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Necesitaba cada día ese momento. Era como mudar la piel, una suerte de ablución de la que salía transformada, y así el resto del día recuperaba su verdadera identidad. No era una mutación rápida, y a menudo su madre, con la que compartía vivienda y gastos desde la muerte de su padre, se descomponía, radiando telefónicamente a su hermana la extravagancia, o bien, incluso, aporreando directamente la puerta del servicio, a lo que Gertru solía responder con un alarido manchado de blasfemias: estoy bien, joder, déjame en paz, cago en la puta.

Bajo la ducha caliente, invariablemente, se acariciaba la entrepierna, en ocasiones utilizando para ello el consolador de goma, o bien aplicando el teléfono sobre su clítoris, pero eso era después de quedar desnuda ante el espejo, desprendida de sujetador, bragas y por supuesto de gafas, y de demorarse en la contemplación de sus caderas, la pronunciada sierpe de su columna vertebral, sus pechos escuetos pero de areolas bien dibujadas, con bordes como de croché. El tatuaje de la araña junto al ombligo la reafirmaba en su identidad, la ayudaba a la transformación, y de este modo se recreaba en su cuerpo, desenterraba la conciencia, olvidándose del papel que estaba obligada a interpretar de lunes a viernes, de nueve de la mañana a ocho de la tarde, con hora y media de descanso para el almuerzo.

—Pareces una artista —observa su madre, cuando la ve salir del baño, toda reluciente, con la sombra de ojos pintada y el pelo húmedo. La observación no viene inducida por su aspecto sino más bien por el vaho que mana del baño, y que recuerda al humo que precede a la salida de un artista en un concierto.

—Que te den bien —contesta ella, con ese tono desagradable que sólo gasta con su madre, antes de encerrarse en su habitación. Pero la conversación no acaba ahí. Porque enseguida la madre aporrea la puerta para preguntarle qué quiere de cenar.

—¿Una tortillita?

—Nada.

—¿Un filetito de pollo vuelta y vuelta?

—Nada.

—¿Un huevito pasado por agua?

—Nada. Joder.

