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La cosa no cobra forma hasta el tercer encuentro. En la primera tentativa Riberita se desenvuelve nervioso, sin encontrar las palabras precisas, el gesto adecuado, la naturalidad. Además el anciano ese día tiene prisa. La ecuatoriana lo recibe sorprendida pero cordial, y cuando abre la puerta, Luis Monsalves está saliendo con su coche —un Jaguar modelo berlina flamante, señorial— y apenas hablan un minuto. Es una conversación atropellada, o más bien un monólogo, se produce a las puertas de la casa, el anciano con la ventanilla bajada, él apoyado en la puerta. Había pensado, usted me dijo, verá, yo, al final Riberita logra deslizar la carpeta con su currículum entre las manos del viejo, que prácticamente la arroja sobre el asiento del copiloto. Hoy llevo prisa, muchacho, pero pronto lo miro y te digo, ¿de acuerdo?, había dicho el viejo, desapareciendo a continuación con un potente acelerón, y dejándolo en medio de la carretera solitaria con sus inmejorables vistas a la ciudad, como un perro abandonado, como uno de los perros de su garaje. Se sentía ridículo, sobre todo porque había retomado la característica corbata verde que formaba parte de las señas de identidad de la inmobiliaria, un poco como gesto de reafirmación y reconciliación con el pasado. Y ahora aquella corbata verde colgaba de su cuello como un mal chiste, como una mascota pejiguera que se deleitaba en verlo sufrir.

Aquel día se desahogó con uno de los animales, fue con el estúpido cocker pelirrojo, sintió ganas de matarlo pero se conformó con propinarle una patada, el perro detuvo al instante sus roncos ladridos, pero quizá el golpe fue desmedido, le alcanzó en todo el vientre y sonó como patear con brío una pelota de playa, el perro soltó un quejido lastimero y al momento se retiró hacia una esquina. Estuvo muy nervioso ese día, y el nervio le aguantó todavía dos jornadas más. Porque a la mañana siguiente de la visita, se hizo grande en su conciencia la convicción de que el anciano definitivamente no lo llamaría, y la sensación de haber malgastado aquella oportunidad de oro lo sacaba de quicio. Hablar con su ex esposa no puso las cosas más fáciles, porque lo primero que hizo la muy hija de puta fue preguntar por aquel trabajo que él había prácticamente dado por hecho. Ni siquiera logró calmarlo la voz de Lucía, se mostró demasiado desabrido con su hija, como si estuviera en otro sitio. Porque de hecho lo estaba, su mente estaba puesta en aquella carpeta que quizá siguiera aún durmiendo sobre el asiento de cuero del imponente Jaguar. Confiaba en aquella carpeta, pero sobre todo en la carta de presentación, era su principal baza. La había trabajado a conciencia, pasando el corrector de Word a cada frase para evitar cualquier descuido ortográfico. En ella explicaba someramente su trayectoria, maquillando convenientemente los aspectos menos atractivos y más escabrosos, y poniendo el acento sobre sus cuatro años en Ventacasa, desde su entrada discreta como comercial en una oficina del extrarradio hasta su ascenso a director territorial, con aquellos indudables hitos de venta de los años 2005 y 2006, cuando recibió el Premio a la Mejor Unidad de Venta Nacional, 160 inmuebles vendidos en 2005 y nada menos que 179 en 2006, casi un inmueble vendido cada dos días. Después hablaba de la caída en desgracia, la crisis del sector, y sobre todo la crisis de pareja, entrando en lo personal, su situación familiar, el miserable régimen de visitas impuesto por su ex mujer, su dificultad para poder pasar tiempo con la pequeña Lucía. Es un alma limpia por la que daría la vida, y por supuesto todas mis horas de trabajo diarias, había escrito, con la esperanza de tocar el corazón del viejo, pero ahora habían pasado dos días y el recuerdo de su estampa a las puertas del chalé del anciano, con su ridícula corbata de Ventacasa, lo inflamaba aún más de ridículo y vergüenza ajena.

Pero la vida tenía esos chistes, esa forma de manejarse como una bromista macabra. Porque precisamente anoche, a la hora de los piensos y los valiums, Riberita había bajado al garaje para descubrir que el cocker había muerto desangrado en su jaula. Su hocico yaciente descansaba sobre un lecho de sangre, y el animal tenía el vientre morado. Olía peor que de costumbre, así que aceleró el proceso de alimentar y sedar a los animales y se concentró en la limpieza de la jaula y el desalojo del perro muerto. Tuvo que aplicarse con el desinfectante, y por fin, cuando el suelo quedó limpio, introdujo al animal en una doble bolsa de basura de las grandes. Entonces, mientras lo transportaba en la parte de atrás de su coche hacia la basura, se había producido la llamada de teléfono. Era el mismísimo Luis Monsalves quien atendía el móvil, quien lo saludaba afablemente y quien lo invitaba a desayunar al día siguiente en el café-bar del hotel Inglaterra.

