18

—Quiero que olvides el contexto. Que te dejes llevar.

La voz de Estabile, despojada de su rostro, suena rugosa, aunque no necesariamente desagradable. Arena de playa, de grano fino, desprendiéndose entre sus dedos.

—Quiero que te instales en tu urna mágica, en tu caja negra, allí donde nadie osa entrar, allí donde te encuentras solo.

El antifaz huele ligeramente a sudor, Riberita siente su acidez avinagrada merodeando su nariz. Las manos de Estabile le aferran los hombros.

—Tranquilo —arena fina, de playa blanca, fría, pero no necesariamente desagradable—. Déjate llevar. Despídete de mí, estás en tu cápsula. Relaja los hombros.

Enseguida se echa la noche, no existe cable o hilo que lo comunique con el exterior, tan sólo la voz de arena, al otro lado.

—Quiero que pienses en tu momento feliz. Quiero que te hundas en el mar de los recuerdos, y que saques a flote tu minuto de oro. No debe ser un recuerdo completo, sólo un instante, un solo momento.

—Lo tengo.

—Vale. Pero no lo cuentes. Es tuyo, se queda para ti.

Es mío, sí, y lo acaricio, palpo sus bordes. Jaime Ribera Osuna, Premio a la Mejor Unidad de Venta Nacional, por su ejercicio anual como director territorial. El consejero delegado a su derecha, su calva blanqueada por el foco ante el atril, polvo en suspensión que contribuye a otorgar cierta espiritualidad al conjunto. Ciento setenta y nueve inmuebles en todo el año 2006, y una facturación de su unidad superior a los cincuenta y tres millones de euros. Pero no sólo eso. Jaime ha incrementado la red de franquicias provinciales en un veintitrés por ciento con respecto al ejercicio precedente, con nuevas delegaciones en capitales especialmente estratégicas. Sólo puedo decir una cosa: muchas gracias, te queremos, Jaime.

Ese es el instante: el fogonazo tras el abrazo del consejero delegado, justo antes de tomar la palabra, las manos sudadas sosteniendo el cartón pluma del diploma que lo acredita como El Puto Amo de Ventacasa, y las palabras del director todavía ahí, flotando junto al polvo en suspensión. Te queremos, Jaime, y a duras penas, tras el foco cegador, en primera fila, la visión de Eva, su Eva, aún no la hijaputa de Eva, aún no la desagradecida de Eva, sino sólo Eva, Evita, la que soporta mis necesarias ausencias mientras me parto los riñones viajando de lunes a viernes buscando negocio, la que muchas veces está dormida cuando ya casi es de día y yo vuelvo de la calle porque inevitablemente me enredé con un cliente, la que hace tan sólo unas horas había dicho sí a su petición de matrimonio, ante un anillo en el que Riberita había invertido un tercio de su comisión mensual. Está Eva, y también está don Raimundo, con su bastón, su frondosa barriga y su aspecto de patriarca gitano. Me la he follado, don Raimundo, me la he tirado, porque, como me dijiste, había que hacerlo, la suerte es escurridiza y hay que aprovechar si alguna vez pasa a tu lado.

—Sólo una palabra. Sólo algo que defina ese recuerdo feliz.

Y a pesar de la luz, consigue ver cómo don Raimundo sonríe con su boca de sapo y sus ojos de perro pachón, como quien sonríe a un hijo. No se ha preparado nada, y debe decir algo ahora, pero aún no, aún quiere disfrutar ese momento, esa sensación de estar abrazando algo inabarcable, inconmensurablemente grande.

—Todo.

—Todo es una buena palabra —dice Estabile, desde lo oscuro, tras un silencio en el que la palabra se hace grande, se instala con sus dos sílabas sobre la nada—. Todo es una gran palabra, aunque algo egoísta, ¿no crees? Excluyente. Bien. Y ahora quiero que nos vayamos a la infancia. Quiero verte alejarte, restar años a tu existencia, quiero que busques esa misma palabra, «todo», en tu infancia. Tiene que estar junto a sensaciones parecidas. Busca, Ribera.

