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De un modo extraño, había considerado ella, quedar en un McDonald’s guardaba cierta coherencia con el motivo del encuentro. Porque a Gertru los McDonald’s siempre le habían parecido sitios con un punto macabro. Todos aquellos padres felices con sus hijos, todos aquellos ruidosos grupos de adolescentes entregados al consumo voraz de mierda envuelta en cartones, la imagen del propio Ronald McDonald, le parecían obscenamente escabrosos. Ahora que espera allí la llegada del comercial de Cadenas Locales, piensa que, aunque coherente, quizá no haya sido del todo una buena idea. A esa hora, el McDonald’s está atestado de grupos de niños que han salido del cine y que pelean y bromean ruidosos en las mesas contiguas. Sólo ha encontrado hueco en una mesa cerca de la cual un grupo de al menos quince niños celebra el cumpleaños de uno de ellos. Pero lo peor no eran los niños. El entusiasmo de los padres y el modo en que celebraban las ocurrencias de los críos era lo más lamentable. Le provocaba náuseas, acrecentadas por la visión de la escabechina de las hamburguesas mutiladas y las patatas frías esparcidas por las mesas en aquella orgía de happy meals.

Había tomado la decisión de enviar aquel correo electrónico después de escuchar a su jefa despotricar contra el chaval de Locales, pero sobre todo cuando, esa misma tarde, al acceder al portátil de Martita Pineda para reenviar un correo a un proveedor, se había topado con aquella ristra de mensajes vacíos. Gertru ya conocía aquella táctica, de hecho Marta la había utilizado hacía tiempo con otra víctima, también un comercial, al que finalmente logró echar de Monsalves. En algunas ocasiones, aprovechando la ausencia de su jefa, Gertru había tenido oportunidad de rastrear su buzón de correo electrónico. Con algunos de sus correos, cualquier psiquiatra se habría vuelto loco. La forma de escribir de Marta era demencial, no sólo por la abundancia de faltas ortográficas, sino sobre todo por el estilo. Martita Pineda escribía siempre en mayúscula, y sus mensajes parecían gritar. Eran frases construidas con una sintaxis propia de un niño de diez años, pero con un punto de oscuridad que hacía pensar en un psicópata. LA OFERTA ES OKAY. PERO O REBAJAS 30% O MONSALVES YA NO ERES CLIENTE. Era el mensaje que debía reenviar al proveedor. Los mensajes personales, que abundaban en su correo, eran mucho más desastrosos. Martita Pineda había tenido una pareja hacía algún tiempo, y finalmente él la había abandonado. Como no era empleado de Monsalves, no pudo utilizar con él sus malas artes habituales, por lo que canalizó su enojo a través de una comunicación mucho más expeditiva. A Gertru todavía la hacía reír un mensaje, que descubrió un día, en el que Marta mostraba su lado más humano, puro desamor y despecho, con aroma de bolero. TE DÍ MI CORAZON LO DESTRUISTES. ME HAS ROTO POR DENTRO. VOY A LEVANTAR CABEZA. HOMBRES COMO TU AHI MIL. BYE ERES SOLO UNA POLLA MAS. Pero los mensajes vacíos eran otra cosa, pertenecían a otra categoría, el alcance del despecho resultaba mucho más hondo e inmensurable. Cuando Martita Pineda enfilaba a alguien en Monsalves, cosa que había ocurrido más de dos veces, sólo cabía esperar su muerte laboral. En aquellos tres años, Gertru había visto desfilar por el departamento a cinco compañeras. Cuando estas eran más jóvenes y guapas que ella, cosa que solía ocurrir, el acoso y derribo resultaba mucho más virulento. De aquellos cadáveres, sólo uno había pataleado antes de morir. En medio de la planta, aquella chica le había cantado las cuarenta a voz en grito. Eres una puta enferma, le había dicho, antes de abandonar la planta con un sonoro portazo. Aquella noche, probablemente, Gertru había tenido el primero de aquellos sueños: Monsalves ardiendo y el rostro de Martita Pineda, entre gritos, deshaciéndose bajo las llamas como un muñeco de cera.

