24
—Cuando está así, no sé por qué, me recuerda a mi abuela.
Están los dos sentados sobre el maletero del Volkswagen Passat, enfrente la noche que ya se destinta, en medio el medallón escalfado de la luna llena. Macipe acaba de fabricarse un cuatro papeles, y ahora está encendiéndolo, mientras en el cielo se produce el paso de testigo entre las aves nocturnas y las que anuncian el nuevo día. De dentro del coche les llega el sonido de la música en la radio, suena Radio Ga Ga de los Queen, y Riberita, al lado de Macipe, mueve incansablemente la mandíbula, intentando domesticar los efectos del consumo excesivo de farlopa de la noche.
—A mí me recuerda más bien un trozo de plastilina —dice, y por un momento, en un arranque de euforia, piensa que es posible extender la mano y tocarla, palpar sus bordes y gránulos amarillentos.
—Qué de puta madre debe de ser tocar la luna.
Aunque ellos están allí arriba, en realidad, esta noche. Aunque por un instante el mundo se ha detenido y ellos andan correteando por la superficie lunar, en un momento congelado, entre el día de ayer y el que vendrá hoy. Ojalá todos los momentos fueran como este. Porque muy pronto el vagón empezará a descender, y Ribera y Macipe seguirán siendo lo que eran hace sólo veinte horas, cuando Márquez los reunió en su despacho para indicarles que, de acuerdo con el Programa de Acogida, durante toda aquella jornada la nueva incorporación debería acompañar a Macipe, aprendiendo de primera mano los pormenores del oficio, y sobre todo absorbiendo el estilo corporativo, el estilo Monsalves, nuestra cultura de servicio al cliente.
—Hoy serás su sombra —le había dicho Márquez al nuevo fichaje—. Aprende todo lo que puedas de él. Tienes la suerte de acompañar al mejor comercial de nuestra división.
Ribera iba a tener una suerte excepcional. Porque además habían elegido el día en que tocaba agradecer a Antonio Cárdenas, director de compras de Supermercados Wendy, el cierre de la operación de Flotino que suponía entrar en la cadena con los jabones de Monsalves. Eso implicaba llevar al límite el concepto de cultura de servicio. Con Antonio había que darlo todo, no sólo un talante dispuesto a celebrar como genialidad cualquier parida que saliera de su boca, no sólo una paciencia infinita para encajar con sonrisas cada nuevo desbarre inoportuno, sino también estómago para soportar los inevitables excesos, cuyo remate era el prometido cierre del Fantasy. Que un extraño participara de la celebración ponía en riesgo la sintonía con el cliente, así que desde el principio Macipe se lo dejó muy claro a Ribera: en principio, ver, oír, pero sobre todo reír. Reír mucho, reír a cada momento, incluso celebrar con carcajadas las imbecilidades de Antonio. Pero muy pronto se dio cuenta de que por ese lado con Ribera no iba a haber problemas. Tenía calle, aquel chaval, tenía soltura e iba a aprender muy pronto. Le costó, de hecho, muy poco derrumbar las reticencias del director de compras de Wendy, lo que duró la primera cerveza que tomaron en la cafetería del supermercado en el que estaban citados, y en la que Ribera estuvo hábil al responder al comentario del cliente. Fue, cómo no, un comentario referido a la camarera del bar, una rubia algo entrada en carnes pero con una camiseta negra de generoso escote que dejaba al descubierto el nacimiento de sus pechos.
—Vaya dos cabezas de bebé —dijo el cliente sin reparos.
—Está pidiendo a gritos un buen biberón —soltó Riberita, a lo que el director de compras reaccionó con una carcajada desmesurada y un golpe rotundo en la espalda del nuevo fichaje.
A partir de ahí, todo fue sobre ruedas. Sobre ruedas y cuesta abajo, primero lentamente, en el almuerzo, al que invitaron en Casa Rufino, y en el que Macipe no quiso quedarse corto con las comandas de carne y marisco, y después de forma vertiginosa, a partir de la salida del restaurante, cuando Antonio, con la lengua caliente por las tres botellas de Marqués de Riscal compartidas, propuso la primera copa. Aunque el cliente todavía mantenía la compostura, a Riberita le había parecido despreciable cómo durante el almuerzo, mientras masticaba a dos carrillos, el director de compras había defendido la política de diversificación de proveedores de sus supermercados.
