22
Desde aquí arriba, Monsalves no parece tan fiero. Hasta este sitio no llegan los sonidos del teléfono, ni por supuesto el aroma reconcentrado y ácido de la fábrica. No hay estúpidos trajeados atravesando el pasillo que parecen no verte cuando se cruzan contigo, no hay salas de reuniones con fotos en sepia de la empresa ni departamentos atiborrados de carteles con oligofrénicas frases motivadoras. Desde aquí toda esa porquería, todo ese tinglado, parece vulgar comida de hámster, maíz, pipas, frutos secos para roedores que se confunden con la propia mierda de todos esos animales que recorren sus pasillos y departamentos, dando vueltas a la rueda. Verlo así, en la distancia, empequeñecido desde la lejanía, es en sí mismo un regalo, un pequeño obsequio, una gratificación.
Al principio Gertru lo intentaba. Sólo había una hora y media para almorzar, y algunos solían hacerlo en el Bolondo o, si tenían vehículo, en algunas cafeterías más distanciadas. Pero con su sueldo comer fuera todos los días era sencillamente inviable, así que sólo le quedaba la opción del comedor. El comedor de Monsalves era el punto de encuentro de toda la masa laboral precarizada y provisional de la empresa. Todos los que venían de las empresas de trabajo temporal, todos los que tenían contrato estacional, los obreros de la fábrica y, sobre todo, muchos jóvenes. Los horarios de los obreros solían ser distintos a los del resto de los empleados, así que con ellos había poca interacción cuando coincidían, se comportaban como si formaran parte de otra empresa, de hecho en cierto modo eran otra empresa, con sus propios códigos, incluso con su propia vestimenta, las batas blancas con el anagrama de Monsalves. Parcos, brutos, algunos de ellos desaliñados, con las uñas negras y las manos sucias, los veías llegar con sus grandes neveras de plástico y sus termos. En aquellas neveras guardaban tupperwares con comidas contundentes, casi siempre de cuchara. Calentaban sus platos en los microondas del comedor, y acometían su ritual, siempre en grupo: resultaba enternecedor verles cubrirse el pecho con servilletas de tela para evitar mancharse las impecables e incongruentes batas blancas de Monsalves. Y comían con abundante pan, pan que solían compartir. Eran ruidosos, sonreían de forma saludable, utilizaban aquellas sonrisas como un conjuro para quitarse de encima las miradas lastimeras de animales apaleados con las que arribaban al comedor. Cualquiera de aquellos entregados trabajadores podría haber sido su padre, a Gertru no le hubiera costado trabajo abrirse a ellos, a pesar de su introversión, porque sin duda representaban lo único verdaderamente honorable de Monsalves. Había en cierto modo orgullo de clase en aquellos obreros, conciencia satisfecha de saberse de otro material, en realidad asumían con callado regocijo su condición anacrónica, eran trabajadores pertenecientes a otra época, a otro tiempo. Entre los obreros apenas quedaba alguien joven, muchos de ellos habían salido de Monsalves debido al imparable proceso de automatización, y a los que quedaban los disfrazaban de caricatos con aquellas ridículas batas blancas. Pero todos los que habían salido lo habían hecho en unas condiciones dignas, con prejubilaciones bastante satisfactorias. Contaban con un convenio colectivo que garantizaba derechos con los que las distintas reformas laborales no habían podido, derechos tan básicos como el pago de las horas extras, que aún mantenían a pesar de saberse el verdadero galeón de Monsalves, el sótano del sudor y las grasas, la factoría. Evidentemente, la mano de don Luis Monsalves padre había sido decisiva, porque todos ellos pertenecían al tiempo en que la empresa estaba formada por trabajadores con nombres y apellidos, y el propio don Luis había trabajado mano a mano con muchos de ellos. Ahora los disfrazaban con batas blancas, ahora los obligaban a no fumar en los espacios públicos, y algunos días, cuando recibían visitas de clientes, los responsables de líneas los compelían a afeitarse. Ahora había máquinas más sofisticadas, y habían habilitado una dependencia en cuya puerta de acceso se leía LABORATORIO DE I+D, que era motivo habitual de burla: esperaban todo el tiempo la llegada de un matasanos que les sacaría sangre para analizarla, la poca sangre que les quedaba, bromeaban, porque toda ella se la habían entregado ya a la empresa.
A Gertru no le hubiera importado conocerlos más, compartir incluso algún almuerzo con ellos, pero eran un grupo inaccesible, otra categoría, por lo general despreciable para todos los que formaban parte de la zona noble. En la zona noble estaban los directivos y mandos intermedios, también la administración y los departamentos estratégicos, la gente preparada, el verdadero motor de Monsalves. Aunque en el comedor sólo compareciera su versión más devaluada, los activos en potencia: empleados que todavía hacían estiramientos junto a la línea de salida, ansiosos por que sonara el disparo y pudieran echar a correr.