En la infancia, todo está lleno de todos. Cada día es un todo. El olor del pan tostado un sábado por la mañana. El primer viaje en noria. Aunque la vida no nos lo puso bien. Papá se marchó pronto de casa, pero conservo algunos recuerdos de él que también son todo. La caja en la que se incluía el Halcón Milenario, con las figuras de Han Solo y Chewbacca. El olor del plástico mezclado con el aroma del after shave de papá, con su bigote bien recortado, inclinado sobre mí. El reflejo de las luces rojas y azules del árbol de Navidad sobre las copas burbujeantes de champán en Nochevieja. La mano grande de mi padre mientras espero el verde en un semáforo, a cuyo otro lado hay un puesto de venta de algodón de azúcar. El olor de mamá, al despertar junto a ella, en la cama de matrimonio. El color de su carne salpicada de pecas. La carne es todo. La piel antes de ser piel, cuando era sólo una promesa, en el patio del colegio. Laura era la más guapa de la clase. Jugaba a la comba junto a otras amigas en una zona del patio que estaba ligeramente en altura. Merodeábamos por la zona situándonos en un lugar estratégico, allí donde pudiéramos observar el aleteo de la falda de Laura. La falda cogía vuelo y entonces, por un instante, observábamos las piernas de Laura, y su braga blanca de encaje. El vuelo de la falda y el fragmento de braga blanca eran todo. Insinuación y promesa.

—Añádele una palabra. A ese recuerdo. Dale un apellido a «todo».

—Promesa.

—Promesa. Estupenda palabra también. Y casi forman una frase, ¿no crees? «Todo-promesa.» Primero fue la promesa, y después el todo. ¿Qué ocurrió entretanto, Ribera? ¿Qué sucedió en todo el tiempo transcurrido entre la promesa y el todo?

Qué sucedió, Ribera. Cómo la promesa se convirtió en todo. Porque así, formulado, parece una línea recta. Sin embargo, cuando echas la vista atrás, el recuerdo parece más bien un meandro, un laberinto, una rama caprichosa que ha crecido de cualquier manera, hacia arriba siempre, pero algo rota, con hojas desiguales, algunas de ellas bastante feas. Tenías diez años y erais pobres como ratas, eso no vas a olvidarlo. Papá ya no era más que un recuerdo fastidioso, eso que hacía llorar a mamá por las noches. No había dinero, y en la casa de aquel amigo que un día te invitó a la merienda el frigorífico era grande y nuevo. Hay un frigorífico abierto, con sus baldas luminosas repletas de comida. Hay un pack de yogures marca Yoplait. En casa raramente había yogures, pero allí hay muchos. Pides uno, te lo dan, y en la tapa explican el concurso, cada diez tapas que incluyan una estrella en el reverso puedes conseguir una camiseta del Mundial del 82, una camiseta de Naranjito, la mascota del Mundial. Y la primera estrella está allí, en el revés plateado de la tapa, grabada como una incitación y un desafío. Mamá se revienta las rodillas quitando mierda como limpiadora en bloques de pisos, por la noche su mirada está tan vacía como el frigorífico, nada más que fuma y ve la tele, él tiene diez años pero ya es un hombre, el hombre de la casa, aún sin edad para que alguien lo contrate, pero bastante maduro para tomar decisiones. La primera vez hay vértigo, sensación de caer desde un rascacielos al tomar el pack de Yoplait y esconderlo bajo la rebeca, pero en casa, al abrir el frigorífico, ahora hay yogures. Su madre cree o está demasiado cansada para pensar en su explicación: ahora los dan en el colegio, mamá, una promoción a las puertas del cole, gratis, y ella también los come, antes de dormir, lo hace muy lentamente, como una anciana desdentada que tomara una papilla. Ribera se alimenta de yogures a todas horas, almacena tapaderas y tapaderas con estrellas, y así empiezan a llegar las camisetas de Naranjito. Las camisetas son muy preciadas, los niños las quieren al precio que sea, especialmente los del Colegio España, el colegio de pago de los niños ricos. El colegio, el suyo, no sirve para nada, ya conoce lo suficiente, restar, sumar, con ello basta. Ahora tiene un negocio, la venta de las camisetas de Naranjito. Con doce años, el negocio cambia; a través de un amigo aprende una maniobra fundamental, cómo arrancar de la ropa, sin que esta quede dañada, la chincheta que sujeta cada prenda al chivato que la hace pitar en los escáneres. Sólo hace falta un destornillador y unos sencillos pero precisos movimientos que Ribera aprende durante una intensiva tarde de formación junto al descampado de unos grandes almacenes. La ropa de marca vuelve locos a los niños del colegio de pago, mucho más que las camisetas de Naranjito, se mueren especialmente por las zapatillas deportivas, y los precios de Ribera son altamente competitivos. Trabaja por encargo, eliminando la posibilidad de acumulación de stocks, y si antes inventó para la vieja un camión promocional de yogures a las puertas del cole, ahora construye una tienda, por ejemplo una ferretería, en la que Riberita echa un cable a cambio de calderilla. La vieja fuma y fuma cada noche en el sillón frente a la tele, sus rodillas cada vez más gastadas, sus piernas invadidas por madreselvas de varices. Cada vez más débil para trabajar, eso precipita el salto del textil a la imagen y el sonido, ofrece mucho más margen, claro que el riesgo es mayor. Cámaras de vídeo, las primeras handycams de Sony, el sistema de anclaje es más complicado pero Riberita tiene ya catorce años y una habilidad manual muy desarrollada. También los walkmans, de hecho son el producto estrella, pero hay demasiada demanda y se ve obligado a ampliar el radio de acción. Suerte que se ha hecho con un ciclomotor, así puede desplazarse cada mañana entre distintos centros comerciales. Pero un día se produce lo inevitable, y ridículamente no ocurre con un walkman ni una cámara sino con una vulgar pelliza, que acaba de robar y con la que pretende salir vestido del hipermercado. Es cuando está a punto de llegar a la caja, para pagar el paquete de chicles que utiliza como pretexto, cuando dos corpulentos guardias de seguridad lo retienen y lo llevan a una habitación iluminada por un flexo. Los dos guardias se desenvuelven como policías de una película de gánsteres, no lo golpean pero lo tratan con desprecio, como una rata de alcantarilla, sus lenguas están llenas de maldad, escupen amenazas que son como cristales. Delincuente, medidas legales, atentado contra la propiedad, correccional, cárcel, al final es su madre quien, después de varias horas de encierro, acude en su auxilio. La ve más vieja, a su madre, cuando abre su monedero y rebusca entre los billetes ajados para saldar la cuenta por la pelliza, y el camino a casa se hace largo. No hay recriminaciones, ninguna monserga que contribuya a disfrazar de rabia esta sensación de pena, esta sensación de haber decepcionado a la vieja.