Ahora están allí, en la cafetería del hotel, rodeados de camareros con librea y de hombres de negocios que conversan y sonríen, luces cálidas, ambiente íntimo, materiales nobles, lujo sin ostentaciones, discreción. Al principio Riberita está nervioso, antes de venir se ha cambiado dos veces de camisa y tres veces de corbata, finalmente ha optado otra vez por una de las verdes de Ventacasa, a estas alturas está convencido de que es un amuleto. Llegó antes que el viejo, así que se entretuvo leyendo la prensa, el anciano llegó con veinte minutos de retraso. Se disculpó de forma exagerada, había encontrado mucho tráfico, y Ribera también exageró su respuesta: no, por dios, faltaría más, como si hubiera tenido que esperar dos días. Primero Ribera habló de sí mismo. Siguió mentalmente el guión de su carta de presentación, y ahondó en la cuestión doméstica, reforzando el dramatismo al hablar de su relación con Lucía. No se sabe lo que se quiere hasta que se deja de tener, había concluido, convencido de la infalibilidad del lugar común, y el anciano había rematado con un «vaya», seguido de un buche discreto a su infusión. Entonces había llegado el turno de Monsalves.

Cogí la empresa de mi padre cuando era sólo una tienda, había afirmado. Una perfumería, sí, conocida, con buenos clientes, la más conocida del centro de la ciudad, a la que acudían todas las familias con dinero y las celebridades de entonces. Mi padre trabajaba mucho, trabajaba siempre, de hecho todos mis recuerdos de él son detrás del mostrador. Pero aquello nunca dejó de ser una tienda.

—El viejo tenía capacidad de sacrificio, se esforzaba, pero le faltaba visión. —Monsalves no aparta su mirada de Ribera, pero sus ojos están en otro sitio: bucean en los recuerdos—. Eso es lo que yo aporté, además de más sacrificios. Nos decidimos a dar el salto de la distribución a la producción. Fueron años difíciles, muchacho. A cara de perro.

Pero el negocio fue avanzando. Y con los ochenta, vino todo lo que se ve hoy. De una tienda a una industria, con una estructura de distribución nacional y una posición consolidada en el mercado de la limpieza y el detergente. Y todo, sin perder el carácter familiar. Pero ahí estaba el problema. Y era ahí donde había pensado en él, en Riberita. El drama de la empresa familiar es el drama de la tercera generación.

—La tercera generación es la más complicada. Son niños que no han sufrido, niños que se han encontrado todo el tinglado montado, a los que nunca exigimos ningún sacrificio. Vienen con la vida hecha, y en lugar de construir, hacen el camino contrario: se creen empresarios, se creen que tienen visión, que son capaces de mejorar lo que les dieron, pero en realidad están atrofiados y sólo saben destruir.

Riberita parece un joven despierto. Lo sabe desde el momento en que pisó su chalé con el perro. Eso se nota, y especialmente lo nota alguien que, como él, lleva cincuenta años lidiando con personal. Llámalo instinto, o experiencia, llámalo olfato, el caso es que cree que él puede valer para lo que necesita.

—Luis, mi hijo, no acepta mis consejos, muchacho —ahora el viejo se inclina sobre Ribera. Le posa una de sus gruesas manos sobre el brazo—. Entiendo que tenga sus propios criterios, pero a veces hace cosas que no comprendo del todo. Y en los últimos tiempos se ha rodeado de alguna gente en la que, si te soy sincero, no confío.

Hay un tipo, un tal Estabile, que le está llenando la cabeza de diarrea. Su hijo lo conoció en una conferencia y se quedó prendado de él. Y decidió que debía ficharlo y convertirlo en su consejero. Pero al viejo no le gusta. El viejo tiene demasiada calle en sus talones y demasiados kilos de mierda a sus espaldas para saber que el tal Estabile no es de fiar. Por eso ha pensado en él, en Riberita. Estabile, entre otras cosas, es el responsable de un programa que se ha sacado de la manga para formar a los nuevos empleados que se incorporan. Les hace un seguimiento, habla con ellos, les hace perder el tiempo para justificar todo el dinero que le está sacando a la empresa.

—Quiero que me informes, muchacho —el viejo zarandea el brazo de Riberita—. Quiero que me cuentes qué está pasando. Quiero que me lo caces y me lo traigas en bandeja.

Los ojos del viejo brillan. Los ojos del viejo son dos jóvenes de quince años bañándose desnudos en una playa nocturna, bajo una ardiente luna llena.

—Esto es otra cosa —le advierte. Dentro de sus pupilas, los niños chapotean, están llenos de vida—. Mucho más que un caniche.