—Aquí están —había dicho una vez Luis Monsalves hijo, durante la visita guiada de un grupo de clientes a su paso por el comedor—. Son el músculo de Monsalves.
El músculo, el nervio, la empresa en construcción, la nueva savia, el futuro. Pero mientras sonaba el disparo, mientras los condicionales se transformaban en presente simple, sólo quedaba sobrevivir y conformarse con el comedor, aquel espacio que con sus mesas corridas y su escueta decoración, con su falta de luz natural y su claustrofóbico techo bajo, recordaba demasiado al comedor de una cárcel. La savia nueva, el músculo, el futuro, eran un hatajo de encorbatados —ellos— y enchaquetadas —las menos, ellas—, en su mayor parte licenciados y posgraduados, no pocos con dominio solvente de un segundo e incluso un tercer idioma y con nóminas por lo general más propias de un repartidor de pizzas, en el mejor de los casos en el umbral del mileurismo, con las pagas extras prorrateadas y con horas extras tan frecuentes como invisibles en el salario. Comparadas con la peor nómina de cualquiera de los obreros de bata blanca, las nóminas de los jóvenes del comedor resultaban sencillamente miserables, aun así la mayor parte de ellos ignoraba a sus compañeros de fábrica cuando buscaba sitio en el comedor, sencillamente no existían para ellos. Con sus relucientes trajes, con sus impecables corbatas, los jóvenes, la savia nueva, el músculo, abrían sus tupperwares y comían sus aseados e hipocalóricos emparedados, o bien sus ensaladas llenas de colorido, pensando probablemente en la tarea que habían interrumpido para almorzar, y que retomarían al regresar a sus puestos. En Monsalves había hora de entrada pero nunca de salida, eso en el Monsalves de la zona noble, en el Monsalves donde se estaba haciendo la empresa del futuro, por eso las jornadas solían ser muy largas y combatirlas con entereza no siempre era fácil. De ahí que muchos de aquellos cachorros estuvieran abonados al nuevo veneno, las bebidas energéticas, las bebían en el desayuno, en el almuerzo, a media tarde. El olor a jarabe de aquel ungüento industrial, de aquel matarratas espídico que los mantenía siempre despiertos y en tensión, se imponía con intensidad al olor a embutido de los emparedados, y ese había sido uno de los motivos principales por los que Gertru había acabado desistiendo de acudir al comedor. Odiaba aquel olor, como odiaba escuchar a los compañeros de otros departamentos hablar de su trabajo como si no hubiera otra cosa en el mundo, con un entusiasmo que le revolvía las tripas. Bebían y bebían refresco energético, hablaban de expedientes y de certificados y de formularios y de videoconferencias y de reportes, pero sobre todo, lo veías en sus gestos, en sus miradas, esperaban el disparo.
Era mejor huir, era mejor escapar, como Gertru había visto en aquella película en blanco y negro cuando iba a la facultad, aquella fatigosa película en la que Ingrid Bergman caminaba con dolor y sufrimiento durante minutos y minutos intentando escapar de la volcánica Estrómboli. Cada día, de dos a tres y media, Gertru huía de Estrómboli. A través de una calle residencial que arrancaba junto al Picari’s, remontaba un promontorio que se hacía especialmente escarpado en su último tramo, pero que concluía en un repecho con unas vistas magníficas al monstruo. Apenas había ruido allí, era tranquilizador observar desde la distancia aquella mixtura de hierros y humo, quedada demasiado lejos para rozarla. El almuerzo era siempre un momento crítico para ella, pero al menos allí no tenía que dar explicaciones. Su madre había llegado incluso a supervisar la manipulación del recipiente que cada mañana, desabrida y soñolienta, preparaba en la cocina para cerciorarse de que en efecto contenía algo sólido. Invariablemente, incorporaba una fruta y un sándwich de pan de molde con un par de raquíticas lonchas de jamón york, y su madre solía forcejear con ella para entremeter algo más consistente en el menú. Un trozo de queso, algunas galletas, incluso un tupper con el sobrante de un guiso, siempre solía haber algo más cuando a la hora del almuerzo Gertru abría el recipiente, provocando el efecto opuesto al pretendido por la vieja: porque la visión de cualquier comida no prevista le provocaba arcadas instantáneas.