Saltar, caer, levantarse, su vida consagrada a la gimnasia del movimiento más elemental. Ha caído, pero va a volver a levantarse, va a volver a saltar, tiene ya dieciséis años y un cuerpo robusto y capacitado para el ejercicio. Lo siguiente es la restauración, hay mucho trabajo en el sector, pero es importante saber elegir bien. Los niños de los colegios de pago se hacen mayores. Van a universidades de pago, y al salir les espera un puesto de trabajo en la propia empresa familiar o bien en otro sitio con buenas recomendaciones de papá. Se casan con otros niños de su colegio o de otros colegios de pago, compran o reciben en herencia chalés o pisos de más de cien metros cuadrados en zonas caras de la ciudad, adquieren 4×4 o monovolúmenes y en pocos años los atiborran de niños saludables y llorones a los que matriculan en los mismos colegios de pago en los que estudiaron ellos, y en cuyas actividades de antiguos alumnos participan activamente. En sus ratos libres se relacionan entre sí, y el espacio para esas relaciones son los clubes sociales y deportivos. Ese es el objetivo de Ribera, y quiere la suerte que en uno de los clubes más selectos de la ciudad, el Rotary Club, se produzca una vacante de mozo de cocina a la que logra acceder. Tiene un trabajo ahora, un trabajo duro, miserable, pero en el que Ribera aprende. En la primera época es poco dinero, pero lo va complementando con otros ingresos. No ha dejado el negocio en los grandes almacenes, aunque ya es sólo para productos muy contados, que le ofrezcan un margen elevado. Ha aprendido a defraudar a las aseguradoras, mediante partes falsos a su seguro de hogar ha conseguido sacarles, por este orden, una nueva lavadora, un nuevo televisor, una nueva mesa del salón, y así va solucionando los problemas de mobiliario de una casa que se cae a pedazos. Entretanto, se esfuerza como mozo, vive encerrado en las cocinas, pero su meta es salir. El servicio de mesas es el gran objetivo, lo que le abrirá la puerta a los clientes. No sólo por el acceso a las propinas, que en el restaurante del club son sustanciosas, sino por la posibilidad de conocer a los propios clientes, vislumbrar otras opciones diferentes de promoción. Se gana la confianza de sus jefes, y lo que anhelaba no tarda en ocurrir. Por fin es ascendido a camarero de terraza, y ahora es un joven de diecisiete años de porte vigoroso y permanente sonrisa, que se desenvuelve con desparpajo por el velador. Un joven divertido que sabe dar a cada cliente lo que necesita, juego a los niños, picardía a las madres, complicidad a los padres cuando se reúnen en grupos y hablan de mujeres. Qué simpático este chico, qué despierto, y siempre sin perder la sonrisa, se gana también a los jóvenes de su edad, los hijos de los niños ricos o los ricos en proyecto, le cuentan confidencias cuando caen derrengados en las sillas del velador, mientras beben cerveza para recuperar las sales minerales perdidas por la práctica del tenis. Algunas veces lo invitan a las fiestas que los jóvenes organizan en algunas de las casas, pero él prefiere ser prudente y participar lo justo, está aquí para la caza mayor. Ha conocido a un tipo, es gordo, tiene la cabeza pequeña y viaja siempre al club con un Lamborghini deportivo de color rojo. No es como los otros, no se preocupa tanto de mantener la compostura, es más, se diría que es casi antipático. Fuma puros que deben de ser muy caros, porque dejan siempre en la terraza una espesa humareda que casi se puede