En los últimos tiempos, muy especialmente desde que hace tres años empezó a trabajar en Monsalves, se han convertido en habituales las conversaciones a través de la puerta cerrada. En lo financiero, Gertru cumple intachablemente con su madre, cediendo mensualmente parte de su sueldo al sostenimiento de la economía doméstica, y reparando así la miserable pensión que le quedó tras la muerte de su padre. En lo afectivo, sin embargo, Gertru se desenvuelve como un madero. O peor aún, porque un listón de madera no desprecia, carece de voluntad de hacer daño o humillar. Nada que ver con aquella otra niña que, aunque siempre algo rara —demasiado vergonzosa, demasiado obsesionada con los libros—, había crecido rodeada de brillo académico, un brillo que su madre portaba con orgullo y que había transformado el salón de su casa en una especie de sala de trofeos. Premio al Mejor Expediente Académico en el Bachillerato, Número Uno de su promoción en la carrera de Publicidad, Beca al Talento por la comunidad autónoma. Y después los premios literarios, empezando por el Primer Premio de Relato Infantil en su escuela, cuando apenas contaba diez años, y los sucesivos premios de poesía que había obtenido en la universidad. Le encantaba la publicidad, ver anuncios en la tele con ella podía resultar desesperante por su juicio cáustico, por su diferencia de criterios con respecto a la mayoría. Como proyecto de fin de carrera había diseñado una serie publicitaria sencillamente brillante, que le había valido el cum laude y la firme recomendación para trabajar en agencias de primer nivel. Era un trabajo sobre una conocida marca de tampones y compresas, que ella había reconvertido desde un planteamiento totalmente opuesto a la sensibilidad de la marca y del propio sector. Presentaba la imagen de una mujer madura, y el contexto acaramelado tan habitual en la publicidad de la higiene íntima femenina —tonos pastel, colores saturados, espíritu de dibujo animado— había sido sustituido por el hiperrealismo, con el que la marca hablaba de tú a tú a usuarias que estaban muy lejos de las niñatas imposibles y algo asexuadas de los anuncios recurrentes en este tipo de productos. Durante sus años de estudio en la universidad, no obstante, su gusto por la publicidad se había ido matizando. Leyó a Naomi Klein —No logo fue una lectura aplastante—, leyó ensayos de Chomsky, La sociedad del espectáculo de Guy Debord, y la influencia de sus lecturas y de un novio antropólogo, la única relación que se le había conocido —ni siquiera en la época universitaria se había mostrado especialmente interesada por el sexo opuesto—, la llevaron a asimilar posiciones críticas con respecto al fenómeno publicitario. Interesada por el arte contemporáneo, especialmente por las corrientes artísticas de contestación que surgieron a partir de Duchamp, cuya biografía le había fascinado, ahora era devota de Banksy, su habitación estaba atiborrada de imágenes de sus grafitis, y seguía atentamente todos sus movimientos a través de Internet. Cuando acabó la carrera, su madre debió de percibir la quiebra en el proyecto personal de su hija, pero una circunstancia nada accesoria se lo impidió: el fallecimiento de su marido, debido a una embolia fulminante que se lo llevó de la noche a la mañana, precisamente durante el verano en que Gertru, tras obtener su licenciatura, había decidido saldar una de sus cuentas pendientes, viajar a Londres y pasar unos meses allí, para conocer la City, acabar de manejar el idioma e, incluso, buscar trabajo de lo suyo. El regreso desde Londres acabó por quebrar aún más la vocación de Gertru: la muerte de su padre y la miserable pensión que le quedó a la viuda la obligaron a buscar trabajo, aplazando o más bien renunciando para siempre a otras opciones más excitantes e inestables. De este modo, acuciada además por la crisis del sector publicitario, que se había llevado por delante a numerosas agencias, es como acabó en el Departamento de Marketing y Comunicación de Monsalves, empresa en la que lleva tres años y con cuyo miserable sueldo contribuye al sostenimiento de la severa economía familiar. Era una empresa grande y conocida, lo que en un principio la animó. El primer varapalo fue conocer las condiciones económicas del puesto, ya en la fase final del proceso de selección junto a otros dos candidatos, sobre un total de más de cuatrocientos aspirantes. Mil euros mensuales, contrato en prácticas, las pagas extras prorrateadas, pero con grandes perspectivas de proyección, le matizó un joven con cara de niño en la penúltima entrevista, quien le especificó los pormenores de la última fase del proceso: fundamentalmente, un encuentro cara a cara con el director de People&Go. El encuentro se celebró al día siguiente, y Gertru acudió virgen a la entrevista. Si hubiera buceado por Internet habría conocido el perfil del entrevistador, ya que Lorenzo Estabile tenía su propia web, donde ofrecía bastante información gráfica —una galería de posados en sepia y blanco y negro muy completa— y escrita, incluyendo una sección, «Referencias», donde varios directivos e incluso algún alto funcionario de la Unión Europea ensalzaban las virtudes del coach. Quizá ese desconocimiento fue determinante para la última entrevista, ya que Gertru, normalmente algo retraída, y en ocasiones impresionable, se desenvolvió con inusitada naturalidad y frescura. A Gertru el tal Estabile le recordó instantáneamente a Paulo Coelho, tenía muy presente su imagen porque se topaba cada día con ella, en la contra de los libros que devoraba su madre y que esta depositaba a menudo en el cuarto de baño. Aquellos libros, había concluido Gertru, ni siquiera ayudaban a soltar el vientre, por más que sólo contuvieran diarrea: seguían siendo más efectivas las clásicas etiquetas de champú. Para entonces Gertru ya se había construido una armadura, componiendo un tipo de chica aplicada, con sus gafas de gruesas monturas, su traje chaqueta de invitada a una primera comunión y algunas poses que había aprendido en algún deleznable post de Internet sobre cómo encarar con éxito una entrevista de trabajo: tono asertivo, gestualidad natural, subrayado del discurso con miradas certeras, silencios convenientemente dosificados. Aunque en esto del silencio, el sosias de Coelho resultó ser un auténtico maestro. Nada más sentarse le pidió que le hablara de ella.

—Háblame de ti —dijo el tipo, con la sonrisa taimada, entregándose a continuación a un concienzudo ejercicio de masaje del mentón. Los ojos de Estabile eran inusitadamente claros, como una camiseta verde destintada por un exceso de lejía, pero Gertru se había levantado con buen pie y se centró en ella misma, en su caricatura, y así, quizá inconscientemente alentada por la propia imagen del coach y por la asociación con Coelho, apeló a algunos de los conceptos que eran tan propios de la bazofia con la que su madre se castigaba las pupilas. Me considero una persona optimista, dijo, a la que le gustan los retos, que tiende no a identificar amenazas sino más bien oportunidades.

—¿Qué es para ti una persona tóxica?

