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Entre el Bolondo y el Picari’s median apenas cien metros. Cualquiera que no trabaje en Monsalves puede alternar entre ambos pubs durante la noche, porque los ambientes son bien distintos. En el Bolondo el ambiente es más fresco, la media de edad suele ser más joven, a menudo pinchan música y si se da bien la noche la gente acaba bailando. Suelen, además, hacer la vista gorda con el tabaco, especialmente a partir de determinada hora. Hay una zona recreativa, con dardos electrónicos, una mesa de billar e incluso un futbolín. A mediodía también abren, sirven cervezas y platos precocinados —pizzas, baguettes, flautas de jamón y queso— que pueden hacerte el avío. El Picari’s es más bien un pub para acabar el día. La barra es tradicional, de las de toda la vida: tarima acolchada para que los codos no duelan, taburetes cilíndricos y giratorios atornillados al suelo, espejo corrido al otro lado de la barra para seguir en primera persona la evolución de la cogorza. En el Picari’s la luz es tenue, mana de unos focos suspendidos sobre una estructura de madera que abarca todo el perímetro de la barra, intensificando el tono castaño de los whiskies. Los camareros suelen poner música, pero eso allí es lo de menos: les basta con tres o cuatro recopilaciones de canción ligera, que emiten en bucle —una noche, Sinatra; la siguiente, Julio Iglesias; la otra, Nat King Cole— hasta que algún parroquiano, desesperado, clama al camarero que cambie de disco. El Picari’s, todo el mundo lo sabe en Monsalves, es el bar de los jefes y los mandos intermedios, mientras que el Bolondo es el pub de los empleados. Y también, de vez en cuando, de los advenedizos. Por eso, los comerciales de Cadenas Locales —fundamentalmente Peláez y Macipe; González se ha marchado ya, y Novoa es como si no estuviera— se sorprenden al ver entrar por la puerta del Bolondo a Martita Pineda, la directora de Marketing y Comunicación, acompañada por el adefesio de Gertrudis, la Monja. Martita entra con el mismo brío con el que suele desenvolverse en la oficina, sin mirar hacia ningún lado, con paso acelerado, como si llegara tarde a una cita. No se digna mirarlos ni siquiera cuando ha llegado a la barra y solicita las consumiciones al camarero.
Los de Locales han salido a consolar a Novoa. Hace poco más de mes y medio que tuvo a su primer hijo, y acaban de comunicarle que se queda en la puta calle. Dentro del departamento, para ser sinceros, no existe demasiada camaradería. Peláez, a pesar de su apariencia de niño, es un trepa. González es un pelota y, todos lo saben, un chivato, el topo del departamento. Novoa es sencillamente un incompetente, al que le venía grande el puesto. Y Macipe, bueno, Macipe es el mejor. Al menos, para él mismo. Su jefe se lo ha dicho en alguna ocasión, cuando se produce algún momento de intimidad, Macipe, sigue así, tienes mucho futuro en Monsalves. Suelen afearle su poco cuidado con las apariencias y su poca planificación. Es escasamente metódico, demasiado espontáneo, improvisador. Pero en el mundo comercial eso es algo bastante común, al comercial se le exige saber vender, todo lo demás es relativo. Macipe es el mejor, sí, él está convencido, lo cree firmemente, y si en algún momento su convicción decae, ahí está la grifa para evitar el derrumbe. Cada mañana, acompañando al café, Macipe se fuma un canuto. Lo que a cualquier otro le obligaría a regresar renqueante a la cama a él le insufla ánimos para encarar el día. La realidad se vuelve más sencilla y maleable con un buen petardo matutino. Es más fácil visitar a los clientes, intentar seducirlos con su verborrea, llevárselos a su terreno. Y entre cliente y cliente, otro buen pito. Tras el almuerzo, el preceptivo dos papeles, y después de un café americano, vuelta a la selva. Lo que gana en eficacia lo pierde en rigor, por eso su libreta de pedidos es un auténtico desastre. A veces, incluso, se le olvidan los apuntes. Pero la facturación no engaña, y sus resultados están ahí: la Zona Oeste es la que ha seguido un comportamiento más dinámico en Cadenas Locales en el último año, salvando incluso en algún trimestre la facturación de la unidad.
Martita Pineda y la otra están cerca de ellos. Tienen la música alta, y desde hace varios minutos nadie habla en su grupo: aquello es un verdadero funeral. Así que Macipe se acerca con sigilo a la directora de Marketing y se apoya en la barra, observando disimuladamente su trasero. El Levi’s le dibuja un bonito culo, de eso no hay duda. Recuerda haber contemplado ese trasero otras veces, pero no lo hacía tan esbelto: es posible que haya perdido algo de peso. El año pasado tuvo ocasión de charlar con ella en la copa de Navidad. Le pareció una tipa insufrible, demasiado bien pagada de sí misma. Nada que no pudiera esperarse de la sobrina de Monsalves, una enchufada, y, según cuentan, bastante peligrosa. Pero a él no se lo pareció del todo, simplemente consideró que su perorata resultaba algo soporífera. Ahora la tiene allí delante, con su Levi’s despintado ciñéndole el trasero de una manera sorprendente. La visión del culo lo anima como un sopapo, por eso, tras apurar su botellín, se dirige directamente a la pareja.
—Muy buenas. ¿Tomáis algo?
