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De todas las reuniones, las de seguimiento competencial mensual eran las que le ponían más nervioso. Y ello era así, paradójicamente, porque en ellas no se hablaba o se hablaba poco de números, y todo el contenido se centraba en lo que Estabile llamaba los intangibles. Todos los directores comerciales de división, encabezados por Cuervas y por el mismísimo consejero delegado, que participaba en el programa de manera activa —«mostrando así la total implicación de la dirección en la estrategia de motivación y liderazgo de Monsalves», remarcaba Estabile—, se reunían para abordar el seguimiento de las competencias de las fuerzas de venta de la empresa, y para poner en común esas competencias. Estabile dirigía la dinámica, lo que obligaba a los participantes a extremar el celo y la atención, ya que el coach no permitía ningún relajo y una pregunta encajada a destiempo podía ponerlos en evidencia.

Con Estabile uno no podía distenderse. En cualquier momento podía apelarte, reclamar tu valoración sobre algún aspecto. Raro era el día en que Estabile no sacaba los colores a algún colega. Después, eso sí, solía reconducir la situación y mostrarse cercano, pero ya era como soplar sobre una quemadura.

—Buenos días, generales —comenzó. Los llamaba siempre así, generales, porque ellos eran eso, los generales de la guerra permanente de Monsalves en el mercado—. Qué tal estáis hoy —preguntó, nombrando a vuelapluma a algunos de los asistentes, Medina, Diezma, Márquez—. Cómo ha ido la semana, ¿todo bien? —Era su forma habitual de encarar las reuniones, las dinámicas, como las llamaba Estabile. Hacía como de costumbre: levantarse para pasear por la sala, recorriendo lentamente el pasillo sin dejar de perorar.

—En El arte de la guerra, del gran Sun Tzu, hay un pasaje. Por cierto —se frenó—, ¿alguien ha leído ese libro?

Pereda, de Grandes Cuentas, lo había leído, y conocía la historia: un libro escrito varios siglos antes de Cristo, que había servido de manual para grandes militares, políticos y pensadores de la Historia como Napoleón, Maquiavelo o Churchill. Bien, Pereda, aprobó Estabile, con fingida sorpresa, antes de seguir.

—En ese libro, Sun Tzu habla de la invencibilidad del guerrero experto. Hacerte invencible —se detuvo y miró hacia el techo: estaba recitando de memoria— significa conocerte a ti mismo. Aguardar para descubrir la vulnerabilidad del adversario significa conocer a los demás. Eso es lo que hacemos aquí, generales, hacernos cada día un poco más invencibles. ¿No es así, Márquez?

—Claro, en efecto —contestó él. Había estado ágil en la reacción.

Por unos instantes, Estabile se enredó con una retahíla sobre la invencibilidad y la confianza en uno mismo. Era imprevisible, porque en cada dinámica la charla podía discurrir por derroteros muy distintos. Sin embargo, hoy no se explayó en exceso. Recordó que en una semana y media celebrarían la Convención Anual, y que por tal motivo habría una dinámica específicamente dirigida a las fuerzas de venta de la compañía. Preparaba grandes sorpresas para esa dinámica, y la propia convención sería muy especial. Contarían con una charla motivadora a cargo del doctor Zambrano, experto nutricionista y psicólogo deportivo, responsable en cierta medida de los éxitos de equipos de fútbol como el Atlético de Madrid. También contarían con la participación del mismísimo Gabriel Sureda, mejorando lo presente uno de los expertos en motivación más importantes de España, miembro, como él, del Instituto Europeo de Coach. Y la dinámica de Estabile, remarcó, sería muy divertida —enfatizó el adjetivo, demorándose en cada sílaba, como si rebañara sus aristas—, puro coaching experiencial.

—Pero hoy no quiero robaros más tiempo. Tenemos la oportunidad y la suerte de disfrutar de las palabras de nuestro consejero delegado. En esta ocasión ha querido compartir con nosotros unas reflexiones que enseguida nos presentará, y que tienen que ver en buena medida con el valor que estamos trabajando este mes. ¿Cuál es ese valor, Diezma?

—El esfuerzo —pronunció Diezma, enérgicamente.

—Muy bien —concedió Estabile, sonriente—. Muy aplicado. Por favor, Luis.

