanza de que no te hubieras marchado cuando vine a buscarte. Tengo una oferta que hacerte.

—Ahora sí me has intrigado. —Y la verdad es que lo ha hecho—. Mejor esperamos hasta que descargues y coloquemos todo en su sitio, no quiero estropear mi desmayo dramático cuando oiga esa misteriosa oferta.

—Es más bien una proposición. Y creo que te gustará.

Llegamos a la cocina y disponemos todo con rapidez.

—A ver, ¿qué es eso que tienes que proponerme?

—Mejor te lo enseño. Sígueme.