tocar. Tiene un anillo, un anillo dorado y groseramente grueso, y aquí en el club suele vestir con cierto desaliño despreocupado. Es todo lo contrario de esos políticos que frecuentan el club, siempre con la sonrisa de compromiso pegada a la mueca y con la mano fácil para los saludos, y tampoco se parece a los ingenieros, esos patanes de polo Lacoste remetidos bajo el pantalón que son pura formalidad británica. El gordo atiende poco a las maneras, lo llama «chico» y es escueto a la hora de pedir, pero siempre deja generosas propinas. Por entonces Ribera ya es un veterano cazador, que no está dispuesto a jugárselo todo a una sola carta. Es amigo de Nacho, uno de los simpáticos jóvenes que lo toman por confidente, y que está estudiando medicina en una universidad de pago madrileña, pero se ha hecho aún más amigo de su madre. Menchu, así se llama, está operada desde los tobillos hasta la frente, una suerte de Frankenstein que durante años ha debido de servirle a su marido como campo de pruebas y también como evidencia viva de sus habilidades como cirujano plástico. Su marido es el mismísimo doctor Renduelles, propietario de Clínicas Renduelles, cuyo eslogan, que luce flamante en la fachada de cada centro, FUENTES DE ETERNA JUVENTUD, encuentra su versión más degradada en el cuerpo de su mujer. Debe de tener sesenta, pero su espíritu es joven; cuando se pasea con el pareo y el bikini imponen sus tetas, con el tamaño justo pero sobre todo bien elevadas, como las de una chica de quince. La liposucción también está bien ejecutada, de manera que, si se la mira a distancia, apenas se aprecian los estragos de la gravedad y la grasa. Además hace deporte, y eso ayuda a la sensación de conjunto. Es al tenerla cerca y contemplar su cara cuando la composición se quiebra: la piel demasiado estirada, la nariz demasiado manoseada, y una boca con unos labios gruesos incongruentes, desmesurados. Menchu se contonea a menudo por la terraza, le dirige miradas abiertamente lascivas, incluso se muestra obscena, mientras él sirve los aperitivos, cuando acaricia el pelo de su hijo Nacho. Ocurre porque no hay más remedio, allí mismo, en el pequeño almacén para las bebidas y los barriles de cerveza, un día durante la hora de la siesta, cuando el club está prácticamente desierto, después de que Menchu haya agotado durante el almuerzo en la terraza todo su catálogo de insinuaciones. Ribera se la folla salvajemente, de espaldas, como ella quiere, mientras los botellines vacíos tintinean en el interior de las cajas y él se entrega al magreo de sus neumáticos pechos. Es el inicio de un juego que, de momento, no pasa a mayores, y que perpetran a través de gestos, sin necesidad de excesivas palabras más allá de las que utiliza ella para alentarlo durante los encuentros. Follan en el almacén, follan en los servicios, follan casi siempre en el salón de celebraciones que queda arriba del restaurante, y que normalmente está cerrado. Pero parece que por parte de ella no hay más intención que esa, follar como un complemento más de los servicios a los que tiene derecho por su condición de socia del club. No hay invitaciones a su chalé, ninguna sugerencia de escapada de fin de semana, ella es el único triunfo, si acaso, alguna vez, algún obsequio, como por ejemplo un reloj, un Bulgari bastante caro, o un teléfono móvil, pequeños detalles que ella utiliza como alicientes en los momentos previos a la cópula, como objetos empleados como señuelo para devolver la mascota a la jaula.

