19
Se arrepintió de haber esprintado por la recepción, como si la vida se le fuera en ello, para tomar el ascensor. Los ascensores subían y bajaban continuamente, y qué más daban dos minutos más que dos menos, al fin y al cabo ya era inevitable, había llegado tarde. Había luchado hasta el último momento con Rubén para conseguir que se vistiera, que desayunara, le había costado lo indecible que fuera al baño para poder peinarlo. Y a última hora, con las llaves ya en las manos, el niño había dicho que necesitaba hacer caca, que no podía aguantar, que debía ir al aseo. Rubén había entrado en el colegio cuando la sirena de las nueve hacía rato que había sonado. Lo vio internarse en el edificio arrastrando los pies, lento, con esfuerzo, como un preso que no se resignara a abandonar el cielo abierto, y Julián por fin respiró aliviado. El tráfico era intenso ese día, así que cuando llegó a Monsalves eran las nueve y media pasadas. Había sido estúpido correr para tomar el ascensor, recorriendo la zona de recepción a la carrera, porque los ascensores llegaban cada dos minutos y porque al introducir la mano en el hueco para evitar que se cerrase, mientras la doble hoja volvía a replegarse, atisbó que una de las personas que viajaban era nada menos que Lorenzo Estabile.
—Buenos días, Márquez. Se le pegaron las sábanas.
Qué odiosa forma de comenzar el día, pensó, mientras correspondía al comentario con una sonrisa parca, perezosa: no tenía ganas de dar explicaciones desde tan temprano.
—¿Qué tal va nuestro nuevo hombre? —preguntó Julián. El ascensor se había detenido en la primera planta, depositando a uno de los viajeros y acogiendo a dos nuevos trabajadores—. ¿Cómo lo ves?
—¿Ribera? —Estabile, pensó Márquez, tenía un pelo envidiable. Totalmente blanco, pero robusto, frondoso, brillante. Nunca se quedaría calvo—. Buen chico. Creo que va a ser un refuerzo estupendo para tu departamento. Te va a ser de gran ayuda.
El ascensor se detuvo otra vez en la tercera planta. El coach iba seguro a la octava. La octava era la última planta, el aposento de la dirección general y de los consejeros. Todo era distinto en aquella planta, el suelo estaba enmoquetado, la luz era más cálida, incluso tenían un hilo musical suave, como en un hotel. Su departamento quedaba en la quinta.
—¿Qué tal la familia, Márquez? ¿La esposa, el niño?
—Todo bien —contestó—. Todo mejor.
—Me alegro mucho —dijo Estabile.
Márquez no pudo evitar sentirse incómodo. Familia y trabajo, trabajo y familia, aquello no sonaba bonito en la boca del coach. Recordaba con nitidez la experiencia de hacía dos años y medio, porque coincidió justo con el fin de semana previo a que le confirmaran a Marisa que debía entrar en quirófano para la intervención en el pecho. Aquel fin de semana supuso la puesta de largo de Estabile como asesor permanente del Consejo de Dirección de Monsalves, después de varios años prestando sus servicios a través de People&Go. Y aunque la experiencia no se había vuelto a repetir en estos dos últimos años, a Julián le costaría olvidarlo de por vida. Varias semanas antes, todos los empleados habían recibido un correo electrónico anunciándoles la celebración de una actividad lúdica para los empleados y sus familias. Una iniciativa, explicaba el correo, de team building, pensada para reforzar los vínculos entre las familias y la empresa y afianzar el sentido corporativo. Sería el primer Family Day de Monsalves, que el coach —la carta iba firmada por el consejero delegado, pero no costaba imaginar quién la había escrito realmente— había bautizado como el Día de la Familia Monsalves. Desde Marketing habían contribuido a la iniciativa con un eslogan, «Un día de película». Todos los empleados con sus familias estaban convocados el sábado para disfrutar de un día de película en las instalaciones de Monsalves, en el que los más pequeños se acercarían de una manera distinta