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Había sido un día duro. Un día de esos que uno comienza muy activo, vitalista, positivo, pero en los que se va enfangando conforme pasan las horas, hasta acabar el día pringado hasta los hombros. Y la llamada ahora del director comercial de Bolsan, mientras busca la llave para entrar en casa, acaba de rematarlo.
—Muy buenas, Márquez. Aquí Mario Cañamero.
Durante todo el día, desde primera hora, incluso de madrugada, ya repuesto de su último recreo online con Lupita, Julián no había dejado de darle vueltas a aquellas palabras de Lorenzo Estabile, en su visita al Consejo del día anterior. No veo positividad en ti, le había soltado, delante de todo el Consejo, con Luis Monsalves presente, también con Cuervas. La puta positividad, con sus bonitos amaneceres de powerpoint y sus frases new age y su filosofía de vídeo de dos minutos bajado de Youtube. Aquello era un trabajo, sólo un trabajo, pero todo el empeño de Estabile era mezclar trabajo y vida, sustituir vida por trabajo, convertir la vida en trabajo, y encima hacer de aquello algo feliz. Recordaba a menudo a su padre, un agente de seguros que había acabado sus días incapaz, en silla de ruedas, probablemente con las extremidades agotadas de tanto patear pueblos recónditos y ciudades de mierda persiguiendo nuevos clientes, nuevas pólizas de decesos. El de los muertos, así conocían a su padre en el barrio, por aquellos tiempos la domiciliación bancaria aún era algo poco extendido, y su padre cobraba los seguros de puerta en puerta, siempre con su traje oscuro y sus corbatas a juego, con el aspecto impecable pero algo cenizo, a tono con el producto. El de los muertos iba y venía de aquí para allá, pasaba largas jornadas fuera de casa, y durante el día aporreaba decenas, centenares de puertas. Era como un emisario de la muerte, sin guadaña ni túnica, sin trompetas ni misticismo, sólo un hombre al que el peso de las horas iba encorvando, iba llenando de arrugas su inmaculada camisa. También de ceniza, porque su padre, el de los muertos, nunca dejaba de fumar, el olor del tabaco negro se mezclaba con el del Varón Dandy, y a última hora con el del J&B con hielo que su madre le preparaba cuando por fin llegaba a casa y caía derrengado sobre el sofá. Y entonces depositaba sobre la mesa del comedor su taco de recibos cobrados, todos ellos cogidos con un clip. Aquella era la evidencia física y vulgar de todo su miserable día de pateos, sonrisas fingidas a clientes que lo trataban en el mejor de los casos con indiferencia. El de los muertos llegaba a un pueblo, y la voz se corría, y había puertas que no se abrían aunque la mujer estuviera observando tras la mirilla, porque ese mes no le llegaba para pagar al de los muertos, porque sabía que volvería a la semana siguiente, y porque es odioso pagar por morir, aunque sea en condiciones. El de los muertos se transformaba en su padre al llegar a casa y al tomar a Julián entre los brazos. Entonces siempre se repetía aquella frase que él mismo prostituía con su ejemplo. Hay que trabajar para vivir, Julián, nunca vivir para trabajar. Su padre era un embustero, murió de hecho en la calle, sentado en su silla de ruedas, de camino al cobro de una póliza, con su montón de recibos en la mano y su chaqueta oscura llena de ceniza. El de los muertos murió y gracias al seguro de decesos contratado con su compañía en condiciones preferentes se le pudo hacer un sepelio digno. Pero de todos los trámites hubo de ocuparse sobre todo su hermana, porque en aquellos días Julián hacía poco que había asumido la dirección comercial de Cadenas Locales. Y así, invirtiendo su duelo en programar las rutas de su unidad, haciendo llamadas a clientes y fijando visitas, es como había sido fiel al legado de su padre, a la tradición de desdecir con los propios hechos su visión sobre el trabajo. Quién podía hablarle a él de esfuerzo y de dedicación a la empresa. Pero ahora no parecía bastar con eso, había que unirle el entusiasmo, había que manejarse con una sonrisa permanente en los labios, a pesar de que las cosas, objetivamente, no fueran nada bien. Los números, sí, eran una jaula, pero no conocía otro modo de abrir la jaula que con los dientes.
—¿Cómo te va, Márquez?
La voz de Cañamero, al otro lado del móvil, le resultó petulante, recargada. Era, sí, la misma voz que recordaba. La voz de alguien encantado de conocerse.
—Vamos bien. En la brecha, Cañamero. Está siendo un año difícil, pero creo que lo salvaremos bien. ¿Y vosotros? ¿Cómo vais?
—Ah, bueno —se estaba regodeando, podía imaginar su gesto de falsa compostura, mientras lo sondeaba, seguro que se relamía—. Si te soy sincero, y esto que quede entre tú y yo, creo que es el mejor ejercicio que hemos tenido desde 2007.
—Vaya, qué bien —se estaba riendo. Como si lo tuviera delante: su sonrisa satisfecha, su pelo frondoso e inmaculadamente peinado al cepillo, con sus interesantes patillas canosas de hombre maduro y seductor, con su corbata de Versace asomada a su traje cortado a medida—. Me alegro mucho por vosotros. No me había dado esa impresión al ver vuestros productos en algunos lineales.
Cañamero se rió. Fue una carcajada desmesurada, teatral, embustera, tan falsa como toda la conversación que estaban manteniendo y de la que Julián necesitaba deshacerse pronto. Estaba cansado, además ahora, al entrar en casa, tendría que atender a Rubén, salvar las horas de convivencia marital de la forma menos desagradable posible, en fin, rematar el día. Había sido una jornada dura, difícil, pero aquel petulante iba a acabar de ponerle la puntilla.