—Me caes bien, Macipe —había dicho, y una hebra de carne había salido disparada de su boca, como si quisiera huir de la escabechina—. Pero por higiene y sentido común, estoy obligado a tener muchas novias y a no casarme con ninguna. Es importante que lo tengas muy claro para que no haya malentendidos. Wendy no sigue una estrategia de uniproveedores. Sería nuestra muerte.
También le había resultado repulsivo cómo se había dirigido al maître, un tipo envarado con aspecto de cochero de película de terror, al pedirle sin rubor que la mesa fuera atendida por una chica.
—Mándanos a la mejor que tengas. Que no sólo nos alimentamos de la carta —había dicho.
Ya en las copas, que tomaron en un pub cercano al restaurante, el cliente introdujo de lleno su tema favorito: los polvos, las mamadas, los manoseos a las dependientas de Wendy.
—Cuéntaselo a Ribera —lo animaba Macipe, que aprovechaba los ángulos muertos para hacer gestos cómplices a su nuevo compañero. Y Antonio se explayaba, demorándose en los aspectos más escabrosos, la chica a la que se había ventilado en un ascensor, la otra a la que se había tirado sólo dos días antes de que cogiera permiso porque se casaba, la limpiadora algo vieja pero todavía con las carnes duras que se la había mamado en el servicio cuando el supermercado ya estaba cerrado.
—Me estoy poniendo muy cachondo —dijo Antonio, levantándose y frotándose la entrepierna—. Me tienes que llevar ya al Fantasy —añadió, mientras se alejaba en dirección al aseo.
—Puto enfermo —comentó Ribera.
—Es una bestia. Lo vas a ver.
Y lo vieron, sólo media hora después, cuando al entrar en el Fantasy se produjo la mutación. Antonio se aflojó la corbata, un pico de la camisa sobresaliendo de su oronda barriga, y al contemplar el paisaje de la sala, sobrepoblado de chicas semidesnudas, extendió las manos como un mesías y aulló. Era el paraíso. Estaba fuera de sí y los invitó a unas rayas en el servicio, se sentía generoso y volcó un gramo completo mientras no paraba de hablar y los otros dos le reían las gracias. Las rayas no ayudaron precisamente a frenar la verborrea del director de compras, pero por suerte muy pronto las putas olieron la ansiedad y se vieron rodeados de pechos perfectos, miradas lascivas y perfumes intensos. Si hubieran ido solos, Macipe también habría subido a las habitaciones, pero hoy tenía a su cargo al nuevo fichaje, así que prefirió permanecer con él en la barra. Las chicas entendieron la maniobra y se concentraron en Antonio, que bromeaba con varias de ellas mientras les pellizcaba el culo. La primera vez, el director de compras subió con tres.
—Voy a hacer un ONU —avisó—. Una negra, una china y una del Este.
Los dos comerciales aprovecharon la ausencia de Antonio para salir a la calle. En el coche, Macipe se hizo un pitillo, mientras Ribera preparó nuevas rayas.
—No todos los días es así. El trabajo, me refiero.
—Eso espero.
—Hay que darle a cada uno lo que quiere.
Ribera sabía bien de eso. Y la camaradería y las rayas lo llevaron a hablar un poco de él, de sus años difíciles, pero sobre todo de los años de gloria en Ventacasa. También hablaron de mujeres, Ribera contó su situación con su ex, la forma canalla en que lo trataba, impidiéndole ver a su hija. Macipe, por corresponder, puso a parir a dos o tres ex parejas, pero habló bien de Pepi, de quien destacó su paciencia, alabando el sexo con ella. Se cuidó mucho de referirse al encuentro con Martita Pineda, se ponía enfermo sólo de pensar en eso, además desconocía de dónde provenía la recomendación de Riberita. El nuevo recondujo la conversación hacia Monsalves, preguntó por el departamento, por su jefe, para llegar hasta lo que le interesaba: Lorenzo Estabile.
—Es un tío listo —consideró Macipe, guiñando los ojos para evitar el escozor del humo—. El más listo de aquí. Está cambiando las cosas. Necesitamos gente así.
—¿Cambiando? ¿Qué quieres decir?
—No sé, no sé —cuando fumaba, Macipe sentía en su cabeza que todo se volvía más sencillo y obvio. Había direcciones únicas, líneas rectas. No era necesario matizar ni darle la vuelta a las ideas; no había huecos, todo era convexo y liso: sólo había un camino, una verdad—. Las cosas que cuenta te hacen sentir mejor. Es el equilibrio, la ataraxia.
