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Su mano es lo que menos necesita esta noche. Es la peor noche posible para esconder el asco y esforzarse en el fingimiento. Lo que necesita es dormir, descansar profundo y aplacar la borrachera. Sí, está borracho, lo ha sabido desde que, ya en las copas, dejó de hablar con Esteban y se dirigió al aseo. Mientras orinaba sentía el cosquilleo alrededor de su cuello, la cálida pantalla que lo aislaba del resto del mundo, incluso sonrió de regreso a la zona de las copas, al ver cómo Esteban bailoteaba un infame reggaetón junto a la siempre sensual Nuria, de Financiero.
La cena había estado todo lo bien que solían estar este tipo de cenas. Como de costumbre, lo habían sentado en la mesa de los directores de divisiones comerciales. Todos conocían los números de todos, así que en cierta medida se había sentido en desventaja, sobre todo porque a su lado se sentó Carpena, el director de Mercado Exterior, la puta joya de la corona desde que hacía tres años la empresa había decidido acometer su proyecto de internacionalización. Carpena no era de su escuela, al igual que el consejero delegado se había amamantado de varios MBA y cursos de posgrado, además había trabajado en una multinacional. Joven, comedido, incapaz de relajarse y de hablar de otra cosa que no fuera el negocio, en realidad no parecía un comercial. No era como Leiva, de Grandes Cuentas, ni como Maturena, de Domésticas, ni siquiera como Cortines, de Cocinas, la división más joven, porque la mayor parte de ellos pertenecía a la vieja escuela. Se reconocían entre ellos, porque llevaban en la sangre la antigua impronta del viajante, del cosario, de un pasado de vida en la carretera y noches en hoteles de mala muerte. Ahora todo era distinto, y la principal evidencia era Carpena y sus sofisticadas maneras de alumno de máster. El mundo comercial estaba cambiando, como les repetía Estabile, y ellos debían ser capaces de adaptarse. Ahora todo el negocio debía gestionarse a través del SAP, el dichoso software de gestión que le estaba costando horrores, ahora todo debía ser medible, cuantificable, con la vista puesta en un mayor y mejor conocimiento del cliente. Visión de trescientos sesenta grados, flexibilidad, capacidad analítica, esos eran los valores que se requerían para el Nuevo Comercial de Monsalves, y el ejemplo era el pijo de Carpena, que gastaba en la mesa unos modales de aristócrata, incluso utilizaba el tenedor y el cuchillo para pelar las gambas. La cena resultó algo insufrible, y para combatir el sopor, como si se fabricara un aislante, recurrió al vino. A los postres se encontraba mucho más relajado, de manera que bajó la guardia de forma natural cuando Estabile se acercó a la mesa y preguntó qué tal iba la velada. Mañana, recordó, debían estar frescos, porque les había preparado una sesión de coaching muy especial, y sonrió exhibiendo su generosa ristra de dientes. Las sesiones de Estabile en las convenciones anuales resultaban especialmente embarazosas. Eran sesiones sólo dirigidas a las fuerzas de ventas, en las que participaba todo el equipo comercial de Monsalves y el Consejo de Dirección en bloque. Aquellas charlas tenían un objetivo claramente motivador, pero con un grado de descarnamiento que incluso podía resultar cruel. Los imprecaba, buscaba el roce directo, podía ser muy humillante. Pero ahora a Julián lo que ocurriera mañana le importaba poco, después del postre les servirían la primera copa y él decidió seguir guarecido bajo aquella malla protectora. Encima, por sorpresa, algunos camareros y camareras, de repente, comenzaron a cantar, y resultó que eran extractos de óperas clásicas, y el sonido y la chispeante acidez del gintónic lo consiguieron transportar del todo, de manera que a la hora de la entrega de las distinciones anuales aplaudía como el que más. Especialmente cuando los compañeros que habían cumplido los veinticinco años subieron al escenario. Los reconocía, eran como él, la vieja guardia, contenedores del tarro de las esencias de Monsalves, de la Monsalves de toda la vida. Una hora más tarde, camino del servicio, mientras a su espalda la deleznable orquesta se arrancaba con una bachata, podía darse cuenta: estaba borracho.
Está muy borracho ahora, de manera que casi siente que puede volar cuando sube por las escaleras, camino de su habitación. El pequeño Rubén duerme en la habitación contigua, pero él está muy lejos. Todo resulta lejano, nada le hace daño, ni siquiera el olor a comida de hospital con el que se reencuentra al tumbarse sobre su lado de la cama. La respiración de Marisa no es pausada, no remite a un sueño profundo, y enseguida descubre por qué. No está dormida, en realidad lo ha estado esperando, y la constatación es su mano, que se extiende hacia sus piernas, que le acaricia las nalgas, que busca el contacto con su cuerpo.
—Estoy cansado, cariño —dice.
La mano se queda paralizada sobre su pierna derecha. Y enseguida desaparece. Es como si los ojos viscosos de un anfibio hubieran asomado en medio de un charco turbio, y esos ojos volvieran a hundirse en la profundidad. La pantalla se resquebraja por un instante, la malla se quiebra, y lo siguiente es la voz, como llena de arañazos y estrías, como rota. Es la voz, le parece, de un desahuciado suplicando auxilio.
—Vale —escucha—. Otro día.