Este mediodía ha tocado queso. Como de costumbre, Gertru utiliza el alimento polizonte como objeto arrojadizo: lo lanza muy lejos, hasta que casi le pierde la pista, ladera abajo. También se desprende, como siempre, del pan de molde. Le divierte sentirse cercada por gorriones que disfrutan del festín de pan industrial, mientras ella intenta hacerle hueco en su estómago al jamón york. A los gorriones también les gusta picotear los restos de la fruta, cuando ya no le entra nada más y los deposita a sus pies. Gertru está convencida de que lo suyo con la comida no tiene nada que ver con los casos que de vez en cuando salen en televisión, las modelos cadavéricas que viven obsesionadas con su cuerpo y que acaban atrapadas en el pantano de la anorexia. Siempre ha despreciado la moda, todo ese mundo nunca le ha interesado. Lo suyo tiene más que ver con algo físico, es su cuerpo el que se cierra en banda, el que se niega a sí mismo, el que se enroca. Es como si ella no fuera ella, y en realidad no lo es, este traje chaqueta no es ella, estas gafas no son ella, esta candidez con la que se desenvuelve en Monsalves está muy lejos de quien es en realidad. Si es que es alguien. Si es que es algo.
Mientras se deleita rechupeteando un Sugus de piña, piensa en las gestiones que aún le quedan por hacer esta tarde. La cretina de su jefa ha vuelto a faltar hoy. La llamó muy temprano para decirle que había pasado una noche horrible, y que intentaría recuperar algunas horas de sueño para aparecer más tarde. Esperaba que no fuera como el año pasado, porque recurrió a la misma excusa justo hace un año, en vísperas de la Convención Anual. Aquel día no lo olvidaría nunca, porque al llegar la tarde, Marta había aparecido en el departamento con algo extraño posado en su rostro. No, no era efecto del sueño, en principio parecía abotargamiento, pero Gertru era incapaz de adivinar qué. Martita Pineda se mostraba exultante, vitalista, proactiva. Necesitaban cerrar el eslogan para un anuncio que iban a publicar en la prensa especializada del sector coincidiendo con la inminente celebración de la Convención Anual, así que Martita propuso un brainstorming. Maldito el día en que la directora de Marketing había leído un post o más bien —probablemente— un artículo en una revista femenina sobre aquella técnica. El brainstorming, la tormenta de ideas, era un método fantástico para generar ideas en grupo. Había que juntarse, y pensar, y hacerlo en voz alta, uniendo el talento para alumbrar algo grande. Por aquel entonces en el departamento eran tres, también estaba Mariví, una insufrible niña de papá que acabó plantando a Monsalves para mudarse a Estados Unidos con su marido, un ginecólogo a quien una clínica de Minnesota le había tirado los tejos. Mariví y Marta se llevaban bien y mal, era la típica relación construida sobre pullas con apariencia de algodón de azúcar, pullas que se centraban invariablemente en el estilo.
—Bonitos pendientes. ¿Tous?
—Por favor. No me insultes.
Durante el primer cuarto de hora, el brainstorming para elegir el eslogan del anuncio se convirtió en un toma y daca sobre complementos. Aquello era una estúpida pérdida de tiempo innecesaria. Y ahora que la tenía enfrente, el rostro de Marta le pareció todavía más deforme. Había algo raro, y no era entumecimiento, sino más bien hinchazón. Sí, eran sus labios, estaban más gruesos, como irritados después de haber ingerido comida con mucho picante, como resentidos por un fuerte cachetazo.
—Tiene que ser un concepto que juegue con el valor humano —disparó Martita—. «Monsalves, la capital de lo humano.» ¿Cómo suena?
—Mejor en inglés —planteó Mariví—. «Human Meeting Point.»
Marta miró hacia el techo. Ladeó los labios, como dudando. Entonces fue cuando la pija lo soltó.
—Te has inyectado —dijo.
Marta se sonrojó instantáneamente.
—Sólo un poco. Tenía ganas de probar. ¿Cómo me queda?
El ácido hialurónico, ahí lo tenía. El pavor por la silicona, Gertru había leído sobre ello, había llevado a las adictas de la aguja a recurrir a métodos menos invasivos. Y todo un regimiento de mujeres acomplejadas con las arrugas se había abonado a las filtraciones de ácido hialurónico. El efecto se pasaba en unos cuantos meses, no dejaba secuelas, y permitía ocultar o atenuar las arrugas locales con un sencillo pinchazo. Pero en el caso de Martita Pineda el resultado era grotesco. Sería seguro la comidilla de la convención, pero no para bien. Aquello le animó la tarde a Gertru. Porque resultaba divertido escuchar a Marta Pineda con los labios recauchutados proponiendo pamplinas, completamente ajena a la grosera evidencia de su aspecto, más propio de un dibujo animado que de un ser humano.