Al principio la reacción es fría. Más que sonreír, Martita parece dolerse de una espina clavada en la encía. La Monja agacha la cabeza y ni siquiera saluda. Pero con otro botellín entre las manos y el recuerdo del trasero de Martita, a Macipe ya no hay quien lo pare. Macipe es un buen soldado, pero sobre todo es un minero. Ha aprendido a perseverar en lo más profundo, picando infatigable el mineral. Sabe manejar los gestos, la palabrería, sabe cómo llevarse a su terreno la conversación, cómo mostrarse falsamente interesado por su interlocutor. En este caso se muestra hábil con los desvelos de Marta Pineda, la organización de la Convención Anual se convierte en el asunto más trascendente del universo. Y claro, también las bromas, los gestos de complicidad, las convenientes sonrisas arrojadas en el momento preciso. Martita, lo descubre a la quinta o sexta cerveza, cuando la Monja hace una hora que se fue, cuando la reunión de los comerciales de Locales se ha evaporado hace rato, cuando la parroquia del Bolondo parece haberse diezmado y el camarero se ha tirado a las baladas y los ritmos lentos, Martita necesita esto, un poco de distensión, un poco de relajación y, por qué no, caricias. Las caricias ya no tardan mucho en llegar, también en esto Macipe se maneja bien, a Martita se le ven venir las ganas a kilómetros, está faltita y él no piensa desaprovecharlo. Le han contado cosas, un comercial de Doméstica tuvo una vez un lío con ella y acabó saliendo de la empresa por la puerta de atrás. Martita es sobrina de Luis Monsalves hijo, está bastante bien posicionada, y su influencia es fuerte, si no a ver cómo se ha mantenido tantos años ahí, en Marketing, cuando muchos que han pasado por el departamento saben que no tiene ni idea. Pero ella también tiene sentimientos, también necesita cariño, y él, Macipe, se lo va a dar esta noche, todo el cariño que necesite. Por eso a la que hace la novena o la décima cerveza, ya pierden la cuenta, nada resulta extraño, todas las armas descansan, se han desprendido de armaduras, y es normal que Macipe le pase la mano por la espalda, le acaricie así como sin querer el brazo, para comprobar, al trasluz de un foco, que la piel de Martita se engallina. Luego están los inconfundibles gestos, la forma en que ella ladea la cabeza, la mirada de soslayo, pícara e insinuante, y por último ya el beso, es ella misma quien se lanza antes de marcharse al servicio, un beso breve en los labios, un beso caliente, húmedo, en realidad una promesa: en cuanto vuelva del servicio, quiere decir, vamos a follar como locos.
Y en eso andan ahora, la noche ya transformada en madrugada, y ella dentro del Volkswagen Passat de él, se han arrastrado hasta el coche a través de sobamientos y flexiones, haciendo malabares con sus cuerpos retorcidos, dándose bocados, ella más ansiosa que él, sin recato a la hora de magrearle el paquete, sin esperar al ocultamiento. Es tarde y por esta calle no pasa ni un alma, pero si lo hiciera tampoco atenderían a las formas, ahora están en lo suyo, el vértigo de verse desnudos, los fuegos artificiales del contacto carnal, las palabras lascivas de ella, su forma de frotarle el miembro como si fuera una lámpara mágica. Vaya con Martita Pineda, vaya con la estirada con ínfulas que cada mañana recorre los pasillos de Monsalves taladrando el suelo con sus tacones como si pisara cabezas, ahora está allí, llenando el coche de palabras guarras, a horcajadas, pidiéndole que la folle. Macipe está dispuesto a todo, y ahora que ve su culo en pompa no puede evitar pensar que le quedaba mejor con el vaquero embutido. Aun así nada va a aplacar esta erección. Ella, es cierto, se muestra algo exagerada, vale que le pida que la folle, pero quizá no hace falta gritar, quizá no es necesario que se maneje con tanta brusquedad, como una neandertal. Él le agarra con fuerza las caderas, mientras ella grita sí, sí, dame. En un momento dado sale de ella, tiene que ponerse el condón, pero antes de que pueda dar explicaciones ella vuelve la cabeza y le exige, dame por detrás, dame fuerte por detrás, cabrón. Tiene la mirada brillante, como un animal salvaje, y esa mirada acaba de animarlo, así que él le abre las piernas y con tino entra por la puerta de atrás. Entonces se produce un aullido, es un grito también salvaje, pero de textura diferente. Apenas ha entrado pero ella ser revuelve, qué coño haces, dice, a qué juegas, hijoputa, añade, y lo empuja, con una brusquedad desconcertante lo arroja contra la puerta contraria. Qué, cómo, qué, me has dicho, Macipe intenta arropar su desconcierto con palabras que quedan allí, invadidas por los gestos de apresuramiento de Martita Pineda, que de repente se muestra azorada, que se tapa los pechos con ridículo recato, que no lo mira mientras rumia que es un hijoputa, que es un cerdo, que qué coño se ha creído, que ella no es una zorra, que a ella no le da por culo nadie, y menos un comemierda como él. Tarda poco en vestirse, tarda poco en abandonar el coche, mientras él sigue allí detrás, con el pantalón por las rodillas, atónito, confundido. Está enojada, está rabiosa, pero por si hubiera alguna duda ahí quedan sus palabras. Suenan precisas en medio de la noche, antes de que desaparezcan diluidas en el eco de sus tacones.
—A mí nadie me da por culo, niñato. Te vas a cagar.