El reloj marca las ocho y cuarto, pero Gertru sabe que aparecerá. Mientras mastica un nuevo Sugus de piña, imagina al comercial de Locales merodeando, buscando entre los rostros de los clientes del McDonald’s alguno familiar que le permita resolver la incógnita, poner por fin cara a la desasosegante sensación de angustia que lo atenaza desde que recibió el correo.

Gertru no sabe que de hecho, para él, hoy ha sido un día nefasto, de esos para olvidar. Y no sólo por el pinchazo de la rueda cuando salió de Monsalves, camino de la visita a un cliente. Se había fumado el segundo canuto mañanero y se sintió inusitadamente torpe al cambiar la rueda, de manera que acabó manchándose de grasa el pantalón del traje y también, un poco, la camisa. Ya se sentía contrariado cuando se presentó ante el cliente, y la falta de sintonía de este al recibirlo —en circunstancias normales, se habría reído de las manchas— le hizo temer lo peor. Enseguida lo peor se hizo evidente ante sus oídos. La cadena acababa de cerrar un contrato de exclusividad con BioWashing para la provisión de productos de la línea de limpieza. Eso no suponía, en todo caso, el fin definitivo de relaciones con Monsalves, le había aclarado el cliente, ya que seguirían recurriendo a ellos para productos específicos que no distribuía la competencia, pero otros como el Detroxin o la línea CleanWay ya no tenían cabida en su suministro.

Aquello le había destrozado el día, la semana y también el mes. Decidió inventarse un par de visitas para evitar el indeseado regreso a Monsalves, y se pasó la mayor parte del día fumando. Cuando llegaron las siete se había fumado, al menos, ocho canutos. Y en todo el día no había comido absolutamente nada. Tenía la sospecha, o más bien la psicosis, alentada por la grifa, de que el día todavía podía ir a peor. Por eso ahora observa, como ha previsto Gertru, a través de la cristalera del McDonald’s, buscando algún rostro conocido o simplemente indiciario de la identidad de la persona que lo ha citado. Finalmente logra distinguir a la Monja, sentada en una de las mesas. No esperaba que pudiera ser ella, simplemente no la había barajado como opción, ni siquiera estaba seguro de que supiera hablar. Cuando entró en el McDonald’s sintió la bofetada del olor sintético de la comida, y salivó al contemplar la foto en detalle de una hamburguesa de tres pisos. Quizá no sea cierto, pensó, quizá el día pueda acabar mucho mejor de lo que empezó.

Gertru recuerda a Macipe, lo ha visto en más de una ocasión por Monsalves, pero hoy parece como si lo hubieran cambiado por otro. El pantalón manchado, el cuello de la camisa arrugado, la piel lívida y cerúlea, la boca seca y sobre todo la mirada: una mirada que parece no mirar del todo, como si una pared enclaustrara su visión y sus ojos estuvieran dibujados.

Macipe se arroja sobre el asiento y al hacerlo está a punto de caer, como si viajara en un esquife demasiado descompensado de peso. Se atusa el pelo y compone una sonrisa.

—Qué sorpresa. Me podías haber llamado directamente.

—Mejor no. —Gertru no puede evitarlo: enseguida siente una masa de calor ascendiendo por su cuello e invadiendo sus mejillas.

La contemplación del vertedero de comida en la mesa contigua, donde se celebra el cumpleaños, acaba de animar a Macipe.

—¿Quieres algo? —propone—. Necesito comer.

—No, gracias. Pero pide tú.