Oh, sí, las personas tóxicas. Aquello estaba de moda, recientemente había leído un reportaje en un dominical sobre el asunto. Las personas tóxicas son aquellas que sólo contienen pensamientos negativos, que tienden a ver únicamente la parte mala de todo, que difícilmente son propositivos o constructivos y que se alegran de que los proyectos no salgan adelante.

—Conmigo que no cuenten —remató Gertru, en la que, sin cum laudes ni diplomas, pudo probablemente ser la composición literaria de su vida, y que, claro, le valió el puesto.

La gente tóxica. Con ello podría haber escrito una verdadera tesis. Porque lo que se encontró al llegar a Monsalves fue precisamente la encarnación de la toxicidad. No precisamente el temperamento tóxico del que hablaban en los libros de autoayuda y en los reportajes de los dominicales, sino uno mucho más obvio y elemental. Marta Pineda, su jefa en el departamento, le pareció desde el primer día una persona abominable, compendio de todos los atributos de carácter que despreciaba. Ese fue, en principio, su segundo gran varapalo, porque entendió que con semejante superiora difícilmente llegaría a promocionar alguna vez. Marta era déspota, engreída, incapaz de reconocer o valorar el talento ajeno, además de una persona tremendamente holgazana, con una tendencia casi patológica a la delegación. Pero lo peor de todo es que era una incompetente sin dos dedos de frente ni la más mínima capacidad de gestión, con un desequilibrio emocional que podía conducirla, en algunos momentos, a estados bastante críticos. En los últimos dos años, Gertru la había visto romper el cristal de una ventana con una grapadora, arañarse la cara hasta sangrar en un ataque de histeria, encerrarse en el cuarto de baño durante horas por un desengaño amoroso. En el extremo opuesto, más de una vez había abandonado Monsalves alegando sentirse insoportablemente agobiada, y había regresado a las tres horas atiborrada de bolsas de Tommy Hilfiger y de Amichi, con un nuevo peinado, e incluso calzando nuevos tacones. O bien había decidido, sin avisar a su subordinada, permanecer en casa para combatir en la cama los rigores de una supuesta fiebre repentina.

Pero si en un principio Gertru asumió su posición en el departamento con decepción, enseguida se dio cuenta de que aquello podía beneficiarla. Y así, asimiló el rol de consejera callada, de amiga fea de la guapa, de confidente, una especie de hermana comprensiva dispuesta a ejercer de pantalla silente al personaje protagonista. De manera que, cada vez más, el trabajo en Monsalves se había convertido para Gertru en una representación teatral diaria, una farsa construida con miradas comprensivas, prudencia y amabilidad fingidas. Pero la vida dual no era sobrellevable sin padecer las manchas, acababa pasando factura, y la factura llegaba cada tarde en su casa, en forma de encuentros prolongados en el baño o en la habitación. La vida real de Gertru, la verdadera vida que no estaba en el trabajo, se encontraba en proceso de disolución frente a la vida en el escenario. Darse placer mecánicamente a solas bajo la ducha, vomitar prácticamente cualquier alimento que no fueran Sugus —era una comedora compulsiva de Sugus, necesitaba llevarlos siempre encima, en realidad era el único alimento sólido que soportaba sin conflicto— y cerrarse en banda a cualquier actividad social extralaboral eran algunas de las consecuencias más severas de esa vida duplicada, hasta el punto de que el espíritu crítico adquirido durante la carrera había derivado en el nihilismo. Alguna vez había soñado con bombas, todo Monsalves volando por los aires en una orgía de cuerpos desmembrados y cabezas desprendidas de sus torsos. También, ya despierta, en alguna ocasión había fabulado con la idea de matar a Martita Pineda, y con ella, por qué no, a otros compañeros, o al mismísimo Estabile. Acallar de una vez por todas su verborrea de saldo sobre el puto conocimiento interior y la actitud positiva. Se había sorprendido a sí misma sintiendo simpatía por el autor de la penúltima masacre escolar de Estados Unidos. A menudo, en los últimos tiempos, viene soñando con pistolas.

Tumbarse sobre la cama desnuda, comprobando en el espejo su propia delgadez. Masticar un Sugus, especialmente los de piña, sus favoritos. Dejarse llevar por la música de algunos de sus grupos siniestros favoritos, esos que le hacen imaginar danzas macabras de cuchillas de afeitar. Es sólo en ese reducido espacio, en esa madriguera, donde se reconoce. Como una alimaña sitiada por una inundación, obligada a reducir su movilidad en un precario agujero, sin tomar verdadera conciencia de la amenaza, sin sentirse siquiera demasiado viva.