Con Menchu, lo sabe, no llegará a nada, no le resulta traumático porque ha aprendido a verlo como un pasatiempo más, como una extensión del servicio de mesa. Allí no hay futuro, no hay puertas que puedan conducir a otros sitios, a no ser que para abrir esas puertas recurra a movimientos ilícitos (robo, extorsión) a los que de momento prefiere renunciar. Por eso decide potenciar otras opciones, diversificar, y así se emplea duro en acercarse al hombre gordo y áspero que fuma puros. El hombre de las generosas propinas.

Se llama Raimundo, aunque todos lo llaman don Raimundo. Por lo que ha podido enterarse aquí y allá, es un hombre con mucho dinero, propietario de un holding con empresas pertenecientes a distintos ramos. Él está poco en el negocio, cuenta con asesores y un equipo de gente en quien delega casi todo. Suele aparecer en ocasiones junto a mujeres jóvenes, a las que galantea de manera ostentosa en la terraza, empleando para ello la complicidad de Ribera, que lo agasaja hasta los límites de lo denigrante.

—Es usted mi ídolo —se atreve a decirle un día, cuando una de sus últimas conquistas camina hacia el aseo contoneando su rotundo culo, durante una sobremesa sazonada con licor de hierbas y café—. Es usted muy distinto al resto.

—¿Qué quieres decir, chico? —sonríe don Raimundo, subrayando sus palabras con el puro.

—No sé. Es como de otra pasta. Aquí uno ve a mucha gente con dinero. Pero lo suyo es distinto.

Ese día la propina de don Raimundo supera a sus honorarios de toda una semana de trabajo. Desde entonces la camaradería es cada vez mayor. Cuando llega al club, lo primero que hace don Raimundo es saludarlo. Cómo andamos hoy, chico, le dice, o qué tal, chico, o muy buenas, chico. Un día que almuerza solo, incluso, a los postres, lo invita a sentarse con él. Está algo achispado, o quizá sea su forma normal de hablar. El humo del puro construye densas volutas en torno a él, y de repente es como si estuviera sentado en un trono tallado laboriosamente de humo.

—Pertenecen a este club, y por eso se creen distintos —comenta, mientras contempla a una pareja de hombres acicalados con inmaculadas equipaciones de tenis que camina hacia las pistas—. Es como una seña de identidad de la tribu. No está mal formar parte de la tribu, pero sólo nominalmente. El otro día, chico, dijiste que yo te parecía distinto.

—En efecto, don Raimundo. Usted es diferente.

—¿Sabes por qué soy diferente, chico? ¿Sabes qué me diferencia de todos esos peripuestos socios del club? Te lo voy a decir.

Don Raimundo da una profunda calada a su puro. Sus siguientes palabras viajan a lomos de una nube de humo.

—No saber el dinero que tengo, chico. Esa es la razón. No conocer exactamente cuánto dinero llego a tener en realidad. Me lo han intentado explicar, pero sólo sé que es mucho, no necesito más. Estar encima del dinero, pisando esa montaña, es lo que te da una perspectiva diferente. Lo que te hace distinto.

Desde esta conversación providencial, don Raimundo se convierte definitivamente en su objetivo. Pero sucede algo inesperado, o quizá no tanto. Porque una noche en el club, la noche en que se celebra la fiesta de fin de la temporada de verano, su jefe acude a la sala de los barriles y allí descubre a Menchu arrodillada y a Riberita recostado sobre las cajas de botellines, con los pantalones bajados, mientras ella se afana en la succión. Menchu no puede percatarse de la irrupción de su jefe pero Ribera sí, lo ve de frente, comprueba su expresión de estupor y el torpe azoramiento al encajar nuevamente la puerta. Cuando sale es consciente de que su fiesta en el club ha terminado. Su jefe se comporta como un caballero, simplemente espera a que la velada concluya, y ya mientras recogen y friegan las mesas le anuncia que está despedido y que no vuelva al día siguiente.

—Y un consejo. Procura por tu bien que nadie se entere.