—¿Ata qué?
—Tienes que leerte Las siete A del cambio. Es de Lorenzo, en Monsalves hay bastantes ejemplares. La ataraxia es una de las A para propiciar el cambio interior. Las otras son acción, adaptabilidad, asertividad… —ahí Macipe encalló—. Y la última es el amor. El amor, tío, pero desde una perspectiva amplia, que implica humanidad, reconciliación con los valores propios de la persona. Recuérdame que te deje el libro. No sé, tío, Estabile es un puto genio.
Aunque no había duda de que sus métodos no eran precisamente convencionales. Riberita le contó lo del antifaz, pero Macipe aclaró que eso no era nada. A él le hicieron «el cuarto oscuro», sin ir más lejos: encerrarlo en una caja de madera durante una hora, incapaz de moverse, con el objetivo de obligarlo a enfrentarse a sus demonios interiores. Otra vez, al rememorar aquella angustia, Macipe se acordó de Martita Pineda. Desde el primer email vacío, habían llegado seis más. Todos ellos idénticos, sin asunto ni documento adjunto, sin texto, vacíos, tan sólo la implacable firma de la directora de Marketing y Comunicación. Pero no estaba el día para introspecciones, sobre todo porque del interior del Fantasy acababa de salir Antonio, la camisa desabrochada hasta el pecho, la cara enrojecida y el pelo como si hubiera metido los dedos en un enchufe.
—Vamos para adentro. Dejaos de mariconeos.
Y dentro, después de babosear con nuevas prostitutas, un par de copas más y otro gramo compartido, el director de compras se decidió a subir con otra chica, esta vez sólo una. Propuso a Macipe que subiera con él, pero el comercial de Monsalves se mantenía en sus trece. La estancia en esta ocasión fue más dilatada, y cuando bajó, Antonio estaba bastante más manso, incluso alicaído, melancólico. Aun así propuso tomar la penúltima en otro sito. Era bastante tarde ya, pero recurrieron a la alternativa infalible: un bar de polígono industrial, eran los únicos que abrían cuando todavía era de noche. A esa hora ya había camioneros soñolientos tomando el primer café de la mañana, también pintores de brocha gorda, mozos de taller y algún comercial enchaquetado con muchos kilómetros que hacer por delante. Olía a café y también a anís, un hombre calvo se jugaba el cambio del desayuno en la máquina tragaperras, y en la tele, casi sin voz, el canal internacional emitía un reportaje sobre sapos.
La cerveza en aquel bar remató a Antonio. De forma abrupta, como de un segundo a otro, cambió el semblante, y sus ojos se humedecieron.
—¿Qué te pasa?
—Nada, nada. Estoy bien.
Era imprevisible. Alguna vez, a estas mismas horas, Macipe había tenido que llevárselo de algún bar porque le había dado por golpear la mesa o por insultar a otro cliente. Lo mejor en esas ocasiones era pedir un taxi y empaquetarlo hacia su casa, para que durmiera la borrachera en su cama, junto a su mujer. Esta vez sólo le dio por llorar, y por repetir de manera machacona una misma retahíla.
—Son todas unas putas, joder. Todas todas unas putas.
Apuraron rápido sus vasos y por fin salieron a la calle, donde la promesa del nuevo día se intuía cada vez con más fuerza en el cielo, presidido por una luna rotunda, como un doblón de oro hallado en un viejo pecio. Llamaron a un taxi y lograron convencer a Antonio de que la noche había acabado, y después Macipe condujo el coche hasta una ladera, desde la que se divisaba toda la ciudad.
—Ataraxia es esto —retomó Macipe, inaugurando un nuevo cuatro papeles con una profunda calada—. Los dos aquí, enfrente esta luna que me recuerda a mi abuela, a nuestros pies la ciudad. Hay que aprovechar estos momentos. Son únicos.
Macipe le pasó el porro a Ribera, pero este declinó. Tenía la mandíbula tan desencajada, y la lengua tan inquieta, que dudaba de poder atinar con la boquilla.
—Bueno, tú eres el veterano —comentó—. ¿Algún consejo?
Macipe giró la cabeza hacia él. Lo miró por unos instantes, como pensando.
—Uno —dijo finalmente—. No elijas el culo equivocado.
Salía el sol. El mundo despertaba.