Definitivamente, piensa Gertru ahora, mientras en su lengua se va perdiendo el rastro de sabor del Sugus, en Monsalves había momentos divertidos. Pero para aprovecharlos debía mantener bien abierto el tapón del cinismo. Esta mañana, sin ir más lejos, se había divertido mucho haciendo la gestión con Gabriel Sureda, uno de los ponentes que participarían en la convención de este año. Ayer, en la reunión de preparación con Estabile, el coach le había proporcionado una tarjeta para contactar con él. La tarjeta era en sí misma un chiste. Como no se podía ser sólo un nombre, el tal Gabriel Sureda había abarrotado la tarjeta de cargos y títulos con un punto marciano. Gabriel Sureda se presentaba en primer lugar como orador motivacional, y a continuación indicaba ser un European Coaching Institute Member. A partir de ahí, el disparate iba creciendo. Porque también se definía (por este orden) como transformador conductual, experto en disrupción, especialista en mentoring, psicólogo holístico, gestor de entornos críticos, conferenciante, escritor y, ya por último, por si todo lo anterior parecía insuficiente, coach. En el reverso de la tarjeta encontró una frase que remató con un aire lisérgico aquel formidable chiste. «Contra toda opinión, no son los pintores sino los espectadores quienes hacen los cuadros», decía la leyenda, y la frase pertenecía nada más y nada menos que a Marcel Duchamp. Gertru sonrió al repasar la tarjeta esta mañana, pensaba en Duchamp, en lo que hubiera disfrutado de verse estampado en aquel trozo de cartón, y antes de llamar al coach para solicitarle presupuesto, como le había indicado Estabile, acudió a Youtube para ver algunos vídeos del sujeto. Por lo general todos los coaches eran muy celosos con las grabaciones, de hecho casi todos incluían cláusulas en sus contratos para evitar ser grabados. La razón, a Gertru le costó poco tiempo darse cuenta, estaba muy clara: los coaches repetían hasta la saciedad el mismo speech, calcaban miméticamente su discurso, que era también su actuación, de un sitio a otro, algo que resultaba muy obsceno, teniendo en cuenta lo que cobraban. Con todo, en Youtube siempre había algún vídeo en el que los coaches mostraban el género, aunque sólo fuera de forma parcial, como mostrando únicamente la pantorrilla. Lo que esta mañana encontró de Gabriel Sureda era una charla de un TED celebrado en Valencia. Casi todas las fieras que habían pasado por las convenciones de Monsalves tenían alguna charla TED a sus espaldas. Haber participado en un TED era una especie de sello, algo que los situaba en otro estatus, la evidencia de haber tocado verdadero pelo en el coaching. Un buen día una luminaria había tenido la idea de franquiciar aquella marca yanqui de conferencias con aroma a pachuli de Silicon Valley, de manera que toda España se había plagado de charlas TED. TED (Tecnologías, Entretenimiento, Diseño) era una organización sin afán de lucro dedicada a las «ideas dignas de difundir», en la que habían participado personalidades como Bill Clinton, Al Gore o Bill Gates. El franquiciado importaba su estética minimalista (intervenciones breves, puesta en escena sencilla) para reunir en cada charla local a las mentes más rompedoras, creativas e innovadoras, que aportaban sus «ideas dignas de difundir». Viendo la charla TED de Gabriel Sureda, la expresión adquiría matices desoladores.