al trabajo de sus padres, conociendo de forma divertida lo que hacían. Se animaba a las mujeres a hacer postres, que concurrirían a un concurso de postres familiares, cuyo primer premio consistiría en un bonohotel de dos noches en un hotel de cinco estrellas a elegir. Los niños, además, disfrutarían de una proyección infantil, y todos juntos, padres e hijos, participarían en el proceso de creación de una pastilla de jabón. Las pastillas serían personalizadas, llevarían el nombre de los niños participantes, junto al logotipo de Monsalves. Será un día maravilloso, y contamos contigo, afirmaba el email. Porque tú formas parte de esta gran familia, concluía. Por suerte, pensaba ahora Julián, mientras Estabile se alegraba de que las cosas fueran bien en casa, mientras aseguraba que la familia era lo más importante, aquel encuentro no había tenido continuidad, probablemente debido a la crisis y a la necesidad de hacer recortes. Porque hubiera tenido poco sentido reeditar aquella ceremonia con los recortes salariales que les habían impuesto en los últimos dos años, incluyendo el feo gesto de la supresión de la cesta navideña. Para Julián aquella renuncia era más bien un regalo. El Día de la Familia Monsalves le había resultado desagradable, como le resultaba desagradable tener que hablar ahora de su familia a un tipo tan taimado y opaco como Estabile.
Marisa, recordaba ahora, estaba muy nerviosa aquellos días. Probablemente intuía, o tenía ya incluso la certeza de todo lo que estaba por venir. Por entonces su casa no era aún un mausoleo, era más bien una sala de espera, y su mujer estaba histérica, se pasaba todo el día deambulando de habitación en habitación, palpándose el pecho izquierdo por encima del jersey. La ecografía no dejaba lugar a dudas, había un nódulo de dos centímetros y medio en el pecho, y el bulto podía tocarse. Desquiciada, al regresar de la prueba, por la tarde, Marisa le había pedido a Julián que le palpara el bulto. Márquez no había podido hacerlo, intentó tranquilizarla, le preparó una tila, acudió diez veces a la habitación de Rubén para lograr que se durmiera, y todo el tiempo el pecho de Marisa permanecía allí, flotando en el ambiente, con su pezón algo deformado por la edad, con sus venas azules suavemente dibujadas, pero sobre todo con su tumor sepultado bajo la carne, justo en el pliegue del seno cercano a la axila. Marisa no había dormido en toda la noche, y le había pedido a Julián que la excusara ante sus compañeros, pero no tenía cuerpo ni cabeza para acudir al evento. Así que Julián se plantó sólo con Rubén en Monsalves, de todos sus compañeros casados fue el único que acudió sin esposa. Aunque todavía pequeño, Rubén ya daba muestras de un temperamento impertinente e imprevisible. Es cierto, tenía sólo seis años, pero con esa edad muchos niños se comportaban ya de forma impecable, obedecían órdenes, eran capaces de mantener una conversación. Rubén, en cambio, montaba pataletas, corría a menudo como un caballo desbocado, gritaba, se tiraba al suelo y se mostraba caprichoso e irascible. Resultaba difícil que le obedeciera, y Julián se había acostumbrado a que lo dejara en evidencia. Estaba convencido de que el niño no participaría en las actividades de grupo, aun así le supo mal no acudir a la cita y apareció con él a la hora convenida. Todos los que la conocían, especialmente los comerciales de su quinta, le preguntaron por Marisa. Estaba indispuesta, llevaba unos días pachucha, dijo, mientras el niño le tiraba de la mano con insistencia: a lo lejos había distinguido un gran castillo hinchable, de considerable altura, rematado en la parte superior por un globo enorme que reproducía de manera algo burda la cabeza de Mickey Mouse. Irían más tarde, lo tranquilizó Julián, porque ahora debían participar en la fabricación de la pastilla de jabón. Mientras el director general, acompañado por Estabile, pronunciaba