—Bueno, quería hablarte precisamente de trabajo. Verás, resulta que el otro día me encontré con uno de tus comerciales. Por favor, te rogaría que mantuvieras las reservas, somos colegas de oficio, y tú sabes que una cosa son las empresas a las que pertenecemos y otra cosa, nosotros. —Cañamero ya había sacado de su chaqueta el bote de vaselina—. Pues bien, hablando y hablando, este comercial me planteaba, bueno, que está contento en Monsalves, que vuestra empresa le ha dado mucho, pero que le apetece un cambio de aires.
Ya la estaba extendiendo. Incluso notaba la pringue en su oreja.
—Entonces, bueno, me dije, quizá aquí en Bolsan haya sitio para él, pero somos compañeros, no me gusta poner zancadillas a nadie.
Cañamero untaba y untaba, mientras sonreía. Lo estaba viendo como si fuera una cámara oculta: sonriendo mientras le clavaba poco a poco el cuchillo, aparentemente azorado pero en realidad entusiasmado, feliz.
—Venga, dilo, sin rodeos, Cañamero. —Julián necesitaba cortar. Aquello ya era demasiado, estaba en el límite de lo soportable para un solo día—. Quieres tirarle a uno de los míos.
—Ja, ja, ja —otra vez aquella sonrisa petulante. La vaselina chorreaba por su oreja, el cuchillo hendido a medias en su costado—. No lo digas así. El chaval está interesado en cambiar de aires. Pero sabes que nunca te robaría a un comercial. No me parece ético. Nunca lo haría a tus espaldas.
Que acabe pronto. Que termine ya.
—Venga. Dime de quién se trata.
—Es Novoa. Tu comercial de la Zona Norte. ¿Qué tal es?
Qué tal es. No le gustó el tono. Demasiado engreído. Demasiado suficiente. Demasiado Mario Cañamero, el gran follador del departamento comercial de Bolsan.
Se lo debía a Novoa. Era el último favor. Por todo lo que le habían hecho. El clavo ardiendo para evitar la descomposición. Y él tenía el martillo para apretar aquel clavo.
Pero entonces lo recordó. Fue un recuerdo fulminante. Al imaginar a Cañamero, al dibujar en su cabeza sus patillas blancas, su traje impecable, su corbata de Versace, recordó aquel instante. Había sido al menos tres años antes, al salir de una conferencia del presidente de la patronal regional en la que los dos habían coincidido. Se habían saludado durante el ágape posterior a la conferencia, y ahora volvían a verse camino del aparcamiento. Desde hacía poco tiempo, Monsalves había llegado a un acuerdo con Volkswagen para establecer una línea de renting para los vehículos de los comerciales. Todos los comerciales tenían por ello el mismo modelo de coche, un Volkswagen Passat azul marino. Un buen coche, de acuerdo, pero un coche demasiado ordinario, el coche de comercial por antonomasia: fiable, potente, confortable, pero nada sofisticado, vulgar. En el mundo comercial todo se sabía, y los de Bolsan antes que ninguno, por eso caminando por el aparcamiento el imbécil de Cañamero buscó hacer sangre.
—¿Dónde tienes el tuyo? —le preguntó. Estaba deseando verlo montado en su coche mediocre, pero Márquez no le concedió esa alegría. Pasó por delante de su Passat junto al comercial de Bolsan.
—Por ahí. Más lejos.
Entonces se había escuchado un doble bip. Cañamero acababa de abrir remotamente la puerta de su vehículo, cuyos faros se encendieron dos metros más adelante.
—Si quieres, te acerco —dijo, con ese tono falsamente conciliador, con ese despreciable gesto amistoso colgado de su mirada.
Porque no, lo suyo no era un vulgar Passat. Era un impecable Mercedes C320 de color cielo metalizado, que brillaba bajo el sol como si acabara de darse una tonificante ducha. Un puto coche de directivo, y no de comercial, como el suyo. Cañamero debió de leer todo aquello en su rostro, mientras él decía que no hacía falta, que su coche estaba allí mismo, porque le correspondió con una sonrisa.
—En Bolsan nos cuidan bien —remató, antes de cerrar la puerta de su flamante Mercedes.
Fue lo que recordó justo en aquel momento, cuando al otro lado del teléfono el director comercial de Bolsan le preguntaba por Novoa. Recordó el doloroso sonido del Mercedes al arrancar, aquella música celestial del motor, recordó el brillo azul del coche, como un sol de primavera acariciando el lomo de un purasangre, y después la mano de Cañamero despidiéndose de él a través de la luna, sin abandonar en ningún momento su estúpida sonrisa.
Pudo más aquel recuerdo, era mucho más intenso y crepitante que aquel otro de Novoa caminando con su precario carro hacia la salida del hipermercado. Era un recuerdo salvaje, ácido, furibundo.
—Bueno, Cañamero —no, definitivamente no podía perder la ocasión—. Si te digo la verdad, si lo contratáis nos haces un favor. Novoa tenía un pie en la calle. Es muy buen chaval, mucho mejor que sus números.
Al otro lado se hizo el silencio. Escuchó la respiración del director comercial de Bolsan.
—¿Sí? —dijo finalmente. Y aunque estaba destrozado, aunque tenía ganas de acabar por fin aquel día, Márquez deseó que el silencio que sucedió a aquella pregunta del director comercial de Bolsan se eternizara. Imaginó ahora el rostro de Cañamero, su aturdimiento, con el bote de vaselina congelado en las manos. Imaginó el Mercedes color cian empotrado contra un lado de la cuneta, y el cuerpo del gran follador confundido con un amasijo de hierros, expulsado de la carretera, de la vida, del mercado.
—¿Sí? —repitió.
Pero Julián callaba. Qué perfecta resultaba la forma del silencio.