Con su obligado pinganillo, y vestido de modo informal —camiseta de Einstein sacando la lengua, cubierta por una americana—, el coach se dirigía al público como si hablara a niños de teta. Soltaba chistes sin fuelle, buscando la complicidad del auditorio, un regimiento de cachorros que se habían dejado los cuartos dispuestos a entusiasmarse al primer chasquido de dedos. A fuerza de ver vídeos, en esos años en Monsalves, Gertru había aprendido a identificar en aquellos speeches todo un género. Había chistes, momentos de intensidad, finales emotivos. Su estructura solía desarrollarse conforme a una historia de cariz biográfico, con su correspondiente presentación, nudo y desenlace, por supuesto feliz y moralizante. La de Gabriel Sureda era de manual: de joven había sido un gran estudiante, con unas notas de ensueño en la universidad, lo que había provocado que se lo rifaran. Así había entrado en una multinacional, a la que había dedicado largos y sacrificados años de su vida. Tenía familia, una mujer y dos hijos, de los que debido al trabajo no había podido disfrutar todo lo que hubiera querido. Y de repente, un día, se produjo la ruptura. Se había perdido con su coche en un páramo, el coche sufrió una avería y él se había visto obligado a caminar durante dos días por el bosque sin agua ni alimento. Aquellos dos días le habían llevado a un ejercicio introspectivo, a repensarse su vida, su existencia. En su móvil apagado y sin batería habían quedado todas las supuestas gestiones urgentes, sus citas, sus compromisos de negocio. Todo aquello, en realidad, no era lo importante. En esos días de ayuno, como un cristo en el desierto, había visto la luz, pero para acabar de abrir los ojos del todo el coach se había encontrado en el bosque con un asceta —Gertru no podía creerlo, tuvo que hacer retroceder el vídeo, pero era cierto, es lo que estaba contando—, con una especie de pastor, una suerte de chamán que le dio cobijo y alimento, y junto al que pasó unas horas inolvidables. En un momento dado, el tal Gabriel Sureda abría mucho los ojos, conseguía que le brillaran, y una lágrima acababa cayendo por su mejilla, mientras se detenía por un instante pidiendo perdón por la emoción, y provocando el encendido aplauso del público. Lo que hasta entonces había sido un monólogo más o menos humorístico se convertía ahí en un discurso sentimental, cándido, incluso cristiano. La moraleja era que había que quererse más, que el tiempo corría muy deprisa y que dejábamos pasar la vida sin atender a las cosas verdaderamente importantes. Al final el coach pedía a algunos individuos de la primera fila que lo abrazaran, se fundía con ellos en un intenso y duradero abrazo, y tras ello rogaba a todo el auditorio que hiciera lo propio. Abracémonos, decía, empoderémonos con nuestra humanidad, seamos resilientes con quienes tenemos al lado. Y todo el mundo acababa abrazándose, ante la mirada aprobatoria y transportada del coach.
Apenas sobrepuesta por el visionado del vídeo, con el cinismo transformado en indignación, Gertru había telefoneado al tal Sureda. Al principio su voz sonaba cándida, equilibrada, pero el tono fue cambiando conforme se desarrollaba la conversación. Gabriel estaba al corriente de la invitación, incluso había cuadrado la convención en su agenda. Tenía el presupuesto preparado. Era, le aclaró de antemano, lo que ya había apalabrado con Estabile.
—¿Cómo está mi amigo Lorenzo? Tengo muchas ganas de verlo.
Pero antes de mandarle el presupuesto, tenía algunas cuestiones que aclarar. ¿Era posible disponer de un vehículo propio al llegar? ¿En qué hotel lo hospedarían, de qué categoría? ¿Sabía que no podía comer gluten?
Gertru estaba acostumbrada a aquel tipo de impertinencias, eran habituales. Lo que no soportaba era el falso interés por ella, la sobreactuación. Sureda se trabajaba el rollo humano, se le veía venir a kilómetros, formaba parte de su marca personal.
—¿Tú cómo te llamas, chica? —Había pocas cosas que le tocaran tanto las narices como que se refirieran a ella así.
—Gertru. Me llamo Gertru.
—Encantado, Gertru. ¿Estás teniendo un buen día?
Por fin consiguió deshacerse de la pegajosa llamada, y se temió lo peor: dentro de cinco días, como de costumbre, a Gertru le tocaría hacer labores de asistenta personal y cicerone de aquel pringoso coach. Tendría que recogerlo en el aeropuerto, acompañarlo al hotel, coordinar su llegada a la convención, y todo ello sonriendo, siendo complaciente, siendo amable, siendo la Monja, la Gertru de Monsalves.
A los pocos minutos había llegado el email de Gabriel Sureda. En el PDF adjunto venía el presupuesto del speech. Tendría una duración de cincuenta minutos, y se llamaría, cómo no, El abrazo. Aunque también podría haberse llamado El sablazo. Porque por la charla, el coach pedía —y le darían— 6.185 euros, IVA no incluido. A eso había que sumar, por supuesto, el coste del desplazamiento y de la estancia en el hotel. Era indignante. Gertru intentó hacer un cálculo mental de las horas que ella debía invertir en Monsalves para ganar aquella misma cifra, pero al superar las mil perdió la cuenta.
Cerró el PDF con ganas de escupir en la pantalla, y todavía le entraron más ganas cuando leyó el texto del correo del coach, al que no había prestado atención inicialmente. Querida Gertru, le decía, conforme a lo hablado remito presupuesto. Y antes del pie de firma, por supuesto aliñada con la misma media docena de señas de su disparatada tarjeta personal, el coach había escrito: Ojalá todos tus sueños se cumplan antes de que acabe este día.
Gertru había sonreído en aquel momento. Las ganas de escupir se transformaron en ganas de golpear. No, al menos hoy no tendría esa suerte.