La gente del club es poderosa. La gente del club puede arruinarte la vida sólo con descolgar el teléfono. Pero para eso hay que tener una vida que no esté arruinada aún. Y ahí se inicia otro descenso en la carrera de Riberita. Porque los treinta años de consumo tabáquico de la vieja le traen bajo el brazo el regalo de un cáncer de pulmón que la arrastra a un hospital, donde la madre de Ribera es lentamente despedazada, primero la quimio, después el aspecto, más tarde el orgullo, por último la voluntad. Riberita entierra a su madre sin haber podido darle lo que un día quiso, vacaciones en la playa, viajes junto a otros jubilados, cumpleaños de nietos, sonrisas. Su vida está enterrada ahí abajo sin un vil epitafio que dignifique esa vida pordiosera. Esta mujer se destrozó las rodillas y el alma para sacar adelante a su vástago. Esta mujer quemó sus desvelos en nicotina y alquitrán hasta convertir sus pulmones en trozos de carne carbonizada. Esta mujer vivió toda la vida triste, incapaz de levantar la cabeza y remontar el vuelo. Ahora esta mujer ya no está y no hay dinero para pagar el alquiler, de manera que Ribera está desahuciado, tiene que marcharse, y delante de él se abre el abismo de la intemperie. Pero ya sabe lo que es eso, ha aprendido a manejar su vértigo, ahora malvive durmiendo en albergues de beneficencia y alimentándose en comedores de Cáritas, pero aun así distanciado del resto. En los albergues abundan los inmigrantes rumanos y de otros países del Este, también subsaharianos y árabes. Son repugnantes, amebas sin determinación ni capacidad de ver más allá de la saciedad de sus apetitos básicos. Él no es como ellos, es alguien inquieto, que ha tocado fondo pero que pronto debe empezar a subir, él es un emprendedor. Quiso la casualidad que un día se topara con el Lamborghini rojo a las puertas de un restaurante caro. Riberita esperó pacientemente a las puertas del restaurante, hasta que se hizo bastante de noche y por fin don Raimundo salió del establecimiento, bien sujeto a los hombros de una joven morena que también le sostenía las carcajadas. Don Raimundo, dijo él, don Raimundo, repitió, y entonces el gordo se dio la vuelta y lo observó. ¿No me recuerda?, preguntó, y fue al acercarse cuando el gordo lo reconoció. Por dios, chico, eres tú, qué haces aquí. Don Raimundo estaba bastante borracho, así que había decidido tomar un taxi, que ya los esperaba allí. El gordo insistió en que los acompañara. Durante el viaje en taxi, se interesó por Ribera, pregunté por ti en el club pero me dijeron que ya no estabas. Don Raimundo era distinto, por eso entendió perfectamente su confidencia sobre el motivo del despido, que lo llevó a carcajearse de forma exagerada. Fueron a un pub, donde Raimundo debía de ser conocido, y allí el gordo se desenvolvió haciendo ostentación de buen samaritano. Ya en la barra, mientras manoseaba las piernas y la cintura de su acompañante con vocación de maniquí, no dejaba de mirarlo, como no creyendo del todo que fuera el mismo chaval de la terraza del Rotary.

La suerte es una puta escurridiza, allí fue donde lo dijo. La suerte es una zorra que te hace besar el cielo pero a la que es muy difícil pillar.

—Pero si la pillas hay que follársela, chico.

Al día siguiente su suerte había cambiado. Se presentó con sus recomendaciones en las oficinas centrales de una empresa especializada en el ámbito inmobiliario, donde lo recibió un hombre con un traje impecable y aspecto de banquero que lo identificó como el chico de don Raimundo.