el discurso de bienvenida, Rubén no dejaba de gritar, provocando las miradas sorprendidas de los niños y socarrones padres que estaban a su alrededor. También estaba la mujer de Luis Monsalves, una mujer joven, atractiva, elegante, mientras que los dos hijos de Monsalves parecían muñecos arrancados de una tarta de primera comunión. A duras penas consiguió superar con Rubén los distintos pasos de creación de su pastilla de jabón. Era una actividad estúpida, pero Julián observaba a las otras familias y parecían estar disfrutando con aquello, o bien disimulando de manera muy eficaz. A Rubén no le interesaba nada el proceso, Rubén tocaba donde no debía de tocar, Rubén gritaba cuando había que estar callado y permanecía inmóvil como una estatua cuando debía acometer alguna acción. Por fin el proceso concluyó, y al otro lado de la cinta de corte apareció su pastilla de jabón de color verde kriptonita con el nombre de Rubén Márquez grabado. En ese momento había otras actividades para los pequeños, pasaban Los Pitufos 2 en el aula de cine infantil, pero Rubén estaba obsesionado con el castillo hinchable, así que Márquez lo dejó marchar. Era la hora del aperitivo, y aunque se sintió aliviado al librarse de Rubén, también se sintió profundamente solo. Todas las parejas hablaban entre sí, estaba descolocado. Se pegó a su amigo Esteban y a Adeli, su mujer. Fue allí donde le presentaron a Estabile. Nos está ayudando a cambiar un poco las cosas, dijo Luis Monsalves hijo, todo esto ha sido idea de él. Entonces Estabile había pronunciado aquella frase, la misma o muy parecida a la que acababa de pronunciar dentro del ascensor, durante un ascenso que parecía no acabar nunca.
—La familia es lo más importante —dijo el coach. Y sí, juraría que era lo mismo que les había dicho, al conocerlo dos años y medio antes, en el momento del aperitivo del Family Day, justo cuando la mujer de su amigo Esteban, Adeli, le había sugerido que acudiera al castillo hinchable, porque Rubén parecía tener problemas. La familia era lo más importante, el trabajo era lo más importante, familia y trabajo, trabajo y familia, mezclar las dos cosas era una aberración, Rubén estaba sentado en lo alto del castillo hinchable, junto a la cabeza deforme de Mickey Mouse, llorando como un poseso, con un verdadero ataque de pánico. Familia y trabajo, trabajo y familia, y su mujer en casa deambulando como un fantasma entre las habitaciones sin dejar de palparse el pecho, mientras Rubén lloraba con pavor a bajar, porque había subido con valentía pero la altura le producía vértigo, y ahora Julián se veía obligado a quitarse los zapatos, y desde la zona donde se servía el aperitivo alguien había dado el aviso, probablemente alguno de sus compañeros de comercial, y todos miraban y señalaban y se carcajeaban de su torpe ascensión para rescatar al niño. Familia y trabajo, trabajo y familia, y ahora que estaba arriba, mirando desde allí hacia Monsalves, hacia la aglomeración de compañeros, saludando con la mano, pensaba que todos juntos podían irse a la mierda. Había tenido ganas de abofetear a Rubén mientras iba subiendo, pero de repente, incomprensiblemente, al coronar la cima, quiso abrazarlo: el niño, desde la altura, había desmigajado la pastilla de jabón personalizada, llenando toda la zona superior de la colchoneta de virutas verdes. Las virutas caían por el tobogán neumático, como cantos rodados, mientras el monitor y varios niños esperaban a que concluyese el rescate.
El timbre del ascensor anunció por fin la apertura de puertas en la quinta planta.
—Da recuerdos —dijo Estabile, cuando Julián ya salía, pero este sólo levantó la mano y asintió. De repente lo dominó el recuerdo, la imagen, la sensación: él sonriendo, abrazado a Rubén, ya tranquilo y también sonriente, los dos deslizándose por el tobogán, como cayendo por una espumosa y salvaje catarata, libres, sin miedo.