Y vaya si lo hace. Tres minutos después, Macipe regresa por el pasillo con una bandeja repleta de comida que está a punto de volcar cuando uno de los niños del cumpleaños se cruza en su titubeante trayectoria. El aspecto de la bandeja es como si hubieran barrido los restos de varias mesas y hubieran vertido allí todo el contenido. Gertru siente poderosas náuseas cuando el comercial empieza a masticar. Va comiendo con ansia de todo lo que tiene delante, convirtiendo su boca en una papelera. Patatas, nuggets, hamburguesas, todo cabe por aquella temblorosa rendija.

—Coge algo. Me va a sobrar.

—Lo dudo.

—Bueno, cuéntame. ¿Cómo te va?

La tercera hamburguesa y la primera media docena de nuggets atemperan por fin a Macipe. Después de un generoso trago a su Coca-Cola extragrande, con las lágrimas recorriéndole las mejillas como si acabara de escuchar un fabuloso chiste, se hurga con la lengua entre los dientes mientras intenta fijar su mirada en Gertru, en sus palabras, que no acaba de entender del todo. Gertru le habla de la Convención Anual, de los preparativos, de su problema con el proveedor de las corbatas. La Monja está hablando ahora del estrés, de repente dice algo sobre animales de compañía, y por fin el nombre de Martita Pineda cobra forma en sus labios.

—Sé lo que te está haciendo. —Gertru se pelea con el envoltorio de un nuevo Sugus—. Lo de los mensajes, lo sé.

—¿Lo sabes, no? ¿Te lo ha contado ella? ¿Te ha contado lo que pasó?

—No, o sí, eso no es lo importante. Pero quería que nos viéramos para que sepas que va a por ti.

Dilatadas por las gafas, las pupilas de Gertru se vuelven enormes. Macipe piensa que sus iris son como los anillos de Saturno.

—¿Qué puedo hacer? ¿Qué se puede hacer?

Los efluvios de la piña química del Sugus, desde la boca de Gertru, se imponen por un instante al olor del pepinillo de la penúltima hamburguesa mordisqueada por Macipe.

—La conozco, y no va a parar hasta que te vea en la calle.

La carcajada de uno de los niños del cumpleaños es como un latigazo.

—¿Qué me recomiendas? ¿Qué crees que puedo hacer?

Gertru se encoge de hombros. Macipe se siente solo, desvalido, como un bebé destetado de forma repentina. Tiene que haber una solución. Quizá la encuentre en los anillos de Saturno.

—Esto no va a parar. Sé cómo es. La he visto hacer esto antes. A no ser que la pares tú.

Anillos de Saturno. Un mirador castaño, del color de la avellana y el whisky, con vistas privilegiadas al abismo.

—¿Qué quieres decir? ¿A qué te refieres?

—Pararla tú. Impedir que siga haciéndolo tomando medidas.

No hace falta que Gertru dé más detalles. Todas las opciones se pasean como espectros por el cerebro abotargado de Macipe. Accidente en carretera, caída fortuita por las escaleras, una paliza de un desconocido con consecuencias físicas irreversibles. Los espectros deambulan, y de repente Gertru ya no es Gertru. Ahora es una presencia monstruosa, una suerte de bruja oscura que le habla desde la bruma.

—Si te decides, podría echarte una mano.

La mirada de la bruja ya no contiene anillos. Sus iris se pueblan de zarzas. Son picantes, como el tabasco. Tienen filos.

—Debe haber solución —los niños de la mesa cantan por fin el cumpleaños feliz. Los padres también se animan, y el ruido destemplado de las gargantas lo llena todo—. Tiene que haber una solución.

El resto de las mesas se contagia del cántico, y todo el McDonald’s se une a entonar el cumpleaños feliz. Es imposible escuchar lo que Gertru está diciendo, al otro lado de la mesa. Quizá sea la grifa la que esté proyectando sobre los labios de Gertru esa palabra. Pero ahora que todo el mundo remata el cántico con un sonoro aplauso, Macipe juraría que la Monja está diciendo «mátala».