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Pensó, idiota, que sólo era cuestión de cambiar la dosis. Así que, después de desayunar en el bar de siempre, que quedaba a sólo un kilómetro de Monsalves, ya en el coche, se fabricó un cuatro papeles, un señor canuto bien cargado. Aquello lo recomponía todo, la primera calada hizo llorar sus ojos, y por un momento volvía a sentirse tranquilo, cada maldito cachivache en su correspondiente sitio de la cabeza. Se vio fuerte, se sintió exultante y lleno de decisión, así que llamó al responsable de compras de Supermercados Wendy, a quien había visitado sólo dos días antes. Con el coche encendido, la voz de Antonio Cárdenas, a través del manos libres, se hizo fuerte en la cabina.

—Don Antonio —saludó Macipe. Acababa de dar una profunda calada a su cuatro papeles—. Deje de mirar el culo a sus cajeras y atienda.

—No sabes cómo me ponen —con Cárdenas era la mejor forma de entrar: hacer comentarios sobre las dependientas de Wendy resultaba infalible. Para comprenderlo sólo había que verlo en acción. Cárdenas se paseaba por los supermercados babeante, mirón, como un niño abandonado en un bosque de golosinas. Cuando Macipe lo visitaba, a Cárdenas le gustaba pasearlo por la sección de perfumería del supermercado de turno, donde le presentaba a las empleadas y hacía todo tipo de comentarios obscenos sin ningún tipo de recato. A sólo unos metros de ellas, le incitaba a mirarles el culo, o las tetas. Y ya de regreso en la oficina, deseoso de soltarlo, acababa confesando que se había follado a la empleada, o que le había hecho una felación, o cualquier historia de calibre sórdido que Macipe celebraba, reforzándole el orgullo al responsable de compras, y predisponiéndolo a una operación comercial favorable. En la visita de anteayer, Macipe había intentado colocarle quinientas unidades de jabón Flotino, pero Cárdenas se había mostrado áspero, rocoso. Tenía, adujo, un compromiso con Bolsan, su competencia, en quien confiaba desde hacía años la compra de algunos productos muy concretos.

—¿Te has pensado lo del jabón? —Macipe entró a degüello.

—Joder, no te cansas. —Macipe sonreía. En medio de la humareda, que convertía el interior del Passat en una cápsula de niebla, era capaz de imaginar al responsable de compras de Wendy pavoneándose por el supermercado, haciéndose el interesante, sin perder de vista el escote de alguna de las cajeras—. Ya te dije que tenemos un compromiso con Bolsan.

—Me matas, Antonio. Es como si mi madre me vendiera a un puto gitano. Con Bolsan no son cuernos. Me la estás pegando con el mismísimo Hitler.

La carcajada de Cárdenas, calculó Macipe, debió de ser de categoría, de esas que dejan al descubierto las muelas más recónditas.

—He hablado con mi jefe, y dice que está dispuesto a hacerte una propuesta irrechazable. Tenemos que entrar en tus tiendas con jabones. Tenemos que demostraros que nuestros jabones son mejores que los de Bolsan. Bolsan está acabado, tío. Por eso estamos dispuestos a hacer el esfuerzo. No vas a poder negarte.

—A ver, dime —la voz de Cárdenas empezaba a sonar impaciente. Tenía que andarse con cuidado: nunca había que rebasar el límite de la inoportunidad, forzar la máquina podía acabar rompiendo la magia. Y él la tenía, la magia, la sintonía, la complicidad, con Cárdenas.

—Mil unidades de Flotino al precio de quinientas. El margen por unidad es de casi un euro. A mí, la verdad, me parece una barbaridad. Pero mi director se ha vuelto loco, y es lo que te ofrecemos.

Macipe, claro, no había negociado nada con Márquez. Con Márquez no se hablaba de esas cosas, él sólo quería escuchar resultados. Su jefe aceptaría con los ojos cerrados aquella propuesta: los jabones Flotino eran absolutamente estratégicos, lo que fuera con tal de reducir el stock que se acumulaba en los almacenes y que lo había convertido en el producto más ruinoso del catálogo.

—Vale. Hecho —sonó contundente—. Pero algo más. Te vienes y cerramos el Fantasy.

Claro que sí, eso está hecho, tú me dices el día. Macipe estaba eufórico, antes de colgar le dio las gracias al responsable de compras de Wendy, le aseguró que no se arrepentiría, y cuando dejó de oír la voz de Cárdenas al otro lado incluso dio un grito de alegría. Tendría que ir al Fantasy. Tendría que sufragar el insaciable apetito de putas de Cárdenas —era increíble: la última vez había subido tres veces a las habitaciones, una de las veces con tres putas—, tendría que costear la noche de farra con al menos tres o cuatro gramos de cocaína, y finalmente —lo estaba viendo— verían amanecer, combatiendo la dolorosa resaca a base de botellines de cerveza, antes de lograr por fin empaquetar a Cárdenas en un taxi camino de su casa. Pero todo eso merecía la pena a cambio de entrar en Wendy con el jabón Flotino.

Así que, de momento, parecía que sí, que su estratagema de cambio de dosis había dado resultado, porque entró en Monsalves ufano, excitado, deseoso de que llegara ya la reunión de las diez, para poder soltar su logro delante de Márquez y del resto de los comerciales, especialmente de Peláez, el maldito trepa, que sólo unos días antes había vendido como la Operación del Año la colocación de mil doscientas unidades de Amoniac 2000 en Supermercados Resa.

Ya estaba en su sitio, tan exultante que incluso se había olvidado del motivo de su cambio de posología. Pero como le había enseñado Estabile en una de las últimas sesiones grupales del departamento, la influencia de lo exógeno sobre lo endógeno era limitada. Ahora lo endógeno volvía a fluir, propiciado por una nueva circunstancia exógena nada feliz: un correo electrónico que cayó sobre su bandeja de entrada como un gordo arrojándose en bomba en una piscina municipal atestada. El correo lo firmaba Marta Pineda, directora de Marketing y Comunicación de Grupo Monsalves. Y eso no era lo peor: porque no había contenido, ni en el asunto ni el espacio de texto, tan sólo el pie de firma, como un correo enviado por error, como un spam, como un toque al móvil sin esperar respuesta. Un pinchazo, un pellizco, un timbre sonando en su puerta sin mostrar las intenciones. Pero estaba claro que había intención. Recordó la amenaza de Marta Pineda de la noche anterior, antes de cerrar el coche y perderse en la oscuridad: te vas a cagar. Y no dejó de resultarle irónico que aquel recuerdo viniera acompañado de una descomposición estomacal instantánea, que lo hizo atravesar el pasillo a la carrera camino del servicio. El cambio de dosis, concluyó mientras se reclinaba sobre el váter, no había sido definitivamente una buena idea.