Pero no fue un ascenso de la noche a la mañana. Lo estaban poniendo a prueba. Pusieron a prueba su estómago, su paladar, sus tragaderas. No lo destinaron a ninguna obra, sino, como le explicó el hombre de la corbata, a un trabajo más fino, algo en lo que poder demostrar sus habilidades. En Cádiz, en pleno centro histórico, había una vieja casa, una antigua corrala, que la inmobiliaria había adquirido con el objetivo de derruirla y construir un flamante conjunto residencial, por supuesto respetando el aspecto de la fachada, de acuerdo con las exigencias de Patrimonio, pero creando un espacio interior moderno, acorde con la arquitectura funcional de los nuevos tiempos. Para ello había que superar sin embargo un gran inconveniente: cinco inquilinos que aún conservaban la renta antigua de alquiler, y a los que había que convencer de que se adhirieran a la propuesta económica de la inmobiliaria. El setenta por ciento de los inquilinos, los más jóvenes, ya se habían acogido al acuerdo, pero el problema estaba en los ancianos que habían vivido toda la vida allí y a los que resultaba difícil convencer del cambio. La misión de Ribera era hacerlos cambiar de opinión, pero para ello ya no había que insistir en las palabras sino pasar a los hechos. Ribera asumió el reto como lo que él era, un verdadero hombre de acción. Tenía llaves de todos los inmuebles ya desalojados, de manera que eso le facilitaba las maniobras. Se situaba en las viviendas que quedaban justo encima de los inquilinos díscolos y comenzaba su labor: lo primero, picar las tuberías, para provocar humedades en los pisos inferiores. De madrugada, derribar paredes, para propiciar temblores sobre la estructura del edificio. Arrojar escombros en las terrazas, y también en las escaleras, para complicar el paso. De madrugada, bajar al cuadro de contadores y cortar la luz. Una actividad sistemática e incansable de acoso y terror que muy pronto dio resultados, tanto que en dos días sólo quedaba una inquilina, una vieja terca y desdentada que juraba que saldría de allí con los pies por delante. Era el último fleco, un matojo especialmente difícil de arrancar, lo que precisaba una medida más tajante. La anciana estaba impedida, medio ciega, así que la segunda noche en que estaba sola decidió tomar un atajo. Con un pasamontañas, de una patada echó abajo la podrida cerradura del domicilio, y encendiendo todas las luces de la casa se dirigió a la habitación. Se encontró a la vieja sobresaltada, titilante, y no fue necesario más que enseñarle el cuchillo de cocina para que le indicara dónde guardaba las joyas. Se las llevó todas, y aprovechó también la intromisión para sustraer el dinero que la vieja guardaba en su cartera. Rompió la cristalera del mueble del salón con una patada, volcó la mesa camilla, pateó las macetas de la terraza para dar realismo a la fechoría. A los dos días, tras la visita de la policía y el aparatoso atestado, la vieja se había plegado a la propuesta de la inmobiliaria.

Fue su primera maniobra como asustaviejas, a la que siguieron bastantes en esos meses, sobre todo en Cádiz, pero también en otras ciudades. A don Raimundo sigue viéndolo en algunas ocasiones, y él le dice que sea paciente, que muy pronto la dirección del viento cambiará pero sobre todo el viento soplará más fuerte. Una de las intervenciones es aireada por la prensa, porque los inquilinos deciden reunirse y denunciar públicamente las técnicas de la inmobiliaria, de manera que el proceso es interrumpido bruscamente y lo convocan a una entrevista. Esta vez la entrevista es con el director regional de Ventacasa, la filial de compra y venta de viviendas de segunda mano del holding, que directamente lo contrata como responsable de oficina. Desde ese día todo cambia, como dice don Raimundo el viento empieza a soplar más fuerte. Es la Edad de las Grúas, todas las ciudades están llenas de ellas, todos los municipios proyectan ambiciosos PGOU, pero el negocio está en la segunda mano, la gente quiere mudar la piel, la gente quiere aprovechar la ola y comprar barato para vender caro. Ribera también ha montado en la ola, luce orgulloso su flamante corbata verde de Ventacasa y se deja salpicar por el agua. Se siente vivo, quiere comerse el mundo, y las ganas se suman a la corriente favorable. Ahí vienen los buenos tiempos, de director de oficina a director territorial, ventas que se multiplican, comisiones millonarias, dinero, mucho dinero. Don Raimundo sonriente en primera fila, y Ribera allí arriba, la mano sudada agarrada al cartón pluma del diploma. Como conducido por una ola, como llevado en volandas, inmune a las amenazas, ajeno al daño o a cualquier perspectiva de frío.

—Una ola —afirma—. Una ola grande, pero robusta, con su lomo transparente, y yo arriba, manteniendo el equilibrio.

—Una ola —regresa la voz de arena—. Una ola grande y vigorosa. Eso es lo que te condujo de la promesa al todo. Es muy bonito. Promesa-ola-todo.

Cuando Estabile le quita el antifaz, todo se llena de blanco. Toda la luz del mundo se concentra allí, en sus ojos, de repente.

Estabile sonríe. Sus ojos verdes parecen aún más intensos bajo esa luz. Como el color verde de su ola.

—Eso es lo que has venido a hacer aquí —le posa la mano en la rodilla.

—El qué.

—Tienes que buscar de nuevo la gran ola.