La intervención de Luis Monsalves le permitió relajarse. Qué distinto era de aquel otro Luis, de don Luis Monsalves padre, actual presidente de honor de Monsalves y presidente de la Fundación Monsalves y en realidad artífice de todos los verdaderos logros obtenidos por la compañía en los últimos cincuenta años. Por Monsalves padre siempre había sentido una gran admiración, compartida por todos los de su generación, porque ante todo había sido un trabajador incansable, un empresario apegado a los problemas reales del negocio. Sí, era cierto, bastante difícil de carácter, en ocasiones poco amigo de las sutilezas, áspero y rotundo cuando tocaba serlo, pero con un indudable olfato, y resolutivo a la hora de tomar decisiones. A Luis hijo lo había conocido casi correteando por los pasillos de Monsalves, lo había visto cambiar los dientes de leche en las oficinas, cuando en la empresa mandaba el ruido de las olivettis y los faxes, mucho antes de que se marchara a estudiar un año en el extranjero, antes de que regresara con aquel MBA bajo el brazo y las maneras de empresario de la Nueva Economía, dispuesto a tomar el testigo de su padre, ahora no ya como vulgar dueño de la empresa sino como CEO, como ahora firmaba sus correos y figuraba en sus tarjetas. El discurso de Luis Monsalves hijo era muy distinto al de su padre, lo que en su padre eran más bien modos artesanos de uniforme azul y nevera se había transformado en el hijo en maneras de directivo con aspiraciones de Íbex, y los uniformes azules habían mutado en asépticas batas blancas. Ya no había fábrica, había centro de producción, con departamento de I+D+i y laboratorios higiénicos que mostrar a los clientes; en la cuenta de resultados las cifras de facturación y beneficio se habían plagado de apéndices como el control de emisiones, la responsabilidad social corporativa o el código ético. Incluso el anagrama de Monsalves había sido sometido a un proceso de redefinición —restyling, como lo llamaban en Marketing— que había transformado la M clásica en una suerte de doble cordillera con pretensiones de logotipo de gastrobar. Ahora eran una empresa glocal, como le gustaba decir a Monsalves hijo, con centros de producción local pero con mentalidad global, en pleno proceso de asimilación de una nueva cultura de empresa basada en los valores que siempre habían estado ahí —liderazgo, creatividad, esfuerzo, dinamismo, valor humano, innovación y excelencia— pero que ahora todos debían interiorizar.

—Y de uno de esos valores quiero hablaros, porque es el que estamos trabajando transversalmente durante este mes. El esfuerzo.

Se apagaron las luces, y el consejero delegado inició su exposición apoyado en las imágenes de un powerpoint que muy pronto cobró para Julián la apariencia de un sosegado océano, en el que era sencillo bajar la guardia y dejarse llevar. Había que huir de la zona de confort, remarcaba el consejero delegado en su discurso, abundando en uno de los mantras de Estabile, la zona de confort era el principal riesgo para el dinamismo personal y por tanto colectivo, pero lo cierto es que así es como Julián Márquez se sentía ahora, confortable, dando brazadas en el mar calmo, donde no existía el peligro. Y otra vez se dejó llevar por las imágenes del vídeo de la mujer impropia, como una caricia lasciva y exuberante. Frente al powerpoint de la pantalla, que reproducía alguna nueva frase de Nelson Mandela, o durante el vídeo de dos minutos que recogía distintos diálogos de una película sobre un equipo de fútbol que ganaba no se sabe qué campeonato cuando nadie apostaba un duro por ellos —«cápsulas motivadoras», las denominaba Estabile—, Julián Márquez recreaba el cuerpo de la mujer, al que su lascivo nombre se ajustaba con cierta coherencia sonora: Lupita, se llamaba, y él estaba en aquel océano, a bordo de una embarcación de anuncio de colonia, una mano hundida en el agua fresca, la otra ejerciendo de visera, mientras, frente a él, recortada por el sol crepuscular, Lupita danzaba desnuda, su cuerpo dibujado por líneas precisas, y en la entrepierna su miembro pendulando como la aguja de un metrónomo. Suerte que había llegado el aplauso, suerte que las luces de la sala acababan de encenderse y que las imágenes del powerpoint habían dado paso al rostro sonriente y agradecido del consejero delegado. De lo contrario hubiera sido capaz de haber sufrido una suerte de polución nocturna allí mismo, como remate de una erección sólo comparable, por su intensidad, a las de sus tiempos adolescentes.