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Quiere dejarlo, pero no sabe cómo. Quiere acabar con esto, porque necesita dejar de ser madre para ser de verdad mujer y después, si acaso, ser de verdad madre, pero no de un supuesto adulto, sino de hijos nacidos de su vientre. Sin embargo, su voluntad se quiebra a cada paso, por ejemplo ahora, al observarlo dormir, al asistir desde la puerta semiencajada de la habitación a sus sonoros ronquidos. Es un niño, Macipe es y siempre será un niño, y la vida con un niño está bien hasta que una acaba comprendiendo que en el paquete va lo mejor y también lo peor de un niño. Las bravuconadas, las mentiras, el rebrinco. Quiere dejarlo, quiere construirse una vida seria, sin esta provisionalidad, sin esta sensación de pachanga, de tienda de campaña en medio del bosque en que anda instalada su vida desde que dejó de vivir sola y alquilaron juntos este piso.
Él no lo sabe, y por nada del mundo se lo diría, pero Pepi ha conocido a alguien. Fue a través de su hermana, un amigo de un compañero de trabajo, un día que hicieron una cena en su casa. Macipe andaba de viaje, como casi siempre, y a ella el joven le gustó porque, como Pepi, trabajaba de contable en una pequeña empresa y parecían compartir el mismo tipo de desvelos laborales. A saber: la pesadilla del IVA trimestral, la persecución de los clientes deudores, las facturas impagadas, la gestión del incómodo dinero negro. Aquel muchacho, Bertín, no era guapo ni apuesto, más bien resultaba incluso desgarbado, con los hombros un poco caídos y de maneras algo torpes, pero tenía algo, y al final del día, ya de vuelta en casa, tumbada en su cama vacía, Pepi había descubierto el qué: era su forma de escucharla, era su manera de interesarse por ella, por lo que contaba, guiñando incluso los ojos, ajustándose las gafas, frunciendo los labios, sonriendo. Se mostró atrevida al pedirle a su hermana el contacto de Bertín, y su hermana hizo como que ignoraba su atrevimiento, en el fondo complacida —Pepi estaba segura— por la posibilidad de que cambiara de pareja y abandonara a Macipe, que siempre le había parecido un machista, un becerro y un yonqui. También se mostró atrevida al llamar a Bertín y proponerle un café, y en aquella primera cita Pepi comprendió que con Bertín le tocaría ser atrevida casi siempre. Porque era un muchacho retraído, vergonzoso, al que le costaba abrirse. Nada que ver con Macipe y con sus maneras rudas y su cariño como de cachetada y pellizco. Nada que ver tampoco en la cama, porque enseguida Pepi accedió a otra forma de sexualidad mucho más plácida y recreativa, donde parecía haber un mayor contrapeso en los intercambios, a veces ella llevaba la iniciativa, los preludios resultaban mucho más interesantes, y para su sorpresa a Bertín le obsesionaba proporcionarle placer. Definitivamente era muy distinto de Macipe, de su forma de enfrentarse al sexo casi como un choque de trenes, como dos piedras frotándose rudamente hasta producir chispazos. Con Bertín era un calor distinto, y lo más interesante es que al concluir el acto ese calor no se consumía, quedaba allí, en la cama, sobre el sofá, en el asiento de atrás del coche, como un tierno rescoldo. Bertín no se dormía al terminar, Bertín se mantenía aferrado a Pepi, quería saber todo el tiempo si había disfrutado. Es más: Bertín proponía ver una película, o le pedía que le hablara de ella, o en algún arrebato que a Pepi le resultaba excesivo planteaba que por qué no viajaban juntos el fin de semana. Él era tan considerado que, aun con la intuición o quizá la certeza firme de que Pepi compaginaba dos relaciones, aun sabiendo o imaginando que su relación era, de las dos, la complementaria, la accesoria, la secreta, prefería no preguntar ni de momento liberar la espita de las recriminaciones, aunque no había que ser muy lista para imaginar que la procesión iba por dentro. Fue sólo hace tres días cuando por primera vez, tras un polvo en casa de él después de una cena con velitas rematada con un postre de nata con fresas —Bertín gastaba a veces un erotismo algo burdo, pero no se podía tener todo—, ella había dejado caer la necesidad de dar un cambio de rumbo a su vida. Él cogió el guante con rapidez y le abrió las puertas de su piso, esta casa es grande para uno solo, que sepas que aquí tienes sitio. Y por unos minutos habían fabulado con estampas de vida doméstica, los turnos para limpiar, un calendario para hacer la comida, fines de semana de maratones nocturnos de sus pelis favoritas. Ese día, al regresar a su piso, había acabado follando con Macipe, y por primera vez en mucho tiempo, quizá por primera vez desde que hacía dos años y medio habían iniciado su relación, había sentido asco al notar sobre su espalda el pecho caliente del comercial, justo cuando se corría.
Ese día, ayer, hoy, seguro que mañana, lo tiene claro, y está decidida. Quiere dejarlo, quiere pasar página, iniciar algo serio, algo que no se parezca a la relación con un compañero de piso con el que acostarse, al que le hace la cama y le limpia el váter y le soporta el muermo cuando va pasado de pitillos, sino una relación de verdad, con caricias, viajes de fin de semana, proyectos y, sobre todo, respeto. Respeto es una palabra que ella no frecuenta en su vocabulario, le parece algo lejana, demasiado solemne, pero es probable que se trate de eso. Sentirse de verdad como parte de dos, y no como la cuidadora, y no como la proveedora oficial de la relación, tener la sensación de que tu opinión cuenta, de que tienes opinión. Y también por supuesto las caricias, el interés por su disfrute, la consideración de su sexo como algo trascendente y no una mera madriguera que hollar antes de dormir. Respeto, compañerismo, atención, son esas cosas las que percibe en Bertín, cosas que una difícilmente puede encontrar en un niño, por más que a ese niño lo ame con locura maternal.