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Esta vez no ha hecho una pantomima, como de costumbre: su reacción ha sido más virulenta. Nada de suspirar sonoramente, nada de hundir su cabeza entre las manos y permanecer así con los codos hincados en la mesa durante varios minutos, mientras Gertru y la becaria —¿María, Marisa, Marina?— asisten al espectáculo. La confirmación por parte del proveedor de que sólo tienen en almacén cien corbatas de color azul coincidente con el pantone del logotipo de Monsalves la lleva a gritar como una posesa, y a tomar un lapicero y arrojarlo al otro extremo de la oficina. Me cago en los muertos y en la hostia puta. Joder, joder, joder, y ahora sí el refriego de cara, el suspiro, la mirada supuestamente perdida en el techo.

—Tranquila, Marta. Seguro que encontramos una alternativa.

Sí, menos mal que está ella, menos mal que Gertru sabe cómo bandearla e infundirle tranquilidad. Oh, Gertru, monjita estrecha con espíritu de misionera. Qué sería de ella sin la Monja, menos mal que la tiene a ella.

Marta propone tomar un café, así que las dos abandonan el departamento y se dirigen a la máquina. Por el camino, mientras los tacones de la directora de Marketing resuenan en el pasillo, Martita va interrogando a la Monja sobre todas las gestiones que aún hoy, cinco días hábiles antes de la Convención Anual, siguen en el aire.

—Y los viajes del grupo de Canarias.

—Cerrados.

—Los obsequios para los que se jubilan este año.

—Los traen mañana.

—Las gráficas de la sala de conferencias.

—Han ido a medir el escenario esta mañana. Estarán en fecha con seguridad.

De un tiempo a esta parte, a Martita le ha dado por fumar. Debió de impresionarla algún personaje femenino de esas imbéciles comedias americanas de mujeres independientes con vida sentimental desordenada que tanto le entusiasman. Como aquella época en que imitaba incluso las poses de Renée Zellweger en El diario de Bridget Jones. Ahora fuma sin darse cuenta de que lo hace rematadamente mal, pero ella no opina lo mismo y le encanta tener espectadores. La espectadora, claro, suele ser Gertru, quien en los últimos tiempos se ha acostumbrado a pasar frío cuando toca intercambiar un café de máquina con Martita en el ala exterior para fumadores.

—Me encanta tu tranquilidad, Gertru —desde esa zona de la terraza, las vistas hacia la fábrica son especialmente buenas. No tanto como las del consejero delegado, que ocupa la planta superior, pero con una excelente visión de conjunto—. Nunca pierdes la calma, nunca te alteras.

—No sé. —Gertru se sonroja ligeramente—. Es mi forma de ser.

—Tu novio tiene que estar contento —por primera vez, Martita se propone ir más allá. Es una línea que nunca ha cruzado, pero la intimidad del momento la anima al comentario.

—No, no tengo novio. He tenido, pero ahora no.

—Mejor para ti —lo suponía. Era bastante probable, con ese aspecto de mojigata. Por otro lado, lo contrario la habría sacado de sus casillas. En realidad lo temía: hubiera sido muy fuerte que aquel adefesio hubiera tenido pareja estable y ella no—. Los hombres son todos unos cabrones.

—Sí. Supongo.

—¿Te acuerdas del otro día, en el Bolondo? ¿Macipe, el comercial?

—Claro, sí.

—Pues está muerto. Ese tío está muerto.

Muerto, caput, game over, c’est fini, un cadáver que tiene los días contados en Monsalves. ¿Quién coño se cree? Yo no soy un bote vacío de detergente, que uno puede patear así como así. Intentó sobrepasarse conmigo. Intentó atravesar la raya. Y ahora ella, Marta Pineda, directora de Marketing y Comunicación de Monsalves y sobrina de Monsalves hijo, va a hacerle la vida imposible. Hará que se arrepienta de por vida de conocerla, de respirar su mismo aire y compartir su mismo espacio. Pero no va a ser algo rápido, no. Será lento, como un veneno dosificado de forma paciente, con sutileza, hasta provocar la muerte.

—El otro día en la radio escuché una historia que me hizo pensar. —Martita da una nueva calada a su cigarro, y de repente parece como la boqueada de un pez sin agua—. Era sobre una mujer que se había quedado viuda por tercera o cuarta vez. Al hacerle la autopsia al cadáver de su último marido, por petición de sus hijastros, habían descubierto restos de cristales triturados en su organismo. Esos cristales triturados le habían provocado hemorragias internas y al final la muerte. La mujer acompañaba las comidas de sus maridos con pequeñas dosis de cristales machacados hasta el tamaño de la sal fina, y así se los iba cargando. Así se había cargado a los tres primeros maridos, de forma lenta, pacientemente, sin prisas. ¿No te parece brillante?

Era la muerte perfecta para un cabrón. Matarlo sin saber que estaba muriendo. Esos tres maridos seguro que lo merecían. Y en el caso de Macipe, ella ya había empezado a dosificar el veneno.

—Un veneno invisible —otra vez una calada, otra vez el pez de boca abierta incapaz de comprender la dinámica de la absorción del humo—. Un veneno con el que voy a llenar de mierda su puta vida.

Gertru se ajustó la montura de las gafas, miró a su jefa. Por un instante, como una pompa de aire en un charco, como una ampolla en la piel, como una piedra en el zapato, una imagen devastadora y terapéutica la atravesó. En ella, todo Monsalves ardía.